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viernes, 14 de diciembre de 2018

Edmundo de Amicis, Corazón. Historia de un niño


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Comunicamos hoy un excelente y divulgadísimo ejemplo de obra de ficción con intencionalidad política. Toda sociedad, en toda época, se caracteriza por poseer una doctrina dominante, promovida por una minoría e interiorizada a partir de cierto momento por la mayor parte de la población, a pesar de lo cual los principios de conducta que se derivan de ella son conculcados con mayor o menor frecuencia, amplitud y aceptación. Esta doctrina dominante (llamémosle dodo, para abreviar, y en recuerdo del organizador de la competición circular en la que todos ganan), presenta otra característica fascinante: aunque su contenido es tremendamente volátil, y cambia continuamente, su continente y ropajes tienden a permanecer mucho más estables. Así, por ejemplo, hay una manifiesta continuidad entre radicales decimonónicos, revolucionarios de entreguerras, contestarios sesenteros y, por ejemplo, actuales cuadros de Podemos. Y este parentesco espiritual, percibido por sus propios protagonistas, encubre sin embargo dodos no ya diferentes sino incompatibles. Y es que poseen otra característica: dodo aspira a la permanencia y es percibido como permanente e irreversible. Sin embargo el propio éxito que conduce a su difusión, le precipita a la difuminación, a la tergiversación, y a la definitiva transformación en un dodo diferente.

Ahora bien, con el establecimiento de los estados liberales, se diseñaron dos nuevas herramientas para extender su nueva dodo (la más general, compartida por conservadores y progresistas) entre toda la población: el servicio militar obligatorio y la educación obligatoria. Ambas tenían unos propósitos bien definidos, consecuencia de dos de sus principios fundamentales: la soberanía nacional y la igualdad (legal, que no social) que exigen que toda la sociedad se implique en su defensa, y por lo tanto desarrolle un espíritu de comunidad civil que sustituya a las anteriores comunidades basadas en la religión, en el linaje, en el localismo. Nace así definitivamente la educación estatal (tan pública como todas), que satisface el derecho popular de acceder a la cultura, reclamado o tolerado por las distintas clases sociales, y al mismo tiempo las adoctrina en la nueva doctrina, sus valores, sus principios, su ética, sus recetas políticas, económicas y sociales. Y como en todo sistema de adoctrinamiento, se hizo necesario un nuevo ritual, con sus ídolos, con sus ceremonias envolventes, con su santoral laico…

Todo esto lo vamos a observar en esta obra de Edmundo de Amicis (1846-1908). Con apariencia de diario infantil, repleto de un sentimentalismo omnipresente, efectivo pero que ya iba quedando anticuado, era en sentido estricto una transposición de los Años Cristianos y devocionarios usuales entre los católicos, a la nueva realidad creada por la unificación italiana, y a los principios liberales y progresistas que la habían llevado a cabo. Encontraremos frecuentes llamamientos a un interclasismo paternalista que substituya los enfrentamientos sociales por la benevolencia de los de arriba y la aceptación de la condición de cada cual entre los de abajo. Y de igual modo el patriotismo, ya teñido de nacionalismo: se exalta el ejército, consecuente motivo de orgullo, y se rinde culto a los héroes, los auténtico padres de la patria: el rey Víctor Manuel y su sucesor el rey Humberto, Cavour, Mazzini, Garibaldi. Otros valores anteriores se incorporarán a esta nueva cosmovisión, como los religiosos. Pero serán inculcados por la madre del protagonista, mientras que los primeros lo son por el padre, como en estas recomendaciones que le hace a su hijo:

«Saluda a la patria de este modo en los días de sus fiestas: Italia, patria mía, noble y querida tierra donde mi padre y mi madre nacieron y serán enterrados, donde yo espero vivir y morir, donde mis hijos crecerán y morirán; bonita Italia, grande y gloriosa desde hace siglos, unida y libre desde hace pocos años; que esparciste sobre el mundo tanta luz de divinas inteligencias, y por la cual tantos valientes murieron en los campos de batalla y tantos héroes en el patíbulo; madre augusta de trescientas ciudades y de treinta millones de hijos; yo, niño, que todavía no te comprendo y no te conozco por completo, te venero y te amo con toda mi alma, y estoy orgulloso de haber nacido de ti y de llamarme hijo tuyo. Amo tus mares espléndidos y tus sublimes Alpes; amo tus monumentos solemnes y tus memorias inmortales; amo tu gloria y tu belleza, te amo y venero como a aquella parte preferida donde por vez primera vi el sol y oí tu nombre. Os amo a todas con el mismo cariño, y con igual gratitud, valerosa Turín, Génova soberbia, docta Bolonia, encantadora Venecia, poderosa Milán; con la misma reverencia de hijo os amo, gentil Florencia y terrible Palermo, Nápoles inmensa y hermosa, Roma maravillosa y eterna. ¡Te amo, sagrada patria! Y te juro que querré siempre a todos tus hijos como a hermanos; que honraré siempre en mi corazón a tus hombres ilustres vivos y a tus grandes hombres muertos; que seré ciudadano activo y honrado, atento tan sólo a ennoblecerme para hacerme digno de ti y cooperar con mis mínimas fuerzas para que desaparezcan de tu faz la miseria, la ignorancia, la injusticia, el delito; para que puedas vivir y desarrollarte tranquila en la majestad de tu derecho y de tu fuerza. Juro que te serviré en lo que pueda con la inteligencia, con el brazo y con el corazón, humilde y valerosamente; y que si llega un día en el que deba dar por ti mi sangre y mi vida, daré mi vida y mi sangre y moriré elevando al cielo tu santo nombre y enviando mi último beso a tu bendita bandera.»

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