miércoles, 28 de enero de 2015

Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo

Proudhon por Courbet (1865)
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«Nacido en Besançon, de familia artesana caída en la miseria, tuvo que abandonar sus estudios secundarios para trabajar en una imprenta. Se educó a sí mismo en el curso de lecturas abundantes y desordenadas. En 1838, a los 29 años de edad, recibió una beca de la Academia de Besançon para proseguir sus estudios en París. Allí se relacionó con intelectuales revolucionarios, principalmente socialistas y comunistas, tanto franceses como alemanes y rusos desterrados. Absorbió el pensamiento de Hegel y de la izquierda hegeliana, así como el de los socialistas utópicos franceses, Comte, Kant y otros autores. Marx alabó su obra sobre la propiedad, pero atacó luego su Sistema de contradicciones económicas o filosofía de la miseria, de 1846, en La miseria de la filosofía, de 1847. La ruptura de Proudhon con Marx es considerada como el punto de partida (o, en todo caso, el símbolo) de la larga disputa entre las tradiciones anarquista y comunista. Proudhon, defensor del anarquismo, influyó sobre el movimiento anarquista, y especialmente sobre Bakunin. Elegido diputado en la Asamblea Nacional, en 1848, expuso y defendió sus ideas en la prensa, y especialmente en el periódico por él fundado, Le représentant du peuple ―que cambió luego su título a Le peuple y, finalmente, a La voix du peuple―. En 1849 fue encarcelado, pero durante sus tres años de prisión siguió escribiendo y publicando. Después de unos años de destierro en Bélgica, regresó a Francia, poco antes de su muerte.

»Proudhon es conocido sobre todo por la frase en su primera obra (o Memoria) sobre la propiedad: “La propiedad es el robo.” Sin embargo, Proudhon trató de mostrar (en su segunda Memoria) que, si bien es cierto que había combatido ―“y seguiría combatiendo”― la propiedad, se trataba de la propiedad que no deriva del trabajo propio, es decir, de los medios de producción. Estos medios tienen que ser comunes; es legítimo, en cambio, poseer los frutos del trabajo, ya que de no ser así resultaría amenazada la independencia del trabajador. Justamente en nombre de esta independencia, Proudhon se opuso vehemente a todo sistema socialista y comunista, que denunció como autoritarios. La propiedad que no deriva del trabajo propio introduce la desigualdad. Ésta debe eliminarse, y a este efecto los socialistas y comunistas introducen la autoridad, Pero con la autoridad se elimina la independencia. Ésta se consigue solamente en un estado de completa libertad, lo cual requiere un sistema de organización que echa por la borda el Estado. Se instaura de este modo el anarquismo, equivalente a la sociedad libre.

»Puesto que se rechaza toda autoridad, hay que eliminar no solamente la humana, sino también la divina. El anarquismo lleva consigo el ateísmo. Sería erróneo, sin embargo, suponer que Proudhon predicaba el anarquismo como si fuese una especie de nihilismo. La eliminación de la autoridad es una condición necesaria para la independencia. La dependencia es el mal. Hay que empezar, pues, por librar a los hombres del peso de la autoridad que se arroga el Estado. Éste es artificial; no es, como la familia, un desarrollo natural y espontáneo.

»Proudhon forjó numerosos proyectos para hacer posible la liberación de la tutela a que se ven sometidos los trabajadores. Puesto que se descarta la autoridad del Estado y, en verdad, cualquier autoridad, es menester ver cómo es posible una organización comunitaria verdaderamente libre. La base de esta organización es la idea mutualista, que no sólo sustituye todo orden autoritario, sino también todo individualismo caótico. La asociación según la mutualidad es un sistema de fuerzas libres donde hay derechos iguales, obligaciones iguales, ventajas iguales y servicios iguales, esto es, donde derechos, obligaciones, ventajas y servicios se compensan uno al otro libremente. Ello se distingue de la mera competencia en que no procura la ventaja del más favorecido o del más osado, sino un sistema de ventajas mutuas. Las comunidades organizadas mutuamente se organizan federativamente, de modo que el sistema económico queda completado por un sistema político. Tanto en el sistema mutual como en el federativo no hay transferencia de derechos a representantes en un supuesto régimen democrático de tipo liberal; transferir los derechos equivale a cederlos y, por tanto, a perderlos.

»Proudhon no sólo bosquejó un sistema de la sociedad libre (anarquista o liberada de toda autoridad), sino que también trazó, especialmente en su Sistema de las contradicciones económicas, el proceso histórico que conduce a tal sistema, explicando la función que van ocupando los procesos de división de trabajo, introducción de técnicas o máquinas, sistema de competencia, sistema de monopolios, créditos, propiedad, comunidad. Hay en Proudhon dos ideas importantes que dominan casi todos sus pensamientos: la idea de una justicia universal en nombre de la cual es inadmisible el dominio de ningún hombre sobre otro y de ninguna sociedad sobre otra, y la idea de un sistema de fuerzas en permanente tensión y contradicción, buscando un equilibrio. Contra los utopistas, Proudhon indicó que no se llega jamás a un estado perfecto; en rigor, la supuesta perfección es la muerte de la sociedad, la cual necesita un continuo movimiento y una constante negación de toda fórmula. Si hay un término-clave para el pensamiento de Proudhon es cambio: el cambio constante, la apertura constante a nuevos desarrollos, pero siempre bajo la égida de la independencia y la libertad.»

José Ferrater Mora, Diccionario de filosofía, tomo tercero, pág. 2723 y sig. Madrid 1979


De una caricatura de 1848

martes, 27 de enero de 2015

Juan de Mariana, Tratado y discurso sobre la moneda de vellón

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Juan de Mariana, de quien ya hemos presentado su Historia general de España y su Del rey y de la institución de la dignidad real, publicó en 1609 en Colonia un volumen en latín titulado Ioannis Marianae septem tractatus. Entre los ensayos que contenía se encontraba este De monetae mutatione, que más tarde será traducido por su propio autor, aunque no impreso, a causa del revuelo que produjo su contenido original, repitiéndose la agitación que años atrás había producido el De rege et regis institutione, con su defensa del regicidio. Este nuevo escándalo nos lo cuenta así Lucas Beltrán, en el estudio que le dedica:

«El duque de Lerma, favorito de Felipe III, creyó que este trabajo le atacaba personalmente y dio orden a los representantes de España en las capitales europeas de comprar y recoger en las librerías los ejemplares que encontrasen. Parece que la orden fue tan bien cumplida que pocos de ellos se salvaron de ser destruidos, y menos numerosos todavía fueron los que lograron entrar en España. (…) La Inquisición le procesó y en septiembre de 1609 fue preso y conducido al convento de San Francisco de Madrid. Mariana tenía setenta y tres años, pero mostró firmeza durante el proceso, reconoció que era el autor de los siete libros publicados en Colonia y no se retractó de nada de lo que allí estaba escrito. Tras un año de reclusión en el convento y de haberse comprometido a no reimprimir el trabajo De monetae mutatione sin hacer en él ciertas correcciones, fue puesto en libertad sin condena y regresó a Toledo.»

¿Cuál es el escandaloso contenido de esta obra? El autor parte de los presupuestos políticos analizados en la anterior obra citada: quiere delimitar los campos por los que se extiende la autoridad real, como consecuencia de de la primitiva delegación del poder por parte de los que pasaron entonces a ser sus vasallos. Son rechazables todas las extralimitaciones, que tenderán a convertirlo en tirano: en ningún caso el rey es el propietario del reino y de los bienes que contiene. Sin embargo para cumplir su función requiere de de recursos, que obtendrá por medio de los tributos que sus vasallos consientan en concederle. Mariana observa que en ocasiones los reyes acuden a un subterfugio para aumentar sus recursos, y es manipular el valor de la moneda disminuyendo la cantidad de metales preciosos que contiene. A partir de aquí, el autor realizará un exhaustivo análisis económico y moral de sus consecuencias en la sociedad.

El pensamiento económico de Mariana ha atraído a muchos autores, aunque cada uno de ellos lo ha interpretado de modo diferente en función de la propia ideología (tomamos las referencias del estudio antes mencionado): Pi i Margall, que editó un buen número de obras de Mariana en la Biblioteca de Autores Españoles, lo percibe teocrático. Años después Joaquín Costa, en cambio lo considera defensor del colectivismo. Ya en el siglo XX, Diego Mateo del Peral observa su talante social que le lleva a ocuparse por los perjuicios que provoca la alteración de las moneda entre los más desfavorecidos. Por último, para Lucas Beltrán esta obra es ante todo «una defensa de la propiedad privada, de la democracia política, de los presupuestos equilibrados y de la moneda sana de valor estable, que resulta ventajosa para todas las clases sociales. Si no conociéramos ninguna otra obra del autor, no dudaríamos en calificarle de economista liberal.»


lunes, 26 de enero de 2015

Andrés Giménez Soler, La Edad Media en la Corona de Aragón

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La obra que presentamos fue publicada en 1930 en la exitosa Colección Labor, Biblioteca de iniciación cultural, responsable de unos muy cuidados manuales sobre todas las ramas del saber. Su formato de bolsillo, lo escogido de sus autores y lo exhaustivo de sus temáticas lograron una gran difusión en el campo de lo que tradicionalmente se ha llamado alta divulgación. Y todavía se encuentran numerosos volúmenes en las librerías de viejo.

Andrés Giménez Soler (1869-1938) fue el gran medievalista aragonés del primer tercio del siglo XX. Archivero en el de la Corona de Aragón y posteriormente catedrático de Historia Antigua y Media, en 1900 recaló definitivamente en la Universidad de Zaragoza, donde gozó de prestigio y protagonismo hasta su fallecimiento. Le sucederá en su cátedra otro clásico, José María Lacarra. Fue un destacado personaje tanto en el ámbito de su especialidad, como a nivel regional a través de su labor periodística, en la que defendió un cierto aragonesismo moderado, de carácter conservador, compatible con el general nacionalismo español de la época.

Nos encontramos, por tanto ante un excelente representante de las primeras generaciones de historiadores profesionales, que desde el último tercio del XIX se esfuerzan en aplicar un método científico y exigente a la investigación histórica. En La Edad Media en la Corona de Aragón, aun teniendo presente el carácter de ensayo divulgativo, no deja de hacer hincapié en el trabajo de archivo que le ha permitido analizar tanto la historia externa como la interna. Y al mismo tiempo, y desde el rigor histórico, aprovecha para poner al lector en guardia: «hay que hacer notar que son sospechosos de parcialidad por exceso de entusiasmo regional y sobra de pasión política, la mayor parte de los historiadores aragoneses que tratan de instituciones aragonesas, y que del mismo vicio pecan la mayor parte de los historiadores catalanes.»

Ya lo había afirmado tres décadas antes: «El historiador se debe a la verdad, y caiga quien caiga, debe decirla sin miramientos ni contemplaciones; no es que piense que tan moral es presentar el bien para darle el premio, como el mal para castigarlo: entiendo que siempre debe presentarse la virtud, pero esto son teorías aplicables a la novela o al drama, pero de ningún modo a la historia, cuya acción no es de la inventiva del que la describe […] También la política es causa del falseamiento de la verdad y con más vehemencia que la exageración del patriotismo […] Esta parcialidad, frecuentemente unida a la del patriotismo desmedido, lleva también a quién lo padece, a escribir en tono bilioso y acre, pareciéndoles que así sus razones adquieren más fuerza, modo de escribir al que muchos tienen afición y que es contraproducente tanto para la persona del autor como para la causa que defiende, manera muy propensa a suscitar polémica que según yo considero la historia, no puede existir en esta ciencia.» (Formas actuales de la Historia, 1899, citado por Arturo Compés.)



domingo, 25 de enero de 2015

Marx y Engels, Manifiesto del partido comunista

Marx en 1861
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El siglo XX ha estado marcado por la competencia de tres amplias teorías seculares de la política, cuyo origen compartido se puede llevar al rico magma de la Ilustración. En su aplicación práctica, dos de ellas ya han alcanzado hasta cierto punto unos espectaculares finales wagnerianos, en 1945 y en 1989. Sin embargo, ambas conservan actualmente sus cortejos de seguidores, entre añorantes y reivindicadores, y han logrado en ocasiones conservarse dominantes en ciertos países. A pesar de ello, su ciclo histórico parece, hoy por hoy, finalizado. Pero resulta llamativo que la percepción de estas dos ideologías en las sociedades occidentales es muy diferente: a la execración generalizada de los fascismos se corresponde una condena mucho más matizada de los comunismos. 

Para explicarlo, François Furet atribuye la superioridad del marxismo-lenismo «para empezar, al hecho de que enarbola en su estandarte el nombre del más poderoso y sintético filósofo de la historia que haya surgido en el siglo XIX. En materia de demostración de las leyes de la historia, Marx es inigualable. Ofrece con qué complacer tanto a los espíritus doctos como a los más simples, según que se lea el Capital o el Manifiesto. Parece revelarles a todos el secreto de la divinidad del hombre, que sucede a la de Dios: actuar en la historia sin las incertidumbres de la historia, puesto que la acción revolucionaria revela y realiza las leyes del desarrollo. Una vez juntas, la libertad y la ciencia de esta libertad, no hay bebida más embriagante para el hombre moderno, privado de Dios. Frente a esto, ¿qué valen la especie de postdarwinismo hitleriano o hasta la exaltación de la idea nacional?» (François Furet, El pasado de una ilusión.)

Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895) concluyeron en 1848 este Manifiesto del partido comunista, en los prolegómenos del gran estallido revolucionario europeo de ese año. Sus planteamientos e influencia son todavía muy limitados, y para que cobren peso habrá que esperar a las polémicas con Proudhon y a la creación de la Asociación Internacional de los trabajadores.


Portada de la primera edición del Manifiesto del partido comunista

sábado, 24 de enero de 2015

Pomponio Mela, Corografía

Retrato moderno por Ginés Serrán
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Escribe Fernando Martín Acera en su “Literatura y cultura escrita”, que forma parte de la obra colectiva Constitución y ruina de la España romana (Madrid 1987, pág. 247): «Muy poco es lo que sabemos sobre la vida de este hispano, nacido en Tigentera (Algeciras), como él mismo insinúa en Chorog. (2, 6, 96). Floreció bajo el reinado de Calígula y Claudio. Por una alusión a la conquista de Britannia (Chorog. 3, 49), abierta a la acción colonizadora de Roma  hacia el año 43, se puede colegir que la obra de Mela fue escrita durante la expedición de Claudio a Britannia y precisamente cuando se celebraba el triunfo en el año 44.

»Su obra, de fondo retórico —Mela era un hombre preocupado por el estilo, conforme a las enseñanzas de la escuela— y, por tanto, no estrictamente científica, es una Chorographia (“descripción de regiones” o “de la tierra”), es decir, una Geografía al uso de su tiempo, que es el más antiguo tratado geográfico de la latinidad, llegado hasta nosotros. Describe el mundo conocido, siguiendo el litoral del Mediterráneo: África, Asia, Europa y termina en el Atlántico. Plinio lo cita entre sus fuentes. En esta obra, en que trata de materias ya célebres, pero de una manera muy sucinta: clarissima, et strictim, anunciaba Mela otra más amplia, erudita y detallada sobre el mismo tema, pero, al parecer, nunca la escribió.

»Las noticias que nos suministra, a veces en un estilo un tanto rebuscado, pero siempre claro, son de carácter etnográfico. Gracias a su preocupación literaria, los más de 1.500 nombres geográficos que cita vienen expuestos en un estilo ingenioso, armonizados con cláusulas quebradas y rítmicas. Tiene interés, además, por cuestiones histórico-culturales y artísticas, cuando en la descripción de una región, se le ofrece la ocasión de detenerse a hablar sobre los monumentos más importantes de su pasada civilización, a fin de que la lectura resultara más fácil y atrayente. Esta compilación geográfica sigue, sin duda, a Posidonio. Aunque él cita a Hiparco y Nepote, probablemente se sirvió también de Varrón y de alguna fuente común de la que también bebería Plinio el Viejo



martes, 20 de enero de 2015

Crónica de Turpín

Codex Palatinus Germanicus
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Turpin o Tilpin es un personaje real del siglo VIII, cuyo nombre parece indicar un origen danés. El cronista Flodoardo, en el siglo X, nos informa sobre él: fue monje en la importante abadía de Saint-Denis, cerca de París, y luego arzobispo de Reims, en la sede estrechamente asociada a la monarquía franca. En el siglo XII se le atribuye la autoría de la fantasiosa obra que presentamos, denominada Historia de Carlomagno y Roldán, o simplemente Crónica de Turpín, y centrada en la narración de las expediciones, batallas y triunfos del emperador en España. Se incluirá en el denominado Codex Calixtinus, elaborado con el propósito de propiciar las peregrinaciones a Santiago de Compostela, del que ya hemos ofrecido la Guía del Peregrino.

La Crónica que nos ocupa ahora fue redactada en latín, posiblemente por un benedictino francés relacionado con el papa Calixto II o con su hermano Raimundo de Borgoña, yerno de Alfonso VI de Castilla. De cualquier modo, el autor posee un conocimiento somero de la península, aunque utiliza una cierta documentación geográfica (un completo repertorio de localidades, entre las que incluye a Huesca con el epíteto de «la de las noventa torres») e histórica (por ejemplo, la Vida de Carlomagno de Eginardo). Sin embargo la fuente básica es la abundantísima épica francesa: son los personajes de los cantares de gesta los que actúan, con la mentalidad, armas y costumbres del siglo XII. Para observar el resultado no tenemos más que comparar dos retratos de Carlomagno, el de nuestra Crónica, y el mucho más moderado (aunque también idealizado) de Eginardo. Estamos por tanto ante un excelente ejemplo de falsa historia, como la Historia de los reyes de Britania de Godofredo de Monmouth.

Pero el nulo valor que posee para reconstruir las intervenciones carolingias en España, se compensa ampliamente con la información que nos proporciona sobre la época de su composición, y sobre el esfuerzo para incentivar la colaboración de caballeros transpirenaicos en las empresas reconquistadoras. Por otra parte, el anónimo autor no pierde ocasión de lucir sus elevados conocimientos (por ejemplo, sus disquisiciones sobre las artes liberales), en compañía de sus profundas ignorancias (incluso para su tiempo: la caracterización que hace del Islam nunca la haría un monje hispánico en contacto con los musulmanes). Además podemos disfrutar en su lectura con la desbordante imaginación medieval: las lanzas que florecen, las batallas de contendientes ordenadamente simétricos, el enfrentamiento de Roldán y el gigante Ferragut...


Codex Calixtinus

lunes, 12 de enero de 2015

Adolphe Thiers, Historia de la Revolución Francesa

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Tomo II  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
Tomo III  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |

En el lento pero constante transformarse de las sociedades, hay acontecimientos y procesos a los que se concede un relieve poderoso y un significado determinante: en la reflexión histórica suponen hitos, centros de gravedad en torno a los cuales se referencia y se explica toda una época... y hasta nuestro presente. Ahora bien, el mismo carácter determinante que se les confiere provoca que se multipliquen las interpretaciones en las que el honrado propósito de conocer y explicar, queda en ocasiones enmascarado por los presupuestos ideológicos de sus autores. El debate histórico puede así convertirse en en un auténtico campo de Agramante político. Lo cual ha ocurrido en muchas ocasiones en lo referente a la Revolución francesa.

Adolphe Thiers (1797-1877) fue abogado, periodista, historiador y político, alcanzando puestos decisivos en el estado francés. Su orientación política es el liberalismo doctrinario que se transforma en conservador, auténtico hijo de la Revolución pero que abomina tanto de la tiranía del antiguo régimen como de los excesos de los sectores radicales. En 1827 concluyó su Historia de la Revolución Francesa que (como su continuación, la más tardía Historia del Consulado y el Imperio) pronto se convertirá en una de las narraciones más populares entre las clases medias y acomodadas, a las que concede un papel decisivo en su reconstrucción histórica. Así lo explica François Furet: «La generación liberal de los años 1820... medita e incluso escribe la historia de la Revolución antes de lanzarse al ruedo político en julio de 1830. Thiers, Mignet, Guizot, inventan el determinismo histórico, la lucha de clases como motor de éste y, en fin, 1789 y la victoria de lo que denominan la clase media a guisa de culminación de la dialéctica histórica. El año 1793 no es más que un episodio pasajero, y por demás deplorable, de la historia de la burguesía, episodio atribuible a circunstancias excepcionales cuya repetición debe evitarse a toda costa. El gobierno de la multitud (Mignet) no formaba parte de lo inevitable. Lo esencial, efectivamente, el sentido de la historia, continúa siendo el tránsito de la aristocracia a la democracia, de la monarquía absoluta a las instituciones libres.» (François Furet, La revolución a debate).

Naturalmente, esta interpretación centrada en los revolucionarios moderados, en el papel decisivo de París, en el respeto al orden público y a la propiedad, resulta parcial y limitada, al igual que las de las obras canónicas de orientación contraria. En realidad, está reflejando sus propios valores, correspondientes a una formal y tolerada oposición liberal al régimen de la Restauración. La lectura de esta obra, sin embargo, resulta útil y valiosa, tanto por la abundantísima información y documentación que contiene, como precisamente por lo que transmite de mentalidad y percepciones de esta generación posterior a la revolución y a la época napoleónica. Y no estará de más que terminemos con los siguientes luminosos y profilácticos párrafos de dos grandes historiadores franceses. Aunque ninguno de los dos fue especialista en la Revolución Francesa, parecen tenerla in mente cuando los redactaron (en el caso de Bloch, en circunstancias dramáticas).

«Una generación de historiadores que poniéndose en pie, como el fiscal de una película policíaca, se dedica a exigir las penas más severas contra los actores o los comparsas de la historia en nombre de una moral que varía en sus principios, y de una política inspirada unas veces por la ideología de derechas y otras por la ideología de izquierdas: los fiscales de izquierda se indignan, con buena fe, por lo demás, contra los de derecha y recíprocamente. Ya es hora de acabar con esas interpelaciones retrospectivas, esa elocuencia de abogado y esos efectos de toga. El historiador no es un juez. (…) No, el historiador no es un juez. Ni siquiera un juez de instrucción. La historia no es juzgar; es comprender, y hacer comprender.» (Lucien Febvre, Combates por la historia).

«Ahora bien, durante mucho tiempo el historiador pasó por ser una suerte de juez de los Infiernos, encargado de distribuir a los dioses muertos el elogio o la condena. Esta actitud responde probablemente a un instinto poderosamente arraigado. Porque todos los maestros que han corregido trabajos de estudiantes saben cuan difícil es para esos jóvenes dejarse disuadir de jugar, desde lo alto de sus pupitres, el papel de Minos o de Osiris. Más que nunca las palabras de Pascal se hacen vigentes: Al juzgar todo mundo hace de dios: eso es bueno o malo. (…) Como además nada es por naturaleza más variable que semejantes sentencias sometidas a todas las fluctuaciones de la conciencia colectiva o del capricho personal, la historia, al permitir tan a menudo que los honores aventajen a la libreta de experimentos, gratuitamente se ha dado el aire de la más incierta de las disciplinas: a las vacías inculpaciones suceden otras tantas rehabilitaciones triviales. Robespierristas, antirrobespierristas, por piedad, díganos simplemente quién fue Robespierre.» (Marc Bloch, Apología para la historia o el oficio de historiador).

sábado, 10 de enero de 2015

Procopio de Cesárea, Historia secreta

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Escribe Alexander A. Vasiliev en el primer tomo de su clásica Historia del Imperio Bizantino: «El historiador principal del período de Justiniano fue Procopio de Cesárea, quien en sus escritos nos da un cuadro muy completo de un complejo reinado rico en sucesos. Tras estudiar Derecho, Procopio pasó a ser secretario y consejero del famoso Belisario, con quien participó en las. campañas contra vándalos, godos y persas. Procopio es notable a la vez como historiador y como escritor. Como historiador se hallaba en situación muy favorable respecto a fuentes e informaciones directas. Su intimidad con Belisario le permitía consultar todos los documentos oficiales conservados en despachos y archivos, y, por otra parte, su intervención activa en las campañas militares y el perfecto conocimiento que tenía del país, le dieron ocasión de obtener una documentación del más alto precio, merced a sus observaciones personales y a los testimonios que recogió de boca de sus contemporáneos.

»En estilo y composición, Procopio imita a menudo a los historiadores clásicos, sobre todo a Herodoto y Tucídides. Pero, aunque su lenguaje dependa del antiguo griego de los clásicos historiadores y aun cuando la exposición resulte un tanto artificial, Procopio nos presenta un estilo lúcido, vigoroso, lleno de imágenes. Tres obras se deben a la pluma de Procopio. La más considerable es la Historia en ocho libros, que relata las guerras de Justiniano contra persas, vándalos y godos. El autor muestra en esta obra otros numerosos aspectos del gobierno de Justiniano. Aunque el espíritu general de la obra sea algo laudatorio respecto al emperador, no obstante ofrece repetidas veces la expresión de la amarga verdad. La Historia puede considerarse una historia general de la época de Justiniano.

»La segunda obra de Procopio, Sobre las construcciones es un panegírico ininterrumpido del emperador y fue probablemente escrita por orden de éste. El fin principal del libro es dar una lista y descripción de la multitud de edificios erigidos por Justiniano en las diversas partes de su vasto Imperio. Prescindiendo de las exageraciones retóricas y las alabanzas excesivas, la obra contiene una rica documentación geográfica, topográfica y financiera y es una fuente valiosa para la historia económica y social del Imperio.

»La tercera obra de Procopio, sus Anécdotas o Historia secreta, difiere en absoluto de las otras dos, y constituye un libelo grosero contra el gobierno despótico de Justiniano y de Teodora, su mujer. El autor se propone difamar al emperador, a Teodora, a Belisario y a la esposa de éste, y Justiniano aparece como autor de todos los males que afligieron al Imperio en aquel período. Esta obra presenta tan impresionantes contradicciones con las otras dos, que los críticos empezaron dudando de la autenticidad de la Historia secreta, pues parecía imposible que los tres libros hubiesen sido compuestos por una misma persona. Sólo tras un estudio profundo y comparativo de la Historia secreta y de otras fuentes sobre la época de Justiniano se ha admitido en definitiva que la obra es un escrito auténtico de Procopio. Bien utilizada, la Historia secreta es una fuente importante para la historia interior del Imperio bizantino en el siglo VI. De modo que todos los trabajos de Procopio, a pesar de sus exageraciones sobre las cualidades o vicios de Justiniano, son documentos contemporáneos de la mayor importancia y nos permiten conocer de manera directa e íntima la historia de ese período. Pero esto no es todo. La historia y la antigüedad eslavas hallan en Procopio informes de valor inapreciable sobre la vida y creencias de los eslavos, así como los pueblos germánicos pueden espigar en las obras de ese autor numerosos hechos tocantes a su historia primitiva.»


jueves, 8 de enero de 2015

Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias

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En la dedicatoria de su obra al rey Felipe II, el médico Juan Huarte de San Juan (1529-1588) propone lo siguiente: «Considerando cuán corto y limitado es el ingenio del hombre para una cosa y no más, tuve siempre entendido que ninguno podía saber dos artes con perfección sin que en la una faltase y, porque no errase en elegir la que es natural estaba mejor, había de haber diputados en la República, hombres de gran prudencia y saber, que en la tierna edad descubriesen a cada uno su ingenio, haciéndole estudiar por fuerza la ciencia que le convenía y no dejarlo a su elección, de lo cual resultaría en vuestros estados y señoríos haber los mayores artífices del mundo, no más de por juntar el arte con la naturaleza.»

Esta aseveración nos sorprende por su modernidad, al plantear la necesidad de determinar las capacidades de cada individuo, y las tareas (teóricas o prácticas) que mejor se corresponden con ellas. Y al mismo tiempo nos resulta inquietante la expresión «haciéndole estudiar por fuerza la ciencia que le convenía y no dejarlo a su elección», o la insistencia en un cierto determinismo impuesto por lo orgánico en la conducta humana. Ambos aspectos son muestra de lo mucho revolucionario que contiene esta obra, aunque ello no nos debe hacer obviar lo mucho tradicional que también conserva, como la aceptación sin crítica de pintorescas consideraciones anatómicas, a causa del prestigio de las autoridades que las defienden. Lo innovador de sus planteamientos, métodos y contenidos se amalgama con lo recibido: es hija de su época, como toda obra humana. En cualquier caso, fue un auténtico éxito editorial en su tiempo, que se extendió por toda Europa una vez traducido al latín.

Rafael Altamira  sintetiza así su importancia: «Huarte de San Juan, cuyo libro Examen de ingenios para las ciencias se imprimió en 1575 y se tradujo pronto a varios idiomas, es el primer representante español de una serie de tratadistas que, enlazando los estudios físicos con los psicológicos, trataron de demostrar la influencia del cuerpo sobre el espíritu en el hombre y la posibilidad de deducir, de los datos anatómicos y del temperamento, las cualidades intelectuales y morales de los individuos. Es, con esto, juntamente, precursor de la frenopatía y de todos los autores que, en el siglo XVIII, elevaron a la calidad de cuestión palpitante ésta de las relaciones entre lo físico y lo espiritual, que en el siglo XVI tomó con Huarte caracteres muy salientes. Huarte es, además, digno de ser considerado por sus observaciones pedagógicas, enlazadas con su tema de la fijación de las aptitudes esenciales e innatas en los individuos.»

Por su parte, José Biedma señala que «el método de Huarte es estrictamente moderno: una argumentación racional que se da por contenido la experiencia natural. Por cierto, que... Huarte utiliza la palabra ensayo con el sentido de experimento. Antes que Galileo, Huarte razona desde un nuevo paradigma que recrea la analítica y la dialéctica de los griegos, a los que cita crítica y originalmente, aunque eche mano también secundariamente de la retórica de Cicerón o del saber de Galeno. Su papel como precursor de la frenología de Gall (quien le cita expresamente), o del pensamiento naturalista de Cabanis, está fuera de duda. Así como su influencia en el perfil psicológico de que Cervantes dota a su ingenioso hidalgo don Quijote, demostrada por Salillas. También es conocida la influencia que Huarte debió ejercer en la obra de Lessing, pues éste preparó su versión alemana y presentó para su doctorado una disertación sobre el doctor Huarte y su libro. Y, en fin, su huella es perceptible en una gran multitud de lingüistas, preceptistas, pedagogos y filósofos, algunos tan cercanos a nosotros como Schopenhauer o Nietzsche.»

sábado, 3 de enero de 2015

Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad

Maeztu por Ramón Casas
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Maeztu, en su obra póstuma Defensa del espíritu afirma tajante: «La Hispanidad es un espíritu, (…) si no existe en alguna forma eso que Hegel llamaba espíritu objetivo, y que se caracteriza en que puede ser común a todos los hombres de un país, o también si el pasado es pasado de tal suerte que ya no puede influir en el presente, ni en el porvenir, el pensamiento central de mi obra se viene irremediablemente al suelo.»

El nacionalismo estricto está por tanto en la base de la obra que presentamos. Fue publicada en forma de artículos entre 1931 y 1934 en la revista Acción Española, órgano de un grupo de intelectuales monárquicos y conservadores en los agitados años de la segunda República. Su propio nombre evidencia el espejo en que se miran, L'action Française de Maurras. Ahora bien, si el modelo original privilegia nacionalismo y modernidad sobre el legitimismo, en el modelo español es el tradicionalismo el que va a marcar la pauta de sus miembros.

Ramiro de Maeztu (1874-1936) es el periodista político de la llamada generación del 98, con cuyos componentes comparte preocupaciones, objetivos e incluso evolución ideológica, aunque él es el que la llevará a sus últimas consecuencias. Desde un radicalismo juvenil en el que admira y sigue a regeneracionistas como Costa, llegará a un tradicionalismo que rechaza la modernidad liberal, aunque en cierta medida desde sus mismos presupuestos, como se observa en la cita con la que comenzábamos esta presentación. Su admiración se ha vuelto hacia Menéndez Pelayo y su defensa de los valores católicos como sustrato de la nación española. Pero Maeztu va a completar esta postura con el reconocimiento del papel decisivo de la acción española en América, que explica y justifica su historia y que proporciona ahora una tarea nacional a cumplir... Para ello tomará y difundirá el término de Hispanidad, recién acuñado en Buenos Aires.

Ahora bien, la sociedad de los años 30 está ya muy distante de la bonhomie de la Restauración, que permitía con naturalidad el debate y la discrepancia; de hecho, está amenazada de muerte y a punto de desaparecer. Así, en uno de los artículos que componen esta obra señala tras citar a Ganivet: «El respeto a la libertad metafísica nos llevará a un sistema político en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del hombre para el mal...», afirmación que parece anunciar los acontecimientos posteriores. Gonzalo Redondo concluye así su referencia al autor: «El tradicionalismo católico que intentaba revivir en los años de entreguerras como medio de dar respuesta a la crisis cultural, vino a coincidir, aunque desde supuestos distintos, con los fascismos que por esos mismos años intentaban también introducir un cierto orden en sociedades confusas, mediante la voluntad tensa de gobernantes carismáticos. Maeztu, como vemos, no escapó a este problema. Y tampoco escapó Maeztu de la admiración por el hombre que en aquellos momentos parecía la encarnación de la fuerza de la tradición decidida a configurar un pueblo entero: Adolf Hitler»

Gustavo de Maeztu, La fuerza