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lunes, 27 de diciembre de 2021

Quinto Septimio Florente Tertuliano, Apologético

Desconocido de El Fayum

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Tertuliano nació en Cartago en 160, hijo de un centurión. Fue retor y jurista, y se hizo cristiano en la última década del siglo II. Su obra es muy abundante y de temática variada: en la treintena de obras suyas que se han conservado, justifica el cristianismo y defiende a los cristianos, critica el paganismo, el gnosticismo y otras sectas, propone un rigorismo extremado… Como señala Bernardino Llorca, en el tomo I de la veterana Historia de la iglesia Católica de la BAC (1955), «su influjo en la antigüedad fue extraordinario y apenas llegó a disminuir por los errores que defendió al fin de su vida. Él fue, indudablemente, el primer iniciador del tecnicismo teológico latino.» Y para ello Tertuliano integró en su cosmovisión cristiana buena parte de la alta cultura romana, especialmente del estoicismo, de Séneca y de Cicerón. Llorca continuaba así:

«Tertuliano recibió una sólida formación científica; aprendió el griego, se distinguió en la oratoria y fomentó particularmente los estudios de derecho y jurisprudencia. Durante algún tiempo llevó una vida bastante libre; pero el año 190 se convirtió a la fe cristiana, atraído por el ejemplo sublime de los mártires. Con su carácter fogoso y arrebatado, desarrolló desde el principio una actividad literaria extraordinaria, que lo convierten en uno de los escritores más eminentes de la antigüedad cristiana. Pero esta misma fogosidad de carácter y su modo de ser intransigente y apasionado lo llevaron en 205 al rigorismo de la secta montanista, en que perseveró hasta su muerte, ocurrida el año 220. Tertuliano es un escritor de gran originalidad y profundo talento. Unía la vehemencia de los africanos con el sentido práctico de los romanos. Poseía una inteligencia profunda y conocimientos vastísimos. Era orador vehemente y jurisconsulto de gran renombre. Con su viva fantasía, su habilidad en el chiste y la ironía, su dominio de la lengua, su estilo acerado, ora mordaz e incisivo, ora obscuro y amigo de extremismos, se nos presenta como una de las lumbreras más brillantes de su tiempo.»

Respecto a «su célebre obra Apologeticum... pueden marcarse muy bien las características siguientes: en primer lugar, toma el sistema de defenderse atacando. Así se revuelve con vehemencia contra el paganismo, invocando hechos bien comprobados: inmolación de niños a Saturno en África, víctimas inmoladas en el seno dela familia, juegos sanguinarios. Rechaza con elocuencia y exaltación las calumnias contra los cristianos: antropofagia, malas costumbres. Mas como lo principal es de orden político, es decir el sostener que son los cristianos incompatibles con el Estado romano, insiste en esto con particular ahínco. Pondera su fidelidad en el cumplimiento de sus deberes como buenos ciudadanos. Nunca conspiran contra la autoridad constituida. Son súbditos fieles; obedecen a todas las leyes mientras no se opongan a la ley de Dios. Por otra parte, contra las calumnias que se esparcían, prueba que los cristianos no tienen culpa ninguna en las calamidades que afligían al Imperio.»

Presentamos el original latino de la obra, acompañado de una venerable versión, la que publicó en 1644 el aragonés Pedro Manero, futuro obispo de Tarazona. La profesora Carmen Castillo García en la introducción a su excelente traducción de la obra (Biblioteca Clásica Gredos, 2001), la califica así: «La traducción de Fray Pedro Manero se titula Apología contra los gentiles y ha sido reeditada muchas veces; en la colección Austral hay dos ediciones de 1947. Es más una glosa que una traducción propiamente dicha; el autor da título a los capítulos con un estilo cervantino; es el suyo un modo de proceder didáctico, que introduce constantemente frases aclaratorias complementarias al texto tertulianeo, privándolo de su tono incisivo y directo; es una prosa cuidada, que se sirve de unas formas de expresión propias del lenguaje culto de su época, pero que —como digo— no coinciden con el estilo del original.» Toda versión es necesariamente hija de su tiempo, y conlleva cierto falseamiento; a pesar de lo cual ésta en concreto puede resultar un atractivo modo de acercarse a la obra.

Codex Balliolensis 79, Oxford, siglo XV.

lunes, 20 de diciembre de 2021

Flavio Arriano, Historia de las expediciones de Alejandro

Desconocido de El Fayum

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También conocida como Anábasis de Alejandro. Federico Baráibar y Zumárraga, su traductor, la presentaba así: «Flavio Arriano nació en Nicomedia de Bitinia, donde se educó y fue sacerdote de Ceres y su hija Proserpina, que recibían en aquella ciudad especial culto. Floreció en tiempo de Adriano y de los dos Antoninos, consagrando su existencia a la filosofía, las letras y las magistraturas civiles y militares. Discípulo de Epicteto y partidario de la doctrina estoica, escribió ocho libros de las Disertaciones de aquel filósofo, doce de sus Homilías, una Biografía del mismo y un Manual de su filosofía. Aficionado desde niño a las letras, cultivó con ingenio singular la historia y la geografía, conquistándole su talento honores tan distinguidos como la ciudadanía de Roma y Atenas, el gobierno de la Capadocia y el mismo consulado, y granjeándole la amistad de los hombres más eminentes de su siglo, entre los cuales figuran Plinio el Joven y Luciano de Samosata, que hablan de él con extraordinario aprecio. Sus puestos oficiales le permitieron poner en práctica sus dotes de general y jurisconsulto, de las cuales dejó buena memoria, facilitándole al propio tiempo la composición de algunos trabajos históricos, tales como las Guerras contra los Partos (Παρθικὰ), Contra los Alanos (Ἀλανικὰ), el libro de Táctica (Τέχνη τακτική) y el Periplo del Ponto Euxino (Περίπλους Εὺξείνου Πόντου).

»Estas y otras obras, y el particular y a menudo feliz empeño que puso Arriano en imitar al autor de la Anábasis, le valieron el sobrenombre de nuevo Jenofonte, modelo que siguió constantemente hasta copiarlo con la excesiva nimiedad que es de notar principalmente en la Historia cuya versión ocupa este volumen. El título, la división en siete libros, el dialecto, las formas de la narración, el sobrio empleo de los discursos, la minuciosidad en las descripciones militares y otros pormenores, son idénticos en las Anábasis de ambos escritores; pero al compararlos, resulta claramente la inferioridad de Arriano, a pesar de su innegable mérito. “Su dicción, dice Saint Croix, es menos elegante, y no tiene la gracia de la de su modelo, notándose en ella, no obstante su claridad, la falta de soltura y el amaneramiento casi inevitable en las imitaciones. Arriano es recomendable por el orden y colocación de las palabras, pero su narración no es animada ni dramática como la de Jenofonte. La precisión de Arriano nunca le hace degenerar en oscuro; pero su sencillez es más fruto del arte que de la naturaleza. Si emplea términos nuevos, son siempre inteligibles y no perjudican a la claridad, su principal mérito. Carece de elevación, y cuando deja un instante de imitar y usa una frase enteramente suya, incurre a veces en bajeza. Sin embargo, la lectura de sus obras no cansa ni fatiga.”

»Con esto, y con añadir que el estilo de Arriano es en general sencillo, elegante y templado, sin caer casi nunca en excesos retóricos ni salirse del tono conveniente a la historia, creemos haber dicho lo suficiente para quien desconozca el griego o no quiera molestarse leyendo el original. Las observaciones que pudieran hacerse sobre otros méritos o defectos de su Historia, justamente considerada como la mejor que se ha escrito de Alejandro, amén de ser quizá mera repetición de lo consignado ya en cien libros, están al alcance de los ilustrados lectores. Respecto a nuestra traducción, primera que se imprime en castellano, nos cierra la boca otro orden de consideraciones. Sólo diremos, pues, recomendándonos a la benevolencia del público, que hemos procurado ser fieles al original, sin ceñirnos siempre rigurosamente a su letra para evitar repeticiones y giros que serían insoportables en nuestro idioma. El texto que hemos seguido es el publicado por Fr. Dübner en la Biblioteca griega de Fermín Didot (1877), agregando a la versión las notas absolutamente indispensables para su inteligencia, huyendo del aparato de fácil y pedantesca erudición.»

lunes, 13 de diciembre de 2021

Luciano de Samósata, Cómo ha de escribirse la Historia

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En sus divertidas y embusteras Historias verdaderas, Luciano de Samósata se refiere así a los geógrafos e historiadores de su época: «Ctesias de Cnido, hijo de Ctesíoco, ha escrito de la India y de sus habitantes cosas que no ha visto ni oído. Yámbulo ha referido muchos portentos del Océano en una obra cuya ficción es evidente para todos, pero no desnuda de atractivo. Otros muchos siguiendo igual sistema, han descrito como suyos ciertos viajes y aventuras, donde hablan de animales monstruosos, hombres crueles y rarísimas costumbres (...) Al leer todos estos autores, no los he vituperado agriamente por sus mentiras, considerando que éstas son ya frecuentes en los preciados de filósofos, me ha pasmado en ellos el que hayan creído que no iba a conocerse que no escribían la verdad. Por lo cual yo mismo, deseoso de dejar algo mío a la posteridad, y de no ser el único que no ejercitase el derecho de fingir, me he decidido, a falta de sucesos verdaderos que contar, pues no me ha ocurrido nada digno de mención, a ejercitarme también en una mentira mucho más razonable que la de los demás; pues cuando menos habrá una verdad en mi libro: la confesión de que voy a mentir. Con ella creo eximirme de la acusación que a los otros narradores acabo de hacer. Cuento, pues, cosas que no he visto, aventuras que no me han sucedido y que no he oído que hayan sucedido a nadie, y añado cosas que ni existen ni pueden existir. Los lectores no deberán, por consiguiente, darles el menor crédito.»

Más en serio (relativamente), Luciano de Samósata (125-195) lleva a cabo en la breve obra que presentamos un análisis y crítica severa de ese modo interesado, falto de rigor y poco valioso del trabajo de muchos de los historiadores de su tiempo, que contrapone a las reglas que considera oportunas. Ahora bien, su concepción de la Historia es eminentemente literaria: es una de las Artes (su musa es Clío), y se encuentra a caballo de la retórica y la sofística. Rechaza como vicios capitales la tendencia a la adulación de capitanes y príncipes, a los excesos literarios (trágicos o poéticos), a la pedantería que lleva a explayarse en detalles nimios o meramente geográficos, a la imitación servil de los grandes historiadores… Para él, la historia es ante todo una obra retórica y su valor depende tanto de su forma literaria como de su utilidad práctica y pública de carácter político y moral: «El buen escritor de historia ha de tener dos condiciones esenciales, a saber: grande inteligencia política y vigorosa elocución. La primera no se aprende, es un don natural; la segunda puede adquirirse con mucho ejercicio, asiduo trabajo y gran deseo de imitar a los escritores de la antigüedad. No pueden ser suplidas por el arte, ni necesitan de mis consejos.»

Pero ante todo debe atender a la verdad de los acontecimientos: «El único deber del historiador es narrar con veracidad los hechos. Pero no podrá cumplirlo si teme a Artajerjes, de quien es médico, o espera una túnica de púrpura, un collar de oro o un caballo de Nisea en premio de las lisonjas de su escrito. No harán esto Jenofonte, historiador imparcial, ni Tucídides. Si tiene enemistades particulares, las pospondrá al interés común, y la verdad vencerá al odio, y las faltas se dirán, aunque sean de un amigo. El decir la verdad, repito, es el único deber del historiador, a ella debe posponerse todo cuando de historia se escribe, y única regla, en fin, y única medida exacta es no mirar sólo a los que actualmente nos escuchan, sino a los que, en lo sucesivo, leerán nuestras obras. Así ha de ser el historiador exento de temor, incorruptible, independiente, amigo de la franqueza y de la verdad (...); sin conceder nada a la amistad ni al odio; sin perdonar nada por compasión, vergüenza o respeto; juez imparcial, benévolo con todos, sin excederse para nadie de lo justo; extraño a sus libros, sin rey, sin ley y sin patria, y sin preocuparse de lo que éste o aquél pensará, refiriendo verazmente los hechos.»

Pueden resultar de interés estas viejas reflexiones de este viejo sofista, retórico y satírico sirio-griego-romano, que desde su recuperación en el Renacimiento (lo vimos citado por Vasco de Quiroga la pasada semana), influyó poderosamente en la literatura europea. Quizás se podrían aplicar dichas observaciones a buena parte de los usos y abusos actuales de la vieja Clío: historias de clase, de género, de raza, de nación; supuestas memorias históricas o democráticas; leyendas negras y rosas… Un sinfín de manifestaciones de algo tan antiguo como es el uso de la Historia como instrumento para alcanzar ciertos fines, como herramienta, como propaganda: «El que controla el pasado —decía el eslogan del Partido—, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado.»

lunes, 6 de diciembre de 2021

Vasco de Quiroga, Información en derecho sobre algunas Provisiones del Real Consejo de Indias

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La semana pasada nos centramos en el gran activismo a que dio lugar (para combatirla) la Provisión real de 1534 que impulsaba y regulaba la esclavización de los indios en la América hispana, y que culminó con la intervención papal de Paulo III. Hoy presentamos el importante documento que uno de los oidores de la llamada segunda Audiencia, máximos gobernantes de México, dirige en 1535 a Carlos I. El texto supone una muy dura crítica, no sólo de la mentada Provisión, sino de la conducta generalizada de los españoles respecto de los indios en la Nueva España, desde los más variados puntos de vista: jurídico (sobre todo), ético, religioso y económico. En toda la información subyace la defensa de los naturales y de buena parte de sus tradiciones respecto a su organización y costumbres legales. Y es que considera que debe aceptarse que «ser éste, como es en la verdad con gran causa y razón y como por divina inspiración, llamado Nuevo Mundo, como en la verdad en todo y por todo lo es, y por tal debe ser tenido para ser bien entendido, gobernado y ordenado, no a la manera y forma del nuestro; porque en la verdad no son forma sino en cuanto justo y posible sea a su arte, manera y condición, convirtiéndoles lo malo en bueno y lo bueno en mejor.»

Vasco de Quiroga (1472-1565) fue uno de tantos destacados funcionarios de la monarquía. Sin embargo, apenas se conoce de su carrera anterior a su desembarco en América a últimos de 1530, nombrado oidor de la Audiencia de la Nueva España. Ésta recibió el encargo de organizar política y administrativamente el territorio, y junto con ello investigar, juzgar y corregir los notorios abusos contra la población indígena cometidos anteriormente. Y en este sentido, Quiroga rebasa con mucho su cometido, iniciando una fecunda labor social que pasa por la creación de los llamados pueblos-hospitales, asentamientos exclusivamente formados por los indios que se autogobiernan al margen de las Encomiendas regidas por los conquistadores: los únicos españoles son los clérigos que aseguran la atención religiosa. La original sociedad que diseña Quiroga se basa en partes equivalentes en las propias tradiciones indígenas, en las españolas de los cabildos, pero sobre todo en la Utopía de Tomás Moro, a la que se refiere en numerosos pasajes de la obra. Las Reglas y ordenanzas para el gobierno de los Hospitales de Santa Fe de México y Michoacán, publicadas incompletas en 1766, detalla la organización y reglas de estas originales fundaciones comunales. Posteriormente fue promovido al obispado de Michoacán, del que tomó posesión en 1538, lo que le permitió impulsar estos proyectos sociales.

Sin embargo, en la obra que nos ocupa el propósito manifiesto es el rechazo patente sobre el proceso de esclavización de los naturales. Para ello realiza un extenso análisis jurídico sobre la institución de la esclavitud en su enorme variedad: en el pasado y en la actualidad, en las sociedades indias y en Europa. Pondera todos los requisitos jurídicos para que ésta sea legal, y concluye la absoluta carencia de ellos en América. Quiroga es ante todo jurista y por ello predominan las referencias a códigos y leyes de todo tiempo y lugar. Pero no faltan las citas teológicas, filosóficas y humanistas. Y tampoco autores de su tiempo, auténticas novedades que le sirven para reforzar algún punto de su argumentación, como La nave de los necios de Sebastian Brand, la reciente traducción latina de las Saturnales de Luciano de Samósata, o su admirado Tomás Moro. Pero el autor no se limita a condenar la esclavitud, sino que, en sintonía con la labor que está llevando a cabo, propone las reformas que considera oportunas para salvaguardar la Nueva España.

En cuanto al estilo, el mismo Quiroga es consciente de su apresuramiento, sus reiteraciones y su desorden: «Querría, si pudiese, excusarme ahora, después del mal recaudo hecho y dicho, que me haya acontecido a mí en esta ensalada de cosas y avisos lo que a los abogados cautelosos en los pleitos y causas, que inculcan y redoblan y repiten las cosas disimuladamente por diversas maneras de decir en las posiciones y artículos que hacen, a fin que si el testigo o la parte o el que examina se descuidasen en mirar y entender y estar atentos en lo uno, que no se puedan escapar y vengan a caer y a dar de rostro en lo otro, que es como aquello, porque la verdad de la causa salga adelante y no se pierda por alguna inadvertencia. Y así yo, como piense en esto traer razón, verdad y justicia, confieso haber caído a sabiendas en este yerro, por usar de esta cautela; pero por ser yerros que se hacen por el amor de esta tierra y de la buena y general conversión y conservación e instrucción de ella y de sus naturales, creo me serán perdonados.»

Mural de Juan O'Gorman en Pátzcuaro (Michoacán) 1942