Rodolfo Galeotti, Retrato imaginario de Bernal Díaz |
Julián Marías, en su luminoso España inteligible. Razón histórica de las Españas, presenta así al autor y a la obra: «La historia verdadera de la conquista de la Nueva España es uno de los libros más apasionantes que se han escrito. Este soldado de Medina del Campo escribió ya viejo sus memorias de la increíble campaña de Hernán Cortés; era uno de los cuatrocientos cincuenta españoles que emprendieron la conquista del inmenso territorio. Hay que advertir desde luego que el descubrimiento y conquista de América no fue buen negocio para los que lo realizaron. Los esfuerzos, fatigas y padecimientos fueron increíbles. La distancia, las dificultades del terreno ―selvas, desiertos, cordilleras, ríos, animales feroces, mosquitos más feroces todavía―, sin contar los combates con los indios y de los españoles entre sí, tan frecuentes, ni los riesgos de la navegación transatlántica en veleros que rozaban las cien toneladas, todo ello hacía la vida de estos hombres extremadamente penosa, esforzada y peligrosa. Las probabilidades de sobrevivir eran mínimas, y bien lo sabían. Si se hiciesen cuentas, se encontraría que los descubridores y exploradores, en su inmensa mayoría, dejaron la piel en la empresa. El utilitarismo, la codicia, no es explicación suficiente.
»Fue decisivo el espíritu de aventura, el deseo de realizar hazañas extraordinarias y dignas de ser recordadas, el orgullo de pertenecer a una minoría capaz de grandes cosas. En el preámbulo de su historia, Bernal Díaz del Castillo habla de “los heroicos hechos y hazañas que hicimos cuando ganamos la Nueva España y sus provincias en compañía del valeroso y esforzado capitán don Hernando Cortés”; y anuncia que va a escribir como buen testigo de vista, “con la ayuda de Dios, muy llanamente, sin torcer a una partes ni a otra, y porque soy viejo de más de ochenta y cuatro años y he perdido la vista y el oído, y por mi ventura no tengo otra riqueza que dejar a mis hijos y descendientes, salvo esta mi verdadera y notable relación...” (…) Y añade: “Y porque haya fama memorable de nuestras conquistas, pues hay historias de hechos hazañosos que ha habido en el mundo, justa cosa es que estas nuestras tan ilustres se pongan entre las muy nombradas que han acaecido.” (…) El ejemplo de griegos y romanos, la voluntad de igualarlos o superarlos, aparece junto con los recuerdos de la caballería medieval y del Romancero, incluso en hombres de pocas letras, como Bernal Díaz del Castillo. (...)
»Al final de su historia, Bernal hace un balance conmovedor. Se dirige a la Fama, y le cuenta que en 1568 en que escribe su relación, de 450 soldados que pasaron con Cortés desde la isla de Cuba no quedan vivos más que cinco, “que todos los demás murieron en las guerras ya por sí dichas, en poder de indios, y fueron sacrificados a los ídolos, y los demás murieron de sus muertes; y los sepulcros que me pregunta dónde los tienen, digo que son los vientres de los indios, que los comieron las piernas y muslos, y brazos y molledos, y pies y manos, y lo demás fueron sepultados, y sus vientres echaban a los tigres y sierpes y halcones, que en aquel tiempo tenían por grandeza en casas fuertes, y aquellos fueron sus sepulcros, y allí están sus blasones.” Y de 1.300 hombres de Pánfilo de Narváez quedan vivos diez u once, y los 1.200 de Francisco de Garay, casi todos están muertos, y todos los quince de Lucas Vázquez de Ayllón. Y en una frase final, llena de veracidad y realismo, Bernal Díaz concluye: “Y a lo que a mí se me figura con letras de oro habían de estar escritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte por servir a Dios y a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar.” (...)
»Los descubridores y conquistadores hicieron pésimo negocio: los más consiguieron muerte desastrada, y los supervivientes, después de infinitos padecimientos y calamidades, algo muy parecido a la pobreza; querían evangelizar las Indias, servir al rey, alcanzar gloria y fama, realizar hazañas nunca vistas, tener aventuras, vivir con el alma en un hilo, descubrir novedades. Y además, jugar a la lotería de la riqueza, tener la esperanza de volver un día a Castilla, a Andalucía, a Extremadura, a la tierra vasca, llenos de recuerdos y con algún oro. En el fondo sabían que no lo iban a conseguir, que iban a dejar los huesos en América, y la carne en el vientre de un indio o un ave de rapiña; pero sin esa ilusión, ¿hubieran tenido arranque para pasar aquellos tártagos? Y todavía más, ¿hubieran sabido justificar aquella inverosímil aventura?»
Hasta aquí, Julián Marías. Una última observación; la Verdadera historia sorprende (y maravilla) con el tono coloquial que emplea el autor para referirnos sus descomunales remembranzas. Nos inunda y sumerge en una verborrea que subyuga, formada por incontables series de oraciones concatenadas (y… y… y...) a las que Bernal no sabe poner freno más que cortando el tema y cambiando de capítulo. El autor es consciente de su carácter reiterativo, pero sus frecuentes propósitos de ir a lo principal, de no repetir una y otra vez descripciones y enumeraciones, son siempre incumplidos. Por suerte, porque son estos rasgos los que permiten al lector incluirse en el corro de ávidos oyentes que, en torno al brasero, escuchan al viejo soldado…
Y ello, a pesar de que no dejan de percibir la molesta sospecha que también le surgió varios siglos después a Jorge Luis Borges en unas circunstancias comparables: «El coronel me recibió después de cenar. Desde un sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber entrado en Montevideo y que se desvió, porque el gaucho le teme a la ciudad, de hombres degollados hasta la nuca, de una guerra civil que me pareció menos la colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de Tupambaé, de Masoller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos.» (La otra muerte, en El Aleph.)
No sabemos si este fue el caso de Bernal Díaz del Castillo, que también recordó (rehizo) con amor los tiempos que fueron.
Del Lienzo de Tlaxcala. |
Gracias.
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