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viernes, 18 de abril de 2014

John Reed, Diez días que estremecieron al mundo

John Reed en 1917
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El historiador quiere ante todo conocer, entender. La realidad (un suceso, un fenómeno, una persona, una institución, una época) siempre es multiforme y confusa, y los acontecimientos se enredan unos con otros en innumerables inferencias. El trabajo histórico supone establecer un orden, un esquema intelectual, y por lo tanto artificial, que nos permita dar una respuesta siempre provisional a las preguntas que el espectáculo de aquella realidad (al mismo tiempo punto de partida y de llegada) nos sugiere. Si nos mueve una finalidad científica, evitaremos en la medida de lo posibles las ideas preconcebidas, los marcos ideológicos y los juicios de tipo moral (que en historia son prejuicios: juicios previos desde un esquema de valores externo a los propios acontecimientos).

Pero en ocasiones se pierde de vista este planteamiento, y entonces amenaza la tentación idealista: sustituir la caótica y en buena medida inaprensible vida real por nuestra grata y tranquilizadora creación, en la que podemos actuar como un auténtico deus ex machina. El resultado podrá constituir un hagiografía o su correlato inseparable (y muy habitual actualmente): una cacografía. En cualquier caso, una obra que parte de ideas preconcebidas (filias, fobias) que, naturalmente, son corroboradas a lo largo del discurso mediante el simple procedimiento de escoger-esconder los oportunos datos. La intención puede ser inocente o interesada; con frecuencia se debe en nuestros tiempos a la persecución de objetivos ideológicos o políticos: es lo que podemos denominar historia militante, de combate, de buenos y malos, o simplemente histo-prop.

Pero no debemos despreciar esta historia que podemos denominar propagandística. Por un lado, todo historiador hace historia desde unos presupuestos antropológicos, consciente o inadvertidamente aceptados. Su esfuerzo por lograr la imparcialidad científica es una tensión que no siempre se logra. Y no importa: el lector advierte (y comparte o no) dicho planteamiento previo, y aprovecha y disfruta del resultado. Pero por otro lado, las obras históricas de descarada intención dogmática, las que quieren comunicarnos La Verdad De Lo Que Realmente Pasó, con sus héroes ensalzados y sus villanos desenmascarados, también resultan útiles e interesantes: son auténticos testimonios de una visión interesada o gratuita sobre acontecimientos y fenómenos; interpretaciones que en muchos casos triunfan, se difunden e influyen poderosamente en los acontecimientos posteriores; auténticos testigos de las mentalidades dominantes en una sociedad o grupo determinado.

Un acabado ejemplo de ello es la famosa obra de John Reed (1887-1920) que nos ocupa. Periodista y escritor, se interesó por los grandes conflictos de principios del siglo XX: sociolaborales en Estados Unidos (huelgas mineras en Oregón), la revolución mexicana, la primera guerra mundial y, finalmente, la revolución rusa de octubre. Desde San Petersburgo, el autor asiste, podemos intuirlo enfebrecido, a estos diez días que estremecieron al mundo: acumula datos y documentos, intervenciones y proclamas; pero no hay espacio para la duda: siempre nos indica quién tiene razón y quién se equivoca. Es más: el que siempre tiene razón es desinteresado y busca el bien del pueblo, mientras que el que siempre se equivoca tiene intenciones torcidas o está comprado por la burguesía... Y, por supuesto, el bien (su bien) necesariamente triunfará...

En el prefacio indica: «Independientemente de lo que se piense sobre el bolchevismo, es innegable que la revolución rusa es uno de los grandes acontecimientos de la historia de la humanidad, y la llegada de los bolcheviques al poder, un hecho de importancia mundial. Así como los historiadores se interesan por reconstruir, en sus menores detalles, la historia de la Comuna de París, del mismo modo desearán conocer lo que sucedió en Petrogrado en noviembre de 1917, el estado de espíritu del pueblo, la fisonomía de sus jefes, sus palabras, sus actos. Pensando en ellos, he escrito yo este libro. Durante la lucha, mis simpatías no eran neutrales. Pero, al trazar la historia de estas grandes jornadas, he procurado estudiar los acontecimientos como un cronista concienzudo, que se esfuerza por reflejar la verdad.» Pero ¿qué verdad?

Dmitry Gutov, Diez días que estremecieron al mundo, 2003. Óleo sobre lienzo.

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