viernes, 28 de abril de 2017

Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, El Federalista. Artículos sobre la constitución de los Estados Unidos

Alexander Hamilton por John Trumbull

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En mayo de 1931 Miguel de Unamuno escribía en su habitual comentario publicado en El Sol, unas reflexiones que hoy, casi un siglo después, continúan siendo actuales: «Hay otro problema que acucia y hasta acongoja a mi patria española, y es de su íntima constitución nacional, el de la unidad nacional, el de si la República ha de ser federal o unitaria. Unitaria no quiere decir, es claro, centralista, y en cuanto a federal, hay que saber que lo que en España se llama por lo común federalismo tiene muy poco del federalismo de The Federalist o New Constitution, de Alejandro Hamilton, Jay y Madison. La República española de 1873 se ahogó en el cantonalismo disociativo. Lo que aquí se llama federar es desfederar, no unir lo que está separado, sino separar lo que está unido. Es de temer que en ciertas regiones, entre ellas mi nativo País Vasco, una federación desfederativa, a la antigua española, dividiera a los ciudadanos de ellas, de esas regiones, en dos clases: los indígenas o nativos y los forasteros o advenedizos, con distintos derechos políticos y hasta civiles. ¡Cuántas veces en estas luchas de regionalismos, me he acordado del heroico Abraham Lincoln y de la tan instructiva guerra de Secesión norteamericana! En que el problema de la esclavitud no fue, como es sabido, sino la ocasión para que se planteara el otro, el gran problema de la constitución nacional y de si una nación hecha por la Historia es una mera sociedad mercantil que se puede rescindir a petición de un parte, o es un organismo.»

Es éste, quizás, un momento oportuno para volver a la obra citada por el rector de Salamanca. Alexander Hamilton (1755-1804) y James Madison (1751-1836) jugaron un papel decisivo de la Convención de Filadelfia (1787) que elaboró la definitiva constitución norteamericana, en sustitución de la vieja y más laxa confederación de diez años atrás. Representaban a Virginia y Nueva York, respectivamente, por lo que ambos aparecerán entre los firmantes del nuevo texto constitucional. Pero la necesidad de lograr su ratificación por los trece estados en medio la polémica y lucha de intereses entre los partidarios y enemigos de un mayor poder central en la joven república, decidió a Hamilton a emprender una serie de artículos para combatir a los críticos, tarea en la que contó con la colaboración de Madison y de John Jay (1745-1829) diplomático (había sido embajador en España) que ocupaba entonces el cargo de secretario de asuntos exteriores. Fueron en total ochenta y cinco entregas, publicadas bajo el seudónimo de Publius principalmente en tres periódicos de Nueva York, aunque reproducidos en otros estados. Su difusión fue grande, y se recogieron en dos volúmenes ya en 1788. Mucho más tarde acabarán siendo conocidos como The Federalist Papers.

El resultado fue la asunción, hasta cierto punta definitiva, del concepto de pueblo (We the People…), que se quiere supere ampliamente al de cada uno de los trece estados. Y será el pueblo norteamericano ―pueblo nacional― el que se revista con una nueva identidad que supera, incluyéndolas, a las de las antiguas trece colonias. El poder central ya no es una mera delegación de los poderes originarios de los estados, con frecuencia dispuestos a reclamar estos o a ignorar aquella, como ha ocurrido frecuentemente por todo el territorio de la república una vez terminada la guerra de Independencia. Ahora culmina el proceso revolucionario: una nueva realidad, el pueblo de los Estados Unidos, es el origen tanto del poder local como del central. Ambos representan esferas o ámbitos complementarios, respetables los dos, pero es cada vez más evidente para todos cuál representa más perfectamente los intereses, la voluntad popular, del pueblo norteamericano. El partido federal de John Adams, Hamilton y Jay ha triunfado plenamente, pero no por mucho tiempo. Su tendencia conservadora y su acercamiento y reconciliación con el Reino Unido, acabarán por restarles apoyos y serán derrotados en el cambio de siglo por los republicanos demócratas de Thomas Jefferson, al que se incorporará Madison. Y como luctuoso final de una época, el 11 de julio de 1804 Alexander Hamilton muere en el duelo con el que se enfrenta a su rival de Nueva York, el también abogado Aaron Burr.


viernes, 21 de abril de 2017

Charles F. Lummis, Los exploradores españoles del siglo XVI


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La obra que presentamos esta semana es un acabado ejemplo de divulgación de combate: el autor se ocupa de una cuestión que considera mal explicada o directamente tergiversada, a causa del desconocimiento en unos casos, y de la animadversión en otros. Ante la ignorancia, la envidia, la malevolencia y otros oscuros propósitos (principalmente políticos) que han generalizado una interpretación errónea y condenatoria de unos hechos, personajes o naciones, el justiciero escritor emprende lo que él mismo percibe como un desigual combate en defensa de los perjudicados, y restituirles así el honor mancillado. Y en muchas ocasiones sus propósitos son plenamente razonables. El problema es que con frecuencia cae en el mismo defecto que critica, mediante una simple inversión de la valoración: los héroes y los villanos de la versión dominante intercambian sus papeles, y la leyenda negra se transforma en leyenda rosa. La historia, que persigue simplemente profundizar en el conocimiento del pasado, continúa enmascarada en una historia-instrumento, herramienta para alcanzar determinados objetivos, que busca imponer una determinada visión sesgada de la realidad. Por ejemplo la mal llamada (y malhadada) memoria histórica.

Charles F. Lummis (1859-1928) fue un interesante intelectual norteamericano de múltiples ocupaciones e intereses: arqueólogo, etnógrafo, historiador, poeta… Y en buena parte de ellas, hispanista que deriva en hispanófilo. Nuestro conocido Rafael Altamira, que lo trató personalmente en Los Ángeles, lo caracteriza así en el prólogo a la versión castellana de la obra que comunicamos: «Lummis tiene tanto corazón como voluntad y cerebro, y es así capaz de sentir el más cálido entusiasmo por todas las cosas del mundo que lo merecen, y capaz también de expresar su sentimiento en palabras que suenan como una poesía. Quien le ha oído hablar de España (yo he tenido esa fortuna) y calificar de bendición de madre algo que de ella procedía, como reconocimiento de la gran labor hispanófila que Lummis ha realizado, sabe bien qué profundo sentido artístico hay en el ama viril y aventurera (sanamente aventurera) del autor de este libro.»

Pero, aunque Altamira celebra la publicación de Los exploradores españoles del siglo XVI, no deja de poner de relieve algunas inconsistencias o errores (y quizás esto sea la causa de que su prólogo desapareciera de algunas de las numerosas ediciones posteriores). Y Altamira concluye: «la manera eficaz de vindicar nuestra historia en todo lo que deba ser vindicado, consiste en saber de ella más y mejor que los que puedan tener, en cualquier momento, interés de contrahacerla, o simplemente carezcan del de mostrarla tal como fue en todos sus aspectos. Mientras nuestro conocimiento de lo que hicimos en cualquier orden de nuestra vida interior o exterior dependa de los libros extraños, nos encontraremos en una enorme inferioridad para intervenir en la polémica. Conquistemos en esto nuestra independencia mediante una persistente labor, y el resto se nos dará por añadidura.»

Pues bien, ¿qué interés conserva hoy este centenario texto? A pesar de que Lummis construye la imagen de los conquistadores españoles a partir de los pioneers del Far West; a pesar de que toma partido por unos (Pizarro, por ejemplo), y critica a otros en los que ve conductas o intenciones torcidas (Hernán Cortés). Y a pesar, lo que resulta más llamativo, de que un defensor de los indios norteamericanos descalifique por principio las culturas precolombinas: «aquellos sorprendentes seres, cuyo imaginado gobierno deja tamañita a cualquiera nación civilizada y moderna, no eran más que indios.» A pesar de todo ello, la obra de Lummis continúa siendo valiosa, tanto por facilitar un primer acercamiento a la exploración y conquista de América, como por constituir una excelente muestra de los enfrentamientos nacionalistas a la hora de imponer la propia interpretación del pasado.


viernes, 14 de abril de 2017

Atanasio de Alejandría, Vida de Antonio


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«En décadas recientes, los historiadores han abandonado la vieja cautela hacia las narraciones de milagros; y ha sido un acierto, puesto que tales narraciones nos dicen, sobre la sociedad no aristocrática y los valores religiosos y culturales, más de lo que podemos saber por las demás fuentes. No suponen una ventana abierta a la sociedad campesina, claro; ningún texto es así y estos, además, casi nunca fueron escritos por campesinos (aunque uno o dos sí lo fueron, como la Vida de Teodoro de Siqueón). Pero son la mejor guía que tenemos y, por muy sometidos al estudio que hayan sido, aun siguen teniendo más cosas que contarnos.» Y es que «los autores cristianos nos dicen más cosas de la mayoría campesina de lo que hicieron jamás los autores paganos. Los campesinos podían convertirse en santos, si eran excepcionales; también eran testigos de los actos notables de los santos y santas rurales, que vivían lejos de las élites urbanas, con lo cual las vidas de santos nos aportan retratos de la sociedad rural que faltan casi por completo en la literatura anterior. A fin de cuentas, los pobres podían ir al cielo con la misma facilidad que los ricos (y en la teoría cristiana, más fácilmente que ellos).» (Chris Wickham, El legado de Roma. Una historia de Europa de 400 a 1000, Barcelona 2013)

Atanasio (296-373), patriarca de Alejandría en Egipto, escribió esta biografía en 357, apenas un año después de la muerte de Antonio, cuando éste era más que centenario. Aunque no el primero, fue uno de los pioneros anacoretas, y será muy pronto denominado padre de los monjes. Hoy tiende a considerarse que no fue esta obra, escrita en griego e inmediatamente traducida al latín, y muy difundida, la que le dio su fama a san Antonio Abad, como acabará siendo conocido. Posiblemente fue al revés: Atanasio, uno de los personajes destacados de la Iglesia del siglo IV, protagonista en los conflictos relacionados con el arrianismo y el poder imperial ―cinco veces desterrado―, y con frecuentes relaciones con los monacoi tan abundantes en el desierto, es la voz autorizada para proporcionar una versión ortodoxa del personaje, que contribuya a la difusión de esta novedosa forma de ascetismo y a la instrucción de los que la practican.

En cuanto a la abundancia de lo prodigioso, los milagros, las apariciones repetidas de demonios (a las que sacaron tanto partido pintores como El Bosco) debemos interpretarlos en función de la época, y en buena medida de la propia influencia pagana. Chris Wickham, en la obra citada, señala como «para la mayoría de los paganos, el aire estaba lleno de poderosos seres espirituales ―daimones, en griego―, que a veces eran bondadosos, pero otras no (...) Para muchos cristianos ―incluidos los autores de nuestras fuentes, desde luego, pero también la gente corriente que aparece en las narraciones de las vidas de santos―, este mundo oculto pasó a ser concebido como claramente dividido en dos: los ángeles, buenos, y los demonios, malos (aun se usaba el término daimones).» Pues bien, en la obra que presentamos se puede observar un esfuerzo por desdramatizar este planteamiento: los demonios son por principio impotentes ante un cristiano, que por tanto no debe temerlos. Esta consideración que podemos atribuir tanto a Antonio como a Atanasio, paradójicamente contribuye, en contra de lo que a veces se suele manifestar, a secularizar la vida romana, tradicionalmente tan empapada de lo sagrado, lo numinoso, que limitaba poderosamente la autonomía personal, y hacía depender en buena medida el día a día del individuo, de la acción de sacrificadores y arúspices.

El Bosco, Tentaciones de San Antonio

viernes, 7 de abril de 2017

Ibn al-Qutiyya (Abenalcotía el Cordobés), Historia de la conquista de Al-Ándalus

Ilustración de Bob de Moor

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María Jesús Viguera Molins se refiere a esta obra como una «compilación seguramente puesta por escrito a mediados del siglo X, a la que se aplica el título de Historia de la conquista de al-Andalus (Tarij Iftitah al-Andalus), recogiendo transmisiones procedentes del gramático, poeta y narrador Muhammad Ibn al-Qutiyya: (“el hijo de la Goda”) Abu Bakr b. Umar b. Abd al-Aziz b. Ibrahim b. Isa b. Muzahim, que llevó también ―como algunos de sus antecesores y descendientes― ese apelativo de el hijo de la Goda, otorgado a los hijos del primer matrimonio de Sara la Goda (al-Qutiyya) con Isa b. Muzahim (m. 136 H./755 d. C.), en principio para distinguirlos de la descendencia de Sara y su segundo marido. Los hechos referidos por Ibn al-Qutiyya se encuentran contrastados y aprovechados por contribuciones sucesivas de la investigación, bien planteadas tanto en el marco general de la historia de España en el siglo VIII, como en el marco concreto relativo a Ibn al-Qutiyya, su familia de ilustres antepasados, entre ellos los witizanos, y su personalidad cultural, carácter y situación de su obra histórica, acerca de este característico sabio andalusí, nacido quizás en Sevilla o ya en Córdoba, en la última decena seguramente del siglo IX, y que murió en Córdoba en 367 de la Hégira 977 d. C.» (La conquista de al-Andalus según Ibn al-Qutiyya, Aljaranda 81, 2011)

Por su parte, María Isabel Fierro había valorado la obra que nos ocupa de este modo: «Ribera y otros investigadores interpretan… que Ibn al-Qutiyya se habría sentido próximo a los muladíes de al-Andalus por sus orígenes hispano-godos: recuérdese que su tatarabuela, Sara la Goda, era nieta del rey visigodo Witiza (…pero más bien) Ibn al-Qutiyya sería un partidario de la integración de las diferentes etnias que coexistían entre los musulmanes de al-Andalus, integración posible a partir de ese elemento común: la religión musulmana. Resumiendo, el contenido del Tarij refleja el punto de vista de un mawlà partidario de los omeyas, y de un ulema con una concepción moralizante de la historia: Ibn al-Qutiyya con su Tarij quiere enseñar que el poder otorgado por Dios a los omeyas en al-Andalus se mantendrá siempre y cuando éstos gobiernen con justicia (para lo cual necesitan rodearse de buenos y fieles consejeros, dar los cargos religiosos a musulmanes de intachable conducta y mantener buenas relaciones con los ulemas) y siempre y cuando sepan poner fin, con los métodos adecuados a cada caso, a las rebeliones de árabes, beréberes y muladíes.» (La obra histórica de Ibn al-Qutiyya, Al-Qantara, X, 1989).