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lunes, 13 de septiembre de 2021

Los españoles pintados por sí mismos

Ignacio Boix Blay

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Grabados de 1843  |  PDF  |
Grabados de 1851  |  PDF  |

En el Epílogo a la obra que hoy comunicamos, asevera Ramón de Mesonero Romanos: «No concluiríamos nunca si hubiéramos de trazar uno por uno todos los tipos antiguos de nuestra sociedad, contraponiéndolos a los nacidos nuevamente por las alteraciones del siglo. El hombre en el fondo siempre es el mismo, aunque con distintos disfraces en la forma; el palaciego que antes adulaba a los reyes sirve hoy y adula a la plebe bajo el nombre de tribuno; el devoto se ha convertido en humanitario; el vago y calavera en faccioso y patriota; el historiador en hombre de historia; el mayorazgo en pretendiente; y el chispero y la manola en ciudadanos libres y pueblo soberano. Andarán los tiempos, mudaránse las horas, y todos estos tipos, hoy flamantes, pasarán como los otros a ser añejos y retrógrados, y nuestros nietos nos pagarán con sendas carcajadas las pullas y chanzonetas que hoy regalamos a nuestros abuelos. ¿Quién reirá el último?» La obra fue publicada por el destacado editor Ignacio Boix Blay en dos tomos en 1843 y 1844, con muy abundantes grabados, y constituyó un éxito considerable: en 1851 se reeditó en un único volumen, ahora a cargo de Gaspar y Roig editores, y con una nueva colección de ilustraciones. Prueba de su popularización es la aleluya que incluimos en esta entrada, impresa en Madrid por Marés en 1865. El hispanista italiano Francesco Vian, en la obra colectiva La España liberal y romántica (tomo XIV de la Historia general de España y América, Madrid 1990), se refería así a esta obra:

«El impulso vino de fuera. En Inglaterra se publicó Heads of the People, y en Francia, entre 1840 y 1842, una admirable recopilación, Les Français peints par eux mêmes, en ocho tomos, con una serie de “tipos” de París, de la provincia, del ejército, etc, ilustrada con más de mil litografías de Gavarni, Grandville, Monnier y otros importantes artistas. Su imitación española, más limitada y con cien grabados de Carnicero, Severini, Giménez, etc., consta de 98 piezas, casi todas en prosa, constituyendo en conjunto una preciosa antología del romanticismo español, de lectura ―hay que reconocerlo― agradabilísima, incluso hasta hoy día. Aquí están todos (excepto obviamente los grandes desaparecidos: Larra y Espronceda); los famosos ―Rivas y Zorrilla, Gil Carrasco y Bretón, Mesonero y Estébanez, García Gutiérrez y Hartzenbusch, Salas y Quiroga y Flores, Ochoa y Fermín Caballero―, y los menos o nada conocidos ―Ferrer del Río y Cueto, Navarrete y Asquerino, J. M. Díaz y Vicente de la Fuente, Castañeyra y Pedro de Madrazo, etc―.Y no sólo los escritores, sino también los “tipos” españoles habidos y por haber: el torero y la patrona de casa de huéspedes, el indiano y el ama de cura, el guerrillero y el hortera, el senador y el contrabandista, el calesero y la gitana, el patriota y la maja, el covachuelista y la monja, el gaitero gallego y la politicómana (sic), precursora de la actual feminista, etcétera.

»Estamos siempre, es claro, al nivel del “cuadro de costumbres”, o del “daguerrotipo”, padre legítimo de la “instantánea” fotográfica; pero al que tenga la paciencia de leer estas 382 páginas, a doble columna, le esperan deleitosas sorpresas. El ventero y El hospedador de provincia, de Rivas, por ejemplo, aunque superficiales (como todo lo que salió de la pluma del ilustre duque), se “pueden leer” mucho mejor que el inacabable Moro expósito; El pastor trashumante, El maragato y El segador, de Gil y Carrasco, son quizás las páginas más acabadas de la obra entera del novelista de El señor de Bembibre; El avisador, de Bretón de los Herreros, es un excelente boceto de “teatro por dentro”; brotes de futuros “episodios nacionales” se divisan en seudoautobiografías de “viejos” (escritas por jóvenes) como El diplomático, de Salas Quiroga, o El exclaustrado, de Gil y Zárate; “apuntes del natural” muy bien vistos y diseñados se hallan en El español fuera de España, de Ochoa; y en muchas páginas más se notan gérmenes de lo que serían muy pronto las “historietas nacionales”, “cuentos amatorios” y “narraciones inverosímiles” de Pedro Antonio de Alarcón, trait d’union ejemplar entre los prosadores de las dos mitades del siglo.

»Hasta los trazos más endebles e inconsistentes resultan significativos; como por ejemplo, La celestina, de Estébanez Calderón, un tema dramático eludido por miopía arcaizante e incapacidad de enfocar la realidad presente. La ausencia de espíritu crítico está comprobada, en primer lugar, por la falta absoluta del “retrato” o “perfil” que mejor hubiera configurado la actualidad literaria y artística: el del “romántico”. Lo reemplazan muy chapuceramente dos artículos que son entre los peores del libro: El aprendiz de literato, de un desconocido, Luis Loma y Corradi, y El poeta, que lleva una firma famosa, la de José Zorrilla, y que por eso mismo resulta más deplorable. ¿Quién mejor que Zorrilla hubiese podido expresar la estética de la época? Sin embargo, su artículo es de una increíble pobreza ideológica y ética. Zorrilla declara que no quiere hablar “de aquel muchacho de dieciséis años que viene a Madrid fugado de la casa paterna a sentar plaza de poeta porque ha oído decir que Byron y Walter Scott lo hicieron así…” (esto es, no quiere hablar de sí mismo: lo único que hubiera tenido verdadero interés); ni del “aficionado”, del “artista” y del “mentecato” (lo que también hubiera sido interesante, puesto que tantos existían en la realidad coeva).»

Imprenta Marés, Madrid 1865

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