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lunes, 5 de junio de 2023

José García de León y Pizarro, Memorias

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José García de León y Pizarro (1770-1835) fue un diplomático, alto funcionario y ministro durante los reinados de Carlos IV y Fernando VII que, en sus años finales cuando ya ha caído en desgracia, redactó las Memorias con las que parece quiso ajustar cuentas con todos sus contemporáneos, y que quedaron inéditas durante medio siglo. Miguel Ángel Ochoa Brun, en el tomo XI de su monumental Historia de la diplomacia española (Madrid 2017) se ocupa abundantemente de él, y lo enjuicia así: «Entre los importantes Ministros del Gobierno y diplomáticos de la época, nadie discutirá los méritos de Don José García de León Pizarro, asiduo personaje... impagable testigo de los sucesos, agudo aunque mordaz crítico de hechos de personas... habrá que decir que, eso seguramente sin merecerlo, Pizarro quedó aislado de cargos y honores desde 1818. No tuvo que ver ni con el régimen liberal ni con el subsiguiente absolutista. Malo fue para él que... “los liberales lo consideraron realista y los absolutistas lo acusaron de masón”. Para su desgracia se le atribuyeron ciertos panfletos de agudo carácter satírico ridiculizante de los políticos de sus días (el Tutilimundi y una Arlequinada diplomática).»

Una de sus amistades ―durante un tiempo― fue Antonio Alcalá Galiano, que en sus propias Memorias lo retrata así: «Una amistad que formé entonces (1810), y cuya duración fue bastante larga, aunque hubo de terminar en apartamiento y en pique, y si no en enemistad, poco menos, y que acabó en indiferencia, influyó en gran manera en mi vida y en mis opiniones, sintiendo yo su influjo más o menos en todo cuanto he pensado, dicho y hecho en épocas anteriores. Era el sujeto con quien contraje relaciones que vinieron a ser de estrecha intimidad don José García de León y Pizarro, conocido generalmente por este segundo apellido, y que entonces era secretario del Consejo de Estado, empleo de muy alta categoría. Era grande la diferencia de nuestras edades, contando él, a la sazón, cuarenta años, y yendo yo a cumplir los veintiuno. Uníamos, sin embargo, cierta conformidad de carácter, y la casualidad de que, habiéndonos encontrado en conversaciones de aquellas en que se mezclan y hablan los españoles con no corta dosis de familiaridad, aun conociéndose poco o nada, nos cobramos mutuo aprecio.

»Pizarro había empezado sus servicios, siendo muy joven, en la carrera diplomática, entrar en la cual había sido objeto de mis pretensiones, no abandonadas todavía enteramente. Después de pasar algunos años en Berlín y Viena, primero agregado a la legación y después como oficial de embajada, había venido a Madrid a la Secretaría de Estado, en edad en que aquellos días era raro ocupar un puesto estimado a la sazón de alta categoría y grave importancia. Continuando en su carrera, y habiendo servido algunos cargos fuera, sin dejar su plaza en la secretaría, había llegado a oficial mayor de la misma, según creo, siendo ministro don Mariano Luis de Urquijo. En la violenta caída de este personaje corrió peligro de ser envuelto; pero salió bien de tan mal paso, ayudado por la gran privanza cortesana de su madre, y por la suya propia, y usando de su destreza, acompañada de arrojo. Al fin había salido al empleo que tenía de secretario del Consejo de Estado, salida, según se decía entonces, de las ordinarias, y si no la mejor, poco menos.

»Gozaba de la reputación de agudo e instruido, y la merecía, siendo más claro su entendimiento y más vasta su lectura que lo que le concedía el general concepto. También pasaba, y no sin razón, por travieso y algo calavera, siendo chistosísimo en sus ocurrencias, originalísimo en su modo de ver las cosas y en la conversación, sobre todo cuando disputaba; muy dado a galanteos, y también a relaciones de no buena clase con mujeres de mala nota. Tenía y hasta afectaba rareza en el vestir, pecando por descuido, aunque no por desaseo, lo cual, con el tiempo, vino a convertirse en desaliño, llegando a hacerse famosa una capa suya, que en los principios de nuestra amistad empezó a hacerse notable. Pizarro, con todas estas cosas, gustaba mucho en la sociedad, y muy especialmente a las mujeres, aunque distaba bastante de ser bien parecido, siendo de estatura pequeña, de no buenas facciones y de vista torcida. Por esto gozaba del privilegio, o, mirándolo de otro modo, de la desventaja de ser llamado todavía Pizarrito, a pesar de sus cuarenta años. Entre los hombres tenía bastantes enemigos que le vituperaban de ligero y maldiciente, cualidad esta última que mal se le podía negar, aunque lo gracioso de su maledicencia hacía que fuese recibida con gusto.»

Lo acertado de esta última observación podemos comprobarlo con estos párrafos del propio Pizarro, en los que hace un durísimo balance de todos los primeros espadas con los que convivió en su prolongada vida pública:  «Cevallos, Caballero y Soler condujeron al último término el mando de Carlos IV; Infantado y Escoizquiz, con el mismo Cevallos, dejaron la Nación huérfana y a Fernando VII en manos de Napoleón el año de 1808; Álvarez Guerra y Luyando, igualmente insignificantes, auxiliados por los inutilísimos Argüelles, García Herreros y demás de la mayoría de Cortes, entregaron la Nación al despotismo de Eguía y Ugarte, en 1814, y San Carlos, Villamil, Ostolaza y Macanaz, sembraron la revolución y la ruina de Fernando en la época más brillante de su reinado. En 1820, el Duque de San Fernando, un Alós, Salmón y compañía, enterraron la autoridad de Fernando del modo más torpe. La pedante inutilidad de Argüelles, Castro y Valdés hicieron retrogradar la revolución; Bardají, el estúpido Pelegrín y el perverso Feliú pusieron en confusión todos los elementos sociales, y, en fin, el frívolo La Rosa, el egoísta Gareli, el necio Moscoso y el barbarón Balanzat, condujeron al Rey y a la Nación al mayor peligro en 1822, con síntomas cruentos, que tuvieron el éxito más deshonrible para la Nación, y más doloroso en 1823, bajo la dirección del bárbaro y estúpido San Miguel y compañía.

»En todos estos lances la Nación, el pueblo español se ha salvado a sí mismo, a pesar de la frecuente traición y continua estupidez de sus gobernantes. Desde esta época de la Restauración, Cea, Calomarde, el obispo de Tortosa, Pozo di Borgo, Alcudia, Zambrano, Ballesteros, asesorado por los abates, y no abates afrancesados, y los auxiliares de España, han ido conduciendo la Nación, por una lenta y fatigosa agonía, a la crisis de septiembre de 1832, de que la portentosa resurrección del Rey nos salvó: ahora se verá si San Fernando, Parsent, los afrancesados y los anilleros tendrán mejor suerte, ayudados por las elecciones que han hecho y con el magistral auxilio del grande hombre de Estado Cea. ¡Dios lo haga! Pero en el año de la administración de decepción y despotismo que siguió bajo Cea, Cruz y los despreciables Ofalia y demás (menos Martínez), han preparado el desorden del espíritu público y puesto a la Nación al peligro inminente de una guerra civil al morir el Rey, después de haberle robado el entusiasmo que produjo su resurrección de La Granja, y desacreditado y desairado a la Reina con su marido y con el público. Así estamos, 8 de octubre de 1833.»

Podemos considerar lo anterior como fruto del ostracismo en el que se encuentra desde 1818, pero su amargo desencanto no le impide anhelar la vuelta a la vida activa, si no como ministro, a lo menos como embajador… Lo observamos en la última parte de sus Memorias, meras anotaciones sin reelaborar, que realiza casi día a día durante el año 1833. Allí recoge todo tipo de rumores que le llegan sobre las luchas políticas, las interioridades de la Corte, antes y después de la muerte del rey, y los primeros compases de la guerra carlista.

La Secretaría de Estado todavía se encontraba en los bajos y covachuelas del Palacio Real.

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