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lunes, 24 de enero de 2022

Anténor Firmin, La igualdad de las razas humanas (fragmentos)

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José Luis Comellas en Los grandes imperios coloniales (Madrid 2001) se refería así al racismo de fines del siglo XIX: «La palabra, hoy, resulta en extremo malsonante. Hace ciento veinte años se empleaba con absoluta naturalidad, y, más aun, como resultado de una experiencia científicamente comprobada; y entonces lo que afirmaban los científicos era una verdad de fe. La Europa de 1880 era un continente civilizado, cortés ―mucho más cortés en sus maneras que hoy―, tolerante en las ideas y en las creencias, regido por sistemas democráticos y parlamentarios, en que entre los principios fundamentales contaba el máximo respeto hacia los derechos humanos. Aberraciones como el nazismo hitleriano o la dictadura estalinista eran absolutamente imprevisibles, y todos los europeos, inclusos los alemanes o los rusos, las hubieran rechazado indignados. Y, sin embargo, era una Europa racista. Más, advierte Stromberg, en los países protestantes que en los católicos, porque estos últimos conservaban la concepción universalista y ecuménica de la tradición cristiana, pero el respeto que en muchos podía existir hacia otras razas y otras culturas no podía ocultar este hecho científicamente comprobado: la raza blanca es superior por naturaleza a las demás etnias humanas.»

Y tras referirse a Gobineau y su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855), a Chamberlain y a Galton, continúa: «En 1880 las teorías racistas estaban en todo su auge. ¿Qué es lo que había cambiado desde los tiempos de Gobineau? Un factor sobre todo parece que hay que tener en cuenta, y es la proliferación del darwinismo, extendido, más que por iniciativa de Darwin, por sus seguidores, entusiastas y dogmáticos, a la manera de Spencer. La teoría de la selección de las especies, de la supervivencia de los más aptos y del progreso ineluctable y necesario por obra del predominio natural de los mejores y más preparados, se convirtió por los años 80 en un verdadero dogma, en un principio que explicaba el avance no sólo necesario, sino conveniente, de la humanidad (…) El racismo, en el sentido de conciencia clara de la superioridad de una estirpe, y con ella de sus derechos y hasta de sus deberes civilizadores, se impuso también como un dogma.» 

Pues bien, en esa sociedad en la que se pretendía apuntalar con los avances científicos el viejo racismo práctico, y en la que el nuevo racismo científico se difunde sobremanera (aceptan el dogma de la desigualdad de las razas hasta muchos anti-esclavistas militantes), y contribuye a justificar el reparto del mundo entre un puñado de potencias coloniales, resultan de especial interés los intelectuales que se sobrepusieron a ese consenso dominante aunque falso, y que realizaron una crítica sostenida a sus fundamentos. Entre ellos destaca el haitiano Anténor Firmin (1850-1911). Fue académico, publicista, y ante todo político: embajador, ministro y, naturalmente, también exiliado. Todavía joven, es recibido en la Sociedad de Antropología de París, y la confrontación con otros miembros es el acicate para la publicación de la obra de la que presentamos una selección de sus apartados más significativos.

En ella Firmin se pregunta: «¿Cómo tantos hombres eminentes, de una claridad indiscutible, estudiosos con teorías originales o filósofos librepensadores han podido asumir esta idea extraña de la inferioridad natural de los negros? ¿Esta idea no es como un dogma cuando, en lugar de basarse en una demostración seria, se limita a afirmarla como si se tratara de una verdad justificada por el sentido común y la creencia universal? En un siglo en el que todas las cuestiones científicas son estudiadas, ya sea por el método experimental o por la observación, ¿el juicio mediante el cual se establece que la raza negra es inferior a todas las demás, no se quedaría sin otra base que la fe de los autores que la sostienen?» Naturalmente, Firmin realiza su crítica del racismo desde el progresismo, y desde los presupuestos científicos de su época, positivismo y darwinismo, que conoce a fondo. Ahora bien, el primero está hoy considerablemente superado, y el otro se transformará poderosamente con el desarrollo de la genética. Pero quizás estas mismas limitaciones son las que despiertan nuestro interés: con los conocimientos y valores de su tiempo y suficiente independencia de criterio, es posible liberarse de avasalladoras imposiciones ideológicas a la moda, y defender valores humanos permanentes.

Esta obra de Anténor Firmin tuvo una limitada repercusión en su tiempo, incluso en la región antillana donde pudo resultar especialmente atractiva. Habrá que esperar a 1930 para disponer de la primera traducción, limitada a las Conclusiones, realizada por otro interesante personaje, Lino D’Ou (1871-1939), y publicada en el conservador Diario de la Marina, de La Habana, donde dirigía una sección denominada Ideales de una raza, de patente carácter anti-racista. La primera traducción completa que conozco fue realizada por Aurora Fibla Madrigal, y publicada también en La Habana por el Instituto Cubano del Libro, en 2013. De ella he extraído los restantes fragmentos seleccionados. También se puede acceder a la edición original francesa, de 1885.

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