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sábado, 15 de octubre de 2016

Edmund Burke, Reflexiones sobre la revolución de Francia

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El escritor y político británico Edmund Burke (1729-1797) fue ante todo un defensor de la gloriosa revolución de 1688, un old whig. Pero justifica y enaltece dicha revolución, origen de la monarquía parlamentaria que ha sido fuente de inspiración para muchos de los ilustrados continentales, subrayando por un lado su carácter necesario y excepcional, y por otro su enraizamiento en el pasado, en la common law fuente de las libertades inglesas (derechos de los ingleses en oposición a derechos humanos, como subrayó Hannah Arendt). Por ello resultó natural que ante los acontecimientos que se producen en la vecina Francia desde 1789, y más aun ante los propagandistas británicos de la nueva revolución, se apresurara a trazar una extensa crítica en la que quiere condenar unos principios que, desde los suyos propios más bien empiristas, le resultan abstractos y vaporosos, pura construcción teórica; pero también rechaza su aplicación práctica, especialmente desde los sucesos del 6 de octubre, con la marcha a Versalles. Considera que el resultado de todo ello supone el arranque de una democracia anarquizante que conduce a la tiranía, a la ruina del país, a la resistencia de los campesinos, y a una posible asunción del poder por un caudillo militar.

François Furet, en La revolución a debate (1999), se ocupó extensamente de Burke: «Será así el primer pensador y también el más profundo de los que advirtieran que la cuestión clave planteada por 1789 estribaba en la relación de los franceses con su propia historia. Para él, la rareza o insolitez más acusada del acontecimiento galo derivará precisamente de aquello de lo que los franceses se muestran orgullosos, la reprobación de lo que bautizaron como el Ancien Régime y su exaltación de una ruptura palingenésica. Exactamente ahí se situará la incompatibilidad de de la historia inglesa con la francesa, en esa figura despegada del tiempo, un descubrimiento propio de la Revolución francesa. En puridad, sería poco decir que Burke condena dicho desgarramiento. Le será incluso muy difícil imaginarlo. Un pueblo sin pasado es como una empresa sin capital, una colectividad huérfana de lo que realmente la conforma, esto es, el trabajo acumulado por generaciones mediante el cual se dio sus pautas civilizadoras, su modo de ser, su constitución política.» Furet continúa su análisis confrontándolo con el muy diferente y esclarecedor de Tocqueville, pero dejémoslo aquí.

Podemos concluir señalando que Burke cree estar defendiendo el régimen fruto de la revolución parlamentaria británica, y para ello ataca la naciente revolución francesa, que amenaza con destruir ―si se propaga― con sus logros, éxitos y beneficios. Y sin embargo, un lector actual no dejará de percibir en sus páginas el anuncio de lo que muy pronto, una vez asimilados buena parte de estos novedosos principios, constituirá el enfoque conservador del liberalismo (e incluso de la actual democracia), y de su crítica a la izquierda. Sirva como muestra el siguiente párrafo:

«No respetan la sabiduría de otros; pero en vez de esto ponen en la suya una confianza ilimitada. Para destruir un orden antiguo de cosas, les basta que la cosa sea antigua; y en cuanto a lo nuevo no se inquietan en manera alguna por la duración de un edificio construido precipitadamente, porque la duración es de ninguna importancia para los que estiman en muy poco o en nada lo que se ha hecho antes de ellos, y que colocan toda su esperanza en los descubrimientos. Piensan muy sistemáticamente que son perniciosas todas las cosas que llevan el carácter de duraderas; y en consecuencia declaran una guerra de exterminio a todo establecimiento. Creen que los gobiernos pueden variar como la moda del peinado, sin que esto traiga consecuencia alguna, y que para adherirse a la constitución cualquiera del estado, no es necesario tener otro principio que la conveniencia del momento. Se producen continuamente como si fueran de opinión que el pacto ya celebrado entre ellos y los magistrados es de una naturaleza simple; que sólo obliga a estos, pero que nada tiene de recíproco; y que la majestad del pueblo puede variarlo sin más motivo que quererlo. Su misma adhesión a la patria no dura sino mientras está de acuerdo con sus proyectos variables: comienza y acaba por tal o tal plan de política que por el momento se conforma con su opinión. Estas doctrinas, o más bien, estas ideas parecen ser las que prevalecen entre vuestros nuevos políticos; pero son totalmente diversas de las que hemos seguido en este país.»


James Gillray, grabado de 1792

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