sábado, 28 de febrero de 2015

Jean-Jacques Rousseau, El contrato social

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Es ésta una de las obras clave para entender la modernidad. No está, sin embargo, entre las que convirtieron a Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) en un personaje admirado y reverenciado (aunque también criticado) en los grandes salones de su tiempo. En ese sentido otras producciones suyas como la Nueva Eloísa, el Emilio o las Confesiones contribuyeron mucho más a su gran prestigio. Habrá que esperar a que, tras su muerte, los grandes acontecimientos revolucionarios a un lado y otro del Atlántico atraigan la atención sobre El contrato social, publicado originalmente en 1762, y que a partir de entonces se leerá e interpretará en función de las distintas variantes del sistema liberal.

En realidad, gran parte del contenido de esta obra no es original: la idea del pacto ―foedus― para constituir una comunidad es muy antigua, al igual que la participación práctica de sus miembros en los destinos de las colectividades, tanto privadas como públicas. En los últimos siglos, a pesar (o como consecuencia) del afianzamiento de la monarquía autoritaria, se habían multiplicado los planteamientos sobre el origen social del poder, tanto mediante interpretaciones legendarias de la historia (por ejemplo, los fueros de Sobrarbe), como mediante tratados políticos y morales: Mariana, Hobbes, Locke...

La originalidad de Rousseau radica en el tratamiento que da a estas ideas. Su estilo brillante, el gusto por las paradojas (que en ocasiones le lleva aparentemente a contradecirse a sí mismo), la maestría a la hora de acuñar frases redondas, le aseguró un duradero impacto y ha hecho que se le reconozca como el gran propagandista de la democracia. «Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general; recibiendo también a cada miembro como parte indivisible del todo. En el mismo momento, en vez de la persona particular de cada contratante, este acto de asociación produce un cuerpo moral y colectivo, compuesto de tantos miembros como voces tiene la asamblea; cuyo cuerpo recibe del mismo acto su unidad, su ser común, su vida y su voluntad.»

Ahora bien, es una democracia sui generis. En primer lugar, rechaza tajantemente la elección de representantes; la suya es una democracia plebiscitaria, ateniense, formada por ciudadanos cuya principal tarea es la de ser ciudadanos, lo que naturalmente será obviado por los mismos revolucionarios y liberales rousseaunianos. «La idea de representantes es moderna, y se deriva del gobierno feudal, de este gobierno inicuo y absurdo, en el que se halla degradada la especie humana y deshonrado el dictado de hombre. En las repúblicas antiguas y aun en las monarquías jamás tuvo el pueblo representantes; esta palabra era desconocida. Es cosa muy particular que en Roma, en donde los tribunos eran tan sagrados, no se haya ni tan solo imaginado que pudiesen usurpar las funciones del pueblo.»

Pero es que además, rechaza la existencia de facciones (es decir partidos); y este principio de la unidad del pueblo sí que estará presente en los acalorados debates que tienen lugar en las Tullerías y en Cádiz. «Cuando se forman facciones y asociaciones parciales a expensas de la grande, la voluntad de cada asociación se hace general con respecto a sus miembros, y particular con respecto al estado: se puede decir entonces que ya no hay tantos votos como hombres, sino tantos como asociaciones (…) Conviene pues para obtener la expresión de la voluntad general, que no haya ninguna sociedad parcial en el estado, y que cada ciudadano opine según él solo piensa.»

Así llegamos al punto clave: la noción de voluntad general como algo diferente a la suma de voluntades de sus componentes. El cuerpo moral y colectivo que constituye el pacto social es por lo menos tan real y existente como sus miembros, con la diferencia a su favor de que es mucho más perfecto: «De lo dicho se infiere que la voluntad general siempre es recta, y siempre se dirige a la utilidad pública; pero de aquí no se sigue que las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud. Queremos siempre nuestra felicidad pero a veces no sabemos conocerla: el pueblo no puede ser corrompido, más se le engaña a menudo, y sólo entonces parece querer lo malo. Hay mucha diferencia entre la voluntad de todos y la voluntad general: esta solo mira al interés común; la otra mira al interés privado, y no es más que una suma de voluntades particulares, pero quítense de estas mismas voluntades el más y el menos, que se destruyen mutuamente, y quedará por suma de las diferencias la voluntad general.»

Y aquí es donde podemos reconocer a Rousseau no sólo padre de la democracia liberal, sino también de sus dos totalitarios hermanos en la modernidad, fascismos y comunismos, enfrentados entre sí pero coincidentes en el convencimiento de su posesión absoluta de la benéfica y acertada voluntad general: «A fin pues de que el pacto social no sea un formulario inútil, encierra tácitamente la obligación, única que puede dar fuerza a las demás, de que al que rehúse obedecer a la voluntad general, se le obligará a ello por todo el cuerpo: lo que no significa nada más sino que se le obligará a ser libre.» ¿Y si no se dejan? «En todos los estados sólo los malhechores impiden al ciudadano que sea libre. En un país en el cual toda esta gente estuviese en las galeras, se disfrutaría de la más perfecta tranquilidad.»

Y finalmente, en otro lugar: «Un poco de agitación da movimiento a los ánimos, y lo que hace que la especie prospere, no es tanto la paz como la libertad.» Pero, ¿qué libertad?


miércoles, 25 de febrero de 2015

Cayo Cornelio Tácito, La Germania

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Comparada con los Anales y las Historias, la Germania es una obra menor entre la producción de Cayo (o Publio) Cornelio Tácito, lo cual no le priva de gran interés. Como presentación, extractamos algunos párrafos del interesante artículo de Juan Carlos Tellería titulado Concordia Nostra: la libertas en la Germania de Tácito.

«Datable con bastante certeza en el año 98, en el segundo consulado de Trajano al que hace referencia en el cap. 32.2, la Germania (De origine et situ germanorum) es una obra ciertamente curiosa y notable. Desde el momento mismo en que comenzó a difundirse el manuscrito, en torno al siglo XV ha tenido una gran repercusión y se ha convertido en uno de los principales objetos de estudio para los germanistas. Para algunos eruditos, se trata de la única monografía de corte etnográfico que sobrevive de la antigüedad, ya que resulta más propio de la historiografía antigua el excursus etnográfico, como el que el propio Tácito realiza sobre los bretones en el Agrícola

Tradicionalmente se ha interpretado esta obra de dos modos: «se trataría, según algunos, de poner de manifiesto los valores morales y sociales de estos pueblos con el objeto de dar ejemplo a los romanos; o, según otros, de mostrar el peligro que los Germanos representan para la integridad del Imperio. Y, sin duda, hay un poco de todo ello (incluida la visión puramente etnográfica) en esta obra de Tácito. A nuestro juicio, tampoco existen razones que hagan imposible una lectura estrictamente política del texto, y no especialmente en el sentido del peligro germano, pues, para Tácito, la superioridad de la organización política y militar romana es indiscutible.»

«Para Tácito, es muy claro que el verdadero peligro de los germanos radica en los propios romanos (…) Y no habla de decadencia moral, ni de un pasado glorioso, sino que habla de guerras civiles, un concepto muy real y concreto. La interpretación en términos políticos es evidente: los romanos deben tener miedo de sí mismos, de su falta de concordia, entendida como ideal ciudadano. La lectura política a la que nos referimos gira sobre estos términos: reflexionando sobre los germanos, Tácito introduce reflexiones sobre los romanos, de manera que, de nuevo como en el Agrícola, las cuestiones políticas son lo esencial de la obra.»

«En la Germania, Tácito no trata tanto de definir los contenidos reales de la libertas como de establecer en qué condiciones un cierto tipo de libertas resulta posible. En primer lugar, la libertas debe estar garantizada por el príncipe y éste, a su vez, debe respetar las leyes. Por otro lado, la libertas está asociada a la concordia. Sin embargo, no toda la libertas ideal resulta posible: existe un cierto grado de coerción necesario para evitar que se transforme en licentia. Resulta necesario, además, la renuncia, en beneficio de la comunidad, a ciertos aspectos de la libertas personal, lo que es signo de cohesión social, de bene constituta civitas


domingo, 22 de febrero de 2015

John Maynard Keynes, Las consecuencias económicas de la paz

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«Me aparto de esta escena de pesadilla», parece que dijo Keynes al primer ministro Lloyd George tras presentar su dimisión en 1919 como miembro de la delegación británica en la Conferencia de París. Ésta procuraba resolver definitivamente los problemas derivados de la Gran Guerra, con la sola participación de las potencias supuestamente victoriosas. Y a su jefe, el ministro de Hacienda británico Austen Chamberlain, le escribió: «¿Cómo puede pretender que yo continúe presenciando esta farsa trágica, tratando de poner los cimientos, como dijo un francés, d'une guerre juste et durable?» John Maynard Keynes (1883-1946) era entonces un prestigioso economista, profesor en Cambridge, que había ocupado importantes puestos en el Tesoro durante la guerra, aunque todavía no publicado sus obras capitales: Tratado sobre el dinero (1930) y Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero (1936).

Su portazo fue consecuencia del diktat, la paz cartaginesa (en palabras del autor) que se les impuso a las potencias derrotadas: pérdidas territoriales, de población y de recursos; y al mismo tiempo, una exigencia de ingentes reparaciones a las que, privadas de lo anterior, les iba a resultar difícil, cuando no imposible, responder. El trato más duro se reservó a Alemania. El mismo tratado que se le presentó establecía en el artículo 232 lo siguiente: «Los gobiernos aliados y asociados reconocen que los recursos de Alemania no son suficientes, teniendo en cuenta la disminución permanente de tales recursos que resultará de otras disposiciones del presente Tratado, para hacer una reparación completa de todas aquellas pérdidas y daños.» Pero a continuación añadía: «Los gobiernos aliados y asociados exigen, sin embargo, y Alemania se compromete, a que ella recompensará todos los daños causados a la población civil de las Potencias aliadas y asociadas y a su propiedad, durante el período de beligerancia de cada una de ellas, como Potencia aliada o asociada contra Alemania por tal agresión, por tierra, por mar y por aire, y en general todo daño...»

Keynes, de regreso al mundo académico, se apresuró a redactar la obra que presentamos, que fue publicada ese mismo año. Tuvo una repercusión considerable, y fue rápidamente traducido a las principales lenguas. La tesis central era lo absurdo de las condiciones impuestas a Alemania, a las que considera no sólo injustas, sino además altamente perjudiciales para los propios intereses de los países vencedores. «La política de reducir a Alemania a la servidumbre durante una generación, de envilecer la vida de millones de seres humanos y de privar a toda una nación de felicidad, sería odiosa y detestable, aunque fuera posible, aunque nos enriqueciera a nosotros, aunque no sembrara la decadencia de toda la vida civilizada de Europa. Algunos la predican en nombre de la justicia. En los grandes acontecimientos de la historia del hombre, en el desarrollo del destino complejo de las naciones, la justicia no es tan elemental. Y si lo fuera, las naciones no están autorizadas por la religión ni por la moral natural a castigar en los hijos de sus enemigos los crímenes de sus padres o de sus jefes.»

El pesimismo del autor es patente a lo largo de Las consecuencias económicas de la paz. Ante la sorprendente despreocupación (o desconocimiento) de aquellas por parte de los gobiernos europeos, efectúa un estudio económico de la situación de cada país. El resultado es lastimoso, y las amenazas de hambrunas (como ya apunta en Rusia), caída aplastante de la producción, desempleo generalizado..., y sobre todo el «resultado inevitable de la inflación», que «no es meramente un producto de la guerra, del cual pueda ser remedio la paz, sino que es un fenómeno persistente cuyo término no se ve.» Y ante esta situación, ¿cuáles son los remedios? Keynes propone una matizada revisión del Tratado que, entre otros aspectos, limite drásticamente las reparaciones exigidas, cree una Unión librecambista para la recuperación del comercio internacional, cancele las ingentes deudas contraídas entre los aliados a causa de la guerra, y establezca un empréstito internacional para la reconstrucción de Europa (del que, naturalmente, deberá hacerse cargo Estados Unidos).


Los Cuatro Grandes

viernes, 20 de febrero de 2015

Ernest Renan, ¿Qué es una nación?

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En 1882 Renan ofrece una conferencia en la Sorbona. Estamos en la Francia de la Tercera República, que todavía lame las heridas de su orgullo perdido y de la pérdida de la Alsacia y la Lorena tras la guerra franco prusiana. El prestigioso y polémico Ernest Renan (1823-1892) ha anunciado el tema de su exposición, el concepto de nacionalismo. Indagará en búsqueda de los principios últimos y decisivos de las naciones, su origen y razón de ser. Y, tras rechazar en este sentido a la raza, la lengua, la religión, la economía y la geografía, los hallará (en sintonía con la tradición liberal francesa) en el consentimiento ciudadano, el asentimiento civil y político de una sociedad a la pertenencia a su nación: «La existencia de una nación es (perdonadme esta metáfora) un plebiscito cotidiano».

Su planteamiento se opone, pues, al nacionalismo étnico e incluso racial, con sus componentes de irracionalismo romántico, a la existencia eterna de las naciones, al medio que modela de un modo mágico a los pueblos, siempre escogidos. Renan sitúa en el centro al individuo que, libremente decide su pertenencia a la nación. Y por tanto enuncia el carácter contingente de las naciones: «Las naciones no son algo eterno. Han comenzado, terminarán. La confederación europea, probablemente, las reemplazará.»

Sin embargo... nuestro autor no puede escapar a su tiempo, y va a conservar los componentes más íntimos del nacionalismo: el organicismo idealista que reconoce en la nación una esencia, existencia y personalidad más real y viva que la de los individuos; el sentimentalismo que propicia la identificación con los antepasados, que «nos han hecho lo que somos. Un pasado heroico, grandes hombres, la gloria (se entiende, la verdadera), he ahí el capital social sobre el cual se asienta una idea nacional.» Por tanto, «una nación es, pues, una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y de aquellos que todavía se está dispuesto a hacer.»

El consentimiento tácito y expreso de la sociedad caracterizará el nacionalismo francés, pero no por ello dejará de ser un nacionalismo: «Me digo a menudo que un individuo que tuviera los defectos considerados como cualidades en las naciones —que se alimentara de vanagloria, que fuera a propósito celoso, egoísta, pendenciero, que no pudiera soportar nada sin desenvainar la espada— sería el más insoportable de los hombres.» Las limitaciones de este nacionalismo más racional, comprensivo y humanitario saltan a la vista, en cuanto se examinan las actuaciones prácticas de los sucesivos gobiernos republicanos, y de las mentalidades y valores que se generalizan en la sociedad francesa.

Bien se comprobará pocos años después cuando toda Europa entre en la vorágine sangrienta de la Gran Guerra. Gustave Hervé, a pesar de que ya ha comenzado su particular evolución del socialismo al socialismo nacional, levantará en 1919 la voz contra los planes de francesizar a los habitantes germanos del Sarre ocupado: «Nos apoderamos de la propiedad de las minas del Sarre, y para no ser molestados en la explotación de estos depósitos de carbón, constituimos un pequeño Estado distinto para los 600.000 alemanes que habitan esta cuenca carbonífera, y a los quince años lograremos, por un plebiscito, que declaren que quieren ser franceses. Ya sabemos lo que esto significa. Durante quince años vamos a actuar sobre ellos, a atacarlos por todos lados, hasta que obtengamos de ellos una declaración de amor. Es, sin duda, un procedimiento menos brutal que el golpe de fuerza que nos arrancó nuestros alsacianos y loreneses; pero si es menos brutal, es más hipócrita.» (La Victoire —la antigua La Guerre Sociale— de 31 de mayo de 1919. Cit. por Keynes en Las consecuencias económicas de la paz.)



domingo, 15 de febrero de 2015

Hernán Cortés, Cartas de relación sobre el descubrimiento y conquista de la Nueva España

Christoph Weiditz, retrato de Cortés hacia 1528

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Hernán Cortés (1482-1547) es un paradigma del conquistador de las Indias, pero no el modelo. Aunque como tantos otros fue un aventurero poco escrupuloso, cuando no sanguinario, incorpora en sus empresas un talante político de carácter típicamente humanista, muy de su época (y de cualquiera otra). Es ante todo un seductor: seduce al gobernador Velázquez, su socio en lo que en principio iba a ser un característico negocio de rescate en las costes del Yucatán; seduce a sus hombres para que den una especie de golpe de estado con la fundación de una fantasmal ciudad de Veracruz que, formal, leguleyamente, le libere de sus compromisos con Velázquez; seduce a las tropas enviadas por éste para ponerlo en prisiones; seduce, en fin, a muchos mexicas y tlaxaltecas, empezando por la Malinche (Doña Marina; auténtica clave de la conquista) y terminando por el mismo Moctezuma...

Sin embargo, la suya parece ser una seducción de alcance limitado. Parece funcionar principalmente en el ámbito cercano, próximo, de las relaciones personales. Cuando él falta, por más que reste un respeto reverencial al nombre del capitán, parece que todo comienza a desmoronarse; no parece ser un verdadero organizador: sólo sabe proponer nuevas metas, nuevas aventuras (la exploración de los mares del Sur, la conquista de las Especierías y, por qué no, de la China y el Japón...), que mantenga la maquinaria en marcha. Es como aquellos fraudes piramidales en los que los altos intereses de los primeros depositarios se pagan con los fondos de los últimos, atraídos por los primeros...

Y a estas limitaciones en su seducción obedece la presente obra. Son cinco extensos informes dirigidos a Carlos I (y por elevación, a nosotros) en los que, sobre la atractiva exposición de acontecimientos descomunales, domina ante todo el esfuerzo igualmente titánico de su justificación. Quiere mostrar sus honradas razones para oponerse a sus rivales por muchos mandamientos legales de los que dispongan, ya sean Velázquez, Narváez o los periódicos representantes de «jueces y oficiales de vuestra majestad que en la isla Española residen». Pero las razones legales y morales no lo son todo. Una y otra vez, Cortés subraya humildemente su propio papel providencial: él organiza, convence, amista, derrota, castiga y perdona. Es él el que, muchas veces sólo con su presencia, repara los desmanes y errores que sus subordinados o rivales han cometido. Si en las tres primeras cartas predomina el gigantesco drama de la conquista (descubrimiento y desembarco, 1519; conquista y pérdida de Tenochtitlán, 1520; reconquista y ocupación definitiva, 1522), en las dos últimas toma mayor relevancia y urgencia la justificación económica (cuarta carta, 1524, con repetitivos alardes de los gastos que ha contraído) y la justificación personal y política (quinta carta, 1526, con el arribo de un juez de residencia...)

Ya disponemos en Clásicos de Historia de un texto encomiástico sobre la conquista de América (las Cartas de Colón), y de otros tres que en distintos grados nos presentan también sus sombras y baldones (los de Las Casas, Motolinía y Acosta). Ahora Hernán Cortés, en sus Cartas de relación, conjuga magistralmente los dos polos: sin ninguna duda en la justicia de la conquista ni en el comportamiento cristiano de los conquistadores que de él dependen, siempre actúa con el triple objetivo del interés de Carlos I, de sus españoles y de los indios amigos, con un admirable olvido de los suyos propios... Y al mismo tiempo una condena sin paliativos (esta sí veraz y justificada) de los actos incompetentes, cuando no deleznables, de todos sus rivales, que han arruinado las islas del Caribe y que persiguen lo mismo en el continente. Y sólo él, Cortés, (definitiva justificación) logrará impedirlo.

Reproducimos la canónica edición de 1852 de la Biblioteca de Autores Españoles, aunque he actualizado la ortografía y modernizado ligeramente el lenguaje, eliminando algunos arcaísmos cuya abundancia podría enmascarar, con un aparente color de época, la modernidad de la obra.


Reproducción de un detalle del Lienzo de Tlaxcala: Moctezuma, Cortés y doña Marina

domingo, 8 de febrero de 2015

Las sagas de los Groenlandeses y de Eirik el Rojo

Detalle de un tapiz de Överhogdal (Suecia) s. X-XII

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En el lejano siglo XIII de la lejana Islandia, un desconocido puso por escrito la Saga de los Groenlandeses y la de Eirik el Rojo. Ambas, junto con los testimonios arqueológicos, constituyen las principales fuentes para conocer la prodigiosa colonización de América por parte de los hombres del norte. En esta entrada del blog acudiremos a un presentador de excepción, Jorge Luis Borges, en su Literaturas germánicas medievales:

«Edmund Gosse ha observado que la invención de la prosa por los aristócratas que colonizaron a Islandia es uno de los hechos más singulares que registra la historia literaria. Este arte empezó siendo oral; oír cuentos era uno de los pasatiempos de las largas veladas de Islandia. Se creó así, en el siglo X, una epopeya en prosa: la saga. La palabra es afín a los verbos sagen y say (decir y referir) en alemán e inglés. En los banquetes, un rapsoda repetía las sagas. Una o dos generaciones de recitadores orales fijaron la forma de cada saga; éstas se escribieron después, con amplificaciones. Las sagas son biografías de hombres de Islandia, a veces de poetas; en este caso se intercalan en el diálogo versos suyos. El estilo es breve, claro, casi oral; suele incluir, como adorno, aliteraciones. Abundan las genealogías, los litigios, las peleas. El orden es estrictamente cronológico; no hay análisis de los caracteres; los personajes se muestran en los actos y en las palabras. Este procedimiento da a las sagas un carácter dramático y prefigura la técnica del cinematógrafo. El autor no comenta lo que refiere. En las sagas, como en la realidad, hay hechos que al principio son oscuros y que luego se explican y hechos que parecen insignificantes y luego cobran importancia.»

«Los rasgos diferenciales de la saga surgieron de las circunstancias que les dieron origen. La saga fue realista porque refería, o pretendía referir, hechos reales; fue minuciosa porque la realidad también lo es; prescindió de análisis psicológicos porque el narrador no podía conocer los pensamientos de las personas, sino sus actos y palabras. La saga era una crónica objetiva de hechos históricos; a ello se debe la impersonalidad de su redacción. No se ha guardado el nombre de los autores, porque no lo hubo; en el comercio oral, las repeticiones fueron puliéndola, como ocurre con las anécdotas.»

«Pasemos a estudiar las que se refieren al descubrimiento de América. La Eirikssaga Rautha (Historia de Erico el Rojo) narra el descubrimiento y la colonización de Groenlandia por este navegante y el descubrimiento de Helluland (Tierra de Piedras Llanas), de Markland (Tierra de Forestas) y de Vinland (Tierra de la Viña o del Vino), por su hijo, Leif Eiriksson. Se discute la precisa ubicación de estas últimas; se sabe que se trata de lugares en la costa oriental de América del Norte. En la historia de Erico el Rojo están asimismo los viajes y aventuras de Thorfinn Karlsefni, primer europeo que se estableció en nuestro continente. El texto cuenta que una mañana muchos hombres en canoas de cuero desembarcaron y miraron con extrañeza a los intrusos. «Eran oscuros y muy mal parecidos y el pelo de las cabezas era feo; tenían ojos grandes y anchas mejillas.» Los escandinavos les dieron el nombre de skraelings, gente inferior. Ni escandinavos ni esquimales supieron que el momento era histórico; América y Europa se miraron con inocencia. Esto aconteció en los primeros años del siglo XI; a principios del XIV, las enfermedades y la gente inferior habían acabado con los colonos.»



miércoles, 4 de febrero de 2015

Cayo Cornelio Tácito, Historias

Retrato imaginario
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Tácito, de quien ya hemos incluido en esta colección sus Anales, reflexiona ahora sobre los hechos de su tiempo; al resultado lo denominará Historias, queriendo subrayar la contemporaneidad de su análisis. Naturalmente, el resultado es pesimista, especialmente en la parte de la obra que ha llegado a nosotros: el fin de la calamitosa época de Nerón no traerá la paz al imperio. Galba, Otón, Vitelio combatirán entre sí con el apoyo de sus respectivas legiones y (lo que resulta más grave) con el de los diferentes pueblos sometidos o vecinos. El autor constata la pérdida de los valores y tradiciones republicanas, y a ello atribuye la decadencia romana. Una cierta esperanza, sin embargo, se propone  con Vespasiano, el primero de los Flavio, que empiezan a tomar protagonismo en el fragmento del quinto libro, último de los que se nos han conservado. Y sin embargo, Tácito no sonríe: mientras el padre se dirige hacia Roma para hacerse cargo del imperio y su hijo Tito concluye con la guerra judía, su otro hijo Domiciano permite adivinar cuál será su actitud cuando finalmente suceda a su padre y a su hermano...

Ernst Bickel, en su Historia de la literatura romana, señala: «Sine ira et studio “sin ira ni parcialidad” prometió Tácito, Ann. I, 1, apropiándose una sentencia antigua, cumplir su misión de historiador. Trazar los límites del saber frente a un suceso que, dada la falta de libertad de expresión corría el riesgo de caer en el oscurecimiento por culpa del poder público o de ser deformado por los rumores, he aquí la tarea que fueron capaces de acometer el rigor crítico y la seriedad romana de Tácito. (…) En lo referente a la visión intuitiva, propia del gran historiador, la melancolía domina el genio profético de Tácito; pero desde el punto de vista de la investigación moderna también su crítica está teñida de melancolía. Tácito contempló la historia interna del siglo I bajo el punto de vista de la libertad republicana y la arbitrariedad del poder personal, mientras que, empleándose a fondo en la lucha contra la divinización real helenística, que trataron de introducir Calígula, Nerón y Domiciano, se muestra transigente con el principado de Augusto.»

Y posteriormente el mismo autor se refiere a lo que podemos considerar las limitaciones de Tácito: «El centro de gravedad del acontecer histórico estuvo durante la primera época imperial en la vida de las provincias, en su historia económica y en su integración en la cultura latina, en la magnífica época embrionaria de los pueblos románicos. Tácito, por el contrario, contempló demasiado el siglo I desde el punto de vista senatorial de la ciudad de Roma; para él el estado caquéctico de una casta era el centro de gravedad del acontecer.»

Publicamos la clásica traducción de Carlos Coloma (1567-1637), con la ortografía modernizada y otras ligeras modificaciones. También añadimos la versión original latina.


Tácito: Historias, manuscrito de la Bibl. San Carlos. Zaragoza