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Por Rosario Weiss, en 1842 |
Julián Marías publicó este artículo el 12 de agosto de 1993, en ABC, y su reproducción nos evitará presentar a nuestro autor de esta semana. El ilustre maestro volvió posteriormente al mismo asunto, en diversas conferencias fácilmente accesibles por la red.
LA ESPAÑA SOSEGADA DE MESONERO ROMANOS
El nombre de Ramón de Mesonero Romanos dice muy poco a la mayoría de los españoles; los madrileños lo asocian al nombre de una pequeña calle del antiguo Madrid, cortada por la Gran Vía; los historiadores, sobre todo los eruditos, lo conocen por algunas de sus obras acerca de Madrid o por sus «Memorias de un setentón». Es de esos autores que son de vez en cuando estudiados, pero no son leídos. Pienso que es el resultado de diversos azares, pero me parece lamentable.
¡Qué español fue don Ramón, y al mismo tiempo qué distinto de lo que suelen ser los españoles! Nació en Madrid en 1803, dentro de un decenio hará dos siglos; tuvo una vida larga para su tiempo, pues murió en 1882. Hijo de un hombre de negocios salmantino, los continuó con próspera fortuna. Fue uno de los pocos escritores que no tuvo problemas de dinero. Vivió con holgura, estabilidad y, lo que es más interesante, generosidad. Gustaba de ayudar a los escritores necesitados ―en principio lo eran casi todos—. Esa generosidad no se limitaba al dinero. Hasta donde se puede inferir, no era soberbio; tenía una actitud favorable, benévola hacia los demás ―caigo en la cuenta de que las palabras «benévolo» y «benevolencia» apenas se usan―. Tenía admiración por Larra, más joven que él, y por Galdós, a quien llevaba nada menos que cuarenta años. Lo ayudó mucho, le dio copiosa información para escribir los «Episodios nacionales», para los cuatro decenios que Mesonero había vivido pero no Galdós. Estaba persuadido de la superioridad del autor joven, y no le dolían prendas; sin duda pensaba que lo que él sabía sería utilizado con gran talento por Galdós.
Mesonero, independiente económicamente, lo fue también por dentro. Durante toda su vida procuró apartarse de la política; sin embargo, en ocasiones se ocupa de ella; siempre con desgana, y sólo en las épocas más críticas y dramáticas, en que la política se impone a la atención y rehuirla es huir de uno mismo. Don Ramón de Mesonero Romanos fue un gran «aficionado»; no fue un escritor «profesional» ―quizá porque no necesitaba vivir de su pluma―, pero escribió más que muchos profesionales. Tenía afición —lo que tantas veces falta hoy―, y algo más: escribía por vocación. No sólo el «Manual de Madrid» o «El antiguo Madrid», las colaboraciones en «Cartas Españolas», «La Revista Española», «Semanario Pintoresco». También «Escenas matritenses», «Panorama matritense», «Tipos y caracteres», «Recuerdo de un viaje por Francia y Bélgica», y como culminación las ya nombradas «Memorias de un setentón». ¿No valdría la pena leerlo?
Escribió gran parte de aquella curiosa publicación «Los españoles pintados por sí mismos» (a la que luego siguió «Las españolas pintadas por los españoles»). A mediados del siglo XIX se produce probablemente la mayor diversidad en la sociedad española: ha crecido, se han multiplicado los modos de vivir, los oficios y profesiones; y responden a otras tantas «formas de vida» ―a diferencia de lo que pasa ahora, en que las profesiones son innumerables, pero los tipos humanos son muy reducidos. Son interesantes los «contrastes» entre 1825 y 1845, los «tipos perdidos» (el religioso, el consejero de Castilla, el lechuguino, el cofrade, el alcalde de barrio, el poeta bucólico) y los «tipos hallados» (el periodista, el contratista, el juntera, los artistas, el elector, el autor de bucólica). ¿Sería posible algo parecido entre 1973 y 1993?
Las «Memorias» cubren la primera mitad del siglo XIX. Mesonero se ocupa de política ―desde fuera, sin partidismo― al narrar el reinado de Fernando VII. Siente profunda repugnancia, pero sin fanatismo: recoge lo poco positivo que puede encontrar; reconoce los momentos de mejoría; señala la torpeza e intolerancia de los constitucionales; siente horror por la violencia y la opresión. Verdadero liberal «sin color ni grito» ―como cantaban en el sitio de Bilbao y recuerda Unamuno―, está deseando dejar de hablar de política y ocuparse de otras cosas que le parecen más importantes, salvo en los momentos en que la política las avasalla. Y hay una extraña omisión: no habla de la separación de América, ocurrida en unos años de obsesión interna.
Lo que me parece más interesante en Mesonero es la presentación de una sociedad que «vive» aun en los peores momentos. Es la negación de la estúpida, y por ello funesta, fórmula: «Los mal llamados años». Para los que se ocupan de política, las cosas son atroces; para los demás, la vida sigue, por muy limitada que esté, y tiene remansos de paz, alegría, mejoras, prosperidad. Mesonero ve y comenta la transformación de Madrid, el lujo modesto, la alegría de la vida cotidiana. Ve, y cómo, las limitaciones de la política y la procesión que va por dentro. Percibe el liberalismo ambiente, el nacimiento del romanticismo, las tensiones que interrumpen una y otra vez la concordia; pero la vida colectiva sigue fluyendo.
Poseyó algo que no es frecuente: libertad interna. Fue siempre «libre» y aprovechó toda la libertad posible en cada momento. La ejerció hasta el máximo, con moderación y educación, sin desplantes ―que tantas veces encubren una retirada real―. En 1837, en pleno desarrollo del Romanticismo español, iniciado públicamente en 1834, escribió el ensayo, tan delicioso como interesante, «El Romanticismo y los románticos», y lo leyó ante ellos, los descritos con enorme ingenio; sí, pero sin perder la benevolencia: el reverso de su amigo Larra. El sosiego interior de Mesonero Romanos le permite descubrir el de España. No era cobarde; no era tampoco agresivo ―el valor no lo exige—. Miliciano nacional, fue con el Rey Fernando VII, conducido a Sevilla y Cádiz, y se expuso a las feroces persecuciones de 1823, sin desafiarlas abiertamente.
Mesonero tiene independencia de juicio frente a todos. No confunde España con grupos minoritarios que usurpan su nombre. A la mirada habitual, la historia española del siglo XIX parece el caos, una época en que la vida no era «posible»; pero fue «real» y esto es lo que muestra la obra de Mesonero Romanos. Es un modelo de percepción, de comprensión, de veracidad. Tenía la tendencia a no dejarse las cosas en el tintero, es decir, a no deformarlas, sobre todo por omisión ―las mayores falsedades consisten en no decir lo que hay que decir―; lo estamos viviendo con una intensidad devastadora y que compromete nuestro porvenir.
En la memoria de los españoles ha quedado la España de Larra; se ha olvidado la de Mesonero. Larra tenía sin duda más fuerza literaria, más «calidad de página», y esto es decisivo. Pero también ha intervenido a favor suyo su acidez, su propensión a lo negativo —es curioso que en su propia obra se olvida demasiado lo que se atreve a afirmar, como «En este país» y otros escritos muy reveladores―. Ha tenido la fortuna de que escritores posteriores y superiores lo hayan ensalzado y hecho revivir. No se podría enfrentar a Mesonero y Larra, porque el primero admiraba y quería al segundo; no se los puede contraponer; se los debería «completar». Eso que casi nunca hacen los españoles.
Julián MARÍAS
de la Real Academia Española
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Leonardo Alenza, Café de Levante, 1839 |