miércoles, 30 de diciembre de 2015

Rafael Altamira, Filosofía de la historia y teoría de la civilización

Retrato, por Sorolla
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De Rafael Altamira (1866-1951) ya hemos incluido en Clásicos de Historia su extensa Historia de España y de la civilización española. Presentamos ahora una breve obra de 1915 que recoge su reflexión por el sentido e interpretación de la historia, naturalmente desde su específico interés por la denominada historia interna y de los hechos culturales (y especialmente por la historia de las instituciones y normas jurídica). Su propósito es superar los límites de la historia fáctica, e introducirse en un campo más bien filosófico:

«Llega el historiador a conocer, o a creer que conoce, los principales hechos de la historia humana; describe el origen, esplendor y decadencia de los grandes imperios; fija el proceso de la civilización, sus distintas etapas, el movimiento oscilante y a veces contradictorio de su caminar, los entronques y aprovechamientos que de la labor de unos pueblos hacen otros, el resultado que en los tiempos modernos se ha conseguido, la trayectoria o ley de desarrollo y orientación de las instituciones fundamentales y de las aspiraciones que consideramos de más importancia, y todavía después de esto quedan aquellas preguntas inquietantes en que está todo el programa de la Filosofía de la Historia: ¿Adonde va la Humanidad? ¿Hay para ella un fin de que no tiene conciencia todavía, pero hacia el que marcha la corriente central de su historia? ¿Le impulsa hacia ese fin algo que está fuera de ella misma? ¿Qué significado, qué valor tiene su vivir dentro de la realidad toda del proceso universal? ¿Está entregada al azar, o lleva una orientación? Y si la hay, ¿cabe deducirla, o adivinarla a través de lo que de sus hechos conocemos? ¿Existe en sus mismas condiciones de vida, algún factor que dé la piedra angular de la Historia? Y en función de todo eso, ¿qué estado es el que marca o marcará el esplendor de esa Historia, la situación culminante y más conforme con los fines del Universo? ¿Es posible el señalamiento para lo futuro de una trayectoria fundamental de la humanidad, o la Filosofía de la Historia no debe traspasar el momento presente?»

Y el concepto central sobre el que construye su reflexión es el de civilización. Pero si en el siglo XIX ha culminado la antiquísima oposición entre civilización y barbarie (que hemos visto todavía dominante en El origen del hombre de Darwin, y en La rama dorada de Frazer, por ejemplo), en estas primeras décadas del siglo XX se está gestando el estudio de las civilizaciones, plurales y autosuficientes, como sujeto histórico determinante y múltiple: muy pronto las obra de Spengler y Toynbee iniciarán un debate que llega a nuestros días, con autores como Quigley y Huntington. Rafael Altamira muestra bien esta transición. Aunque todavía se sitúa en el concepto universalista y eurocéntrico de que «la civilización es un estado de vida humana integrado por varios elementos fundamentales (desarrollo material, intelectual, moral, artístico, del carácter, antropológico, social, etcétera), todos necesarios porque responden a condiciones también fundamentales de la vida humana», reconoce la existencia de otras civilizaciones: «hay otros pueblos a quienes no podemos negar la realidad de haber llegado a estados de gran progreso en diferentes órdenes de la vida —por lo cual no cabe excluirlos propiamente del grupo de los civilizados—, y cuyo ideal difiere sensiblemente del nuestro en muchas cosas fundamentales.»

Y desde estas consideraciones, Altamira expresa de forma tajante su rechazo al imperialismo todavía dominante, partiendo del modo como se le justificaba habitualmente: «Los pueblos, como los niños, necesitan ser educados a la altura de su misión; si no se educan voluntariamente, hay que intervenir en su vida para levantarlos al nivel que les corresponde, cumpliendo así los más adelantados una función tutelar, de ayuda y cooperación en beneficio de todos … Pero, aun suponiendo que aceptáramos la teoría ..., la Historia nos ofrece contra ella una objeción poderosísima, y es que si la enseñanza obligatoria supone una coacción, ésta no se utiliza para maltratar al niño ..., sino para proporcionarle un bien en forma igualmente buena; mientras que ... la teoría referida no se aplica nunca entre los pueblos sino en la forma de conquista. Y aun suponiendo que no sea un disfraz del puro apetito de dominación, esa forma (que sirve de medio para realizarlo) lleva consigo casi siempre condiciones que la invalidan. En efecto, quienes la invocan para intervenir en un Estado, apoderarse de su territorio y dirigir su vida, no suelen determinarse por el provecho de la nación conquistada (este es el hecho, cualesquiera que sea el nombre dado a la intervención), sino por el suyo propio, egoísta (aprovechamiento de productos naturales y de mercados, expansión de la raza, goce de la dominación, etc.) ..., y en vez de la obra de amor, de concordia, de trabajo en común, se hace obra de odio, de violencia, de despojo más o menos encubierto.»


miércoles, 23 de diciembre de 2015

Zacarías García Villada, El destino de España en la historia universal

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En 1935, el eminente paleógrafo e historiador Zacarías García Villada (1879-1936), del que ya hemos editado su Metodología y crítica histórica, pronuncia dos conferencias en las que expone su visión de la historia de España. Serán publicadas en la revista Acción Española, donde Maeztu había dado a conocer su más conocida Defensa de la Hispanidad, para la que tiene palabras encomiásticas. El texto original de estas conferencias es el que que reproduciremos aquí, aunque prontamente comenzó a ampliarlo de cara a su impresión posterior que, finalmente, resultará póstuma como consecuencia de su prisión y asesinato en los primeros meses de la guerra civil.

Podemos reconocer en esta breve obra la que muy pronto se convertiría en la interpretación canónica, oficial, de la historia nacional durante el franquismo. Y sin embargo, su influencia será limitada: deberá compartir espacio con el falangismo que oscila entre la influencia totalitaria alemana e italiana que provoca ansias de imperio (de la que sería muestra la obra Reivindicaciones de España de Areilza y Castiella), y la más orteguiana y posterior de, por ejemplo, Laín Entralgo en su España como problema. Pero es que, además, pronto volverá a predominar en las universidades españolas una historia meramente profesional que asimilará con rapidez las corrientes historiográficas que se generalizan en Europa tras la segunda guerra mundial. Es sintomático que el más importante debate sobre la interpretación y sentido de la historia española sea llevado a cabo por dos eximios intelectuales exiliados, Américo Castro y Sánchez Albornoz.

El punto de partida de García Villada es claro: «Existen actualmente entre nosotros cuatro corrientes intelectuales, que se disputan la formación de la conciencia nacional y la dirección de nuestro pueblo. La primera es la socialista, que todo lo espera de la lucha de clases y del factor económico. La segunda, la representada por la llamada generación del 98, que se agrupa ahora alrededor de la Revista de Occidente, y cifra la salvación de España en el olvido de su historia y en su europeización. La tercera, la personificada en el espíritu de Giner de los Ríos, transmitido a través de la Institución Libre de Enseñanza, cuyo afán es crear una sociedad culta eminentemente naturalista, de tipo inglés. Y la cuarta, la propugnada por las fuerzas católicas. Esta última ofrece dos matices: una parte de esas fuerzas, aunque en su programa lleva escrito por delante la vuelta a la tradición hispánica, en su actuación la moldea y recorta según patrón extranjero (alemán, belga o italiano), que pudo inspirar cierta confianza hace sesenta, treinta o veinte años, pero que hoy está fracasado y en completa bancarrota (…) Hay otras fuerzas intelectuales católicas que quieren navegar a velas desplegadas por el mar fecundo e inmenso de nuestra tradición.»

Queda así patente la postura desde la que va a interpretar la historia de España: un catolicismo tradicional compuesto de providencialismo agustiniano, de su reelaboración por Bossuet, y de su defensa por Menéndez Pelayo en su juventud. Y todo ello sobrepuesto a una visión nacionalista de España que ha germinado fundamentalmente a lo largo del siglo XIX, y que, paradójicamente, se debe en buena medida a la reflexión que ilustrados y liberales construyeron en contra de la tradición. García Villada asume así buena parte de los mitos hispánicos que construyen un tipo español persistente a lo largo de los siglos, mezcla de universalismo y de individualismo, con su misión providencial consistente en la extensión del cristianismo en el mundo. Y eso desde lo que considera su primigenio origen: «La nación española nació y se formó políticamente el año 573, bajo el cetro de Leovigildo, y espiritualmente el 8 de mayo de 589, bajo Recaredo (…) A pesar de que los reinos y condados pirenaicos estuvieron separados políticamente del sucesor legítimo del antiguo reino visigodo, espiritualmente conservaron todos la unidad. Esta Unidad estaba constituida por el anhelo común de expulsar a los mahometanos del suelo patrio, para reanudar el lazo que a todos, libres e invadidos, les ligaba; es decir: la Catolicidad.»

Biblioteca del ICAI, Madrid

viernes, 18 de diciembre de 2015

José María Blanco White, Autobiografía

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Marcelino Menéndez Pelayo se acerca a este nuestro autor con prevención (lógica dado su punto de vista) y al mismo tiempo con gran interés e incluso admiración por la agitada y sugestiva vida y obra de José María Blanco White (1775-1841), uno de los no infrecuentes literatos y políticos que en los tiempos de las primeras revoluciones se extrañaron de España, pero «el único que, escribiendo en una lengua extraña, ha demostrado cualidades de prosista original y nervioso.» Dice así en la Historia de los heterodoxos españoles, libro VII:

«Católico primero, enciclopedista después, luego partidario de la iglesia anglicana y a la postre unitario y apenas cristiano..., tal fue la vida teológica de Blanco, nunca regida sino por el ídolo del momento y el amor desenfrenado del propio pensar, que, con ser adverso a toda solución dogmática, tampoco en el escepticismo se aquietaba nunca, sino que cabalgaba afanosamente y por sendas torcidas en busca de la unidad. De igual manera, su vida política fue agitada por los más contrapuestos vientos y deshechas tempestades, ya partidario de la independencia española, ya filibustero y abogado oficioso de los insurrectos caraqueños y mejicanos, ya tory y enemigo jurado de la emancipación de los católicos, ya whig radicalísimo y defensor de la más íntegra libertad religiosa, ya amigo, ya enemigo de la causa de los irlandeses, ya servidor de la iglesia anglicana, ya autor de las más vehementes diatribas contra ella; ora al servicio de Channing, ora protegido por lord Holland, ora aliado con el arzobispo Whatel y ora en intimidad con Newmann y los puseístas, ora ayudando al Dr. Channing en la reorganización de unitarismo o protestantismo liberal moderno.

»Así pasó sus trabajos e infelices días, como nave sin piloto en ruda tempestad, entre continuas apostasías y cambios de frente, dudando cada día de lo que el anterior afirmaba, renegando hasta de su propio entendimiento, levantándose cada mañana con nuevos apasionamientos, que él tomaba por convicciones, y que venían a tierra con la misma facilidad que sus hermanas de la víspera; sincero quizá en el momento de exponerlas, dado que a ellas sacrificaba hasta su propio interés; alma débil en suma, que vanamente pedía a la ciencia lo que la ciencia no podía darle, la serenidad y templanza de espíritu, que perdió definitivamente desde que el orgullo y la lujuria le hicieron abandonar la benéfica sombra de santuario. Cómo, bajo la pesada atmósfera moral del siglo XVIII, se educó esta genialidad contradictoria y atormentadora de sí misma, bien claro nos lo han dicho las mismas confesiones o revelaciones íntimas que Blanco escribió en varios períodos de su vida, como ansioso de descargarse del grave peso que le agobiaba la conciencia»

sábado, 12 de diciembre de 2015

Las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos, en el diario ABC


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Hoy se cumplen ochenta y cinco años de la sublevación militar de Jaca (como parte de una compleja conspiración antimonárquica), a la que siguieron la de Cuatro Vientos en Madrid y una huelga general seguida muy desigualmente, pero que provocó alborotos e incidentes varios en muchos puntos de la geografía española. El intento de establecer violentamente la República dejó desde su arranque un número significativo de víctimas, a las que debemos sumar la de dos de sus protagonistas, los capitanes Galán y García Hernández, sentenciados a pena de muerte en Consejo de guerra sumarísimo. Cuando apenas cuatro meses después de estos acontecimientos se proclame de forma sorpresiva la República, serán considerados los mártires que propiciaron con su fracaso el triunfo posterior. Pero algunos de los dirigentes del movimiento fallido manifestarán más tarde una opinión más crítica:

«Lo ocurrido en Jaca fue un lamentable error, la locura de un exaltado, que redimió su grave culpa dejándose matar en vez de escapar , lo que le valió entrar en la Historia por la puerta roja de los mártires, cuando en realidad sólo censuras merecía por su insubordinación, por su ligereza y por la ausencia total de capacidad en el mando de la acción revolucionaria (…) Cuanta menos sangre costase la operación, mayores serían las probabilidades de arrastrar a la guarnición de la capital de provincia. Corrió la sangre en Jaca sin la menor necesidad desde los primeros momentos. Se perdieron horas y horas en el trayecto, sin justificación posible, y se dio lugar a que desde Zaragoza llegasen cuantos refuerzos fueron precisos para yugular el alzamiento. Ni política, ni estratégica, ni militarmente, tiene la menor justificación la aventura de Fermín Galán.» (Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII.)

Presentamos la narración de los hechos tal como los fueron recibiendo los lectores del diario ABC, ya revestido de su carácter monárquico y defensor del orden, aunque todavía promotor del respeto a la legalidad constitucional de la Restauración. Sin embargo, quizás pueda advertirse una cierta deriva ya iniciada hacia la defensa de soluciones cada vez más autoritarias, que culminará durante la Segunda República. Así, la información se presenta, se selecciona y se compone de un modo patente: se subrayan los excesos de los revolucionarios, casi siempre caracterizados como comunistas; se insiste en el escaso seguimiento de la población ante los llamamientos revolucionarios; se repiten de forma un tanto agotadora las abundantísimas adhesiones al rey y a su gobierno; se recalca la recuperación del orden y el fin de la huelga en un sinfín de localidades (lo que no se compadece con la repetición día tras día de estos mensajes tranquilizadores, aplicados a los mismos lugares…) Por otra parte, en cambio, se mencionan poco, y casi se ningunean, a los dirigentes liberales, republicanos y socialistas del movimiento, encarcelados o huidos, y a aquellos otros políticos que rechazando la intentona, defienden la urgencia de la convocatoria de unas elecciones constituyentes por considerar la persona del rey como definitivamente quemada por su colaboración con la dictadura.

Bando del capitán Galán en Jaca.

martes, 8 de diciembre de 2015

Juan de Palafox, De la naturaleza del indio

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Escribe Beatriz Fernández Herrero: «Para algunos autores, el indio americano es un bárbaro, una semi-bestia sin ambiciones, y por tanto, sin perspectivas de futuro de una manera autónoma debido, sobre todo, a la “infancia” en la que está sumido, a la falta de sociedad y de educación, consecuencia de la inferioridad del propio territorio en el que viven. Así por ejemplo, para Buffon, todas las especies animales americanas, incluido el hombre, son inferiores (…)

»Sin embargo, entrelazada con esta idea del salvaje corrompido, aparecen las teorías de los que, haciéndose eco de su época, ensalzan la figura del indio americano como personificación de la vida natural y virtuosa: en efecto, con el Renacimiento en Europa aparece como idea característica la exaltación de la Naturaleza, y ante el descubrimiento de América, nada más apetecible para el europeo que el conocimiento de la vida del hombre en las condiciones naturales en las que vive en el Nuevo Mundo. Y ese canto a la Naturaleza se hace retomando los temas clásicos, como es el de la Arcadia, con la consiguiente idealización de los pueblos primitivos y la nostalgia de la perdida Edad de Oro, que dará origen a la idea del “Buen Salvaje” por parte de muchos autores. El mito del Buen Salvaje, en esencia, alaba la pureza de costumbres de los primitivos, que representan el estado de naturaleza al no estar degradados ni corrompidos por la civilización, con sus desigualdades, sus ambiciones, sus odios (…)

»Los orígenes del mito del Buen Salvaje pueden situarse en la España del siglo XV, y no como habitualmente se viene haciendo a partir de Rousseau y del pensamiento francés revolucionario del siglo XVIII. Porque la opinión optimista sobre los indios surge ya en la etapa inmediatamente posterior al Descubrimiento, cuando, en 1493, en la primera Bula Intercaetera, se los considera aptos para recibir la fe católica. A partir de entonces surgen en España visiones idílicas de los pueblos primitivos, que desembocarán precisamente en la formulación del mito. La primera de ellas quizá pueda ser encontrada en las Décadas de Orbe Novo (1493-1525), de Pedro Mártir de Anglería (…) En la primera Década, libro III, hace la descripción del “filósofo desnudo”, un salvaje de la isla de Cuba que expone a Diego Colón los principios cristianos que él había aprendido directamente de su contacto con la naturaleza.» (Beatriz Fernández Herrero, «El mito del Buen Salvaje y su repercusión en el gobierno de Indias», en Ágora, 8 (1989), pág. 145-150.

Pero esta idealización de las poblaciones indígenas de América no quedó relegada en el ámbito teórico de la reflexión humanista. En paralelo a la destrucción sus culturas y estados, y a la explotación de sus miembros por parte de los conquistadores, se dio un sincero, abundante y práctico interés (aunque paternalista), por parte de los representantes de la Monarquía y de la Iglesia, en protegerlos de aquellos. En este enfrentamiento de intereses contrapuestos, político en buena medida, y con frecuencia muy violento, los partidarios de la defensa del indio asumirán los enfoques idealizadores a los que se hacía referencia. En ocasiones, su rechazo de la corrupta sociedad europeizada de criollos, mestizos y mulatos, llevará al utópico intento de constituir sociedades perfectas separadas, las conocidas como reducciones jesuíticas guaraníes.

La amplísima producción literaria recoge fielmente estos planteamientos. Son muestra de ello la Historia de los indios de la Nueva España de fray Toribio de Motolinía, la Historia natural y moral de las Indias de José de Acosta, y, por supuesto la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de Las Casas. A ellas añadimos hoy la breve obra De la naturaleza del indio, de Juan de Palafox y Mendoza (1600-59), interesante personaje que también nos dejó su propia biografía. La escribió hacia 1653, cuando formaba parte del Consejo de Aragón tras su regreso de Méjico, donde había desempeñado numerosos de los principales cargos religiosos y políticos: Obispo de la Puebla de los Ángeles, Arzobispo electo de Méjico, Virrey y Capitán General de la Nueva España, etc.

Pintura de Jesús Helguera

jueves, 3 de diciembre de 2015

Muḥammad al-Jušanī, Historia de los jueces de Córdoba

Julián Ribera
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Escribe Julián Ribera en el prólogo a su edición y traducción de esta obra del siglo X: «La plena convicción de que la crónica de Aljoxaní es una de las más interesantes y que mejor se prestan a realizar estudios acerca de la vida social de la España musulmana durante el emirato de los Omeyas, ha sido el principal motivo que me ha impulsado a publicar el texto árabe y su traducción española. A mi modo de ver, es la crónica que nos pone en contacto más directo con aquella sociedad: ninguna otra permite que penetremos tan adentro ni tan objetivamente.» Y continúa:

«Aunque el cronista, Abuabdala Mohámed ben Hárit El Joxaní, fue un extranjero, nacido en Cairuán y avecindado en Andalucía, el proyecto de realizar su obra debióse, sin duda alguna, a sugestiones de Alháquem II, y los materiales que le sirvieron para redactarla fueron exclusivamente españoles: colaboraron multitud de personas de Córdoba y de Andalucía, desde el monarca hasta individuos de las clases más populares. (…) Tuvo a su alcance todos los medios de información que podían proporcionarle las recomendaciones del príncipe. Unas son escritas: el archivo de la Casa Real, donde se conservaban aún en aquel tiempo copias de cartas reales expedidas por monarcas anteriores; el archivo de la curia de los jueces de Córdoba, en donde quizá se encontrara alguna providencia judicial que se cita como documento histórico; documentos particulares que se conservaban por ciertas familias; y algunos libros, de cuyo autor apenas dice nada, o si nombra el autor omite el título y naturaleza de la obra. Pero ésta se halla principalmente fraguada mediante tradiciones orales, por narraciones que corrían entre las varias clases sociales de Córdoba, desde las que se referían en las tertulias de los palacios, del monarca y de la nobleza, hasta las que recitaban públicamente los narradores de plazuela en los arrabales y barrios bajos.»

En cuanto a la valoración de la obra, Ribera admite que la labor crítica de al-Jušanī «no es muy severa ni escrupulosísima: se muestra excesivamente crédulo en admitir ciertas tradiciones forjadas por personas que no eran de fiar; pero hay que decir que aquéllas se refieren principalmente a los primeros tiempos, época sobre la que reina mucha oscuridad en los testimonios o hay casi carencia de noticias.» Pero por otra parte, en la obra no se advierte «el menor rastro de lo sobrenatural, ni el prejuicio teológico, ni aun siquiera el fanatismo político o adulación en favor de la dinastía reinante. El autor respeta y venera, claro es, a los monarcas cordobeses, que le favorecen y sustentan; pero el príncipe Alháquem debió ser hombre de criterio tan holgado, que dejó a Aljoxaní que pusiese en esta obra, entre las narraciones populares, algunas que no disimulan graves defectos de los monarcas antepasados suyos o que suponen desdén hacia cosas respetables para la ortodoxia dominante.»

«En resumen, Aljoxani ha compuesto un precioso mosaico histórico formado con multitud de pequeñas narraciones, agrupadas únicamente por personas, es decir, poniendo bajo el epígrafe de cada juez las diversas noticias de procedencia variada que a él se refieren, sin intento de hacer una narración original suya, antes bien trasladando íntegras, las más de las veces, las noticias sin transición alguna, sin añadidos ni pegaduras retóricas. Por consecuencia, no es su obra un cuadro sintético para cuyo conjunto uniforme se hayan fundido las noticias, sino una continuada sucesión de relatos expuestos tal y como han llegado a su conocimiento. Esa acumulación de materiales podrá constituir una obra de poco atractivo, por la escasa belleza literaria de la forma; tal vez parezca pesada, monótona e insufrible al lector distraído que vaya en busca de la amenidad; mas si éste es curioso y observador y desea conocer a fondo aquellos tiempos, encontrará una mina de anécdotas interesantísimas, cuadritos prosaicos, pero reales, de escenas contadas, en la mayoría de los casos, por testigos presenciales.»

lunes, 30 de noviembre de 2015

Jonathan Swift, Una modesta proposición.

Jonathan Swift, por Charles Jervas

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Escribe Santi Pérez Isasi, en http://unlibroaldia.blogspot.com/2013/03/jonathan-swift-una-modesta-proposicion.html: «Jonathan Swift (sí, el de Los Viajes de Gulliver) publicó en 1729, anónimamente, Una modesta proposición para prevenir que los niños de los niños de Irlanda sean una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público, más conocida simplemente como Una modesta proposición, y desde entonces está considerada como una de las mejores muestras de sátira moderna.

»En ella, siguiendo los modelos de la sátira clásica como Juvenal o Tertuliano, Swift presenta la difícil situación de las familias irlandesas, y la triste visión de las madres con “tres, cuatro o seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna”. Ante esta lamentable situación, Swift propone una original y productiva situación: seleccionar cada año a 100.000 de esos niños mendigos de un año de edad, y utilizarlos como carne para la alimentación de los ricos y los terratenientes. “Un niño llenará dos fuentes en una comida para los amigos; y cuando la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable, y sazonado con un poco de pimienta o de sal después de hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.”

»La propuesta es obviamente satírica, pero está presentada con total seriedad, ofreciendo demostraciones de las ventajas económicas que esta medida supondría tanto para los irlandeses como para los ingleses. La ironía, por supuesto, no está exenta de crítica, con un nivel de acidez que hoy resultaría políticamente incorrecta. Por ejemplo, refiriéndose a los terratenientes ingleses, dice Swift: “Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo tanto muy apropiado para terratenientes, quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre los hijos.” Y más adelante, en relación con la división religiosa de la isla: “en consecuencia, contando un año después de Cuaresma, los mercados estarán más abarrotados que de costumbre, porque el número de niños papistas es por lo menos de tres a uno en este reino: y entonces esto traerá otra ventaja colateral, al disminuir el número de papistas entre nosotros.”

»Una modesta proposición no pasa de ser un breve panfleto político-literario, pero tiene además la virtud de mostrar de manera oblicua la terrible situación de los campesinos irlandeses y la acción u omisión culpable de los terratenientes ingleses. Leyéndolo es imposible no reírse ante lo absurdo de la propuesta, pero también es imposible no sentir la punzada de la terrible realidad que refleja. En la línea de la mejor sátira política de todos los tiempos...»


viernes, 27 de noviembre de 2015

Textos reales persas de Darío I y de sus sucesores

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En el complejo mosaico del Asia occidental, medos y persas son pueblos de lenguas indoeuropeas que se establecen en el segundo milenio a. de C. en la meseta irania, en la vecindad de las grandes civilizaciones mesopotámicas, por entonces ya predominantemente semitas, de los que tomaran abundantes elementos culturales y materiales. Pero también están en contacto con los pueblos de la Anatolia, de Siria, y a través de ellos con los pueblos mediterráneos. Con el debilitamiento del imperio asirio a partir del siglo VII a. de C., llegará su hora: el persa Ciro creará el gran imperio persa aqueménide que será definitiva y complejamente organizado por Darío I, en su largo reinado del 522 al 486 a. de C.

El gran número de pueblos y culturas del territorio que se extienden entre la India, Asia central y el Mediterráneo (con sus confines en el extremo de Europa y de África) constituirán desde entonces una diversa unidad que tendrá una prolongada continuidad a través de sus sucesores sasánidas, hasta subsumirse como ingrediente principal en la nueva civilización islámica. Pero las fuentes literarias sobre el imperio aqueménide que tradicionalmente se han utilizado son las procedentes de su civilización rival, griegos y romanos, y especialmente Heródoto. De ahí el interés que revisten las abundantes inscripciones rupestres que conmemoran y hacen propaganda de los logros de esta dinastía. Y entre ellas la más destacada es la de Behistum.

Escriben Pilar Rivero y Julián Pelegrín: «La denominada inscripción de Behistum se halla próxima a la aldea iraní del mismo nombre, cerca de Kermanshah y en la vía natural que tradicionalmente comunicaba Hamadán con Babilonia. Se trata de un monumento de 50 metros de largo y 30 de ancho, esculpido sobre la ladera de un acantilado y a más de 50 metros de altura sobre el fondo del valle, lo que lo hace casi inaccesible. En él Darío I aparece representado en un bajorrelieve con el pie derecho sobre el mago Gaumata, y ante el soberano figuran atados quienes se rebelaron contra él. A los lados y debajo de la escena se hallan inscritas catorce columnas de texto redactado en escritura cuneiforme que en tres lenguas ―persa antiguo, acadio y elamita― que explica el ascenso de Darío al trono persa y celebra las victorias y la pacificación conseguida finalmente por el rey tal como él mismo ordenó registrarlas y grabarlas en septiembre del año 520 a.C.

»La narración coincide básicamente con el relato de Heródoto, pero la historiografía actual considera que la rebelión contra Cambises fue dirigida por el propio Bardiya, y que Darío inventó la historia del mago Gaumata y, por ello, la versión oficial de los hechos tal como figura en Behistum y en el autor de Halicarnaso, para justificar su ascensión al trono tras eliminar a Bardiya.

»El texto fue transcrito a partir de 1837 por Henry Creswicke Rawlinson con enormes dificultades dada su ubicación, y este oficial inglés presentó nueve años más tarde ante la Royal Asiatic Society de Londres no sólo la primera copia exacta del texto sino también su traducción completa a partir del desciframiento del cuneiforme persa, al que había llegado independientemente de los trabajos del alemán Georg Friedrich Grotefend.»


lunes, 23 de noviembre de 2015

Joaquín Maurín, Hacia la segunda revolución y otros textos

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Joaquín Maurín (1896-1973) es una excelente muestra del revolucionarismo español de las primeras décadas del siglo XX. Responsable destacado en la CNT, de la que llegó a ser secretario general, evoluciona hacia el marxismo-leninismo, por lo que estuvo entre los partidarios de su incorporación a la Profintern o Internacional Sindical Roja. El predominio de las corrientes anarquistas de la FAI en el sindicato le llevará a ingresar en el PCE, en el que también ocupará puestos destacados. Tras diversas estancias en la cárcel y en Moscú, acaba siendo purgado y expulsado. La proclamación de la Segunda República llega cuando acaba de formar el Bloque Obrero y Campesino que, tras sucesivas fusiones con otros grupos constituirá el Partido Obrero de Unificación Marxista, POUM, en el que compartirá el liderazgo con Andreu Nin. Junto con el rechazo a los dirigentes de las demás fuerzas obreras ―el socialismo por reformista, el anarquismo por la debilidad que entraña su antiautoritarismo, el comunismo oficial por su dependencia absoluta ante Stalin (que no por sus políticas y acciones)― abogan por la Alianza Obrera desde las bases que cree plasmada en el fracaso octubre del 34 asturiano.

«El análisis que el carismático Maurín realizó de la situación apareció en su libro Hacia la segunda revolución, publicado en abril de 1935. En él, afirmaba que España pronto alcanzaría unas condiciones propicias para la revolución, y entonces se hallaría en una mejor situación que la de Rusia en 1917, porque los trabajadores españoles, en un país europeo occidental, poseían una mayor tradición democrática, y por ello podían aportar la democracia a la revolución, apoyados todavía más por el hecho de que existía una mayor conciencia revolucionaria entre la población rural (al menos en la mitad sur del país) de la que había habido en Rusia. Así, mientras Lenin había tenido que renunciar a cualquier posibilidad de mantener una dictadura de tipo democrático, el proletariado español era, en proporción, más numeroso y maduro. En España, el proletariado tendría como tarea completar con rapidez la fase final de la revolución democrática y llevarla, de manera casi inmediata, a la socialista, de modo que pronto se convertiría en una revolución democrática socialista.» (Stanley G. Payne, El colapso de la República)

En cierta medida, el pronóstico se cumplió, incluyendo la guerra que considera necesaria. La fracasada rebelión militar de julio de 1936 propiciará la revolución social en la zona republicana, en la que de facto se establecerá un dominio de facto de las fuerzas obreras hasta cierto punto coordinadas, mientras que las denominadas burguesas tendrán un papel cada vez más testimonial: la Alianza Obrera sustituye en la práctica al Frente Popular. Y sin embargo el POUM, el partido comunista independiente que más ha propugnado aquella, se convertirá en la principal víctima revolucionaria de la revolución. Nos lo narró con tino y desconcierto George Orwell en su Homenaje a Cataluña. Sin embargo, Joaquín Maurín no conocerá los sucesos de mayo de 1937 hasta mucho después. El estallido de la guerra civil le sorprenderá en Galicia, y tras unos meses quedará encarcelado por las autoridades militares. Muchos años más tarde, poco antes de su fallecimiento en el exilio, lo cuenta en sus inacabados Recuerdos, que también incluimos en esta edición.

Portada de un folleto del POUM, febrero 1936

sábado, 14 de noviembre de 2015

Zacarías García Villada, Metodología y crítica histórica

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Con el renacimiento, algunos humanistas se esfuerzan en la depuración de las fuentes históricas, en la eliminación de mitos y leyendas, en el análisis crítico de datos e interpretaciones; en consecuencia, comienza el abandono (lento y laborioso) de la historia como género literario o moral, retórica y magisterio heredado y admirado en los antiguos clásicos. Su tarea, aunque minoritaria, tendrá continuidad (Ambrosio de Morales, Jerónimo Zurita, Nicolás Antonio...) hasta la pléyade de críticos e hipercríticos de la Ilustración: Flórez y Masdeu por ejemplo. Todo este esfuerzo sostenido fructifica definitivamente en el siglo XIX, con la elaboración de un método científico y riguroso para la Historia, basado en el análisis exhaustivo de las fuentes. La paleografía, la archivística y diplomática, la epigrafía, la numismática y la sigilografía…, adquieren el status de ciencias, auxiliares pero imprescindibles satélites de Clío. Entre los más eximios representantes de estos nuevos planteamientos será Leopold von Ranke (1775-1886), Theodor Mommsen (1817-1902), y como obra más característica la oceánica Monumenta Germaniae Historica. Los resultados serán asombrosos: legiones de historiadores, multiplicados al socaire de los nuevos valores románticos y nacionalistas, examinarán, analizarán, editarán cualquier resto, cualquier documento, que haya sobrevivido a la incuria del tiempo. Pero, pese al prurito cientifista y al propósito de objetividad, los conflictos ideológicos y políticos del siglo teñirán poderosamente sus producciones...

En este marco, anterior a la difusión de nuevas corrientes historiográficas como la de los Annales, debemos situar la obra de Zacarías García Villada (1879-1936), maestro de la paleografía española y de la historia eclesiástica de su tiempo. La obra que presentamos tiene un carácter didáctico e introductorio para los estudiantes de Historia y lectores cultos, que busca «iniciar en el modo de trabajar científicamente a todos aquellos que se dedican al estudio de la teología positiva, de la crítica textual, de las investigaciones históricas y, en parte, de sus ciencias auxiliares.» El autor examina con detenimiento las distintas fases del trabajo del historiador: heurística, crítica, síntesis y exposición, ocupándose especialmente de la primera de ellas, el trabajo con las fuentes. En todas ellas nos deja, sin embargo, interesantes reflexiones. 

Por ejemplo, al referirse a la síntesis y exposición: «La interpretación está expuesta a tres escollos que se han de evitar cuidadosamente. El primero es el prejuicio. Hay autores que emprenden la investigación de algún asunto con una idea preconcebida, de donde resulta que todo lo ven de un color. Éstos más que jueces son abogados o acusadores. El peligro mayor lo ofrecen aquellas tradiciones y acontecimientos que nos tocan más de cerca, y que a toda costa se quieren defender. También el prurito por dar al público algún descubrimiento desconocido y obtener cierta celebridad hacen que a veces se retuerzan y fuercen los argumentos, pretendiendo encontrar en ellos lo que no existe en realidad. El segundo escollo es la falsa inducción. Esto tiene lugar cuando de datos incompletos se pretende esclarecer completamente un documento o pasaje obscuro. (...) Sin rechazar por completo, y aun reconociendo la necesidad que hay a veces de llenar las lagunas históricas, aplicando el método inductivo, es del todo indispensable emplearlo con suma cautela y con las debidas precauciones. El tercer escollo es la falsa analogía. Hay hechos que presentan cierta semejanza, y es muy natural que el historiador se sienta impelido a explicarlos de la misma manera. Pero sucede con frecuencia que esa semejanza no es más que aparente o cuando más accidental.» (cap. XX, 102)

Otro ejemplo, curiosamente actual, al referirse al problema de los libros de texto y manuales, y la importancia de las clases prácticas: «La clase sola no basta para obtener la formación deseada, ya por el tono académico que en ella domina, ya por el gran número de alumnos que a ella tienen que concurrir, ya también por la pasividad e inactividad a que estos mismos alumnos están en ella sujetos por el hecho mismo de ser meros oyentes y recipientes de lo que dice el profesor. Entre nosotros suele haber además en varios casos otra dificultad, y es el libro de texto. En Alemania, donde el profesor se ve obligado a dar apuntes que son fruto sazonado de sus estudios e investigaciones propias, las clases son de hecho mucho más provechosas. Allí la ciencia no se queda petrificada en el libro de texto, sino que el profesor está obligado a seguir el movimiento de su ramo en las revistas que van apareciendo, y tiene que proponer al discípulo los últimos resultados histórico-bibliográficos.» (cap. XXII, 110)

El trabajo histórico que nos presenta esta obra, con sus luces y con sus limitaciones, es la de su tiempo. Pero éste va a acelerarse, agitarse y trastocarse: estamos en el umbral de las descomunales transformaciones del corto siglo XX, que se va a llevar por delante toda una época. Y también al propio García Villada. En mayo de 1931 perderá, por un incendio intencionado, toda su biblioteca y archivo paleográfico: más de 30.000 fichas y 2.000 diapositivas de códices medievales. Finalmente, una vez que España alcanza «la orilla donde ríen los locos» (Sender), será asesinado en octubre de 1936. En un momento (el actual) en el que vuelve a plantearse el establecimiento de interpretaciones canónicas del pasado (tanto si las llamamos memoria histórica o memoria democrática) resulta sugestivo considerar la defensa que hace García Villada de la historia como territorio compartido por historiadores de muy distintas ideologías: «Ante todo, es preciso tener bien presente que hay un terreno común a todos los historiadores, tanto ortodoxos como acatólicos, en el cual no cabe divergencia de ideas ni de procedimientos. Este es el terreno de la investigación. Los métodos empleados hoy día para determinar la autenticidad de un documento, la exactitud de un texto o la certeza de un hecho se basan en principios técnicos, taxativamente fijados, que deben ser empleados por todos indistintamente.» (cap. XXI, 105)

Incendio del ICAI de Madrid, con el archivo y biblioteca de García Villada

lunes, 2 de noviembre de 2015

Enrique Flórez, De la Crónica de los reyes visigodos

El padre Enrique Flórez por Andrés de la Calleja

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Con la denominación de Laterculus regum Visigothorum «conocemos un catálogo de los reyes godos que consigna la duración de sus respectivos gobiernos y que ha llegado hasta nosotros con notables diferencias según las versiones conservadas. Por lo general, el Laterculus regum Visigothorum se ha transmitido asociado al Líber Iudicum en los diferentes manuscritos que contienen este importante texto jurídico visigodo; en opinión de algunos autores, esta circunstancia se debe a que su finalidad era la de proporcionar una referencia cronológica a las leyes recopiladas en el Liber, correspondientes a distintos monarcas, imitando para ello la costumbre romana según el modelo representado por el Codex Theodosianus. (...)

»Uno de los primeros autores que profundizó con detalle en el estudio de esta fuente menor fue el agustino E. Flórez, a quien tanto debe la historiografía medieval española. Abundando sobre lo ya dicho por los escritores precedentes, Flórez destacó de manera especial la exactitud de las indicaciones cronológicas del catálogo real, si bien sus más interesantes observaciones tuvieron por objeto las cuestiones relativas a la autoría y época de redacción de esta pieza. El estudio interno del texto permitió a este investigador advertir tres etapas sucesivas en la elaboración del mismo, correspondientes a otros tantos autores distintos: una redacción fundamental, que abarcaría hasta incluir la mención de la subida al trono de Ervigio (a. 680) y que habría sido elaborada durante el reinado de este monarca; una primera continuación, anotada más tarde por distinta mano, alusiva a la elección y consagración de Egica (a. 687); y una segunda ampliación, añadida posteriormente para referir la consagración de Vitiza (a. 700), que Flórez considera obra de un escritor diferente a los dos anteriores. Por lo que respecta a la autoría concreta de las diversas partes, este investigador descartó razonadamente la tradicional atribución de su redacción fundamental a San Julián de Toledo o al supuesto prelado Wulsa, fruto este último de la errónea lectura del incipit en algunos manuscritos del Laterculus; de la misma manera, dudó Flórez en asignar respectivamente las dos continuaciones mencionadas a los obispos Félix y Gunterico —sucesores de San Julián en la sede toledana—, mostrando gran prudencia al incluir el catálogo real godo entre las obras anónimas de la época.»

Mario Huete Fudio, «Fuentes menores para el estudio de la historiografía latina de la Alta Edad Media hispánica (siglos VII-X)», Medievalismo, núm 4 (1994), pp. 5-26

Publicamos el estudio que le dedicó a este Catálogo de los reyes visigodos el padre Flórez en el tomo II de la España Sagrada, acompañado de la traducción que poco después publicó Masdéu, y la posterior edición de la obra por parte de Mommsen.

Códice Vigilano, fol. 145, Biblioteca del Escorial.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Cayo Salustio Crispo, La guerra de Yugurta

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En la presentación de La conjuración de Catilina ya presentamos a este sugestivo historiador, y a su carácter fundamentalmente propagandístico de sus ideas políticas y de su partido. En esta otra obra nos narrará, con el mismo talante, la guerra que había tenido lugar a fines del siglo II a. de C. en la Numidia vecina de la provincia africana de la República. Pero la narración de la historia del ambicioso Yugurta, se convertirá en buena medida en un medio para enaltecer el papel providencial del popular Mario, primero como segundo del aristócrata Metelo, y luego como cónsul, general en jefe, y superior del también aristócrata Sila. Falta más de una década para el inicio de las guerras civiles, pero sus protagonistas ya aparecen claramente delineados.

Salustio nos narrará la el desarrollo de la guerra hasta la captura del tirano. No nos cuenta, en cambio, el desenlace posterior, que tomamos del clásico Theodor Mommsen: «El gran traidor caía por traición de los suyos. Lucio Sila volvió al cuartel general llevando consigo encadenado al astuto e infatigable númida y a sus hijos, y de este modo concluyó la guerra al cabo de siete años de combates. La victoria fue unida al nombre de Mario: cuando hizo su entrada en Roma, el primero de enero del año 650 (de Roma), iba delante de su carro triunfal Yugurta y sus dos hijos, cargados los tres de cadenas sobre sus vestidos reales. Pocos días después, y por orden del mismo Mario, el hijo del desierto fue encerrado en un calabozo subterráneo en el antiguo sótano de la fuente capitolina (el Tullianum), en el baño helado, como lo llamaban los desgraciados, donde pereció estrangulado o se lo dejó morir de hambre y de frío.

»Para ser justos, conviene decir que Mario solo había tenido una parte menor en el buen éxito de esta empresa. La conquista de Numidia hasta el límite del desierto había sido obra de Metelo, y se debía a Sila la captura de Yugurta. El papel desempeñado por Mario entre los dos aristócratas no dejaba de poner en cuidado su ambición personal. Sentía despecho al oír a su predecesor vanagloriarse con el sobrenombre de Numídico, y después se enfureció cuando el rey Bocco consagró en el Capitolio un monumento votivo de oro, en el que representaba la entrega de Yugurta a Sila. Sin embargo, ante la mirada de jueces imparciales, las hazañas de Metelo y de Sila oscurecían las de Mario. Sobre todo Sila, en aquella brillante retirada a través del desierto, había demostrado a los ojos de todos, tanto del general como del ejército, su valor, su presencia de ánimo, su destreza y su poderosa influencia sobre los hombres. Sin embargo, estas rivalidades militares habrían sido una cosa insignificante, si no hubieran ejercido su influencia en las luchas de los partidos políticos: si Mario no hubiera servido de instrumento a la oposición para retirar el mando al general aristócrata, y si la facción reinante no hubiese hecho de Metelo y de Sila sus corifeos militares para elevarlos muy por encima del vencedor nominal de Yugurta.» (Historia de Roma)

sábado, 24 de octubre de 2015

Bernal Díaz del Castillo, Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva España

Rodolfo Galeotti, Retrato imaginario de Bernal Díaz

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Julián Marías, en su luminoso España inteligible. Razón histórica de las Españas, presenta así al autor y a la obra: «La historia verdadera de la conquista de la Nueva España es uno de los libros más apasionantes que se han escrito. Este soldado de Medina del Campo escribió ya viejo sus memorias de la increíble campaña de Hernán Cortés; era uno de los cuatrocientos cincuenta españoles que emprendieron la conquista del inmenso territorio. Hay que advertir desde luego que el descubrimiento y conquista de América no fue buen negocio para los que lo realizaron. Los esfuerzos, fatigas y padecimientos fueron increíbles. La distancia, las dificultades del terreno ―selvas, desiertos, cordilleras, ríos, animales feroces, mosquitos más feroces todavía―, sin contar los combates con los indios y de los españoles entre sí, tan frecuentes, ni los riesgos de la navegación transatlántica en veleros que rozaban las cien toneladas, todo ello hacía la vida de estos hombres extremadamente penosa, esforzada y peligrosa. Las probabilidades de sobrevivir eran mínimas, y bien lo sabían. Si se hiciesen cuentas, se encontraría que los descubridores y exploradores, en su inmensa mayoría, dejaron la piel en la empresa. El utilitarismo, la codicia, no es explicación suficiente.

»Fue decisivo el espíritu de aventura, el deseo de realizar hazañas extraordinarias y dignas de ser recordadas, el orgullo de pertenecer a una minoría capaz de grandes cosas. En el preámbulo de su historia, Bernal Díaz del Castillo habla de “los heroicos hechos y hazañas que hicimos cuando ganamos la Nueva España y sus provincias en compañía del valeroso y esforzado capitán don Hernando Cortés”; y anuncia que va a escribir como buen testigo de vista, “con la ayuda de Dios, muy llanamente, sin torcer a una partes ni a otra, y porque soy viejo de más de ochenta y cuatro años y he perdido la vista y el oído, y por mi ventura no tengo otra riqueza que dejar a mis hijos y descendientes, salvo esta mi verdadera y notable relación...” (…) Y añade: “Y porque haya fama memorable de nuestras conquistas, pues hay historias de hechos hazañosos que ha habido en el mundo, justa cosa es que estas nuestras tan ilustres se pongan entre las muy nombradas que han acaecido.” (…) El ejemplo de griegos y romanos, la voluntad de igualarlos o superarlos, aparece junto con los recuerdos de la caballería medieval y del Romancero, incluso en hombres de pocas letras, como Bernal Díaz del Castillo. (...)

»Al final de su historia, Bernal hace un balance conmovedor. Se dirige a la Fama, y le cuenta que en 1568 en que escribe su relación, de 450 soldados que pasaron con Cortés desde la isla de Cuba no quedan vivos más que cinco, “que todos los demás murieron en las guerras ya por sí dichas, en poder de indios, y fueron sacrificados a los ídolos, y los demás murieron de sus muertes; y los sepulcros que me pregunta dónde los tienen, digo que son los vientres de los indios, que los comieron las piernas y muslos, y brazos y molledos, y pies y manos, y lo demás fueron sepultados, y sus vientres echaban a los tigres y sierpes y halcones, que en aquel tiempo tenían por grandeza en casas fuertes, y aquellos fueron sus sepulcros, y allí están sus blasones.” Y de 1.300 hombres de Pánfilo de Narváez quedan vivos diez u once, y los 1.200 de Francisco de Garay, casi todos están muertos, y todos los quince de Lucas Vázquez de Ayllón. Y en una frase final, llena de veracidad y realismo, Bernal Díaz concluye: “Y a lo que a mí se me figura con letras de oro habían de estar escritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte por servir a Dios y a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar.” (...)

»Los descubridores y conquistadores hicieron pésimo negocio: los más consiguieron muerte desastrada, y los supervivientes, después de infinitos padecimientos y calamidades, algo muy parecido a la pobreza; querían evangelizar las Indias, servir al rey, alcanzar gloria y fama, realizar hazañas nunca vistas, tener aventuras, vivir con el alma en un hilo, descubrir novedades. Y además, jugar a la lotería de la riqueza, tener la esperanza de volver un día a Castilla, a Andalucía, a Extremadura, a la tierra vasca, llenos de recuerdos y con algún oro. En el fondo sabían que no lo iban a conseguir, que iban a dejar los huesos en América, y la carne en el vientre de un indio o un ave de rapiña; pero sin esa ilusión, ¿hubieran tenido arranque para pasar aquellos tártagos? Y todavía más, ¿hubieran sabido justificar aquella inverosímil aventura?»

Hasta aquí, Julián Marías. Una última observación; la Verdadera historia sorprende (y maravilla) con el tono coloquial que emplea el autor para referirnos sus descomunales remembranzas. Nos inunda y sumerge en una verborrea que subyuga, formada por incontables series de oraciones concatenadas (y… y… y...) a las que Bernal no sabe poner freno más que cortando el tema y cambiando de capítulo. El autor es consciente de su carácter reiterativo, pero sus frecuentes propósitos de ir a lo principal, de no repetir una y otra vez descripciones y enumeraciones, son siempre incumplidos. Por suerte, porque son estos rasgos los que permiten al lector incluirse en el corro de ávidos oyentes que, en torno al brasero, escuchan al viejo soldado…

Y ello, a pesar de que no dejan de percibir la molesta sospecha que también le surgió varios siglos después a Jorge Luis Borges en unas circunstancias comparables: «El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, porque el gaucho le teme a la ciudad, de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos.» (La otra muerte, en El Aleph.)

No sabemos si este fue el caso de Bernal Díaz del Castillo, que también recordó (rehizo) con amor los tiempos que fueron.

Del Lienzo de Tlaxcala.

viernes, 16 de octubre de 2015

Medio siglo de legislación autoritaria en España (1923-1976)

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El liberalismo triunfó en fecha temprana en España en comparación con otros países, lo que explica la asunción de sus valores por buena parte de la sociedad. Hasta sus mismos opositores decimonónicos (tradicionalistas, marxistas y anarquistas) terminaron por aceptar, de forma más o menos consciente, el ámbito referencial del sistema liberal (pluralismo ideológico, participación, elecciones, derechos individuales...). Además, y desde la restauración borbónica, fue un sistema civil que funcionaba y que había superado el insurreccionismo y el intervencionismo militar que caracterizó el reinado de Isabel II y el Sexenio revolucionario. Su fortaleza quedó probada al superar el Desastre de 1898, y al mantener en los años siguientes el crecimiento económico y cultural. Pero la sociedad también era consciente de sus defectos (especialmente de su carácter corrupto), a los que terminó por identificar con el propio sistema liberal: la idea del regeneracionismo se volvió omnipresente, en todas las capas y grupos sociales: era preciso sanar España, eliminar lo caduco, establecer innovaciones de todo tipo, con el objetivo de alcanzar a los idealizados países de nuestro entorno. En realidad esta misma crítica al liberalismo oligárquico también se generalizaba por entonces en Gran Bretaña, Francia, Italia...

En un primer momento los partidos liberales dinásticos fueron los promotores del reformismo, especialmente en el gobierno largo del conservador Maura (1907-1909), y en el del liberal Canalejas (1910-1912). Ambos procesos quedaron, lamentablemente, truncados: el primero por las consecuencias de la Semana Trágica (ruptura del turno de partidos y crisis oriental del rey), el segundo al ser asesinado por un anarquista. La modernización del sistema español no se completó de forma coherente, y el sistema, sus partidos y sus dirigentes continuaron siendo débiles. Fueron incapaces de movilizar a la sociedad en un proyecto de cambio, en parte por la ausencia de auténticos partidos de masas. Por eso, el incremento de la conflictividad (la mencionada Semana Trágica de 1909, la guerra de África, la crisis global de 1917, la violenta lucha social de 1918-23 y el Desastre de Annual en 1921) acabó provocando la caída del sistema de la Restauración y del propio liberalismo.

Se inicia así el medio siglo autoritario de la España contemporánea. En 1923 la dictadura del general Miguel Primo de Rivera nació como una breve solución de fuerza (se hizo común la referencia al cirujano de hierro de Costa) que sin embargo se prolongó e institucionalizó progresivamente. Al principio gran parte de la sociedad recibió la nueva situación con una actitud entre el aplauso y la indiferencia: resolvió numerosos problemas, pero creó otro nuevo y decisivo: en sintonía con los nuevos aires que se extendían por Europa tras la primera guerra mundial, propuso un régimen autoritario como alternativa al liberalismo. Su fracaso arrastró consigo a la propia monarquía, identificada con la dictadura, y condujo a la proclamación extralegal de la Segunda República.

Esta fue una democracia con graves carencias en su ordenamiento y práctica política. Quizás lo más grave fue la escasez de comportamientos democráticos y tolerantes (aunque también los hubo, y desde todas las posiciones políticas): sus propios dirigentes prefirieron el enfrentamiento a la colaboración y el acuerdo. Además, la conflictividad y el desprecio por la legalidad fue constante: se produjeron varios intentos de revolución anarquista y un golpe de estado derechista contra gobiernos de izquierdas, y otros intentos de signo anarquista, socialista y catalanista contra gobiernos de centro y derecha. Todos ellos fracasaron, pero causaron miles de víctimas y sobre todo la generalización del odio y del miedo al contrario. Un nuevo golpe militar en julio de 1936 fracasó también, pero sólo hasta cierto punto: el gobierno formado por republicanos de izquierdas lo derrotó, pero sólo en ciertas regiones. Este doble fracaso supuso el triunfo, en ambos bandos, de los elementos más extremistas, que consideraban periclitada la legalidad liberal. En las dos Españas resultantes, fueron ellos los catalizadores del resto de la población, empleando a fondo dos herramientas básicas: la propaganda y la represión.

La Guerra Civil supuso el fin de la democracia: es llamativo que en ambas zonas se celebrase con entusiasmo los aniversarios de su inicio. En la España gubernamental triunfó una revolución social de signo anarquista y marxista, con una difícil convivencia interna. En la España sublevada se estableció pronto una dictadura personal que, ideológicamente, se apoyó en elementos tradicionalistas y falangistas. Este fracaso aparentemente definitivo del sistema liberal condujo al establecimiento de la prolongada dictadura del general Franco. Si en 1936 todavía quedaba una mera democracia formal, pronta a desvanecerse, pasarán cuarenta años antes de que vuelvan a implantarse las bases de un sistema democrático.

El franquismo fue una dictadura militar de carácter personal, porque desde septiembre de 1936 el ejército y el propio régimen reconoció en la persona del dictador (aunque no lo denominaran así) la fuente de toda autoridad, y el origen de todo poder. Se apoyaba en diversas y opuestas corrientes ideológicas (falangismo, carlismo, y neta reacción), a las que sólo les unía el rechazo hacia el otro bando: eran profundamente anticomunistas, antiliberales y antiseparatistas. Lejos de ser un inconveniente, lo contradictorio de sus planteamientos resultó una ventaja para Franco, que estableció un curioso sistema de contrapesos entre ellos. El franquismo manifestaba así su oportunismo perpetuo, y se revistió de los más variados ropajes en función de los vientos que corren: de una etapa plenamente totalitaria de sintonía nazifascista, pasó a un conservadurismo de talante pronorteamericano; de un estatalismo económico, a una liberalización económica; de un nacionalsindicalismo absorbente, a una laxa democracia orgánica. Lo único que mantuvo constante fue el dominio autoritario del dictador, responsable último y único de todos estos avatares.

La apertura del régimen en sus últimos años, generada por sus tardíos pero considerables éxitos económicos y sociales, propició la aparición de nuevas corrientes de oposición, tanto democráticas como totalitarias, en sintonía con la época. Y en este sentido será decisiva la latente división de los propios cuadros del franquismo entre aperturistas e inmovilistas. La posterior transición a la democracia, tras la muerte del dictador, fue consecuencia de este nuevo paisaje, muestra de una sociedad profundamente transformada a lo largo de los últimos años, en la que se habían generalizado valores y comportamientos democráticos, compartidos con los países de su entorno. Los políticos de dentro y de fuera del Régimen, acabaron por aceptar mayoritariamente esta realidad.

Presentamos en Clásicos de Historia una colección (necesariamente incompleta, pero suficiente) de los sucesivos ordenamientos jurídico-políticos, que desde contrapuestos posicionamientos ideológicos han perseguido diseñar sociedades ideales desde 1923 hasta 1976. Aun siendo tan diferentes, resulta interesante (y quizás también inquietante) observar las continuidades entre ellos, incluso en la Segunda República, etapa formalmente liberal. Con la perspectiva que proporciona el distanciamiento temporal, se constatan dos coincidencias de base en todos. En primer lugar un reformismo exacerbado que conscientemente quiere comenzar por el derribo de lo considerado caduco, antes de levantar de nueva planta una diversa estructura social o política. Y, consecuencia de ello, el autoritarismo: el convencimiento de la oportunidad (más bien, la necesidad) de imponer dichos planes, que quedan así moral y políticamente justificados. Y, lógicamente, al que lo cuestione se le atribuirán todo tipo de propósitos vergonzantes cuando no infames, y recorrerá con premura el camino que le transformará de discrepante en enemigo.

Quizás resulte útil examinar esta normativa de otra época, e identificar sus ecos especulares en la nuestra...

El pueblo al general Primo de Rivera: Ya ves, ni has tenido que hacer servir la espada,
con la escoba sobra; ahora, con tal que entre lo malo que barres no barras algo bueno...
(Bagaría en
La Nación, de Buenos Aires, el 18 de noviembre de 1923.)