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viernes, 30 de diciembre de 2016

Constituciones y leyes fundamentales de la España contemporánea (1808-2011)

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En 1899 escribía Ricardo Macías Picavea con talante regeneracionista: «La Constitución. Obra de escuelas y partidos en perpetua transacción con la corte y sus elementos; ficción puramente escrita, nunca realidad viva; reflejo postizo de la última novedad parisién, el pueblo es completamente ajeno a ella y ni influye en la vida nacional, ni conocida ni amada, resulta totalmente infecunda; como engaño contrahecho y amañado, origen de muchos males. De aquí su inercia amovible, su fábrica inestable, su fácil naturaleza, jamás intangible y santa, que la convierten en juguete irrespetuosamente traído y llevado por las camarillas. ¡Número increíble el de nuestras Constituciones mal nacidas, y no mucho menor el de las abortadas! Y hay que preguntar: si una Constitución no es para un pueblo arca santa de la alianza que guarda en el tabernáculo propia sustancia de su alma encarnada en ley de justicia, biblia veneranda e inmaculada para todos, ¿qué es entonces?, ¿para que sirve?, ¿qué oficio desempeña?» La cita procede del estudio de Francisco Tomás y Valiente, La Constitución de 1978 y la historia del constitucionalismo español (1980), donde tras esforzarse en analizar y clasificar las distintas constituciones españolas, enuncia esta amarga consideración:

«Pero al margen de estas diferencias técnicas, unas y otras Constituciones, las rígidas y las flexibles, coincidieron entre sí en un mismo y trascendental aspecto: apenas pasaron de la letra legal a la práctica real, apenas se hicieron carne social ni llegaron a tejer una red de prácticas constitucionales complementarias. A la Constitución escrita y vigente en cada momento no se le dotó de esa Constitución no escrita, nacida de los usos políticos, de costumbres originadas dentro o fuera del Parlamento o derivadas de la continuidad en el funcionamiento de las instituciones. No hay que confundir con tales practicas constitucionales, tan saludables y ricas en Gran Bretaña o en Estados Unidos, la aparición de ciertos usos cortesanos emanados de la voluntad o el capricho del monarca reinante. Nuestras Constituciones no calaron hondo. Algunas por efímeras, otras por inauténticas; unas porque el recurso a la violencia utilizado por sus enemigos no dio tiempo a que pudieran arraigar ni permitió que entraran en juego los mecanismos previstos para la reforma constitucional; otras porque no estaban destinadas más que a cubrir las vergüenzas de una vida política más corrupta que auténtica, lo cierto es que la historia de nuestro constitucionalismo se nos presenta como la trayectoria de una frustración interrumpida por momentos de esperanzas pronto disipadas. La falta de continuidad de las Constituciones rígidas no permitió que entraran en juego parciales, calladas y actualizadoras “mutaciones” constitucionales (Verfassungswandlungen); la continuidad inauténtica de las Constituciones flexibles, propias del moderantismo en sus diversas etapas, era poco propicia para que aquellos textos arraigaran en los distintos componentes de una sociedad escasamente identificada con su Constitución.

»La historia de nuestro constitucionalismo es la antítesis, por ejemplo, de la de países como Estados Unidos o Suiza, con su equilibrio entre Constitución escrita estable, reformas constitucionales meditadas, y oportunas mutaciones vivificadoras surgidas a lo largo de la vida de unas instituciones atentas a asumir los cambios producidos en la sociedad. Nuestra historia es una sucesión de crisis constitucionales constituyentes, parecida superficialmente a la de Francia, cuyo número de Constituciones no difiere apenas del nuestro; pero hay una desventaja importante para nosotros, pues si en Francia no arraigaron los textos constitucionales propiamente dichos, sí ha permanecido, como hilo conductor constante la Declaración de 1789 y sí que ha arraigado socialmente el sistema constitucional, mientras que en nuestro país las crisis del Estado constitucional han sido prolongadas y profundas. El jurista español que busca consuelo a tan larga serie de esfuerzos inútiles por implantar en España un Estado de Derecho fundamentado sobre un texto constitucional, ha de pensar que la causa de tan reiterados fracasos no radica tanto en posibles errores técnico-jurídicos como en profundas y conflictivas tensiones hondamente arraigadas, ellas sí, en la sociedad española.»

El profesor Tomás y Valiente recalcaba el carácter democratizador de la Constitución de 1978, a la que conecta con las de 1812, 1869 y 1931, entre las españolas, y con la italiana de 1947 y la alemana de 1949. Pero dejemos estas consideraciones, enmarcadas en las preocupaciones de los años en que se escriben. Antes de concluir agrega la siguiente reflexión, que todavía hoy, resulta plenamente actual:

«Ahora bien; esta invocación a la historia, sin duda lícita y aleccionadora, debe ajustarse con cordura a sus límites naturales. En nuestros días es sin embargo frecuente que la apelación a la historia se haga con poco rigor, mucha carga emotiva y ningún cuidado. Asistimos a la explosión de un historicismo neorromántico, con cuyo apoyo se trata de legitimar determinadas reivindicaciones políticas. Como el pasado está muerto y no puede protestar contra quienes lo invaden, vemos como cada cual lo interpreta y utiliza a su antojo . El fenómeno no es del todo nuevo, pues sabido es que durante el régimen político anterior la Historia de España fue objeto de enfoques docentes muy particulares y tendenciosos, y en parte se pretende ahora conscientemente o no, compensar aquel enfático y vetusto nacionalismo con otros de radio menor. En uno y otro caso, antes y ahora, la historia resulta arma arrojadiza y plataforma ideológica. No pretendo aquí hacer un llamamiento a la objetividad científica del historiador profesional, pues no es ese el problema que hoy nos acucia, sino el de la mistificación de la historia al margen del conocimiento científico de la misma. La historia de España está siendo troceada a lo largo y a lo ancho, y cada cual toma o rechaza de ella lo que le conviene para argumentar decisiones tomadas de antemano. Al mismo tiempo, se mitifica el pasado de algunos de los pueblos de España o se hipertrofia en otros casos la importancia de determinados elementos étnicos o culturales. Y ante este confuso teatro de la historia, donde vemos mezclados personajes, fenómenos colectivos y episodios de las más variadas y a veces remotas épocas, abunda una tentación preocupante; la de acudir al pasado como fuente de legitimidad superior a la Constitución, esto es, la de afirmar que la historia y no la Constitución es causa y origen de legitimidad jurídico-política. Tesis explícita en ciertos casos, tácita en otros, que debe ser rechazada (…) Este tipo de historicismo emocional es inadmisible en un Estado de Derecho cuya norma superior positiviza el principio de que la soberanía nacional reside en el pueblo español. Ésta, la soberanía popular, y la Constitución como su expresión jurídica son la única fuente de legitimidad.»

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