domingo, 27 de abril de 2014

Alexis de Tocqueville, Sobre la democracia en América

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Un joven magistrado francés se embarca en 1831 para dirigirse a los Estados Unidos con el objetivo de estudiar su sistema penitenciario. Ahora bien, en su equipaje interior lleva muchos acontecimientos, fenómenos y conflictos: la recién inaugurada monarquía liberal de Luis Felipe; la restauración de Luis y de su hermano Carlos; el imperio de Napoleón; la república del consulado, del directorio, de la convención; la fallida monarquía constitucional... Todo ello girando en torno a los dos conceptos de libertad e igualdad (el de fraternidad ha quedado un tanto traspapelado).

Pues bien, al desembarcar descubre que «existe un hecho que atrae la atención del europeo a su llegada a las costas del Nuevo Mundo más que ningún otro: Reina una igualdad sorprendente entre las fortunas; a primera vista, incluso las mentes parecen iguales. Me sorprendió, igual que a otros, apreciar esta igualdad extrema en la condición...» Durante nueve meses recorre buena parte de la joven república, y algo del Canadá. Observa, analiza, se documenta... Constata la existencia de una sociedad que ha logrado establecer una conjunción estable de la libertad y la igualdad, a diferencia de lo que ha ocurrido en Europa y sigue ocurriendo en la América hispánica. Pero no es un visitante complaciente: registra también las carencias diversas, el conflicto entre poder central y descentralización, la conculcación admitida de sus propios principios (por ejemplo respecto al problema de la esclavitud y la población ya emancipada), la creciente fractura entre el norte y el sur...

A su regreso a Francia, Alexis de Tocqueville (1805-1859) decidirá sustituir el foro por el mundo académico, centrado en el estudio de los fenómenos políticos. Brevemente pasará del trabajo teórico al práctico, pero aunque alcanza puestos destacados, su carrera política será breve. Su gran éxito es la obra que nos ocupa, Sobre la democracia en América. Publica las dos primeras partes en 1835, y en en 1840 las restantes, y son rápidamente traducidas y reeditadas en numerosas ocasiones. Reúne y asocia magistralmente información histórica, política, legal, económica, y lo que hoy llamaríamos sociológica. Pero no es sólo un cúmulo de datos: el esfuerzo por explicarse la realidad de los Estados Unidos, tiene en buena medida como telón de fondo lo que el autor piensa que necesita Francia, su gran preocupación. De hecho su otro gran libro, El Antiguo Régimen y la Revolución (1856), constituía el punto de partida para una análisis profundo y comparable de la sociedad francesa.

La lectura de Sobre la democracia en América nos sorprende continuamente con sus análisis. Con frecuencia parece explicarnos lo que ocurrirá más tarde, ya sea la guerra civil norteamericana, o incluso el auge de los totalitarismos del siglo XX. Sirva este texto como ejemplo: «Pero nosotros hemos hecho en Europa extraños descubrimientos. La República, según algunos de nosotros, no es el reinado de la mayoría, como se ha creído hasta aquí; es el reinado de quienes se imponen por la fuerza a la mayoría. No es el pueblo quien dirige en esas clases de gobierno, sino los que dicen saber dónde está el mayor bien del pueblo: distinción feliz, que permite obrar en nombre de las naciones sin consultarlas y reclamar su reconocimiento, hollándolas a sus pies. El gobierno republicano es, por lo demás, el único al que se le debe reconocer el derecho de hacerlo todo, y que puede menospreciar lo que hasta ahora han respetado los hombres, desde las más altas leyes de la moral hasta las reglas vulgares del sentido común. Se había pensado, hasta nosotros, que el despotismo era odioso, cualesquiera que fuesen sus formas. Pero se ha descubierto en nuestros días que había en el mundo tiranías legítimas y santas injusticias, siempre que se las ejerciera en nombre del pueblo.»

Ilustración de Jason Smith

jueves, 24 de abril de 2014

Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación


Tomo I  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
Tomo II  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
Tomo III  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |

Tras concluir el libro XXX de esta obra, Tito Livio se lamenta: «También yo siento alivio por haber llegado al final de la Segunda Guerra Púnica, como si hubiera participado personalmente en sus trabajos y peligros. No corresponde a quien ha tenido la osadía de prometer una historia completa de Roma quejarse de cansancio en cada una de las partes de tan extensa obra. Pero cuando considero que los sesenta y tres años, que van desde el inicio de la Primera Guerra Púnica hasta el final de la Segunda, han consumido tantos libros como los cuatrocientos ochenta y siete años desde la fundación de la Ciudad hasta el consulado de Apio Claudio, bajo el cual dio comienzo la Primera Guerra Púnica, veo que soy como las personas que se sienten tentadas a adentrarse en el mar por las aguas poco profundas a lo largo de la playa; cuanto más progreso, mayor es la profundidad; como si me dejara llevar hacia un abismo. Me imaginé que, conforme hubiera completado una parte tras otra, la tarea disminuiría; y a lo que parece, casi se hace aún mayor.» Y acertó: le quedaban todavía ciento doce libros más por redactar.

El paduano Tito Livio (c. 64 a. C.-17 de C.) es el autor de la monumental Ab urbe condita, o Historia de Roma desde su fundación, también conocida como las Décadas. La dividió en 142 libros, unas cuatro mil páginas tamaño A4 y tipo 12 (diecinueve siglos después, Modesto Lafuente le superará en una cuarta parte con su Historia general de España). Desgraciadamente sólo han llegado a nuestros días 35 libros: la primera década (I-X), desde los orígenes de Roma hasta el año 292 a. C., con la monarquía y la república, las luchas sociales, las guerras samnitas...; la tercera década (XXI a XXX), centrada en la segunda guerra púnica; la cuarta década y la mitad de la quinta (XXXI a XLV), que se ocupan sobre todo de la expansión de Roma hacia Grecia y el Oriente. Para el resto de los libros debemos conformarnos con las períocas o epítomes: un resumen de cada uno de los libros de la obra, elaborados en el siglo IV. En esta edición incluiremos las correspondientes a los libros perdidos.

Tito Livio es, ante todo, un retórico, un literato. Conoce perfectamente a los grandes historiadores griegos, especialmente a Polibio de Megalópolis, del que admira y sigue su Historia universal bajo la república romana. Utiliza los mismos recursos de la historiogragía helénica, los elaborados discursos de los personajes, el gusto por el colorido, la descripción de gentes y costumbres, la atención a los dilemas morales. Y sin embargo... Tito Livio nos resulta, aunque mucho más ameno, mucho menos crítico que sus antecesores. No parece calibrar el diferente valor de las informaciones que acumula: las reproduce siempre y cuando sean útiles para el discurso propuesto. Los acontecimientos se suceden magistralmente narrados, pero siempre en torno a estas líneas de fuerza: el destino glorioso de Roma, la decadencia que amenaza desde los tiempos de las guerras de Oriente, y la restauración de las virtudes republicanas por Octavio, el princeps... Ese profundo patriotismo le llevará a asegurar con convicción, que si Alejandro Magno hubiese atacado Italia en lugar de Asia, habría sido derrotado por los romanos.

El destacado historiador Luis Suárez escribe: «Sintiéndose colaborador de Augusto en la obra de la exaltación de la pax romana y aspirando a completar lo que Polibio dejara iniciado, Tito Livio concibió una verdadera Historia Universal, la Ab Urbe condita, identificándola con la Historia de Roma. Un Imperio desde su origen hasta su plenitud, tal es el tema que se presenta, en sus multiplicados ejemplos de grandeza de los antiguos romanos, como un modelo para la posteridad. Obra literaria más que científica, el escaso sentido crítico con que se enfrenta con las leyendas más fantásticas y con los juicios más apasionados demuestra cuánto se ha retrocedido en el camino de la creación histórica.»

Manuscrito de mediados del siglo XV

Tomo I: Libros I a X. Períocas X a XX.

Tomo II: Libros XXI a XXX.

Tomo III: Libros XXXI a XLV. Períocas XLVI a CXLII

viernes, 18 de abril de 2014

John Reed, Diez días que estremecieron al mundo

John Reed en 1917
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El historiador quiere ante todo conocer, entender. La realidad (un suceso, un fenómeno, una persona, una institución, una época) siempre es multiforme y confusa, y los acontecimientos se enredan unos con otros en innumerables inferencias. El trabajo histórico supone establecer un orden, un esquema intelectual, y por lo tanto artificial, que nos permita dar una respuesta siempre provisional a las preguntas que el espectáculo de aquella realidad (al mismo tiempo punto de partida y de llegada) nos sugiere. Si nos mueve una finalidad científica, evitaremos en la medida de lo posibles las ideas preconcebidas, los marcos ideológicos y los juicios de tipo moral (que en historia son prejuicios: juicios previos desde un esquema de valores externo a los propios acontecimientos).

Pero en ocasiones se pierde de vista este planteamiento, y entonces amenaza la tentación idealista: sustituir la caótica y en buena medida inaprensible vida real por nuestra grata y tranquilizadora creación, en la que podemos actuar como un auténtico deus ex machina. El resultado podrá constituir un hagiografía o su correlato inseparable (y muy habitual actualmente): una cacografía. En cualquier caso, una obra que parte de ideas preconcebidas (filias, fobias) que, naturalmente, son corroboradas a lo largo del discurso mediante el simple procedimiento de escoger-esconder los oportunos datos. La intención puede ser inocente o interesada; con frecuencia se debe en nuestros tiempos a la persecución de objetivos ideológicos o políticos: es lo que podemos denominar historia militante, de combate, de buenos y malos, o simplemente histo-prop.

Pero no debemos despreciar esta historia que podemos denominar propagandística. Por un lado, todo historiador hace historia desde unos presupuestos antropológicos, consciente o inadvertidamente aceptados. Su esfuerzo por lograr la imparcialidad científica es una tensión que no siempre se logra. Y no importa: el lector advierte (y comparte o no) dicho planteamiento previo, y aprovecha y disfruta del resultado. Pero por otro lado, las obras históricas de descarada intención dogmática, las que quieren comunicarnos La Verdad De Lo Que Realmente Pasó, con sus héroes ensalzados y sus villanos desenmascarados, también resultan útiles e interesantes: son auténticos testimonios de una visión interesada o gratuita sobre acontecimientos y fenómenos; interpretaciones que en muchos casos triunfan, se difunden e influyen poderosamente en los acontecimientos posteriores; auténticos testigos de las mentalidades dominantes en una sociedad o grupo determinado.

Un acabado ejemplo de ello es la famosa obra de John Reed (1887-1920) que nos ocupa. Periodista y escritor, se interesó por los grandes conflictos de principios del siglo XX: sociolaborales en Estados Unidos (huelgas mineras en Oregón), la revolución mexicana, la primera guerra mundial y, finalmente, la revolución rusa de octubre. Desde San Petersburgo, el autor asiste, podemos intuirlo enfebrecido, a estos diez días que estremecieron al mundo: acumula datos y documentos, intervenciones y proclamas; pero no hay espacio para la duda: siempre nos indica quién tiene razón y quién se equivoca. Es más: el que siempre tiene razón es desinteresado y busca el bien del pueblo, mientras que el que siempre se equivoca tiene intenciones torcidas o está comprado por la burguesía... Y, por supuesto, el bien (su bien) necesariamente triunfará...

En el prefacio indica: «Independientemente de lo que se piense sobre el bolchevismo, es innegable que la revolución rusa es uno de los grandes acontecimientos de la historia de la humanidad, y la llegada de los bolcheviques al poder, un hecho de importancia mundial. Así como los historiadores se interesan por reconstruir, en sus menores detalles, la historia de la Comuna de París, del mismo modo desearán conocer lo que sucedió en Petrogrado en noviembre de 1917, el estado de espíritu del pueblo, la fisonomía de sus jefes, sus palabras, sus actos. Pensando en ellos, he escrito yo este libro. Durante la lucha, mis simpatías no eran neutrales. Pero, al trazar la historia de estas grandes jornadas, he procurado estudiar los acontecimientos como un cronista concienzudo, que se esfuerza por reflejar la verdad.» Pero ¿qué verdad?

Dmitry Gutov, Diez días que estremecieron al mundo, 2003. Óleo sobre lienzo.

lunes, 14 de abril de 2014

Guía del Peregrino (Codex Calixtinus)

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 El Codex Calixtinus es un valioso códice elaborado en el siglo XII, entre 1135 y 1140, con el objeto de ensalzar y difundir las peregrinaciones jacobeas, el famoso Camino de Santiago. El nombre procede del supuesto autor o promotor de la obra, el papa Calixto II. Éste, antes de ser elegido pontífice se llamaba Guido de Borgoña; fue abad en Cluny y su relación con Santiago era próxima: su hermano Raimundo casó con Urraca, la hija de Alfonso VI, rey de Castilla y León, y recibió el título de conde de Galicia. También se ha atribuído a Aymeric Picaud, originario del Poitou, y canciller del papa. En cualquier caso, es seguro que el autor-compilador era francés, ya fuere un peregrino o alguien establecido en alguna localidad hispánica, donde abundaba la inmigración franca desde un siglo antes.

El códice se compone de cinco de libros: los tres primeros recogen sermones y textos litúrgicos en honor de Santiago, veintidós milagros que se le atribuyen, y el relato de la traslación del cuerpo del apóstol hasta Galicia. El cuarto es una imaginitiva pseudo-crónica, que narra la expedición de Carlomagno a España, para concluir con la batalla de Roncesvalles y la muerte de Roldán; su postizo autor es el arzobispo Turpín, compañero del emperador. Y el quinto es el que aquí reproducimos, el Liber Peregrinationis (f. 192r - 213v). También es conocido habitualmente como Guía del Peregrino, lo que expresa perfectamente su contenido.

Describe con gran precisión el itinerario y etapas que aquellos seguían en su camino hacia Santiago. Elogia algunos lugares, como el famoso Hospital de Santa Cristina, en Somport: es un lugar santo, casa de Dios, «reparación de los bienaventurados peregrinos, descanso de los necesitados, consuelo para los enfermos, salvación para los muertos y auxilio para los vivos». Aporta un sinfín de datos e informaciones sobre las gentes y las poblaciones que atraviesan el camino: los caminos, los puentes, las iglesias y las reliquias que contienen. También, naturalmente, abundantes juicios de valor, muchos de ellos profundamente críticos, ya que es un auténtico aviso para caminantes: cierto río contiene aguas letales; los barbos que se pescan en España son poco saludables; los barqueros del Gave imponen tarifas abusivas; los vascos son feroces y bárbaros, los castellanos malos y viciosos, los gallegos iracundos y litigiosos...

Por todo ello, Guillermo Fernando Arquero concluye su estudio sobre la obra de este modo: «el Liber Peregrinationis contiene una gran riqueza de información para el medievalista, en relación además con muchos ámbitos de estudio, tanto los referidos directamente a la historia del Camino de Santiago como a las sociedades del norte peninsular por cuyas tierras transitaban los peregrinos a Compostela.»


sábado, 12 de abril de 2014

Jenofonte de Atenas, Anábasis

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Jenofonte de Atenas (c. 431-354 a. de C.) fue filósofo (escribió una Apología de su maestro Sócrates), soldado y político (lo que en la Grecia clásica se identificaba), e historiador. Su infancia y juventud estuvo marcada por ese enfrentamiento entre las ciudades griegas que fue la Guerra del Peloponeso, en la que participó. Pero tras el triunfo de Esparta no regresará a la vida privada en el Ática. Emprenderá entonces la gran aventura de su vida (que le dará materia para su obra más conocida): su participación en otra guerra civil, la que inició el príncipe persa Ciro el Joven contra su hermano el poderoso rey Artajerjes.

Jenofonte formó parte del contingente de unos doce mil mercenarios alistados por el pretendiente en su intento de hacerse con el poder, lo que para aquellos de algún modo se podía interpretar como una revancha de las guerras médicas. Pero en 401 a. de C. se produjo la decisiva batalla de Cunaxa (Mesopotamia) en la que Ciro murió, a pesar del triunfo del ejército griego que quedará dueño del terreno. Pero el ejército insurrecto se disolvió, y las tropas helénicas se encontraron aisladas en medio del inmenso imperio persa. La situación empeoró con la decapitación a traición de sus jefes, pero los nuevamente elegidos (y entre ellos nuestro autor) lograrán culminar la anterior anábasis (marcha hacia el interior de un país), con una catábasis, o viaje de regreso hasta las costas del mar Negro. Ésta será la proeza que narrará en el libro que nos ocupa.

Una vez de vuelta en Grecia, Jenofonte entrará al servicio de los espartanos, polis dominante desde el desenlace de la Guerra del Peloponeso. Pero cuando se rompe la coalición panhelénica dirigida por aquellos en defensa de las polis griegas de Asia Menor, nuestro personaje optará por mantenerse en la órbita espartana, lo que motivará su destierro de Atenas. Se instalará junto con su familia en la ciudad lacedemonia, y recibirá por parte de ésta numerosos reconocimientos honoríficos y materiales. Y aunque más tarde Atenas y Esparta se reconcilian como consecuencia de la emergencia de Tebas como nueva ciudad dominante, no hay constancia de que Jenofonte regresara al Ática.

La Anábasis, también conocida como Expedición de los Diez Mil, o Retirada de los Diez Mil, supone una interesante innovación en la historiografía griega. El autor narra pormenorizadamente sus recuerdos de la aventura. Constituye, por tanto, unas memorias, una autobiografía, con muchas de las virtudes de los reporteros de guerra. Por otra parte, el uso de la tercera persona para referirse a sí mismo, muestra la búsqueda de cierto distanciamiento que le da una apariencia de ecuanimidad. Pero Jenofonte, además de discípulo de Sócrates, conoce las obras de Heródoto y Tucídides: en consecuencia mostrará una doble preocupación por la explicación de los acontecimientos mediante la indagación de sus causas, y por el carácter moral, antropológico, de los actores de los acontecimientos. Y además, nos suministrará numerosas informaciones de carácter etnográfico sobre los diferentes pueblos con los que entra en contacto, así como numerosos discursos de los protagonistas (y sobre todo, del propio autor).

Como señala José Vela Tejada, «El resultado final es, en definitiva, una singular dramatización histórica que hace de esta narración, escrita a cierta distancia de los hechos, un admirable reportaje de indiscutible valor histórico y literario. En consecuencia, la Anábasis terminó por convertirse en un modelo tanto por su carácter autobiográfico como por su indudable habilidad en difuminar este aspecto bajo la narración de los acontecimientos. Empezando por César, el género de las memorias autobiográficas en épocas posteriores le debe mucho a ese doble acercamiento, en parte contradictorio, hábilmente resuelto por nuestro historiador.»


jueves, 10 de abril de 2014

Ignacio del Asso, Historia de la Economía Política de Aragón

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 Escribe Guillermo Fatás:

«Ejemplo de científico con método y talla internacionales, químico, botánico, jurista y economista, es un destacado ejemplo de la Ilustración española y aragonesa. Si el patriotismo, en su sentido más depurado y escueto, consiste en poner al servicio de la comunidad eficientes instrumentos para su mejora y engrandecimiento, desde la generosidad personal y el respeto al rigor del pensamiento científico, pocos patriotas mejores que Asso tuvo Aragón en el siglo XVIII.

»Ignacio Jordán Claudio de Asso y del Río nació en Zaragoza, de Onofre y María Antonia, el 4 de junio de 1742 y en ella moriría casi setenta y tres años después. Doctor en Derecho por Zaragoza, conocedor del griego, del latín y del árabe, profesor universitario, abogado al servicio de la corona en Madrid, cónsul de carrera con ejercicio en Dunquerque, Amsterdam y Burdeos, nunca dejó de amar profundamente a Aragón ni de trabajar por él. Aunque sin holguras económicas, pudo estudiar y publicar no sólo muy notables libros sobre la fauna y la flora aragonesa (editados en Amsterdam y elogiados en los medios científicos europeos) o sobre el derecho castellano (siete veces se reimprimió su Instituciones del Derecho Civil de Castilla, desde1771, texto obligado en las universidades españolas), sino, sobre todo, su Historia de la Economía Política de Aragón. Cuatro años (1794-1798) tardó en componer la obra, estudiando con gran esfuerzo personal en viejos archivos para poner a las autoridades aragonesas en condiciones de realizar planes de saneamiento económico y ciudadano, desde un enfoque extraordinariamente moderno y perspicaz.

»Asesor, en su ancianidad, de Palafox durante los Sitios, hubo de huir de Zaragoza para no ser fusilado por los franceses. Fue uno de los más notables miembros de la Real Sociedad Económica. Escribió más de cuarenta obras y murió, amado de su ciudad y respetado por la ciencia europea, en 1814.»

Publicado en: Beltrán, M.; Beltrán, A.; Fatás, G. (dir. y coord.). Aragoneses Ilustres. Zaragoza: Caja de Ahorros de la Inmaculada, 1983. p. 31-32.



miércoles, 2 de abril de 2014

Carlos V, Memorias

Cranach, Carlos V
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Es Carlos V el que dicta en 1552:

«Esta historia es la que yo hice en romance, cuando vinimos por el Rin, y la acabé en Augusta; ella no está hecha como yo quería. Y Dios sabe que no la hice con vanidad, y si de ella Él se tuvo por ofendido, mi ofensa fue más por ignorancia que por malicia; por cosas semejantes Él se solía mucho enojar, no querría que por ésta lo hubiese hecho ahora conmigo. Así por ésta como por otras ocasiones no le faltarán causas. Plegue a Él de templar su ira, y sacarme del trabajo en que me veo. Yo estuve por quemarlo todo, mas porque si Dios me da vida confío ponerla de manera que Él no se deservirá de ella, para que por acá no ande en peligro de perderse, os la envío, para que hagáis que allá sea guardada y no abierta hasta...»

Y el destacado historiador Manuel Fernández Álvarez comenta en el exhaustivo estudio que realiza al editar esta obra:

«He aquí, lector, las Memorias de aquel Emperador que se llamó Carlos V. Es posible que, admirado, corras tras ellas, aunque no es ciertamente cosa insólita que un gran personaje de la Historia escriba sobre su vida. Al punto vienen al recuerdo los Comentarios de Julio César, las Memorias de Luis XIV o las escritas en el destierro por Napoleón. Tras la figura histórica late el hombre, y éste, sea el vencedor de las Galias, el creador de Versalles o el que muere en Santa Elena, se deja ganar por la vanagloria de escribir sobre sí mismo; aunque también por algo más que por mera vanidad: por el imperioso afán de dejar oír su propia voz a todos aquellos que han de conocerle. Quiero decir que sienten la ineludible necesidad de encararse con la posteridad. Se presentan, quieren presentarse espontáneamente ante el Tribunal de la Historia.

»Y esto mismo ocurre con Carlos V, aunque no sea cuestión tan conocida. En efecto, puede que no sean muchos los que sepan que también él escribió sus Memorias, si descontamos −claro está− el grupo de los historiadores profesionales (…) Quizá, tampoco se debieran llamar Memorias, sino Comentarios, como sugiere Brandi; pues en verdad Carlos V sólo trata con alguna extensión los acontecimientos bélicos desarrollados entre los años 1544 y 1547. Es cierto que, conforme a su modo de ser, se remonta a la adolescencia, arrancando desde los años de Flandes, los años en que todavía no era más que Duque de Borgoña y Archiduque de Austria.

»Por esa razón, por nacer sobre todo como un diario de campaña, no se encuentran aquí al punto aquellas intimidades que pediría de buena gana nuestra curiosidad: los detalles por los que pudiéramos entrar en el por qué y el cómo de los principales problemas históricos surgidos a lo largo de su vida, o bien el sabor de su reacción ante los sucesos más íntimos.

»Al menos ésa es la impresión que se saca de una lectura precipitada; pues cuando se lee con más sosiego van apareciendo ante los ojos muchos de los rasgos del Emperador: su sentido de la responsabilidad, su acendrada fe religiosa, su amor a las armas... Al pasar las páginas de las Memorias se oye hablar al depositario del triple legado: el borgoñón, el austríaco, el español. Junto al caballero cruzado se ve surgir al político renacentista; al lado del que siente vivos los ideales de la Baja Edad Media se percibe también al que ama la gloria ante la posteridad.

»Todo esto asoma a las páginas de las Memorias de Carlos V. ¿Será preciso añadir algo más para destacar su importancia?»


De las exequias de Carlos V