viernes, 29 de junio de 2018

Jerónimo de Blancas, Comentarios de las cosas de Aragón


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Jesús Lalinde, en su Los Fueros de Aragón (Zaragoza 1976), se refería así a la pervivencia del mito de los Fueros de Sobrarbe, como resumen de las libertades aragonesas: «Jerónimo Zurita se muestra cada vez menos entusiasta del mito a medida que avanza en su carrera historiográfica, y ha de ser su sucesor como cronista, Jerónimo de Blancas, el que culminará el progreso del mito y le dará su redacción más definitiva. Blancas, a diferencia de Zurita, no es un historiador escrupuloso y frío, sino un ideólogo que pone la Historia al servicio de una idea o de una política, en este caso la defensa del Reino frente al intervencionismo real. Su obra fundamental en este aspecto lo constituye la que, redactada primero en castellano, publica en latín en 1588, en la imprenta de los hermanos Lorenzo y Diego Robles, con el título de Comentarios sobre los asuntos de Aragón (Aragonensium rerum Commentarii), la cual recibe la adhesión de personalidades tan ilustres como el canonista aragonés y Arzobispo de Tarragona, Antonio Agustín, y suscita la desconfianza del Consejo Supremo de Aragón, que trata de impedir la publicación, o de Felipe I (II de Castilla), que trata de corregirla y moderarla.

»En la citada obra, Blancas se ocupa de la pérdida de España ante los moros, y la conquista de la ciudad de Zaragoza por éstos, para historiar después unos supuestos siete Reyes de Sobrarbe, que van desde García Jimeno hasta Fortún II; seguir con los Condes y Reyes de Aragón, entremezclando los régulos moros; ocuparse de la dignidad del Justicia y de la nobleza, describiendo la potestad de aquel y de sus lugartenientes, así como de las magistraturas antiguas, para realizar después una genealogía de los Justicias, desde Pedro Jiménez, que sitúa en el reinado de Alfonso el Batallador, hasta Juan Lanuza IV, llegando incluso a dar las Reinas de Sobrarbe y de Aragón.

»Blancas condensa los Fueros de Sobrarbe en seis leyes, que redacta en latín y con el estilo enfático del arcaico Código romano de las XII Tablas, alegando no poder hacerlo en el lenguaje originario dado el transcurso del tiempo. Las cuatro primeras leyes parece adoptarlas de la Crónica del Príncipe de Viana, que cita expresamente, en tanto que las dos últimas las toma de otros lugares, que puede ser la Crónica de Beuter, auxiliándose con las obras de Cerdán, Sagarra, Bages y Molino, así como con los Privilegios de la Unión, los cuales, precisamente, no edita como consecuencia de prohibición real. De Beuter ha tomado también la genealogía de los Reyes de Sobrarbe, que inicia con García Jiménez como contemporáneo de Don Pelayo y sus tres sucesores, a los que sigue una elección, que es la del Rey Íñigo Arista en el año 868, donde puede situarse el origen del juramento.

»El primer Fuero de Sobrarbe según Blancas es el de Gobierna el reino en paz y justicia; y concédenos fueros mejores (In pace et iustitia Regnum, regito; Nobisque foros meliores irrogato). Su contenido se encuentra en el Fuero General de Navarra, con arreglo al cual el monarca jura mejorarles, y no empeorarles, hasta el punto de que algunas de las concesiones importantes de Fueros en Navarra se conocen como amejoramientos, lo que, sin embargo, no sucede en Aragón. El segundo Fuero dice que lo que se tome a los moros sea dividido no sólo entre los ricos hombres, sino también entre los caballeros y los infanzones; mas el extranjero no tome nada de esto (Et mauris vindicabunda dividuntur inter ricos-homines non modo; sed etam inter milites, ac infantiones: peregrinus autem homo, nihil inde capito). En realidad es la vieja conquista nobiliaria, especialmente conseguida a partir de Pedro I, y que ha cristalizado, sobre todo, en las cortes de Ejea de 1265 y en el Privilegio General. El Fuero tercero dice que No sea lícito al rey dictar leyes, sino atendiendo el consejo de los súbditos (Iura dicere regi nefas esto, nisi adhibito subditorum consilio), y el cuarto fuero advierte al monarca: Guardaos de emprender guerra, tratar la paz, dar treguas o tratar otra cosa importante, sin el consentimiento de los principales (Bellum aggredi, pacem inire, inducias agere, remve aliam magni momenti pertractare, caveto Rex, praeterquam seniorem anuente consencu), fueros ambos que habían nacido en el Privilegio General.

»El Fuero V de Sobrarbe, que en realidad procede de las cortes de Ejea de 1265, constituye la entronización del Justicia, diciendo: Para que no sufran daño o detrimento alguno nuestras leyes o nuestras libertades, haya presente un Juez medio, al cual sea justo y lícito apelar del Rey, si dañase a alguno, y evitar las injusticias si alguna hiciese a la república (Ne quid autem, damni, detrimentive leges, aut libertates nostrae patiantur, Judex quidam medius adesto, ad quem a Rege provocare, si aliquem laeserit, injuriasque arcere si quas forsam reipublicae intulerit, jus fasque esto). El Fuero VI dice que Si aconteciera en el futuro oprimir el Rey contra fueros y libertades del Reino, sea libre el Reino para ofrecerse a otro Rey, fiel o infiel (Si contra foros aut libertates regnum a se premi in futurum contingeret ad alium sive fidelem sive infidelem regem adsciscendum liber ipsi regno aditus pateret). Este Fuero procede sustancialmente de los Privilegios de la Unión, triunfantes como se sabe con Alfonso III y derogados por Pedro IV (II de los Fueros). El posible ofrecimiento del Reino a un monarca infiel tiene antecedentes medievales en la obra perdida de Martín Sagarra, que admitía la entrega a un rey pagano.

»La aportación de Blancas es muy importante desde el punto de vista ideológico, porque ofrece los supuestos Fueros de Sobrarbe en una forma muy concreta que las masas pueden creer y los grupos dirigentes pueden adoptar como programa político, sobre todo por el estilo lapidario empleado en ellos. Están orientados en el sentido nacionalista tradixional y llegan a consagrar la resistencia frente al tirano, doctrina muy extendida en la Europa del siglo XVI, incluida Castilla con la figura del Padre Mariana, lo que imprime al programa un carácter revolucionario. Un amplio sector de la opinión los rechaza, como lo demuestran las coplas que circulan en la época y que dicen: No he ser como Galbán, / Que dijo mil novedades / Cuando llamó papelotes / a los Fueros de Sobrarbe, pero en todo caso el problema de los Fueros de Aragón no deja indiferente a nadie.»


viernes, 22 de junio de 2018

Emile Verhaeren y Darío de Regoyos, España Negra


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Luis Antonio de Villena escribía en 2014: «Darío de Regoyos (1857-1913) era asturiano y fue a estudiar pintura a Madrid, en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, donde tuvo la suerte de tener por maestro a un notable pintor de origen belga, Carlos de Haes, que viendo los claros talentos del asturiano y teniendo contactos con la École Royale des Beaux Arts en Bruselas, lo hizo viajar allá, a seguir sus estudios, en 1879. Ese viaje (y el arte nuevo que de él salió) le hizo estar a Regoyos más de diez años fuera de su país, que así empezó a conocerlo tarde y mal. En Bruselas, Regoyos tuvo el magisterio y la amistad de James Ensor, que llegó a retratarlo. También amistó con el poeta simbolista flamenco (pero que escribía en francés) Émile Verhaeren (...) En 1888 y en 1891 hizo puntuales viajes a España con el poeta Verhaeren para ver paisajes, iglesias y museos. El poeta publicó, poco más tarde, sus impresiones de viaje en la prensa belga. Pero cuando ese recorrido se hizo célebre fue cuando Regoyos (que vivía de nuevo en España desde 1894) publicó los textos traducidos de Verhaeren con dibujos suyos en un volumen, delgado y alto, titulado La España negra (1899). Ante el título, muchos desconocedores de la obra creen que habla del sur o de Extremadura. Nada más lejos, son los campos y aldeas de Guipúzcoa y Navarra lo que, fundamentalmente, describe el libro, buscando el tipismo oscuro de la época, como las iglesiucas donde aún había Cristos con melena natural. Nunca llegaron al sur. No sé si a Darío de Regoyos (cuya pintura, en general, tiene poco que ver con ese libro) le hizo bien su autoría.»

Y sin embargo resulta de subyugante lectura y contemplación. No tanto por la España parcial y selectiva que nos describe, sino como reflejo de la mentalidad de un amplio sector de la intelectualidad finisecular del XIX, y del modo sesgado de observar la realidad que les rodea. Naturalmente, todo viajero suele descubrir en sus viajes aquello que lleva consigo desde antes de partir. Verhaeren y Regoyos, por supuesto, encuentran (o más bien crean) la España negra que buscan como lógica consecuencia del magma de sus propias obsesiones simbolistas, modernistas, postimpresionistas, decadentistas del penúltimo cambio de siglo. Y en este sentido todo lo que amorosamente describen en textos y grabados: primitivismo, superstición, pobreza, barbarie, tristeza dominante, culto a la muerte…, se valora precisamente por lo que supone con su mera existencia, de rechazo, de denuncia de la sociedad burguesa decimonónica, de su satisfecha seguridad y confianza en sí misma, de su optimismo progresista, en suma de su enervante filisteísmo.

Ahora bien, si es cierto la sociedad española de la época era mucho más que la España negra, que España había logrado por fin una suficiente estabilidad y equilibrio que le permitía modernizarse considerablemente, también lo es que aquella se manifestaba en numerosos aspectos. Y se mantendrá latente, y persistirá, y en coincidencia con la general crisis europea, agudizará sus aristas más morbosas. Pocos años después otro artista, José Gutiérrez Solana (éste más inclinado hacia el expresionismo), recuperará el título para su libro La España negra. Y resulta tentador comparar el primer plano de la cabeza del caballo en el grabado de Regoyos titulado Víctimas de la fiesta, en esta obra, con la de su equivalente en el Guernica de Picasso… En 1936 la España negra, con su desprecio de la vida, prevalecerá en ambos bandos contendientes, y relegará durante bastante tiempo a las demás Españas posibles.

viernes, 15 de junio de 2018

Francisco de Quevedo, España defendida y los tiempos de ahora, de las calumnias de los noveleros y sediciosos


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Escribe Pablo Jauralde Pou en su exhaustivo Francisco de Quevedo (1580-1645), Madrid 1999: «Hacia mediados de septiembre [de 1609] los mentideros cortesanos dan por seguro que el Duque de Osuna va a ser nombrado Virrey de Sicilia. Se está comenzando la expulsión de los moriscos del Reino de Valencia. Quevedo, justo en esos momentos, comienza a redactar vehementemente una obra filológico-política: el 20 de septiembre dedica en Madrid su España defendida y los tiempos de ahora…, al rey Felipe III. El manuscrito que nos ha conservado obra tan singular es autógrafo y va encabezado por la dedicatoria, lo que quiere decir ―además de por otras razones― que Quevedo empezó escribiendo la dedicatoria y luego se extendió a redactar toda la obra, que quedará incompleta y no llegará ni a enviarse al Monarca ni a publicarse.

»España defendida se plantea como una de esas obras enciclopédicas con que nos regaló el siglo XVI, tarea para la que Quevedo, en verdad, no estaba preparado. Para trazarla se necesitan recursos filológicos muy ricos, conocimiento de la historia, claridad en la disposición cronológica, manejo de etimologías, discusión de las modernas teorías sobre la formación de la cultura y los pueblos europeos, su relación con la cultura oriental… Cierta disciplina en el método, cierto sosiego biográfico, cierta objetividad. El texto resultante quizá hubiera debido estar escrito en latín… Quevedo no escribía fácilmente latín (sus cartas a Lipsio no son autógrafas, solo llevan la firma; sus cartas a Chiflet deben haberse escrito con ayuda…

»Pero ¿por qué Quevedo se plantea esta tarea superior a sus fuerzas?: por los libros que le están llegando, que no son precisamente manualillos u obras inocentes: el menor Atlante de Mercator, el Cronicón de Eusebio de Scalígero, las ediciones de Catulo de Muret, los Anales eclesiásticos del Cardenal Baronio, la historia de las Indias de Girolomo Benzoni… En la mayoría de los casos, las últimas obras de los grandes humanistas del siglo XVI, ante las cuales todavía hoy ―o sobre todo hoy― nos sentimos abrumados y empequeñecidos. En aquellos monumentos de erudición y sabiduría se habla ocasionalmente de España y de los españoles, como de otros pueblos, y se emiten juicios de valor, que ya habían sido contestados en otros lugares, por ejemplo por Roberto Titio, en Italia. A la desmesura erudita, un Quevedo premioso y vehemente contesta con la hipérbole gesticulante. Quevedo se siente directamente concernido como español y se dispone a responder por mi patria y por mis tiempos. “Hijo de España, escribo sus glorias... Bien sé a cuantos contradigo, y reconozco los que se han de armar contra mí; mas no fuera yo español si no buscara peligros, despreciándolos antes para vencerlos después, y lo haré con estas memorias, que serán las primeras que, desnudas de amor y miedo, se habrán visto sin disculpa de relaciones e historia”...»

A pesar de lo inacabado, de lo infructuoso, de lo errático (y de también de lo premioso) de su proyecto, la obra no deja de tener interés. Julián Marías, en su España inteligible. Razón histórica de las Españas, Madrid 1985, lo enuncia así, de un modo que puede parecer un tanto excesivo, sobre todo al concluir la lectura de la obra: «Uno de los testimonios más lúcidos y expresivos de la reacción temprana a la Leyenda Negra es el de Quevedo. En 1609 escribe su España defendida. Lo más interesante es que la preocupación de Quevedo se reparte entre los extranjeros que atacan y calumnian a España y los españoles que los siguen, o desconocen nuestra realidad, o escriben sobre nuestra historia con tal incompetencia, que es mucho peor que si no escribieran. Es decir, que está atento a la participación española en la situación que ya entonces se estaba creando. Citaré algunos fragmentos especialmente reveladores: (…) El texto de Quevedo no puede ser más elocuente. Y lo decisivo a mi juicio es su amarga queja por el desconocimiento que los propios españoles tienen de su realidad, hasta el punto de que prefiere el olvido al tratamiento que le han dado la mayoría de los escritos existentes. Han pasado casi cuatro siglos, y las palabras de Quevedo conservan mucho de su validez.»

viernes, 8 de junio de 2018

Miguel de Unamuno, Artículos republicanos (1931-1936)


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«Lo que yo escribo es, después que lo he escrito, de quien quiera aprovecharse de ello, y si acierta a valorarlo mejor que yo, es más suyo que mío. Pero... ¿no he dicho estas mismas cosas otras veces? ¿No me estoy repitiendo? Estoy viviendo, y mi vida es escribir, la tuya, lector, es ahora leerme. Y el eco que te llegue de pasadas cosas mías te dará otra nota que la que ahora oyes.»
(Cit. por Manuel García Blanco, en su Prólogo al tomo V de las Obras Completas de Unamuno.)

Fernando Álvarez Balbuena, en su El pensamiento político de don Miguel de Unamuno. Ensayo de reexposición y una carta inédita (El Catoblepas, número 103, septiembre 2010, página 12 ss.), escribía: «… buscamos en la obra de don Miguel de Unamuno no solo su pensamiento y sus ideas políticas, sino también los de su época. No son sus obras tratados de ciencia política; son obras literarias que abarcan novela, ensayo, poesía, filosofía y, en definitiva, pensamiento; pero precisamente por eso nos llevarán a una visión política de la realidad de su época con una mayor profundidad y con una participación personal difíciles de conseguir leyendo constituciones, leyes y decretos de aquel entonces. Estos serían los instrumentos mediáticos de una legislación y de las políticas que con ella se ocasionaron; pero las ideas que la informaron y los criterios políticos que guiaron la puesta en vigor de dichas leyes, serán mucho mejor comprendidos a través de las obras de los intelectuales de la época que influyeron decisivamente en el pensamiento político y en conformar lo que Ortega llama la vigencia social de las costumbres y de las ideas.

»Acertar pues, a dar una visión del pensamiento unamuniano, de sus cambios y de sus numerosas evoluciones, de su innegable vigor, de su genialidad, de su personalidad contradictoria y atormentada, así como valorar su influencia en las ideas políticas y en la sociedad de su tiempo, como lo que de él y de ellas llegó hasta nosotros, será nuestra tarea a lo largo de las páginas que siguen. En ellas, pese a nuestro deseo de objetividad, quizás no podremos eludir la admiración que el personaje nos provoca por lo que, seguramente, seremos víctima del prejuicio antedicho que nos inspira este vasco que, según sus propias palabras, lo era “por los dieciséis costados”, pero que, no obstante su condición de vascongado, amaba tanto a España que “le dolía”, le dolía hasta el cogollo del alma.»

Y esto es lo que proponemos en Clásicos de Historia: revisitar los artículos que Unamuno publicó durante los años de la Segunda República. El miércoles 13 de mayo de 1931, coincidiendo con los últimos coletazos de la primera crisis severa de la joven República, la llamada “quema de conventos”, el prestigioso diario El Sol de Madrid, que reunía a buena parte de la intelligentsia española del momento, anunciaba la incorporación de Unamuno a su plantel de firmas habituales. Su colaboración, habitualmente un artículo semanal, se mantuvo hasta el cambio de propietarios del periódico a finales de 1932, momento en el que Unamuno pasó al diario Ahora, subdirigido por Manuel Chaves Nogales, donde mantuvo la mayor parte de su producción periodística hasta el estallido de la guerra civil. A ellos sumó ocasionales artículos publicados en la prensa regional, y algunos reportajes que recogían discursos o conferencias de don Miguel: en las Cortes, en la Universidad...

En total son unos cuatrocientos los artículos publicados en la prensa periódica por el rector de Salamanca entre 1931 y 1936. En ellos brillan todas las facetas características del escritor, sus obsesiones, sus intereses, sus enfoques… y también su ego desmesurado que al principio le hace considerar la república como algo suyo: «Soy, ¿debo decírselo?, uno de los que más han contribuido a traer al pueblo español la República, tan mentada y comentada.» A su optimismo inicial le seguirán prontamente las dudas, los rechazos, las contradicciones y la búsqueda de alternativas… y un progresivo distanciamiento y pesimismo por su futuro, que le llevó a abandonar con frecuencia el comentario (así denominaba a sus artículos) de la actualidad, y buscar refugio en sus temas, paisajes y obsesiones características.

Esa soledad, esa profunda independencia de Unamuno se observa hasta en el dramático final de su trayectoria. Álvarez Balbuena comenta así su actitud ante el arranque de la guerra civil (la orilla donde ríen los locos, que diría Sender años después): «Unamuno siempre estuvo solo, nadie compartió su angustia, todo el mundo se puso a cubierto tratando de librarse de la vorágine desatada. Intelectuales como Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala, Menéndez Pidal, Sebastián Miranda, Severo Ochoa y tantos otros, que fueron patrocinadores, amigos y entusiastas incondicionales del régimen republicano (...) aprovecharon la menor oportunidad que tuvieron para escaparse literalmente de España y, una vez en el extranjero, retirar su apoyo al régimen nacido el 14 de abril de 1931. Pero cuando el orden estuvo restablecido, gracias a, y a pesar de, la represión de la dictadura franquista, con muy pocas excepciones, como la de Picasso, Ochoa o Pablo Casals, que podían ganarse perfectamente la vida en el extranjero, volvieron para quedarse y algunos incluso hicieron declaraciones que favorecieron innegablemente al régimen, como Ortega y Gasset, cuando afirmó que España goza de insultante salud, también, algunos, para afear sotto vocce o en un silencio ―digno unas veces y cómplice otras― conductas que Unamuno combatió a cara y pecho descubiertos.»


viernes, 1 de junio de 2018

Libro de los Jueces o Fuero Juzgo

Recesvinto, en el Códice Albeldense

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Ramón Menéndez Pidal, en su Introducción al volumen dedicado a la España visigoda en la monumental Historia de su dirección: «El bondadoso y sensual Recesvinto alcanza en el quinto año de su largo reinado el máximo de su actividad, que fue ante todo legislativa. Él fue autor de la redacción principal del código visigótico, publicado en 654, donde se aprovecha el Código de Eurico, ampliado por Leovigildo, y se añaden noventa y nueve leyes de Chindasvinto, más ochenta y siete del mismo Recesvinto.

»Cuando cada porción del reino franco buscaba leyes diversas para aquitanos, francos, borgoñones o alamanes, la Lex visigothorum es única para todo el reino, respondiendo al concepto unitario: una fides, unum regnum. Los godos han unificado a España, igualándose ellos a los hispanos no sólo en la fe, sino en toda la cultura. Así el Código de Recesvinto tiene por fuentes principales el Derecho romano y el canónico, rechazando expresamente todo Derecho no escrito, con lo cual rechaza las costumbres germánicas, que sólo habrán de obtener reconocimiento legal después de destruido el Estado godo. Han desaparecido las diferencias que separaban las dos razas en tiempo de Eurico. En la Lex visigothorum se recoge una ley antigua, al parecer de Leovigildo, derogatoria de la prohibición de matrimonios mixtos entre gentes godas y romanas, según la Constitución imperial de Valentiniano. Los godos ahora no conservan más que una superioridad; la de no ser elegible rey sino uno de su raza.

»Este código, elaborado por tantos reyes (después lo reformarán Ervigio, Egica y Witiza), pudo, por su alto valor, servir de ley a toda España durante muchos siglos después de acabado el reino godo, lo mismo a los mozárabes que a los cristianos del Norte, desde Santiago a Barcelona. Tuvo, además, bajo sus redacciones más viejas de Eurico y Leovigildo, conocido influjo sobre las primitivas legislaciones occidentales de salios, burgundios, alamanes, bávaros y longobardos. Esta excelencia de la Lex visigothorum responde al desarrollo general de la cultura visigoda.»

En el mismo volumen, Ramón Prieto Bances explica así la génesis del Liber iudiciorum: «Propónese Recesvinto ordenar la legislación y pide al concilio VIII de Toledo un proyecto legislativo. Nada contienen las actas del concilio toledano respecto al cumplimiento de este encargo; pero es lógico suponer que, dada la importancia de la obra, y requiriendo mayor espacio de tiempo que el brevísimo de las doce sesiones invertidas en la deliberación de los cánones establecidos, la misma asamblea nombrase de entre sus miembros una comisión de legistas para hacer la reforma. La compilación de Recesvinto se denominó Liber iudiciorum por ser destinada exclusivamente para uso y aplicación de los tribunales de justicia. El Liber iudiciorum no es un código, sino una mera compilación. No se llegó a la simplicísima unidad de un código, sino que se mantuvo la personalidad de cada uno de los variadísimos elementos legales de que se compuso (...)

»Formóse el Liber iudiciorum con trescientas diecinueve leyes anteriores a Recaredo, que llevan casi todas el título de Antiqua, y algunas el de Antiqua emendata, por haber sido corregidas por los compiladores recesvindianos; van, además, tres de Recaredo, dos de Sisebuto, noventa y ocho de Chindasvinto y ochenta y nueve de Recesvinto, y quince capítulos de filosofía política, tomados de las Etimologías de San Isidoro. Estos quince capítulos carecen de inscripción; pero los demás, que corresponden a Recaredo y a sus sucesores, llevan el nombre del monarca que los hizo. En total suman quinientos veintiséis capítulos (… Su) contenido es, pues, principalmente, Derecho civil, Derecho penal y Derecho procesal. No trata nada de Derecho político.» Una generación después, hacia 681, Ervigio promueve una reforma: añade un nuevo título dedicado a los judíos y compuesto de veintiocho leyes, otras nueve leyes, y elimina cuatro más. También se procede una corrección general de todo el texto.

«Los principales códices en que se transmite el Liber iudiciorum son: el Vaticanus Reginae Christinae (número 1.024), del siglo VIII, y el Parisiensis (Lat. 4.668), del siglo IX, donde se conserva completo; y los códices del Museo Británico (33, 610), de los siglos VIII o IX, y el Holkhanensis (210), del siglo IX, que lo conservan completo. De las ediciones del Liber iudiciorum, la más perfecta es la de Zeumer, publicada en 1902. También es interesante la que hizo la Academia Española en 1815.» Es esta última la que hemos utilizado, y reproducimos aquí la versión romanceada en el siglo XIII, del códice conservado en el Archivo municipal de Murcia.


Fol. 44