viernes, 24 de febrero de 2017

Los filósofos presocráticos. Fragmentos y referencias (siglos VI-V a. de C.)

Crónicas de Nuremberg (1493)

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Guillermo Fraile, en el tomo I de su Historia de la Filosofía, los presenta así: «La invasión dórica en el siglo XII obligó a emigrar a los jonios, los cuales buscaron refugio en las costas e islas adyacentes del Asia Menor, fundando numerosas colonias, consolidadas en el siglo VIII por una nueva oleada de emigraciones. En esas colonias (Mileto, Éfeso, Clazomenes, Samos…), en contacto directo con las culturas del Oriente Próximo, nace la Filosofía. La importancia de este período es extraordinaria. El hecho de que la Filosofía griega culmine en los grandes pensadores atenienses del siglo IV ha repercutido sobre los que les anteceden, haciéndoles aparecer con el carácter de precursores. Ciertamente lo son, en cuanto que preparan el advenimiento de las grandes concepciones sistemáticas helenas. Pero tienen por sí mismos un alto valor. Aun cuando Grecia no hubiese llegado a las cumbres de Platón y Aristóteles, solamente las especulaciones de los presocráticos le darían derecho a ocupar un puesto destacado en la historia del pensamiento.

»El siglo y medio que transcurre entre Tales de Mileto y los sofistas constituye un período sumamente rico de vida intelectual. En contraste con la lentitud oriental, el pensamiento heleno sorprende por su brillante rapidez. Apenas comienzan a filosofar los griegos, imprimen a la especulación un impilso y un ritmo desconocido hasta entonces. La Filosofía, recién nacida en las primeras respuestas de los milesios al problema de la Naturaleza, se remonta rápidamente a las audaces concepciones de Heráclito, Parménides, Empédocles, Anaxágoras y los atomistas. El panorama intelectual es muy movido, Las controversias entre los filósofos contribuyen a afinar los conceptos y a crear una verdadera técnica filosófica. Rápidamente van surgiendo los problemas fundamentales, aunque todavía en forma embrionaria e implicados unos en otros. Aparecen también los primeros intentos de solución, aun cuando haya que reconocer que la importancia de los presocráticos consiste más en el hecho mismo de haberse planteado los problemas que en las soluciones concretas que les pudieron ofrecer.

»Los presocráticos elaboran sobre la marcha muchas nociones importantísimas: de ser y de hacerse, de sustancia y accidente, de movimiento y quietud, de naturaleza común y seres particulares, de realidad y de fenómenos, de materia y espacio, de finito e indefinido, de limitado e inlimitado, de tiempo y eternidad, de conocimiento sensitivo e intelectivo, de lleno y vacío, de divisible e indivisible, de número y medida, de identidad y contradicción, de ciencia y de opinión, de causa y efecto, de orden y de ley, de responsabilidad moral y de sanción, etc., etc. También se esbozan claramente las tendencias fundamentales que prevalecerán a lo largo de la Historia del pensamiento: realismo e idealismo, monismo y dualismo, mecanicismo y dinamismo, etc. En este aspecto los presocráticos pueden considerarse como precursores no sólo de Sócrates, sino de toda la Filosofía europea.»

Y más adelante concluye: «Los positivistas del siglo [ante]pasado saludaron con alborozo el acontecimiento del paso del mito a la ciencia, realizado en el suelo de Grecia, y que significaría una manifestación más del milagro helénico. Esto quiere decir que en Grecia, para explicar los fenómenos de la Naturaleza, se habrían sustituido por vez primera los espíritus por causas naturales, y la voluntad arbitraria de los dioses por leyes fijas y necesarias. La expresión tiene un cierto fondo de verdad. Pero es demasiado simplista para ser exacta. El tránsito a la ciencia se realiza en Grecia, pero tampoco de una manera rápida y total. En su primer período la Filosofía conserva todavía en gran parte la forma mitológica y antropológica. Las primeras tentativas de una representación racional del Universos arrastran por mucho tiempo un lastre considerable de mitos y alegorías. En los presocráticos perduran muchos elementos de los antiguos poemas cosmogónicos, mezclados con otros de procedencia órfica, o de una inspiración moral y religiosa muy semejante, como sucede en el pitagorismo y en Empédocles.»


William Russell Flint, The Odissey of Homer, 1924

viernes, 17 de febrero de 2017

José Gutiérrez-Solana, La España negra

Autorretrato

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Un viejo conocido nuestro, don Jorgito el Inglés, ejemplarmente traducido por Azaña, nos deleitó con la descripción de una España que era, al mismo tiempo, la de su tiempo y la suya propia, fabricada desde el romanticismo, desde los prejuicios británicos, y sobre todo desde la misma emanación avasalladora de su personalidad. El gran pintor José Gutiérrez-Solana (1886-1945) publica en 1920 La España negra, en la que lleva a cabo un proceso comparable de construcción de la realidad. Tras una pesadilla en la que se ve a sí mismo cadáver, emprende un animado aunque deslavazado viaje que le conduce por Santander, las dos Castillas, Aragón y Zamora. Y en todas ellas contempla y describe una sociedad intemporal de máscaras y autómatas de mecanismos rotos. La crítica y condena es patente, los dicterios son gruesos y tajantes. Y sin embargo… cierta paradójica combinación de distanciamiento y ternurismo disfrazado, impide que la caractericemos de inmisericorde.

Camilo José Cela, en su discurso de recepción en la Real Academia Española (1957) lo expresó así: «Solana se fabricó, a su imagen y semejanza, un mundo en el que vivir, otro en el que agonizar y aún otro, trágico y burlón, en el que morir. Los personajes, los temas y los escenarios de Solana hacen eclosión, como la flor que se abre, en sus primeras páginas y ya no le abandonarán hasta su muerte. Sus chulos, sus criadas, sus mendigos, sus sacamuelas, sus charlatanes, sus boticarios, sus carreteros, sus pellejeros, sus modistillas, sus horteras, sus soldados, sus organilleros, sus criminales, sus cajistas, sus monstruos, sus enfermos, sus encuadernadores, sus verdugos —aquellos verdugos que, ¡vaya por Dios!, iban perdiendo la afición—, sus chalequeras, sus peinadoras, sus tullidos, sus traperos, sus curas, sus zapateros y sus cigarreras, toda la abigarrada fauna ibérica de la que quiso rodearse, formó, en apretadas filas, en compacto y bullidor batallón, tras Solana, que gozaba, como un niño que descubre y que se inventa el mundo, sabiéndose escoltado por tan fiel —y saltarín y entrañable— guiñol de cristobitas de carne y hueso.»

Y más adelante: «El mundo de Solana en este libro —no olvidemos su título— es aún más sombrío que en los anteriores y su musa parece como gozarse en bucear la España más amarga, más estática, más seca y monstruosa.» Y aún después: «Quisiéramos ahora añadir que este viejísimo mundo en que Solana se movía y hacía moverse a sus criaturas, fue, en él, un mundo inventado, un mundo creado y vuelto a crear, desde el principio al fin y una vez y otra, para su mejor y más emocionado reflejo: un mundo estrenado —en su tiempo— por él; un mundo de primera mano, no obstante su aspecto de trasnochado bazar de chamarilero o de abigarrado y sangrante escaparate de casquero. Pudiera decirse que la España de Solana —o, mejor, la sola España de Solana— no es España o, dejémoslo aún más claro, no es toda España. Probablemente, no se encontrarían razones lo bastante sólidas para contradecir o, al menos, desvirtuar tal aseveración. Y, sin embargo, tampoco podría negarse —quien este argumento esgrimiera— a admitir que la España de Solana sí fue, en su macabra violencia, en su doliente desnudez, un poco el alcaloide de la España eterna, de la España que duerme —a veces con hambre saltándole en la panza— con la cabeza debajo del ala sin plumas y, en la cabeza, las más estrafalarias y descomunales figuraciones.»

Y Gregorio Marañón, en su discurso de contestación aporta esta consideración: «¿Cuál era la limitación de Solana, la de sus libros como la de su pintura? Sin duda, su sinestrismo, o sea, la incapacidad de ver, en el panorama del mundo, todo aquello que no fuera infeliz, funesto o aciago. Este sinestrismo es distinto de lo que hoy se llama tremendismo. El sinestrismo es una actitud nativa, del espíritu y no de los ojos, no exenta de ternura, llena de profundidad filosófica, que si unas veces parece descarada, otras encubre una intención ascética. Mientras que el tremendismo es un gesto artificioso, superficial y casi siempre insincero, hecho de deliberada batahola para impresionar a los demás. No hay confusión posible. El sinestrismo es una noble actitud, que ya aparece en la Biblia, que tiene su gran esplendor, de verdadero espíritu de siglo, en la Edad Media, como apunta Cela, en relación con Solana, y que se extingue después, por lo menos como actividad colectiva, a medida que la humanidad progresa y se hace más fuerte y más alegre.»


El cartel del crimen (1920)

viernes, 10 de febrero de 2017

Francisco Pi y Margall, Las Nacionalidades

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De Francisco Pi y Margall (1824-1901) ya hemos comunicado La reacción y la revolución. Estudios políticos y sociales, obra con la que en 1855 intenta proporcionar al liberalismo una base ideológica rigurosa. Con ella podemos considerar que inicia su carrera política, desde entonces encuadrada en el ámbito republicano federal y demócrata. Apenas veinte años después, ya convertido en uno de los referentes del movimiento, ocupará el ministerio de la gobernación y luego la presidencia de una república a la que se ha llegado de un modo que él rechaza: por medio de la decisión de una asamblea parlamentaria, en lugar de mediante una constelación de levantamientos revolucionarios por toda la geografía española. Serán unos breves meses —de febrero a junio, y de junio a julio de 1873— en los que sus principios ideológicos, políticos e incluso morales, chocarán con una confusa realidad en la que se entremezcla la lucha política entre republicanos conservadores, centristas e intransigentes, sobre el telón de fondo de las guerras cubana, carlista y cantonales. Durante la república autoritaria de 1874 y la subsiguiente Restauración, Pi mantendrá sus principios y su vida política activa, por lo menos hasta la muerte de Alfonso XII.

Reflejará su valoración de estos acontecimientos recientes con los que se ha intentado llevar a la práctica sus planteamientos en su La República de 1873. Apuntes para escribir su historia. Vindicación del autor. Y a continuación redactará un nuevo texto teórico para fundamentar su defensa del federalismo, que publicará en 1876: Las Nacionalidades, que aquí presentamos. Supone un esfuerzo para justificar sus principios mediante el análisis de la organización política de cuatro estados federales: el Imperio Alemán, los Estados Unidos, el Imperio Austríaco, y Suiza. Y, en consecuencia, la conveniencia de su aplicación en el caso español para superar los errores del unitarismo. La obra merece la pena por retrotraernos a su época y a sus planteamientos radicales pero aún plenamente liberales, por más que flirtee con el naciente socialismo.

Pero aun posee otros valores que quizás pueden resultar más sorprendentes e innovadores en su época. El catalán Pi y Margall se siente profundamente español desde el punto de vista histórico, político y (lo que quizás era más importante para él) cultural: fue un excelente literato y editor de grandes obras de la literatura, como la Historia de España de Mariana. Y sin embargo en esta obra nos resulta gratamente refractario a los excesos nacionalistas entonces ya comunes y habituales desde todas las posturas políticas. Así, sostiene que las naciones no dependen ni de las lenguas, ni de las fronteras naturales, ni de la historia, ni de las razas. Abunda en lo contradictorio, opuesto y nocivo de todos estos criterios, especialmente el último de ellos, que relaciona con las ideas de Haeckel. Naturalmente, la solución que propone será que cualquier nación es, en último caso, resultado del pacto, de la decisión de convivir. Y lo ejemplifica en el caso suizo: «Dentro de la misma Europa hay una nación que corrobora lo que estoy diciendo. Me refiero a Suiza, compuesta de veintidós cantones o Estados. De estos cantones, unos son por su origen alemanes, otros franceses, otro italiano; unos son protestantes, otros católicos; unos entraron libremente en la Confederación, otros por la fuerza; unos empezaron por ser meros aliados de la república, otros meros súbditos. Viven, sin embargo, formando todos tranquilamente un solo cuerpo, sobre todo desde que establecieron en toda su pureza los principios democráticos, y como los Estados Unidos, les dieron la nación por salvaguardia y escudo.»

viernes, 3 de febrero de 2017

Isidro Gomá y Tomás, Apología de la Hispanidad

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Ángel Ganivet, en su Idearium español (1897), escribía: «La idea de fraternidad universal es utópica; la idea de fraternidad entre hermanos efectivos es realísima; y entre una y otra existen gradaciones que participan de lo utópico y de lo real: las relaciones fraternales que engendra la vecindad, la conciudadanía, la raza, el idioma, la religión, la historia, la comunidad de intereses o de cultura. Yo he tenido ocasión de tratar a extranjeros de diversas naciones y a hispano-americanos, y no he podido jamás considerar a los hispanoamericanos como a extranjeros. No es que yo tenga una idea preconcebida ni que desee hacer alarde de sentimientos fraternales por el estilo de los que usa un orador o un propagandista para emocionar a su auditorio: es que noto que con un hispano-americano estoy en comunicación intelectual apenas hemos cruzado cuatro palabras; en tanto que con un extranjero necesito muy largas relaciones, muchos tanteos para conseguir entenderme con entera naturalidad: en un caso voy sobre seguro, porque sé que existe una comunidad ideal que suple la falta de confianza; en otro he de comenzar por apoyarme sobre las reglas banales de la urbanidad, hasta que con el tiempo voy allanando las dificultades que presenta el entenderse con una persona extraña, cuando no se posee, como yo no poseo, la flexibilidad necesaria para sacrificar las ideas y sentimientos propios en aras de las conveniencias sociales.»

El nacionalismo español de la época de los sucesivos desastres del penúltimo cambio de siglo ―1898, 1921, 1936―, buscará consuelo en la comunidad hispanoamericana, tan sentida y constatada como imaginada y proyectada. Lejos ya de cualquier pretensión de superioridad sobre las ahora consideradas repúblicas hermanas, se recalcan los elementos que se consideran compartidos: lengua, cultura, religión… Y esto se llevará a cabo desde las más contrapuestas orillas ideológicas. Buena prueba de ello lo constituirá el nutrido exilio ―transtierro, lo llamó José Gaos― tras la guerra civil, que reinsertará en las sociedades de la América Latina a un buen número de españoles, especialmente en Méjico, los cuales dejarán abundantes testimonios de su percepción de la Hispanidad. En este sentido el franquismo no inventará nada, simplemente incluirá en su visión del mundo y de la historia esta construcción ideológica. Pero su utilización ―con frecuencia más retórica que otra cosa― presentará dos rasgos decisivos: por un lado su hispanoamericanismo bebe de las fuentes más conservadoras y tradicionalistas (Maeztu, García Villada…); por otro el régimen autoritario que es le permitirá monopolizarlo, y hasta cierto punto identificarse con él. Lo cual conducirá necesariamente a una debilitación del concepto, especialmente con los grandes cambios ideológicos y sociales que cristalizan a partir de los años sesenta, y al consiguiente rechazo que le mostrarán.

La breve obra que presentamos es una conferencia pronunciada por el entonces arzobispo de Toledo Isidro Gomá (1869-1940) en el teatro Colón de Buenos Aires, con motivo del Congreso Eucarístico internacional de 1934. Aún está lejos el paradójico Gomá de la guerra civil, que por un lado supone el apoyo eclesiástico al bando autodenominado nacional, y por otro la resistencia a la fascistización del nuevo estado, en defensa de un indefinido estado católico, como ha estudiado José Andrés-Gallego. En el texto que presentamos, junto con la crítica de la denominada leyenda negra, se insiste ante todo en el carácter católico que percibe como decisivo en el concepto de Hispanidad. Incluimos como apéndice un breve artículo de 1944, en el que Zacarías de Vizcarra, al que tanto Maeztu como Gomá habían atribuido la creación del término Hispanidad, expone el origen de su nuevo uso político-cultural.

Cozzi. Ilustración para la portada de Pelayos 16-10-1938