En su amena, divulgadora, traducida y reeditada obra de 1932 Historia de la piratería, Philip Gosse (1879-1959) narra así, cinematográficamente, la aparición estelar del primero de los protagonistas de la obra que comunicamos esta semana: «El Papa Julio II había enviado dos de sus más grandes galeras de guerra, poderosamente armadas, con la misión de escoltar un envío de valiosas mercancías de Génova a Civitavecchia. El buque que iba a la cabeza navegando varias millas delante y fuera de vista del otro, costeaba la isla de Elba cuando de pronto vio aparecer una galeota. No teniendo motivo para sospechas, prosiguió su ruta con toda tranquilidad. El capitán, Paolo Víctor, en efecto, no tenía por qué temer la presencia de piratas en aquellos parajes; los corsarios berberiscos no habían visitado el Mar Tirreno desde hacía muchos años, y de cualquier modo no solían atacar sino barcos pequeños. Pero bruscamente, la galeota abordó, y el italiano vio que su puente hormigueaba de turbantes. Sin que se oyese un grito y aun antes que la galera tuviese tiempo para defenderse, una lluvia de flechas y otros proyectiles se abatió sobre el puente obstruido de mercancías, y algunos instantes más tarde los moros se lanzaban al abordaje, conducidos por un jefe rechoncho, distinguido por una barba de un rojo llameante. En un abrir y cerrar de ojos, la galera estaba capturada, y los sobrevivientes de la tripulación se veían empujados como ganado al fondo de la bodega.
»Entonces, el capitán de las barbas rojas puso en ejecución la segunda parte de su programa, que consistía nada menos que en la captura de la otra galera papal. Algunos de sus oficiales opusieron objeciones a esta tentativa considerándola demasiado arriesgada, dadas las circunstancias: la tarea de guardar la presa tomada parecía suficiente, sin que hubiera necesidad de complicarla con otra más. Con ademán imperioso, el jefe les impuso silencio; ya tenía combinado un plan para valerse de su primera victoria como medio de ganar una segunda. Hizo desnudarse a los prisioneros y disfrazó con sus ropas a sus propios hombres, los cuales colocó en puestos muy visibles de la galera; después tomó la galeota al remolque, haciendo creer a los marinos del otro buque papal que sus compañeros habían hecho una presa. El simple ardid tuvo pleno éxito. Los dos barcos se aproximaron uno a otro; la tripulación del segundo se precipitó al abordo para ver lo que había sucedido. Otra granizada de flechas y piedras; otro destacamento de abordaje, y al cabo de algunos minutos, los marinos cristianos se hallaban encadenados a sus propios remos, reemplazando a los esclavos puestos en libertad. Dos horas después de ese original encuentro, la galeota y sus víctimas se dirigían a Túnez.
»Aquello fue la primera aparición de Arudj, el mayor de los dos hermanos Barbarroja, en un escenario, cuyos actores más distinguidos habían de ser él y su familia durante una larga generación. Arudj era hijo de un alfarero griego de religión cristiana, que se había establecido en Mitilene después de la conquista de esta isla por los turcos. Adolescente, se había hecho musulmán por voluntad propia, alistándose a bordo de un barco pirata turco y obteniendo pronto un mando en el Mar Egeo. No era de alta estatura, pero bien formado y robusto. Tenía los cabellos y la barba de un rojo chillón, los ojos vivos y brillantes, una nariz aquilina o romana, y una tez entre morena y blanca.»
En 1853 Pascual de Gayangos editó la obra hasta entonces manuscrita de un viejo conocido nuestro, que presenta así: «La historia que ahora se imprime de los dos célebres corsarios Orúch y Jayre-d-din, llamados vulgarmente los Barbarrojas, es obra de Francisco López de Gómara, clérigo natural de Sevilla, autor de una historia de las Indias de que se han hecho ya varias ediciones, como también de una crónica del Emperador Carlos V, que no ha visto aun la luz pública. Hállase en la Biblioteca Nacional en un tomo en 4.° menor de 54 hojas, señalado con la letra R. 179, y escrito a mediados del siglo XVI. Otra copia más moderna, aunque fiel, se conserva entre los manuscritos de esta Real Academia, de la cual nos hemos servido para esta impresión, cotejándola con la más antigua, siempre que ha parecido conveniente. Tachan algunos a Gómara de sobradamente crédulo, amigo de lo maravilloso y más aficionado a consultar la tradición que a beber en las fuentes puras de la historia; pero sobre ser este un defecto común a casi todos los escritores de su época, la acusación no alcanza al siguiente opúsculo, el cual nada contiene que no esté en armonía con las historias más autorizadas (…) De todos modos, la obra de Gómara se escribió pocos años después de la malhadada expedición de Argel, cuando más pujante se hallaba Jayre-d-din, el menor de los Barbarrojas, y bajo la impresión del terror y espanto causado por sus continuas piraterías. Es, pues, un fiel retrato de los sentimientos y odios de aquella memorable época, y como tal un documento importante que no hemos dudado publicar, ilustrándole con un apéndice de cartas y otros papeles originales referentes a los sucesos que allí se tratan.»
Jeireddín Barbarroja, grabado de Agostino Veneziano (1535) |