miércoles, 28 de octubre de 2015

Cayo Salustio Crispo, La guerra de Yugurta

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En la presentación de La conjuración de Catilina ya presentamos a este sugestivo historiador, y a su carácter fundamentalmente propagandístico de sus ideas políticas y de su partido. En esta otra obra nos narrará, con el mismo talante, la guerra que había tenido lugar a fines del siglo II a. de C. en la Numidia vecina de la provincia africana de la República. Pero la narración de la historia del ambicioso Yugurta, se convertirá en buena medida en un medio para enaltecer el papel providencial del popular Mario, primero como segundo del aristócrata Metelo, y luego como cónsul, general en jefe, y superior del también aristócrata Sila. Falta más de una década para el inicio de las guerras civiles, pero sus protagonistas ya aparecen claramente delineados.

Salustio nos narrará la el desarrollo de la guerra hasta la captura del tirano. No nos cuenta, en cambio, el desenlace posterior, que tomamos del clásico Theodor Mommsen: «El gran traidor caía por traición de los suyos. Lucio Sila volvió al cuartel general llevando consigo encadenado al astuto e infatigable númida y a sus hijos, y de este modo concluyó la guerra al cabo de siete años de combates. La victoria fue unida al nombre de Mario: cuando hizo su entrada en Roma, el primero de enero del año 650 (de Roma), iba delante de su carro triunfal Yugurta y sus dos hijos, cargados los tres de cadenas sobre sus vestidos reales. Pocos días después, y por orden del mismo Mario, el hijo del desierto fue encerrado en un calabozo subterráneo en el antiguo sótano de la fuente capitolina (el Tullianum), en el baño helado, como lo llamaban los desgraciados, donde pereció estrangulado o se lo dejó morir de hambre y de frío.

»Para ser justos, conviene decir que Mario solo había tenido una parte menor en el buen éxito de esta empresa. La conquista de Numidia hasta el límite del desierto había sido obra de Metelo, y se debía a Sila la captura de Yugurta. El papel desempeñado por Mario entre los dos aristócratas no dejaba de poner en cuidado su ambición personal. Sentía despecho al oír a su predecesor vanagloriarse con el sobrenombre de Numídico, y después se enfureció cuando el rey Bocco consagró en el Capitolio un monumento votivo de oro, en el que representaba la entrega de Yugurta a Sila. Sin embargo, ante la mirada de jueces imparciales, las hazañas de Metelo y de Sila oscurecían las de Mario. Sobre todo Sila, en aquella brillante retirada a través del desierto, había demostrado a los ojos de todos, tanto del general como del ejército, su valor, su presencia de ánimo, su destreza y su poderosa influencia sobre los hombres. Sin embargo, estas rivalidades militares habrían sido una cosa insignificante, si no hubieran ejercido su influencia en las luchas de los partidos políticos: si Mario no hubiera servido de instrumento a la oposición para retirar el mando al general aristócrata, y si la facción reinante no hubiese hecho de Metelo y de Sila sus corifeos militares para elevarlos muy por encima del vencedor nominal de Yugurta.» (Historia de Roma)

sábado, 24 de octubre de 2015

Bernal Díaz del Castillo, Verdadera historia de los sucesos de la conquista de la Nueva España

Rodolfo Galeotti, Retrato imaginario de Bernal Díaz

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Julián Marías, en su luminoso España inteligible. Razón histórica de las Españas, presenta así al autor y a la obra: «La historia verdadera de la conquista de la Nueva España es uno de los libros más apasionantes que se han escrito. Este soldado de Medina del Campo escribió ya viejo sus memorias de la increíble campaña de Hernán Cortés; era uno de los cuatrocientos cincuenta españoles que emprendieron la conquista del inmenso territorio. Hay que advertir desde luego que el descubrimiento y conquista de América no fue buen negocio para los que lo realizaron. Los esfuerzos, fatigas y padecimientos fueron increíbles. La distancia, las dificultades del terreno ―selvas, desiertos, cordilleras, ríos, animales feroces, mosquitos más feroces todavía―, sin contar los combates con los indios y de los españoles entre sí, tan frecuentes, ni los riesgos de la navegación transatlántica en veleros que rozaban las cien toneladas, todo ello hacía la vida de estos hombres extremadamente penosa, esforzada y peligrosa. Las probabilidades de sobrevivir eran mínimas, y bien lo sabían. Si se hiciesen cuentas, se encontraría que los descubridores y exploradores, en su inmensa mayoría, dejaron la piel en la empresa. El utilitarismo, la codicia, no es explicación suficiente.

»Fue decisivo el espíritu de aventura, el deseo de realizar hazañas extraordinarias y dignas de ser recordadas, el orgullo de pertenecer a una minoría capaz de grandes cosas. En el preámbulo de su historia, Bernal Díaz del Castillo habla de “los heroicos hechos y hazañas que hicimos cuando ganamos la Nueva España y sus provincias en compañía del valeroso y esforzado capitán don Hernando Cortés”; y anuncia que va a escribir como buen testigo de vista, “con la ayuda de Dios, muy llanamente, sin torcer a una partes ni a otra, y porque soy viejo de más de ochenta y cuatro años y he perdido la vista y el oído, y por mi ventura no tengo otra riqueza que dejar a mis hijos y descendientes, salvo esta mi verdadera y notable relación...” (…) Y añade: “Y porque haya fama memorable de nuestras conquistas, pues hay historias de hechos hazañosos que ha habido en el mundo, justa cosa es que estas nuestras tan ilustres se pongan entre las muy nombradas que han acaecido.” (…) El ejemplo de griegos y romanos, la voluntad de igualarlos o superarlos, aparece junto con los recuerdos de la caballería medieval y del Romancero, incluso en hombres de pocas letras, como Bernal Díaz del Castillo. (...)

»Al final de su historia, Bernal hace un balance conmovedor. Se dirige a la Fama, y le cuenta que en 1568 en que escribe su relación, de 450 soldados que pasaron con Cortés desde la isla de Cuba no quedan vivos más que cinco, “que todos los demás murieron en las guerras ya por sí dichas, en poder de indios, y fueron sacrificados a los ídolos, y los demás murieron de sus muertes; y los sepulcros que me pregunta dónde los tienen, digo que son los vientres de los indios, que los comieron las piernas y muslos, y brazos y molledos, y pies y manos, y lo demás fueron sepultados, y sus vientres echaban a los tigres y sierpes y halcones, que en aquel tiempo tenían por grandeza en casas fuertes, y aquellos fueron sus sepulcros, y allí están sus blasones.” Y de 1.300 hombres de Pánfilo de Narváez quedan vivos diez u once, y los 1.200 de Francisco de Garay, casi todos están muertos, y todos los quince de Lucas Vázquez de Ayllón. Y en una frase final, llena de veracidad y realismo, Bernal Díaz concluye: “Y a lo que a mí se me figura con letras de oro habían de estar escritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte por servir a Dios y a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar.” (...)

»Los descubridores y conquistadores hicieron pésimo negocio: los más consiguieron muerte desastrada, y los supervivientes, después de infinitos padecimientos y calamidades, algo muy parecido a la pobreza; querían evangelizar las Indias, servir al rey, alcanzar gloria y fama, realizar hazañas nunca vistas, tener aventuras, vivir con el alma en un hilo, descubrir novedades. Y además, jugar a la lotería de la riqueza, tener la esperanza de volver un día a Castilla, a Andalucía, a Extremadura, a la tierra vasca, llenos de recuerdos y con algún oro. En el fondo sabían que no lo iban a conseguir, que iban a dejar los huesos en América, y la carne en el vientre de un indio o un ave de rapiña; pero sin esa ilusión, ¿hubieran tenido arranque para pasar aquellos tártagos? Y todavía más, ¿hubieran sabido justificar aquella inverosímil aventura?»

Hasta aquí, Julián Marías. Una última observación; la Verdadera historia sorprende (y maravilla) con el tono coloquial que emplea el autor para referirnos sus descomunales remembranzas. Nos inunda y sumerge en una verborrea que subyuga, formada por incontables series de oraciones concatenadas (y… y… y...) a las que Bernal no sabe poner freno más que cortando el tema y cambiando de capítulo. El autor es consciente de su carácter reiterativo, pero sus frecuentes propósitos de ir a lo principal, de no repetir una y otra vez descripciones y enumeraciones, son siempre incumplidos. Por suerte, porque son estos rasgos los que permiten al lector incluirse en el corro de ávidos oyentes que, en torno al brasero, escuchan al viejo soldado…

Y ello, a pesar de que no dejan de percibir la molesta sospecha que también le surgió varios siglos después a Jorge Luis Borges en unas circunstancias comparables: «El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, porque el gaucho le teme a la ciudad, de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos.» (La otra muerte, en El Aleph.)

No sabemos si este fue el caso de Bernal Díaz del Castillo, que también recordó (rehizo) con amor los tiempos que fueron.

Del Lienzo de Tlaxcala.

viernes, 16 de octubre de 2015

Medio siglo de legislación autoritaria en España (1923-1976)

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El liberalismo triunfó en fecha temprana en España en comparación con otros países, lo que explica la asunción de sus valores por buena parte de la sociedad. Hasta sus mismos opositores decimonónicos (tradicionalistas, marxistas y anarquistas) terminaron por aceptar, de forma más o menos consciente, el ámbito referencial del sistema liberal (pluralismo ideológico, participación, elecciones, derechos individuales...). Además, y desde la restauración borbónica, fue un sistema civil que funcionaba y que había superado el insurreccionismo y el intervencionismo militar que caracterizó el reinado de Isabel II y el Sexenio revolucionario. Su fortaleza quedó probada al superar el Desastre de 1898, y al mantener en los años siguientes el crecimiento económico y cultural. Pero la sociedad también era consciente de sus defectos (especialmente de su carácter corrupto), a los que terminó por identificar con el propio sistema liberal: la idea del regeneracionismo se volvió omnipresente, en todas las capas y grupos sociales: era preciso sanar España, eliminar lo caduco, establecer innovaciones de todo tipo, con el objetivo de alcanzar a los idealizados países de nuestro entorno. En realidad esta misma crítica al liberalismo oligárquico también se generalizaba por entonces en Gran Bretaña, Francia, Italia...

En un primer momento los partidos liberales dinásticos fueron los promotores del reformismo, especialmente en el gobierno largo del conservador Maura (1907-1909), y en el del liberal Canalejas (1910-1912). Ambos procesos quedaron, lamentablemente, truncados: el primero por las consecuencias de la Semana Trágica (ruptura del turno de partidos y crisis oriental del rey), el segundo al ser asesinado por un anarquista. La modernización del sistema español no se completó de forma coherente, y el sistema, sus partidos y sus dirigentes continuaron siendo débiles. Fueron incapaces de movilizar a la sociedad en un proyecto de cambio, en parte por la ausencia de auténticos partidos de masas. Por eso, el incremento de la conflictividad (la mencionada Semana Trágica de 1909, la guerra de África, la crisis global de 1917, la violenta lucha social de 1918-23 y el Desastre de Annual en 1921) acabó provocando la caída del sistema de la Restauración y del propio liberalismo.

Se inicia así el medio siglo autoritario de la España contemporánea. En 1923 la dictadura del general Miguel Primo de Rivera nació como una breve solución de fuerza (se hizo común la referencia al cirujano de hierro de Costa) que sin embargo se prolongó e institucionalizó progresivamente. Al principio gran parte de la sociedad recibió la nueva situación con una actitud entre el aplauso y la indiferencia: resolvió numerosos problemas, pero creó otro nuevo y decisivo: en sintonía con los nuevos aires que se extendían por Europa tras la primera guerra mundial, propuso un régimen autoritario como alternativa al liberalismo. Su fracaso arrastró consigo a la propia monarquía, identificada con la dictadura, y condujo a la proclamación extralegal de la Segunda República.

Esta fue una democracia con graves carencias en su ordenamiento y práctica política. Quizás lo más grave fue la escasez de comportamientos democráticos y tolerantes (aunque también los hubo, y desde todas las posiciones políticas): sus propios dirigentes prefirieron el enfrentamiento a la colaboración y el acuerdo. Además, la conflictividad y el desprecio por la legalidad fue constante: se produjeron varios intentos de revolución anarquista y un golpe de estado derechista contra gobiernos de izquierdas, y otros intentos de signo anarquista, socialista y catalanista contra gobiernos de centro y derecha. Todos ellos fracasaron, pero causaron miles de víctimas y sobre todo la generalización del odio y del miedo al contrario. Un nuevo golpe militar en julio de 1936 fracasó también, pero sólo hasta cierto punto: el gobierno formado por republicanos de izquierdas lo derrotó, pero sólo en ciertas regiones. Este doble fracaso supuso el triunfo, en ambos bandos, de los elementos más extremistas, que consideraban periclitada la legalidad liberal. En las dos Españas resultantes, fueron ellos los catalizadores del resto de la población, empleando a fondo dos herramientas básicas: la propaganda y la represión.

La Guerra Civil supuso el fin de la democracia: es llamativo que en ambas zonas se celebrase con entusiasmo los aniversarios de su inicio. En la España gubernamental triunfó una revolución social de signo anarquista y marxista, con una difícil convivencia interna. En la España sublevada se estableció pronto una dictadura personal que, ideológicamente, se apoyó en elementos tradicionalistas y falangistas. Este fracaso aparentemente definitivo del sistema liberal condujo al establecimiento de la prolongada dictadura del general Franco. Si en 1936 todavía quedaba una mera democracia formal, pronta a desvanecerse, pasarán cuarenta años antes de que vuelvan a implantarse las bases de un sistema democrático.

El franquismo fue una dictadura militar de carácter personal, porque desde septiembre de 1936 el ejército y el propio régimen reconoció en la persona del dictador (aunque no lo denominaran así) la fuente de toda autoridad, y el origen de todo poder. Se apoyaba en diversas y opuestas corrientes ideológicas (falangismo, carlismo, y neta reacción), a las que sólo les unía el rechazo hacia el otro bando: eran profundamente anticomunistas, antiliberales y antiseparatistas. Lejos de ser un inconveniente, lo contradictorio de sus planteamientos resultó una ventaja para Franco, que estableció un curioso sistema de contrapesos entre ellos. El franquismo manifestaba así su oportunismo perpetuo, y se revistió de los más variados ropajes en función de los vientos que corren: de una etapa plenamente totalitaria de sintonía nazifascista, pasó a un conservadurismo de talante pronorteamericano; de un estatalismo económico, a una liberalización económica; de un nacionalsindicalismo absorbente, a una laxa democracia orgánica. Lo único que mantuvo constante fue el dominio autoritario del dictador, responsable último y único de todos estos avatares.

La apertura del régimen en sus últimos años, generada por sus tardíos pero considerables éxitos económicos y sociales, propició la aparición de nuevas corrientes de oposición, tanto democráticas como totalitarias, en sintonía con la época. Y en este sentido será decisiva la latente división de los propios cuadros del franquismo entre aperturistas e inmovilistas. La posterior transición a la democracia, tras la muerte del dictador, fue consecuencia de este nuevo paisaje, muestra de una sociedad profundamente transformada a lo largo de los últimos años, en la que se habían generalizado valores y comportamientos democráticos, compartidos con los países de su entorno. Los políticos de dentro y de fuera del Régimen, acabaron por aceptar mayoritariamente esta realidad.

Presentamos en Clásicos de Historia una colección (necesariamente incompleta, pero suficiente) de los sucesivos ordenamientos jurídico-políticos, que desde contrapuestos posicionamientos ideológicos han perseguido diseñar sociedades ideales desde 1923 hasta 1976. Aun siendo tan diferentes, resulta interesante (y quizás también inquietante) observar las continuidades entre ellos, incluso en la Segunda República, etapa formalmente liberal. Con la perspectiva que proporciona el distanciamiento temporal, se constatan dos coincidencias de base en todos. En primer lugar un reformismo exacerbado que conscientemente quiere comenzar por el derribo de lo considerado caduco, antes de levantar de nueva planta una diversa estructura social o política. Y, consecuencia de ello, el autoritarismo: el convencimiento de la oportunidad (más bien, la necesidad) de imponer dichos planes, que quedan así moral y políticamente justificados. Y, lógicamente, al que lo cuestione se le atribuirán todo tipo de propósitos vergonzantes cuando no infames, y recorrerá con premura el camino que le transformará de discrepante en enemigo.

Quizás resulte útil examinar esta normativa de otra época, e identificar sus ecos especulares en la nuestra...

El pueblo al general Primo de Rivera: Ya ves, ni has tenido que hacer servir la espada,
con la escoba sobra; ahora, con tal que entre lo malo que barres no barras algo bueno...
(Bagaría en
La Nación, de Buenos Aires, el 18 de noviembre de 1923.)

jueves, 8 de octubre de 2015

Sexto Aurelio Víctor (atribuido), Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma

Ilustración de Philippe Delaby
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Sexto Aurelio Víctor nació en la provincia romana de África hacia el año 330. Siempre estuvo orgulloso de cómo, desde su origen campesino, y mediante una cuidada formación literaria, logró acceder a puestos de responsabilidad cada vez más elevados en la administración del Imperio. En 361, todavía joven, Juliano le nombra gobernador de la provincia de Panonia Secunda, y nuestro conocido Amiano Marcelino lo menciona así: «Llamó al historiador Aurelio Víctor, a quien había visto en Sirmio, y le nombró consular de la Panonia segunda. Además, concedióse a aquel varón, extraordinariamente virtuoso, a quien más adelante se le vio llegar a prefecto de Roma, el honor de una estatua de bronce.» (Historia del Imperio Romano del 350 al 378, libro XXI). Posiblemente perdió el cargo en 363, con la muerte de Juliano, pero supo mantenerse en buenas relaciones con los cambiantes poderes de la época: en 369 fue elegido cónsul con Valentiniano II y, como hemos visto, culminó su carrera en 389 cuando Teodosio le nombró prefecto de la ciudad de Roma. Posiblemente murió hacia 390.

Su obra más destacada es De Caesaribus (escrito hacia 360), en la que se ocupó de forma concisa de los emperadores desde Augusto hasta su contemporáneo Constancio. Posteriormente, hacia comienzos del siglo V, una mano anónima le agregó dos obras con las que se completaba toda la historia de Roma: la mítica con el Origo Gentis Romanae, y la monárquica y republicana con De viris illustribus urbis Romae, a caballo de lo legendario y lo histórico. Las dos acabaron siendo atribuidas al autor del texto principal, hasta que el avance de la crítica permitió deslindarlas; incluso algunos sospecharon que el Origo pudo haber sido una falsificación renacentista, teoría hoy rechazada. En cualquier caso, tanto la obra original de Aurelio Víctor como sus dos postizas, participan de unas mismas características, muy propias de la época. Constituyen meros epítomes, resúmenes elaborados a partir de muy diversas obras, entre las que se puede destacar Ab urbe condita de Tito Livio.

Presentamos Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma en su versión original latina antecedida por la traducción publicada en Sevilla en 1790. Se han introducido algunas modificaciones en el texto castellano para obviar el propósito meramente instrumental, para ejercitarse en la traducción latina, que manifiesta Agustín Muñoz Álvarez, su autor: «En la traducción me he ceñido a la letra, cuanto me ha sido posible, aunque se faltase por eso a la propiedad de nuestra lengua… porque yo juzgo que para los que empiezan a traducir son tanto más útiles las traducciones, cuanto más arrimadas a la letra, y que si puede ser vuelvan palabra por palabra.»

En total son 86 breves biografías, desde el mítico rey Proca de Alba Longa, al que le siguen los reyes y los personajes más destacados de la República, y los principales dirigentes de las distintas facciones en la época de las guerras civiles, concluyendo con Pompeyo, Julio César, Marco Antonio y Octavio. Pero también gozan de su correspondiente entrada tanto los más famosos héroes (los Horacios, Mucio Scévola...), como los principales enemigos de Roma (Pirro, Aníbal, Mitrídates, Antíoco, ¿la misma Cleopatra?) En todos los casos se privilegia ante todo lo anecdótico y más característico de cada personaje: el superficial resultado queda a considerable distancia de la profundidad del Tácito de los Anales y las Historias, y de la calidad literaria de Tito Livio. Y sin embargo puede resultar interesante su lectura, con la que también podremos advertir la atracción que se siente por las viejas glorias romanas en los convulsos años del siglo IV, magistralmente narrados por Amiano Marcelino.

Edición impresa por Nicolas Jenson hacia 1474.

sábado, 3 de octubre de 2015

Códigos de Mesopotamia (siglos XXI a XII a. de C.)

Hammurabi
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Escribe Samuel Noah Kramer en su clásico La historia comienza en Sumer (1956):

«Hasta 1947, el código de leyes más antiguo que se hubiera descubierto era el de Hammurabi, el ilustre rey semita cuyo reinado se inició en el año 1750 antes de J. C. Redactado en caracteres cuneiformes y en lengua babilónica, este código contenía, intercalado entre un prólogo glorioso y un epílogo cargado de maldiciones para los violadores, un texto compuesto de cerca de 300 leyes. La estela de diorita que lleva dicha inscripción se yergue actualmente, solemne e impresionante, en el Louvre. Por el número de las leyes enunciadas, su precisión y el excelente estado de conservación de la estela, el código de Hammurabi puede considerarse como el documento jurídico más importante que se posee actualmente sobre la civilización mesopotámica. Pero no es el más antiguo. Otro documento de este tipo, promulgado por el rey Lipit-Ishtar, y que fue descubierto en 1947, le gana en más de ciento cincuenta años de antigüedad.

»Este código, cuyo texto no fue descubierto en una estela, sino en una tablilla de arcilla secada al sol, está escrito en caracteres cuneiformes y en idioma sumerio. La tablilla había sido descubierta ya a principios de este siglo, pero, debido a diversos motivos, no había sido identificada ni publicada. Fue gracias a Francis Steele, conservador adjunto del Museo de la Universidad de Pensilvania, que fue traducida en 1947-1948. Se compone de un prólogo, de un epílogo y de un número indeterminable de leyes, de las cuales 37 están conservadas parcial o totalmente.

»Pero Lipit-Ishtar no pudo conservar mucho tiempo su glorioso título de primer legislador del mundo. En 1948, Taha Baqir, conservador del Museo de Iraq, en Bagdad, y que se hallaba explorando la estación arqueológica, entonces todavía muy oscura, de Tell-Harmal, descubrió dos tablillas que revelaron contener el texto de un código, al parecer todavía más antiguo. Igual que el código de Hammurabi, estas tablillas descubiertas por Taha Baqir estaban escritas en idioma babilónico. Fueron estudiadas y copiadas el mismo año por el conocido asiriólogo Albrecht Goetze, de la Universidad de Yale. El breve prólogo que precede las leyes (no hay epílogo) hace mención de un rey llamado Bilalama, quien habría vivido unos setenta años antes que Lipit-Ishtar; por consiguiente, este nuevo código se vio atribuir entonces el privilegio de ser el más antiguo. Pero ello fue únicamente hasta el año 1952, porque en este año yo mismo tuve el honor de copiar y traducir... una tablilla cuyo texto reproducía en parte el de un código promulgado por el rey sumerio Ur-Nammu*. Este soberano, que fundó la tercera dinastía de Ur, hoy día ya bien conocida, inició su reinado, según los cómputos cronológicos más conservadores, hacia el año 2050 a. de J. C., o sea, unos 300 años antes del rey babilónico Hammurabi. La tablilla de Ur-Nammu pertenece a la importante colección del Museo de Antigüedades Orientales, de Estambul, donde yo estuve en 1951-1952 ejerciendo de profesor. (…)

»¿Por cuánto tiempo conservará Ur-Nammu su título de primer legislador del mundo? Según permiten suponer algunos indicios, parece ser que existieron otros legisladores en Sumer muy anteriores a él. Tarde o temprano, algún nuevo investigador dará con la copia de otros códigos, los cuales esta vez serán, quizá, los más antiguos que haya conocido la Humanidad.»

* Actualmente se atribuye este código a Shulgi, el hijo de Ur-Nammu.

Hammurabi ante el dios Shamash