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viernes, 16 de octubre de 2015

Medio siglo de legislación autoritaria en España (1923-1976)

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El liberalismo triunfó en fecha temprana en España en comparación con otros países, lo que explica la asunción de sus valores por buena parte de la sociedad. Hasta sus mismos opositores decimonónicos (tradicionalistas, marxistas y anarquistas) terminaron por aceptar, de forma más o menos consciente, el ámbito referencial del sistema liberal (pluralismo ideológico, participación, elecciones, derechos individuales...). Además, y desde la restauración borbónica, fue un sistema civil que funcionaba y que había superado el insurreccionismo y el intervencionismo militar que caracterizó el reinado de Isabel II y el Sexenio revolucionario. Su fortaleza quedó probada al superar el Desastre de 1898, y al mantener en los años siguientes el crecimiento económico y cultural. Pero la sociedad también era consciente de sus defectos (especialmente de su carácter corrupto), a los que terminó por identificar con el propio sistema liberal: la idea del regeneracionismo se volvió omnipresente, en todas las capas y grupos sociales: era preciso sanar España, eliminar lo caduco, establecer innovaciones de todo tipo, con el objetivo de alcanzar a los idealizados países de nuestro entorno. En realidad esta misma crítica al liberalismo oligárquico también se generalizaba por entonces en Gran Bretaña, Francia, Italia...

En un primer momento los partidos liberales dinásticos fueron los promotores del reformismo, especialmente en el gobierno largo del conservador Maura (1907-1909), y en el del liberal Canalejas (1910-1912). Ambos procesos quedaron, lamentablemente, truncados: el primero por las consecuencias de la Semana Trágica (ruptura del turno de partidos y crisis oriental del rey), el segundo al ser asesinado por un anarquista. La modernización del sistema español no se completó de forma coherente, y el sistema, sus partidos y sus dirigentes continuaron siendo débiles. Fueron incapaces de movilizar a la sociedad en un proyecto de cambio, en parte por la ausencia de auténticos partidos de masas. Por eso, el incremento de la conflictividad (la mencionada Semana Trágica de 1909, la guerra de África, la crisis global de 1917, la violenta lucha social de 1918-23 y el Desastre de Annual en 1921) acabó provocando la caída del sistema de la Restauración y del propio liberalismo.

Se inicia así el medio siglo autoritario de la España contemporánea. En 1923 la dictadura del general Miguel Primo de Rivera nació como una breve solución de fuerza (se hizo común la referencia al cirujano de hierro de Costa) que sin embargo se prolongó e institucionalizó progresivamente. Al principio gran parte de la sociedad recibió la nueva situación con una actitud entre el aplauso y la indiferencia: resolvió numerosos problemas, pero creó otro nuevo y decisivo: en sintonía con los nuevos aires que se extendían por Europa tras la primera guerra mundial, propuso un régimen autoritario como alternativa al liberalismo. Su fracaso arrastró consigo a la propia monarquía, identificada con la dictadura, y condujo a la proclamación extralegal de la Segunda República.

Esta fue una democracia con graves carencias en su ordenamiento y práctica política. Quizás lo más grave fue la escasez de comportamientos democráticos y tolerantes (aunque también los hubo, y desde todas las posiciones políticas): sus propios dirigentes prefirieron el enfrentamiento a la colaboración y el acuerdo. Además, la conflictividad y el desprecio por la legalidad fue constante: se produjeron varios intentos de revolución anarquista y un golpe de estado derechista contra gobiernos de izquierdas, y otros intentos de signo anarquista, socialista y catalanista contra gobiernos de centro y derecha. Todos ellos fracasaron, pero causaron miles de víctimas y sobre todo la generalización del odio y del miedo al contrario. Un nuevo golpe militar en julio de 1936 fracasó también, pero sólo hasta cierto punto: el gobierno formado por republicanos de izquierdas lo derrotó, pero sólo en ciertas regiones. Este doble fracaso supuso el triunfo, en ambos bandos, de los elementos más extremistas, que consideraban periclitada la legalidad liberal. En las dos Españas resultantes, fueron ellos los catalizadores del resto de la población, empleando a fondo dos herramientas básicas: la propaganda y la represión.

La Guerra Civil supuso el fin de la democracia: es llamativo que en ambas zonas se celebrase con entusiasmo los aniversarios de su inicio. En la España gubernamental triunfó una revolución social de signo anarquista y marxista, con una difícil convivencia interna. En la España sublevada se estableció pronto una dictadura personal que, ideológicamente, se apoyó en elementos tradicionalistas y falangistas. Este fracaso aparentemente definitivo del sistema liberal condujo al establecimiento de la prolongada dictadura del general Franco. Si en 1936 todavía quedaba una mera democracia formal, pronta a desvanecerse, pasarán cuarenta años antes de que vuelvan a implantarse las bases de un sistema democrático.

El franquismo fue una dictadura militar de carácter personal, porque desde septiembre de 1936 el ejército y el propio régimen reconoció en la persona del dictador (aunque no lo denominaran así) la fuente de toda autoridad, y el origen de todo poder. Se apoyaba en diversas y opuestas corrientes ideológicas (falangismo, carlismo, y neta reacción), a las que sólo les unía el rechazo hacia el otro bando: eran profundamente anticomunistas, antiliberales y antiseparatistas. Lejos de ser un inconveniente, lo contradictorio de sus planteamientos resultó una ventaja para Franco, que estableció un curioso sistema de contrapesos entre ellos. El franquismo manifestaba así su oportunismo perpetuo, y se revistió de los más variados ropajes en función de los vientos que corren: de una etapa plenamente totalitaria de sintonía nazifascista, pasó a un conservadurismo de talante pronorteamericano; de un estatalismo económico, a una liberalización económica; de un nacionalsindicalismo absorbente, a una laxa democracia orgánica. Lo único que mantuvo constante fue el dominio autoritario del dictador, responsable último y único de todos estos avatares.

La apertura del régimen en sus últimos años, generada por sus tardíos pero considerables éxitos económicos y sociales, propició la aparición de nuevas corrientes de oposición, tanto democráticas como totalitarias, en sintonía con la época. Y en este sentido será decisiva la latente división de los propios cuadros del franquismo entre aperturistas e inmovilistas. La posterior transición a la democracia, tras la muerte del dictador, fue consecuencia de este nuevo paisaje, muestra de una sociedad profundamente transformada a lo largo de los últimos años, en la que se habían generalizado valores y comportamientos democráticos, compartidos con los países de su entorno. Los políticos de dentro y de fuera del Régimen, acabaron por aceptar mayoritariamente esta realidad.

Presentamos en Clásicos de Historia una colección (necesariamente incompleta, pero suficiente) de los sucesivos ordenamientos jurídico-políticos, que desde contrapuestos posicionamientos ideológicos han perseguido diseñar sociedades ideales desde 1923 hasta 1976. Aun siendo tan diferentes, resulta interesante (y quizás también inquietante) observar las continuidades entre ellos, incluso en la Segunda República, etapa formalmente liberal. Con la perspectiva que proporciona el distanciamiento temporal, se constatan dos coincidencias de base en todos. En primer lugar un reformismo exacerbado que conscientemente quiere comenzar por el derribo de lo considerado caduco, antes de levantar de nueva planta una diversa estructura social o política. Y, consecuencia de ello, el autoritarismo: el convencimiento de la oportunidad (más bien, la necesidad) de imponer dichos planes, que quedan así moral y políticamente justificados. Y, lógicamente, al que lo cuestione se le atribuirán todo tipo de propósitos vergonzantes cuando no infames, y recorrerá con premura el camino que le transformará de discrepante en enemigo.

Quizás resulte útil examinar esta normativa de otra época, e identificar sus ecos especulares en la nuestra...

El pueblo al general Primo de Rivera: Ya ves, ni has tenido que hacer servir la espada,
con la escoba sobra; ahora, con tal que entre lo malo que barres no barras algo bueno...
(Bagaría en
La Nación, de Buenos Aires, el 18 de noviembre de 1923.)

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