sábado, 26 de septiembre de 2015

Josep Pijoan, Pancatalanismo

Josep Pijoan por Ramon Casas (MNAC)
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En 1899 el joven estudiante de arquitectura Josep Pijoan (1880-1963) publica en La Renaixença el artículo que editamos, en el que se propone de forma clara el proyecto político que mucho después se conocerá como Países Catalanes. En esta época todavía está en la órbita de Prat de la Riba, cuyo nacionalismo radical acaba de ponerse de largo con su conferencia del Ateneo de Barcelona, y del que todavía no se aprecia su deriva que le llevará a presidir la Diputación provincial y, más tarde,la Mancomunidad Catalana. Quizás este fin de semana sea una buena ocasión para desempolvar este añoso y breve texto.

El nacionalismo que Pijoan plantea es el característico de la época: romántico, basado en el sentimiento de ser catalán; organicista, convirtiendo la nación en un ser que vive o languidece; racista, basado en una retórica voz de la sangre. Es el nacionalismo que inicia su crecimiento por entonces en Cataluña, dotando de objetivos políticos al catalanismo cultural anterior. Pues bien, Pijoan va a proponer su expansión a los viejos reinos de Valencia y de Mallorca. Y aunque rechaza cualquier intento de dominio por parte de Cataluña expresa «la influencia saludable» que despertaría a sus hermanas «ante el ejemplo de nuestra actividad y en presencia de la enérgica iniciativa del catalán por las cosas de carácter positivo, de la ciencia a la industria.» En cuenta, Valencia aportará su sensibilidad artística, y Mallorca la calidad con que se conserva el idioma nacional. Y los estereotipos regionales se extenderán a Aragón, al que se invita a participar del proyecto; pero los argumentos para ello no resultan muy seductores, desde el momento en que, al cantar «la más perfecta unión de la inteligencia con la fuerza», queda claro a quien corresponde cada papel…

Pijoan abandonará pocos años después el catalanismo militante y combativo que muestra este artículo de juventud: su enfrentamiento con algunos líderes nacionalistas, su acercamiento a institucionalistas como Giner y Menéndez Pidal, y sobre todo su dedicación a la historia del Arte, darán una nueva orientación a su vida, que le llevará a dirigir la Escuela Española de Arqueología e Historia de Roma, a crear (y redactar en buena parte) el monumental proyecto de la Summa Artis, y a una vida fuera de España en la que su cosmopolitismo no estará reñido con la dedicación e interés por su tierra catalana.


lunes, 21 de septiembre de 2015

Voltaire, Tratado sobre la tolerancia

Quentin de La Tour, Voltaire
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Voltaire es un publicista ágil que reacciona con rapidez a los acontecimientos que llaman la atención de la opinión pública. Por ello, ante el ajusticiamiento de Jean Calas en 1762, publicará esta breve obra con su habitual brillantez de estilo y desde sus combativos planteamientos ideológicos. El asunto era polémico: se acusaba (infundada e irrazonablemente) a un calvinista de Toulouse de haber matado a uno de sus hijos por motivos religiosos. Una parte considerable de los habitantes de esta ciudad francesa entraron en tal efervescencia y agitación que lograron que la justicia local le acusara, juzgara, condenara y ejecutara, a pesar de los intentos (que los hubo) de introducir un poco de sentido común en los acontecimientos. El escándalo provocado hizo que la corte reclamara el procedimiento que, finalmente, fue revocado por completo aunque ya tardíamente en 1765.

En realidad este deplorable acontecimiento no expresa tanto un problema de intolerancia como del fenómeno social del fanatismo de una masa desatada, que resulta imposible de reconducir. De hecho, Voltaire tratará del asunto solamente en el primer capítulo y en el último, y lo utilizará tan sólo como punto de partido para la exposición de sus tesis sobre el concepto que defiende de una tolerancia universal. Y lo hará del modo habitual en sus escritos: acumula atractivamente las citas y referencias procedentes de toda época y nación, y con su causticidad característica nos dirige con aparente claridad hacia unas consecuencias predeterminadas y ajenas al planteamiento inicial. Así, la razonable defensa de la tolerancia se convierte en su habitual (y ya un poco cansino) ataque a lo judeocristiano, y de entre todo ello especialmente a lo católico, y de forma aún más relevante, a los jesuitas. La debilidad de la argumentación (cuando no la trampa) es patente: hoy nos resultan chocantes su defensa como modelo de sociedades tolerantes de la antigua romana, de la china o de la japonesa, y no tanto por lo que actualmente se conoce sobre ellas, sino por lo que ya en tiempos de Voltaire se sabía y publicaba. Curiosamente, su defensa de la tolerancia se convierte en una intolerancia exacerbada (elegante, aunque teñida de desprecio) hacia todo lo que no comparte.

Pero es que el mismo autor de algún modo lo reconoce: «Para que un gobierno no tenga derecho a castigar los errores de los hombres, es necesario que tales errores no sean crímenes: sólo son crímenes cuando perturban la sociedad: perturban la sociedad si inspiran fanatismo; es preciso, por lo tanto, que los hombres empiecen por no ser fanáticos para merecer la tolerancia.» Ahora bien, para Voltaire ¿quiénes no son fanáticos? Dejando a un lado los distantes en el espacio o en el tiempo, debemos admitir que para él  son aquellos que coinciden con sus propios planteamientos. Y desde su punto de vista es lógico: si éstos son racionales y humanitarios, los que los contradigan resultan perjudiciales para la sociedad, y de rebote fanáticos. Y a lo largo de la obra se referencian numerosos casos ante los que, afirma, «la intolerancia es de derecho humano.»


Calas se despide de su familia, grabado de Daniel Chodowiecki

sábado, 12 de septiembre de 2015

Antonio de Capmany, Centinela contra franceses

Capmany, por Marès (Barcelona)
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Escribe Ricardo García Cárcel: «Ciertamente, no todos los ilustrados liberales, desde luego, coincidieron en el mismo concepto de España o compartían el mismo discurso nacionalista. Algunos tuvieron auténtica vocación de pepitos grillos. Ahí está, sobre todo, Antoni de Capmany, que en los años setenta y ochenta fue más radical autocrítico de lo que fueron sus nada queridos Campomanes o Cadalso. El alegato que escribió, con el seudónimo de Pedro Fernández, y que exhumó Marías, es bien expresivo de su punto de vista. Capmany me recuerda en muchas cosas a Mayans: No tienen razón nuestros paisanos de enfurecerse contra aquel que les diga que España ha dormido siglo y medio […]. Nosotros hemos sido grandes y hemos sido pequeños, hemos sidos ilustrados y hemos sido ignorantes […]. Es muy perniciosa toda opinión que nos mantenga en la desvanecida creencia que no podemos ser mejores y de que los antiguos trabajaron de pensar y obrar bellas cosas. Esto sería sepultarnos en la indolencia y la pereza. Siempre debemos pensar que valemos poco para esforzarnos a valer mucho, y que podemos ser mejores que nuestros antepasados […]. No adelantamos el amor de la Patria hasta el amor de sus abusos, ni despreciamos las demás naciones, pensando en honrar la nuestra.

»Más tarde escribiría: No comparto el patriotismo de los que lo muestran aborreciendo a los extraños, esto es barbarie; otros pintándonos superiores a todos, esto es soberbia; otros, encontrándonos perfectos y primeros en todo, esto es vanidad (Teatro histórico-crítico de la elocuencia). Su concepto de España parecía evocar la nostalgia del austracismo perdido. Como académico de la Historia, censuró el libro de Alonso Casariego Idea de un príncipe justo o elogio de Felipe V, rey de España (1782). Y sus evocaciones de una España horizontal tendrían poco que ver con el discurso oficial del momento: Cada provincia se esperezó y se sacudió a su manera. ¿Qué sería ya de los españoles, si no hubiese habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos, etc.? Cada uno de estos nombres inflama y envanece y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran nación.

»El síndrome Capmany: la fragilidad del andamiaje del nacionalismo español ilustrado, liberal y cívico, se pondría en evidencia en 1789. La tensión del radicalismo ideológico ante la coyuntura de la Revolución francesa acabó derivando hacia la ofensiva apropiadora de España por el tradicionalismo (...). El tirón radical, ya sea de la Inquisición, ya sea de la revolución, rompió la conjunción patria-liberalismo configurada en la década de los setenta y ochenta del siglo XVIII. Unos, para no dejar de ser patriotas, se deslizarían hacia el conservadurismo, como Zevallos. Otros ―la mayoría―, por no dejar de ser liberales, abdicarán de su patriotismo haciéndose afrancesados, como Urquijo o Cabarrús, en un primer momento, y Lorente, Arjona, Lista o Reinoso más tarde. Pocos se mantuvieron firmes en el modelo Campomanes. Jovellanos será, sin duda, el emblema de los mismos.

»Pero si el miedo a la Revolución francesa había roto la entente nacionalismo-liberalismo de la Ilustración, 1808 abriría paso a un nuevo patriotismo colectivo, sentimental, visceral. 1808 hizo más españoles que los que pudieron educar en la nacionalidad española nuestros atildados ilustrados dieciochescos y, desde luego, abrirá paso a contradicciones flagrantes entre los ilustrados del momento. Por ejemplo, veremos a Capmany, el tan autocontrolado catalán Capmany, desmelenarse en su Centinela contra franceses, asumiendo la bandera del nacionalismo español más populista, o veremos al afrancesado Llorente luchar contra el foralismo vasco a la busca de una España centralista y liberal, que triunfaría en las Cortes de Cádiz, pero que él nunca iba a poder disfrutar.»

Ricardo García Cárcel, «Los proyectos políticos sobre España en el siglo XVIII», en Vicente Palacio Atard (editor), De Hispania a España. El nombre y el concepto a través de los siglos, Madrid 2005, pp. 249-250.