En sus Meditaciones del Quijote (1914), José Ortega y Gasset se pregunta: «Dios mío, ¿qué es España? En la anchura del orbe, en medio de las razas innumerables, perdida entre el ayer ilimitado y el mañana sin fin, bajo la frialdad inmensa y cósmica del parpadeo astral, ¿qué es esta España, este promontorio espiritual de Europa, ésta como proa del alma continental? ¿Dónde está —decidme— una palabra clara, una sola palabra radiante que pueda satisfacer a un corazón honrado y a una mente delicada —una palabra que alumbre el destino de España? ¡Desdichada la raza que no hace un alto en la encrucijada antes de proseguir su ruta, que no se hace un problema de su propia intimidad; que no siente la heroica necesidad de justificar su destino, de volcar claridades sobre su misión en la historia! El individuo no puede orientarse en el universo sino al través de su raza, porque va sumido en ella como la gota en la nube viajera.»
Desde el origen de la escritura se testimonia el propósito de caracterizar a las más diversas agrupaciones humanas con los que se consideran sus rasgos físicos, intelectuales y morales. No importa el criterio empleado para determinar aquellas, que pueden ser etnias, religiones, estados, naciones, más recientemente ideologías políticas… y hasta equipos de fútbol. Estas características que se atribuyen a nuestro grupo o al extraño, pueden ser autoafirmadoras, ridiculizadoras, condenatorias; pueden compensar fracasos, o explicarlos; pueden ser el impulso de planes de futuro… Naturalmente, sean positivas y negativas, tienen un origen postizo, artificial, que tiende a proyectarse sobre los individuos y a modelar, por activa o por pasiva, al grupo. Se acepten o se rechacen, influyen poderosamente en su conducta.
Con los nacionalismos modernos ―construidos a partir del humanismo, de la Ilustración, de las revoluciones, del romanticismo...― se generaliza la idea del Volksgeist, el espíritu nacional. Se considera que cada nación tiene una esencia propia y diferenciada que le proporciona unos rasgos comunes e inmutables, que podrán ser conculcados y traicionados, pero que siempre renacerán. Naturalmente este concepto es siempre, asimismo, artificial y polimorfo: de cualquier nación existe tantas concepciones diferenciadas y contradictorias como el número de individuos que se ponen a determinarlas. Cada uno de ellos escoge, entre los múltiples caracteres, personajes, costumbres, modas y acontecimientos que le proporciona cualquier grupo humano, aquellos que le permiten demostrar su intuición, su idea previa de la nación. Y así, España es para unos la patria de las libertades (Padilla, Bravo y Maldonado, Lanuza, Cádiz…), y para otros la nación católica por excelencia (Trento, san Ignacio de Loyola, la cristianización de América…)
Nuestro autor de esta semana, Manuel García Morente (1886-1942), desde su abundante labor filosófica (son suyas una parte importante de las traducciones al castellano de las obras capitales del pensamiento moderno), en unas circunstancias determinadas y calamitosas de la sociedad y de su propia vida personal, va a intentar dar respuesta ―una nueva respuesta― a la angustiada pregunta de Ortega con la que que comenzamos. Quiere definir lo que considera una cuasi-persona histórica, España. Pero «la España a que nos referimos y que aspiramos a definir no es el territorio material en que la historia española se ha desarrollado; ni es tampoco la lengua con que los españoles se entienden; ni es tampoco ninguna de las realidades concretas —instituciones, artes, costumbres, ciencia, etc.— que España ha producido. La España que queremos definir y simbolizar no es la que en la historia se ha hecho, sino la que ha hecho la historia. No es un cuerpo, no es el cuerpo de España en tal o cual momento de su historia, sino la íntima fuerza que propulsa la historia, la energía morfogenética que crea todos y cada uno de los contenidos de la vida española actual y pretérita.» Y esa íntima fuerza es la hispanidad, como fenómeno expansivo, y la catolicidad, como fenómeno universal.
Naturalmente, esta interesante filosofía de la historia es hija de su tiempo y del posicionamiento ideológico de su autor en los últimos años de su vida. Pero es lo mismo que podemos decir de las anteriores España invertebrada de Ortega, Defensa de la Hispanidad de Maeztu, o El destino de España en la historia universal de García Villada, y de las obras posteriores que nos quieren definir el ser de España, tanto desde el exilio republicano ―La realidad histórica de España de Américo Castro (1948 con el título de España en su historia, y definitivamente 1954) a la que se enfrentará Claudio Sánchez Albornoz con su monumental España: un enigma histórico (1956)―, como dentro del franquismo ―España como problema (1949) de Pedro Laín Entralgo, frente a España sin problema (1949) de Rafael Calvo Serer.
Propuestas distintas y opuestas entre sí, cuyos autores no parecen advertir lo que García Morente señala en la obra que comunicamos, y que él mismo parece dejar pronto un tanto de lado: «El intento es, por la índole propia del problema, irrealizable. La esencia de una nación, como la de un individuo, no se puede definir, no se puede reducir a conceptos intelectuales; es tan característica, tan singular y única, que resulta imposible subsumirla en un conjunto de notas lógicamente inteligibles. Por eso lo único que podremos ―acaso― lograr será dar una sensación general de lo que es la hispanidad, ayudar al lector a tener una intuición de lo hispánico; nunca, empero, definir en conceptos ese germen, a la vez producto y productor, que ha engendrado y engendrará todavía un indefinido número de formas concretas y particulares en la sucesión del tiempo.»
Tiziano, La Religión socorrida por España, 1572-75 |