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viernes, 7 de octubre de 2016

Tomás Moro, Utopía

Retrato, por Hans Holbein el Joven (1527)

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Tomás Moro (1478-1535) es una de las cumbres del humanismo renacentista. Abogado, político, poeta, autor ascético… pero siempre polemista, participando en el agitado debate intelectual de los primeros años del XVI, época en la que se dialogaba (al modo clásico: armoniosa y platónicamente, pero sin eludir invectivas y palabras gruesas) sobre todo aquello que se refiera al ser humano, personal, social y transcendentemente considerado. Se relacionará con los primeros espadas de la época como Erasmo de Rotterdam, que en una carta formularia y laudatoria dirigida al impresor de Utopía escribe:

«Sabes muy bien que siempre me ha agradado sobre manera todo lo que se refiere a mi amigo Moro. Sin embargo, la misma amistad que nos une, me obliga a desconfiar un tanto de mi propio juicio. Por otra parte, veo cómo todos los espíritus cultivados suscriben unánimemente mis palabras. E incluso, admiran con más ardor el genio divino de este autor. Y lo hacen movidos no por un mayor afecto, sino por un espíritu crítico más justo. Todo lo cual me hace aplaudir sin reserva el juicio que he emitido y no dudar en proclamarlo abiertamente. ¡Qué no hubieran realizado esas admirables dotes naturales, si un espíritu como el suyo se hubiere formado en Italia, se hubiera consagrado totalmente a las musas, y hubiese podido ―lo diré claramente― dejar que sus frutos llegarán a la madurez del otoño! Los epigramas fueron su divertimento cuando todavía era joven, qué digo, cuando casi era un niño. Al menos en su mayor parte. Jamás salió de Inglaterra, su patria, a excepción de dos veces, cuando, en nombre del rey, desempeñó una misión diplomática en Flandes. Además de sus deberes de esposo, de sus cuidados domésticos, de las obligaciones impuestas por sus cargos oficiales y la avalancha de causas que instruye, su atención está dominada por los asuntos de Estado, tan numerosos e importantes que uno se maravilla de que encuentre placer en los libros. Por este motivo te envié sus Epigramas y su Utopía. Estoy seguro que, si es de tu gusto, la impresión con tus caracteres les dará una calidad que por sí sola será su mejor recomendación al mundo y a la posteridad.»

De entre sus obras, la que ha gozado de un mayor influjo en la posteridad ha sido esta Utopía (1516), entre otras cosas por el acierto al acuñar la palabra que le da título. En su primer libro nos presenta a un supuesto navegante portugués, el hablador Rafael Hytlodeo, con el que mantiene un animado diálogo, al modo típico de la época. El personaje ficticio puede así llevar a cabo una somera crítica de la sociedad inglesa y europea de la época. Pero es en el más extenso libro segundo donde Moro nos describe una nueva sociedad ideal, platónica, descrita por Rafael, que la habría conocido en el curso de sus viajes: un país que ha logrado una organización e instituciones perfectas que elimina todo posible conflicto al erradicar la propiedad privada, la búsqueda de lucro o interés personal, la ignorancia, la pereza, el privilegio… La dimensión fundamental de los habitantes de la isla es precisamente su plano social, el hecho de ser fragmentos de un todo colectivo. Tomás Moro nos transcribe lo que, en boca de su personaje, es una sociedad perfecta. Pero, desde el mismo título y con bienhumoradas exageraciones a lo largo de la obra, se esfuerza en dejarnos claro que esta supuesta sociedad perfecta no puede existir en ningún lugar ni de ninguna modo, pero que resulta útil para mejorar las auténticas sociedades humanas, imperfectas pero perfectibles. Termina así la obra, para dejar patente su propósito:

«Luego que Rafael hubo acabado de hablar, me acordé de muchas cosas, que me habían parecido absurdas, acerca de las leyes y costumbres de aquel pueblo, su manera de guerrear, sus religiones y las demás instituciones; y especialmente del fundamento principal de todas ellas, es decir, la vida en comunidad y el mantenimiento en común sin hacer uso del dinero, lo cual destruye toda la nobleza, magnificencia y majestad que son el ornamento y el honor de la república. Mas como advertí que Rafael estaba cansado y no sabía si le placería ser contradicho, pues ya había reprendido a otros por este motivo diciéndoles que temían pasar por necios si no hablaban nada que pudieran refutar, alabé yo su discurso y las instituciones utópicas, y, tomándole de la mano, llevéle a cenar, diciendo que en otra ocasión tendríamos espacio de examinar estas materias y de hablar largamente acerca de ellas. ¡Plegue a Dios que esto suceda pronto! Entre tanto, como no puedo dar mi asentimiento a todo lo que dijo Rafael, que es sin duda hombre de gran saber y experiencia y muy conocedor de las cosas humanas, confesaré que más deseo que espero ver en nuestras ciudades muchas cosas de las que hay en la república de Utopía.»


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