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domingo, 26 de abril de 2015
Cayo Julio César, La guerra de las Galias
Theodor Mommsem, en su clásica Historia de Roma, presentaba así a nuestro autor, al que enaltece de forma entusiasta:
«Tenía apenas cincuenta y seis años el nuevo señor de Roma, Cayo Julio César (nació el 12 de julio de 652), el primero de los soberanos a quienes rindió vasallaje el antiguo mundo grecorromano, cuando la victoria de Thapsus, último de sus grandes hechos de armas, puso en sus manos el cetro y los destinos del mundo. ¡Pocos hombres han logrado ver su actividad sometida a una prueba tan grande! Pero ¿no fue por ventura Julio César el único genio creador que ha dado Roma, y el último que la antigüedad ha producido? Descendiente de una de las más antiguas y nobles familias del Lacio, cuya genealogía se remontaba a los héroes de la Ilíada y a los reyes romanos y alcanzaba a Venus Afrodita, diosa común a las dos naciones, había llevado en su infancia y adolescencia la vida propia de los jóvenes nobles de su tiempo. Tipo acabado del hombre a la moda, recitaba y declamaba, era literato y componía versos cuando se hallaba descansando en su cama. Era experto en todo linaje de asuntos amorosos, conocía los más nimios detalles del tocador, cuidaba con esmero de sus cabellos, de su barba y de su traje, y tenía, sobre todo, gran habilidad en el arte misterioso de levantar diarios empréstitos y de no pagarlos nunca. Pero su naturaleza, de flexible acero, pudo resistir esta vida disipada y licenciosa, conservando intactos el vigor del cuerpo y el expansivo fuego de su corazón y de su espíritu. En la esgrima, o en montar a caballo, no había ningún soldado que lo igualase. En cierta ocasión, hallándose delante de Alejandría, salvó su vida nadando sobre las encrespadas olas. Cuando estaba en campaña, hacía casi siempre las marchas durante la noche con objeto de ganar tiempo. Su increíble rapidez contrastaba con la majestuosa lentitud de los movimientos de Pompeyo, y a esa misma rapidez, que maravillaba a sus contemporáneos, debió Julio César buena parte de sus victorias.
»Sus cualidades de alma corrían parejas con las condiciones de su cuerpo: en sus órdenes, siempre seguras y de fácil ejecución, aun cuando fueran dadas lejos del campo de operaciones, se reflejaba su admirable golpe de vista. Su memoria era incomparable: con frecuencia se ocupaba a la vez en muchos asuntos, sin embarazo y sin tropiezo alguno. A pesar de ser hombre del gran mundo, hombre de genio y árbitro de los destinos de Roma, tuvo abierto su corazón a tiernos sentimientos. Durante toda su vida rindió un culto de cariño y veneración a su digna madre Aurelia (César, siendo muy joven, había perdido a su padre). Fue en extremo complaciente con sus hermanas, y muy particularmente con su hija Julia, complacencia que no dejó de influir en los asuntos políticos. Con los hombres más inteligentes y de más carácter de su tiempo, fuesen de alta o de humilde condición, había anudado las mejores relaciones de una recíproca amistad: trataba a cada uno según su carácter y, lejos de caer en la pusilánime indiferencia de Pompeyo para con sus amigos, jamás abandonó a sus partidarios, quienes fueron sostenidos por él sin ningún cálculo egoísta, tanto en la próspera como en la adversa suerte. Muchos, entre ellos Aulo Hircio y Cayo Macio, le dieron aun después de su muerte noble testimonio de su adhesión. El único rasgo predominante y característico de esta maravillosa organización, cuyas cualidades estaban perfectamente equilibradas, era el desvío que mostraba hacia todo lo ideológico y fantástico.
»César era apasionado: sin pasión no hay genio; pero en él la pasión no tuvo una gran fuerza. En su juventud, el canto y los placeres de Baco y de Venus habían tenido una gran influencia en las facultades de su espíritu. Sin embargo, jamás se entregó por entero a estas pasiones. La literatura fue para él una ocupación seria y duradera. Así como el Aquiles de Homero había quitado el sueño a Alejandro, César consagró largas veladas al estudio de las desinencias de los sustantivos y de los verbos latinos. Escribía versos como toda la gente de su tiempo, mas sus versos eran flojos; en cambio, mostraba gran interés por las ciencias astronómicas y naturales. Alejandro, para alejar de sí los cuidados, se entregó a la bebida, y entregado a ella estuvo hasta el fin de sus días; el sobrio romano, por el contrario, abandonó esta pasión una vez superados los años de su fogosa juventud. Todos aquellos que en su adolescencia han sido afortunados en las lides amorosas conservan siempre un imperecedero recuerdo de aquellos tiempos, algo así como el reflejo de la brillante aureola con que se vieron un día coronados. Esto le aconteció a César. Las aventuras y galanteos fueron achaque suyo aun en la edad madura.
»En su aire conservaba una cierta fatuidad o, mejor dicho, una cierta satisfacción de las ventajas exteriores de su varonil belleza. Cubría cuidadosamente su cabeza, calva muy a pesar suyo, con la corona de laurel, sin la cual no se presentaba jamás en público. Habría dado gustoso la mayor de sus victorias por recobrar la flotante cabellera que en su juventud lo adornaba. Aunque se complacía en el trato con las mujeres, siendo ya el verdadero emperador de Roma, no las consideró sino como un mero pasatiempo, ni les dejó la más leve sombra de influencia. Se ha hablado mucho de sus amores con Cleopatra, pero lo cierto es que, si se entregó a ellos al principio, fue para ocultar el punto débil de la situación del momento. Como hombre positivo y de claro entendimiento, se ve en sus concepciones y en sus actos la fuerte y penetrante influencia de un sobrio pensamiento: su rasgo esencial era el no embriagarse nunca. De aquí que pudiera desplegar toda su energía en el momento oportuno, sin extraviarse en los recuerdos ni en las esperanzas. De aquí su fuerza de acción, reunida y desplegada cuando había de ello verdadera necesidad. De aquí su genio, obrando en escasas ocasiones a favor del interés más pasajero. De aquí esa poderosa facultad para abrazar y dominar todo lo que la inteligencia concibe y todo lo que la voluntad quiere; esa fácil seguridad tanto en la disposición de los períodos, como en un plan de batalla; esa maravillosa serenidad que no lo abandonó nunca, ni en sus buenos ni en sus malos tiempos. Y de aquí, por último, esa completa independencia, que no se dejó jamás arrebatar ni por un favorito, ni por una dama, ni por un amigo. Esta misma perspicacia de su espíritu no le permitía hacerse ilusiones sobre la fuerza del destino y el poder del hombre: frente a él se había levantado el velo bienhechor que nos oculta la debilidad de nuestro esfuerzo en la tierra. Por sabios que fueran sus planes, aunque hubiese previsto todas las eventualidades de una empresa, comprendía que el éxito de todas las cosas depende en gran manera del azar, y con frecuencia se lo vio comprometerse en las más arriesgadas empresas, y exponer su propia persona a los peligros con la más temeraria indiferencia. Es, pues, muy cierto que los hombres de un entendimiento superior se entregan voluntariamente a los azares de la suerte; y no ha de maravillarnos, por lo tanto, que el racionalismo de César llegase a parar en un cierto misticismo.
»De tal organización había de salir necesariamente un hombre de Estado, y César lo fue, en toda la acepción de la palabra, desde su juventud. El fin que se propuso fue el más alto que se puede proponer hombre alguno: levantar en el orden político, militar, intelectual y moral a su nación del decaimiento a que había llegado, y levantar asimismo a la nacionalidad helénica, esta hermana estrechamente ligada a su patria, y que se hallaba aún más postrada que ella. Después de treinta años de experiencia, cuyas severas lecciones no podrían ser estériles para un hombre como César, modificó sus opiniones sobre el camino que debía seguir y los medios a utilizar. Se propuso el mismo fin en los días de infortunio, cuando no abrigaba ninguna esperanza en el porvenir, que en la época de su omnipotencia; en los días en que, demagogo y conspirador, penetraba en un sombrío laberinto, que en aquellos en que, compartiendo con otro el poder soberano o siendo absoluto señor de Roma, trabajaba en su obra a la luz del día y de cara al mundo. Todas las medidas que él había tomado en diversas ocasiones iban encaminadas a la realización de los vastos planes que se había propuesto. Parece, en verdad, que no pueden citarse hechos aislados llevados a cabo por él, pues ninguno fue realizado de esta forma. Con justicia se alabará en él al orador de enérgica palabra, que desdeñaba los artificios retóricos, y persuadía y arrebataba al auditorio con su vivo y claro ingenio. Con justicia se admirará en él al escritor que se distingue por la inimitable sencillez de su composición, por la singular pureza y belleza del lenguaje. Con justicia los hombres entendidos en el arte de la guerra en todos los siglos consideran a César como un gran general. Nadie mejor que él, pues abandonó los procedimientos tradicionales y rutinarios y supo inventar la estrategia que en el momento oportuno conduce a la victoria, a la que desde entonces es la verdadera victoria. ¿No inventó para cada fin los buenos medios, dotado de una seguridad que casi parecía adivinación? ¿No estaba siempre, aun después de una derrota, dispuesto a resistir, a combatir de nuevo y, como Guillermo de Orange, a no terminar la campaña sin haber derrotado al enemigo? El secreto principal de la ciencia de la guerra, aquel por el que se distingue el genio del gran capitán del talento vulgar del oficial, el rápido impulso comunicado a las grandes masas, lo ha poseído César, y lo ha utilizado con una perfección admirable. Nadie lo ha aventajado en esta cualidad: él supo encontrar el éxito de las batallas, no en la superioridad de sus fuerzas, sino en la rapidez de sus movimientos; no en los lentos preparativos, sino en la acción rápida y aun temeraria cuando conocía la insuficiencia de sus recursos.
»Pero todas estas no eran más que cualidades secundarias. Llegó a ser un gran orador, un gran escritor y un insigne general, porque era un eminente hombre de Estado. El carácter militar es en Julio César de muy secundaria importancia: uno de los rasgos que más lo distinguen de Alejandro, de Aníbal y de Napoleón es el haber empezado su carrera política en la demagogia y no en el ejército. Al principio pretendió llegar a la realización de sus proyectos, como Pericles y como Cayo Graco, sin tener necesidad de hacer uso de las armas. Estuvo dieciocho años a la cabeza del partido popular, y no abandonó nunca los tortuosos senderos de las cábalas políticas, hasta que convencido, no sin pena y a la edad de cuarenta años, de la necesidad de apoyarse en los soldados, tomó finalmente el mando de un ejército. Y, aun después de esto, continuó siendo un hombre de Estado antes que general distinguido. De la misma manera Cromwell, jefe al principio de un partido de oposición, llegó a ser sucesivamente capitán y rey de la democracia inglesa. Y llegó a decirse, si es que puede haber comparación entre el rudo héroe puritano y el atildado romano, que aquel es entre todos los grandes hombres de Estado el que más se asemeja a César, tanto por las vicisitudes de su carrera, como por el fin que se proponía.
»Hasta en la manera de dirigir la guerra se veía en César al general improvisado. Cuando Napoleón
preparaba sus expediciones a Egipto y a Inglaterra, se manifestó en él el gran capitán formado en la escuela del oficial de artillería. Pero en César se descubría el demagogo convertido en general en jefe. ¿Qué táctico de profesión, por razones puramente políticas y no siempre absolutamente imperiosas, habría despreciado, como lo hizo César con frecuencia, y sobre todo cuando desembarcó en Epiro, las prudentes enseñanzas de la ciencia militar? Desde este punto de vista, más de una de sus empresas podrían ser censuradas; pero lo que perjudique al general, enaltecerá al hombre de Estado. La misión de éste es universal por su naturaleza, y universal era el genio de César. Por múltiples y separadas en el tiempo que fueran sus empresas, todas se dirigían a un gran fin, al que permaneció siempre fiel sin desviarse de él un punto. En el inmenso movimiento de una actividad que a todas partes se dirigía, jamás sacrificó un detalle por otro. Aunque era un consumado estratega, hizo todo lo posible, obedeciendo a consideraciones políticas, para evitar que estallara la guerra civil, y, cuando la consideró inevitable, puso de su parte para que no se ensangrentaran sus laureles. Aunque fue fundador de una monarquía militar, se opuso, con una energía sin ejemplo en la historia, a que se elevara una jerarquía de generales o un régimen de pretorianos; y, en fin, como último y principal servicio a la sociedad civil, prefirió siempre las ciencias y las artes de la paz a la ciencia militar. En su aspecto político, el carácter predominante es una perfecta y poderosa armonía. La armonía es, sin duda, la más difícil de todas las manifestaciones humanas. En la persona de Julio César todas las condiciones se reunían para producirla. Espíritu positivo y amante de la realidad, no se dejó jamás seducir por las imágenes del pasado ni por las supersticiones de la tradición. En los asuntos políticos no atendía sino a la realidad presente, a la ley motivada en la razón.
»De la misma suerte, en sus estudios gramaticales rechazaba la erudición histórica de la antigüedad, y no reconocía otra lengua que la usual, ni otras reglas que la uniformidad. Había nacido soberano, y ejercía sobre los corazones el mismo imperio que el viento ejerce sobre las nubes, atrayendo a sí mismo, de buen grado o por la fuerza, las más diversas naturalezas: al simple ciudadano y al rudo oficial, a las nobles damas de Roma y a las bellas princesas de Egipto y de Mauritania, al brillante jefe de caballería y al calculador banquero. Su genio organizador era maravilloso. Ningún hombre de Estado, por lo que respecta a sus alianzas, ni capitán alguno respecto de su ejército, tuvo que enfrentarse con elementos más insociables y dispares. César los supo amalgamar cuando hizo la conciliación u organizó sus legiones. Ningún soberano juzgó a sus instrumentos y medios de acción con tan penetrante mirada; nadie como él supo designar a cada uno su lugar. Él era el verdadero monarca, jamás quiso jugar al oficio de rey. Si llegó a ser señor absoluto de Roma, guardó todas las apariencias de jefe de partido. En extremo dócil y complaciente, de trato sencillo y afable, al estar por encima de todos parecía no pretender otra rosa que ser el primero entre sus iguales. Evitaba el defecto en que incurren con tanta frecuencia los caudillos: el de llevar a la política el duro tono del mando militar; y, aunque tuviese algún motivo de disgusto por alguna provocación del Senado, no quiso nunca emplear la fuerza bruta o hacer un dieciocho de brumario. Era el verdadero monarca sin experimentar el vértigo de la tiranía. Quizá fue el único de los poderosos ante el Señor que en los asuntos más baladíes obedeció siempre a su deber de gobernante, sin guiarse jamás por sus afecciones y caprichos. Al volver la vista a su pasado, encontraba en él algunos falsos cálculos; pero no halló errores en que la pasión lo hubiera hecho incurrir, y de los cuales tuviera que arrepentirse. Nada hay en su carrera que nos recuerde los excesos de la pasión sensual; tampoco hay la muerte de un Clitus, el incendio de Persépolis y aquellas poéticas tragedias que la historia une al nombre de su gran predecesor en Oriente. En fin, de todos los que han alcanzado el poder supremo, es quizás el único que hasta el término de su carrera conservó el sentido político de lo que era posible e imposible, y no fracasó en esta última prueba, la más difícil de todas para las naturalezas superiores: el reconocimiento del justo y natural límite en el punto culminante de los acontecimientos. Cuando una cosa era posible, la realizaba sin dejar de cumplir un bien por conseguir otro mayor que estaba fuera de su alcance. Y, cuando un mal se había cumplido y era irreparable, nunca dejó de poner los paliativos que lo atenuaran; pero, una vez pronunciado el fallo del destino, siempre se sometió a él. Una vez que Alejandro había llegado a Hipanis, se batió en retirada, y otro tanto hizo Napoleón en Moscú, ambos contrariados e irritados contra la fortuna, que ponía un límite a la ambición de sus favoritos. Sobre el Rin y sobre el Támesis retrocede César voluntariamente, y cuando sus designios lo llevan hasta el Danubio o el Eúfrates, no se propone la conquista del mundo, sino que busca una frontera segura y racional para el Imperio.
»Tal fue este hombre, cuyo retrato parece fácil de hacer, y del cual es en extremo difícil trazar el más ligero rasgo. Su naturaleza toda no es sino claridad y transparencia, y la tradición conserva de él recuerdos más completos y más vivos que de otros héroes de los antiguos anales. Si se lo juzga a fondo o superficialmente, el juicio será siempre el mismo: ante todo hombre que lo estudie, su figura se presenta con sus mismos caracteres esenciales, y por lo tanto nadie ha sabido todavía reproducirla en su total realidad. El secreto consiste aquí en la perfección del modelo. Humana o históricamente hablando, está colocado César en ese punto donde vienen a confundirse los grandes caracteres contrarios. Inmenso poder creador e inteligencia infinitamente penetrante, no tiene los inconvenientes de la vejez ni adolece de los defectos de la juventud. Todo en él es voluntad y acción, su alma está llena del ideal republicano, y, sin embargo, parece haber nacido para ser rey. Romano hasta el fondo de su espíritu, y al mismo tiempo llamado a conciliar en el interior y en el exterior las civilizaciones griega y romana, César es el gran hombre, el hombre completo. También le faltan, más que a ninguna otra figura importante en la historia, esos rasgos que se dicen característicos, que son las desviaciones del desarrollo natural del ser humano. Si algún detalle nos parece en él individual al primer golpe de vista, desaparece cuando se lo considera de cerca y se pierde en el tipo más vasto de la nación y de su siglo. En sus aventuras de joven, imitó a sus contemporáneos y a sus opulentos iguales: su natural, refractario a la poesía, pero enérgicamente lógico, es el natural del ciudadano romano. Como hombre, su verdadera manera de ser consistió en saber regular y medir admirablemente sus actos según el tiempo y el lugar. El hombre, en efecto, no es un ser absoluto: vive y se mueve en conformidad con su nación, con la ley de una civilización determinada.
»César es completo porque supo, mejor que todos, colocarse en medio de la corriente de su siglo; y porque, mejor que todos, poseyó la actividad real y práctica del ciudadano romano, esa sólida virtud que fue propiedad de Roma. El helenismo no es en él otra cosa que la idea griega fundida y transformada en el seno de la nacionalidad itálica. Y en esto consisten la dificultad y, podría decirse, la imposibilidad de retratarlo. El artista puede ensayar toda suerte de retratos, pero se detiene en presencia de la belleza absoluta. Lo mismo acontece al historiador: es más prudente que guarde silencio, cuando, una vez en mil años, se encuentra frente a un tipo acabado. La regla se puede expresar sin duda, pero no nos da sino una noción negativa, la de la ausencia de toda falta. Nadie sabe traducir este gran secreto de la naturaleza, la alianza íntima de la ley general y la individualidad en sus creaciones más acabadas. ¡Dichosos aquellos a quienes fuera dado contemplar de lleno la perfección, y reconocerla al resplandor del rayo de brillante luz que cubre las obras inmortales de los grandes hombres! Y, sin embargo, el tiempo ha marcado en ellas sus caracteres indelebles. El romano había observado la misma conducta que su joven y heroico predecesor en Grecia. O, mejor dicho, lo había excedido; pero en el intervalo transcurrido entre la vida de uno y otro héroe, el mundo había envejecido y su cielo oscureció. Los trabajos de César no son, como los de Alejandro, una entretenida conquista, avanzando en una extensión sin límites. A él le fue forzoso construir sobre las ruinas y con las ruinas mismas. Por vasta que fuera su empresa, era limitada, y tuvo necesidad de aceptarla, sosteniéndose en ella y asegurándola lo mejor que pudo. La musa popular no se ha equivocado en el carácter de estos dos héroes, y, prescindiendo del positivo romano, ha adornado al hijo de Filipo de Macedonia con los más bellos colores de la poesía y con el arco iris de las leyendas. En su vida política, después del transcurso de muchas centurias, las naciones se ven conducidas incesantemente a la línea que la mano de César les trazara. Si los pueblos que comparten la posesión de la tierra dan su nombre a sus más altos monarcas, ¿no puede verse en esto una lección tan profunda como humillante?»
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