lunes, 27 de septiembre de 2021

Kenny Meadows, Ilustraciones de Heads of the People

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Concluimos esta semana con un tercer ejemplo de las “galerías sociales” que se ponen de moda a mediados del siglo XIX, en los que se quiere catalogar la enorme variedad de tipos (profesionales, étnicos, de clase...) que subsisten en una época en la que la uniformidad burguesa y liberal de la modernidad ha triunfado, aparentemente de forma definitiva. Ya hemos comunicado los casos francés (Les Français peints par eux-mêmes) y español (Los españoles pintados por sí mismos), y ahora vamos con el paralelo británico, que se denominará Heads of the People, or Portraits of the English (1840-1841).

El periodista y dramaturgo Douglas William Jerrold (1803-1857) promueve el proyecto, y será el autor de una buena parte del centenar de tipos que constituirá la obra; entre los restantes y numerosos colaboradores literarios los habrá tan destacados como William Makepeace Thackeray. Sin embargo, parece ser que las ilustraciones se encomendaron previamente al conocido ilustrador Joseph Kenny Meadows (1790-1874) que, de este modo, supondrán el punto de partida para los textos de los escritores. En el aspecto gráfico, la obra adquiere así una mayor unidad gráfica que sus competidoras del continente, así como más talante caricaturesco, como era de esperar del que será uno de los ilustradores del conocido Punch. Un ejemplo de ello es el Bedel de la parroquia, que naturalmente nos recuerda al personaje del recién publicado Oliver Twist. En su vertiente más “seria”, Kenny Meadows destaca por sus ilustraciones de las obras de Shakespeare, que han sido reproducidas en numerosas ediciones posteriores.

lunes, 20 de septiembre de 2021

Grabados de Les Français peints par eux-mêmes

Léon Curmer

Tomos I, II, III y IV |  PDF  |
Tomos V, VI, VII y VIII |  PDF  |

El impresor francés Léon Curmer (1801-1870) destacó especialmente por la edición de lujosos libros ilustrados, para lo que usó la nueva técnica de la cromolitografía patentada por Godefroy Engelmann en 1837. Uno de sus proyectos más interesantes fue la extensa Les Français peints par eux-mêmes, luego subtitulada Encyclopédie morale du XIXe siècle. Comenzó a publicarse por entregas en 1839 (fueron 422), y definitivamente en ocho volúmenes en 1841-42, a los que se añadió un noveno volumen de regalo a los suscriptores, titulado Le Prisme, con distinta estructura aunque también del género costumbrista. Su éxito fue considerable y rápidamente fue imitada en numerosos países, y, como vimos la semana pasada, también en España (Los españoles pintados por sí mismos).

Los cinco primeros tomos, los más característicos, se centran en tipos parisienses de todas las clases sociales, aunque buena parte del quinto se dedica a las fuerzas armadas, academias militares y Guardia Nacional: estamos en la monarquía de Luis Felipe y del liberalismo doctrinario. Los tres últimos volúmenes se ocupan de “las provincias”, con abundancia de tipos populares tradicionales, y también de los territorios coloniales de Argelia y Senegal, de las Antillas y la Guayana, y de la India. El propósito expreso es mostrar la enorme variedad de la sociedad contemporánea, en pleno proceso de transformación hacia el progreso, que es contemplado con claro orgullo, aunque tampoco falta cierto espíritu crítico y cierta añoranza sentimental por el pasado. Colaboraron un gran número de escritores (citemos a Balzac, autor de la primera entrega de la obra), e ilustradores (Honoré Daumier, Paul Gavarny…). En esta entrega hemos seleccionado los espléndidos grabados a toda página que enriquecen los textos y documentan visualmente los tipos de la época.

lunes, 13 de septiembre de 2021

Los españoles pintados por sí mismos

Ignacio Boix Blay

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Grabados de 1843  |  PDF  |
Grabados de 1851  |  PDF  |

En el Epílogo a la obra que hoy comunicamos, asevera Ramón de Mesonero Romanos: «No concluiríamos nunca si hubiéramos de trazar uno por uno todos los tipos antiguos de nuestra sociedad, contraponiéndolos a los nacidos nuevamente por las alteraciones del siglo. El hombre en el fondo siempre es el mismo, aunque con distintos disfraces en la forma; el palaciego que antes adulaba a los reyes sirve hoy y adula a la plebe bajo el nombre de tribuno; el devoto se ha convertido en humanitario; el vago y calavera en faccioso y patriota; el historiador en hombre de historia; el mayorazgo en pretendiente; y el chispero y la manola en ciudadanos libres y pueblo soberano. Andarán los tiempos, mudaránse las horas, y todos estos tipos, hoy flamantes, pasarán como los otros a ser añejos y retrógrados, y nuestros nietos nos pagarán con sendas carcajadas las pullas y chanzonetas que hoy regalamos a nuestros abuelos. ¿Quién reirá el último?» La obra fue publicada por el destacado editor Ignacio Boix Blay en dos tomos en 1843 y 1844, con muy abundantes grabados, y constituyó un éxito considerable: en 1851 se reeditó en un único volumen, ahora a cargo de Gaspar y Roig editores, y con una nueva colección de ilustraciones. Prueba de su popularización es la aleluya que incluimos en esta entrada, impresa en Madrid por Marés en 1865. El hispanista italiano Francesco Vian, en la obra colectiva La España liberal y romántica (tomo XIV de la Historia general de España y América, Madrid 1990), se refería así a esta obra:

«El impulso vino de fuera. En Inglaterra se publicó Heads of the People, y en Francia, entre 1840 y 1842, una admirable recopilación, Les Français peints par eux mêmes, en ocho tomos, con una serie de “tipos” de París, de la provincia, del ejército, etc, ilustrada con más de mil litografías de Gavarni, Grandville, Monnier y otros importantes artistas. Su imitación española, más limitada y con cien grabados de Carnicero, Severini, Giménez, etc., consta de 98 piezas, casi todas en prosa, constituyendo en conjunto una preciosa antología del romanticismo español, de lectura ―hay que reconocerlo― agradabilísima, incluso hasta hoy día. Aquí están todos (excepto obviamente los grandes desaparecidos: Larra y Espronceda); los famosos ―Rivas y Zorrilla, Gil Carrasco y Bretón, Mesonero y Estébanez, García Gutiérrez y Hartzenbusch, Salas y Quiroga y Flores, Ochoa y Fermín Caballero―, y los menos o nada conocidos ―Ferrer del Río y Cueto, Navarrete y Asquerino, J. M. Díaz y Vicente de la Fuente, Castañeyra y Pedro de Madrazo, etc―.Y no sólo los escritores, sino también los “tipos” españoles habidos y por haber: el torero y la patrona de casa de huéspedes, el indiano y el ama de cura, el guerrillero y el hortera, el senador y el contrabandista, el calesero y la gitana, el patriota y la maja, el covachuelista y la monja, el gaitero gallego y la politicómana (sic), precursora de la actual feminista, etcétera.

»Estamos siempre, es claro, al nivel del “cuadro de costumbres”, o del “daguerrotipo”, padre legítimo de la “instantánea” fotográfica; pero al que tenga la paciencia de leer estas 382 páginas, a doble columna, le esperan deleitosas sorpresas. El ventero y El hospedador de provincia, de Rivas, por ejemplo, aunque superficiales (como todo lo que salió de la pluma del ilustre duque), se “pueden leer” mucho mejor que el inacabable Moro expósito; El pastor trashumante, El maragato y El segador, de Gil y Carrasco, son quizás las páginas más acabadas de la obra entera del novelista de El señor de Bembibre; El avisador, de Bretón de los Herreros, es un excelente boceto de “teatro por dentro”; brotes de futuros “episodios nacionales” se divisan en seudoautobiografías de “viejos” (escritas por jóvenes) como El diplomático, de Salas Quiroga, o El exclaustrado, de Gil y Zárate; “apuntes del natural” muy bien vistos y diseñados se hallan en El español fuera de España, de Ochoa; y en muchas páginas más se notan gérmenes de lo que serían muy pronto las “historietas nacionales”, “cuentos amatorios” y “narraciones inverosímiles” de Pedro Antonio de Alarcón, trait d’union ejemplar entre los prosadores de las dos mitades del siglo.

»Hasta los trazos más endebles e inconsistentes resultan significativos; como por ejemplo, La celestina, de Estébanez Calderón, un tema dramático eludido por miopía arcaizante e incapacidad de enfocar la realidad presente. La ausencia de espíritu crítico está comprobada, en primer lugar, por la falta absoluta del “retrato” o “perfil” que mejor hubiera configurado la actualidad literaria y artística: el del “romántico”. Lo reemplazan muy chapuceramente dos artículos que son entre los peores del libro: El aprendiz de literato, de un desconocido, Luis Loma y Corradi, y El poeta, que lleva una firma famosa, la de José Zorrilla, y que por eso mismo resulta más deplorable. ¿Quién mejor que Zorrilla hubiese podido expresar la estética de la época? Sin embargo, su artículo es de una increíble pobreza ideológica y ética. Zorrilla declara que no quiere hablar “de aquel muchacho de dieciséis años que viene a Madrid fugado de la casa paterna a sentar plaza de poeta porque ha oído decir que Byron y Walter Scott lo hicieron así…” (esto es, no quiere hablar de sí mismo: lo único que hubiera tenido verdadero interés); ni del “aficionado”, del “artista” y del “mentecato” (lo que también hubiera sido interesante, puesto que tantos existían en la realidad coeva).»

Imprenta Marés, Madrid 1865

lunes, 6 de septiembre de 2021

Ramón de Mesonero Romanos, Memorias de un setentón, natural y vecino de Madrid

Por Rosario Weiss, en 1842

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Julián Marías publicó este artículo el 12 de agosto de 1993, en ABC, y su reproducción nos evitará presentar a nuestro autor de esta semana. El ilustre maestro volvió posteriormente al mismo asunto, en diversas conferencias fácilmente accesibles por la red.

LA ESPAÑA SOSEGADA DE MESONERO ROMANOS

El nombre de Ramón de Mesonero Romanos dice muy poco a la mayoría de los españoles; los madrileños lo asocian al nombre de una pequeña calle del antiguo Madrid, cortada por la Gran Vía; los historiadores, sobre todo los eruditos, lo conocen por algunas de sus obras acerca de Madrid o por sus «Memorias de un setentón». Es de esos autores que son de vez en cuando estudiados, pero no son leídos. Pienso que es el resultado de diversos azares, pero me parece lamentable.

¡Qué español fue don Ramón, y al mismo tiempo qué distinto de lo que suelen ser los españoles! Nació en Madrid en 1803, dentro de un decenio hará dos siglos; tuvo una vida larga para su tiempo, pues murió en 1882. Hijo de un hombre de negocios salmantino, los continuó con próspera fortuna. Fue uno de los pocos escritores que no tuvo problemas de dinero. Vivió con holgura, estabilidad y, lo que es más interesante, generosidad. Gustaba de ayudar a los escritores necesitados ―en principio lo eran casi todos—. Esa generosidad no se limitaba al dinero. Hasta donde se puede inferir, no era soberbio; tenía una actitud favorable, benévola hacia los demás ―caigo en la cuenta de que las palabras «benévolo» y «benevolencia» apenas se usan―. Tenía admiración por Larra, más joven que él, y por Galdós, a quien llevaba nada menos que cuarenta años. Lo ayudó mucho, le dio copiosa información para escribir los «Episodios nacionales», para los cuatro decenios que Mesonero había vivido pero no Galdós. Estaba persuadido de la superioridad del autor joven, y no le dolían prendas; sin duda pensaba que lo que él sabía sería utilizado con gran talento por Galdós.

Mesonero, independiente económicamente, lo fue también por dentro. Durante toda su vida procuró apartarse de la política; sin embargo, en ocasiones se ocupa de ella; siempre con desgana, y sólo en las épocas más críticas y dramáticas, en que la política se impone a la atención y rehuirla es huir de uno mismo. Don Ramón de Mesonero Romanos fue un gran «aficionado»; no fue un escritor «profesional» ―quizá porque no necesitaba vivir de su pluma―, pero escribió más que muchos profesionales. Tenía afición —lo que tantas veces falta hoy―, y algo más: escribía por vocación. No sólo el «Manual de Madrid» o «El antiguo Madrid», las colaboraciones en «Cartas Españolas», «La Revista Española», «Semanario Pintoresco». También «Escenas matritenses», «Panorama matritense», «Tipos y caracteres», «Recuerdo de un viaje por Francia y Bélgica», y como culminación las ya nombradas «Memorias de un setentón». ¿No valdría la pena leerlo?

Escribió gran parte de aquella curiosa publicación «Los españoles pintados por sí mismos» (a la que luego siguió «Las españolas pintadas por los españoles»). A mediados del siglo XIX se produce probablemente la mayor diversidad en la sociedad española: ha crecido, se han multiplicado los modos de vivir, los oficios y profesiones; y responden a otras tantas «formas de vida» ―a diferencia de lo que pasa ahora, en que las profesiones son innumerables, pero los tipos humanos son muy reducidos. Son interesantes los «contrastes» entre 1825 y 1845, los «tipos perdidos» (el religioso, el consejero de Castilla, el lechuguino, el cofrade, el alcalde de barrio, el poeta bucólico) y los «tipos hallados» (el periodista, el contratista, el juntera, los artistas, el elector, el autor de bucólica). ¿Sería posible algo parecido entre 1973 y 1993?

Las «Memorias» cubren la primera mitad del siglo XIX. Mesonero se ocupa de política ―desde fuera, sin partidismo― al narrar el reinado de Fernando VII. Siente profunda repugnancia, pero sin fanatismo: recoge lo poco positivo que puede encontrar; reconoce los momentos de mejoría; señala la torpeza e intolerancia de los constitucionales; siente horror por la violencia y la opresión. Verdadero liberal «sin color ni grito» ―como cantaban en el sitio de Bilbao y recuerda Unamuno―, está deseando dejar de hablar de política y ocuparse de otras cosas que le parecen más importantes, salvo en los momentos en que la política las avasalla. Y hay una extraña omisión: no habla de la separación de América, ocurrida en unos años de obsesión interna.

Lo que me parece más interesante en Mesonero es la presentación de una sociedad que «vive» aun en los peores momentos. Es la negación de la estúpida, y por ello funesta, fórmula: «Los mal llamados años». Para los que se ocupan de política, las cosas son atroces; para los demás, la vida sigue, por muy limitada que esté, y tiene remansos de paz, alegría, mejoras, prosperidad. Mesonero ve y comenta la transformación de Madrid, el lujo modesto, la alegría de la vida cotidiana. Ve, y cómo, las limitaciones de la política y la procesión que va por dentro. Percibe el liberalismo ambiente, el nacimiento del romanticismo, las tensiones que interrumpen una y otra vez la concordia; pero la vida colectiva sigue fluyendo.

Poseyó algo que no es frecuente: libertad interna. Fue siempre «libre» y aprovechó toda la libertad posible en cada momento. La ejerció hasta el máximo, con moderación y educación, sin desplantes ―que tantas veces encubren una retirada real―. En 1837, en pleno desarrollo del Romanticismo español, iniciado públicamente en 1834, escribió el ensayo, tan delicioso como interesante, «El Romanticismo y los románticos», y lo leyó ante ellos, los descritos con enorme ingenio; sí, pero sin perder la benevolencia: el reverso de su amigo Larra. El sosiego interior de Mesonero Romanos le permite descubrir el de España. No era cobarde; no era tampoco agresivo ―el valor no lo exige—. Miliciano nacional, fue con el Rey Fernando VII, conducido a Sevilla y Cádiz, y se expuso a las feroces persecuciones de 1823, sin desafiarlas abiertamente.

Mesonero tiene independencia de juicio frente a todos. No confunde España con grupos minoritarios que usurpan su nombre. A la mirada habitual, la historia española del siglo XIX parece el caos, una época en que la vida no era «posible»; pero fue «real» y esto es lo que muestra la obra de Mesonero Romanos. Es un modelo de percepción, de comprensión, de veracidad. Tenía la tendencia a no dejarse las cosas en el tintero, es decir, a no deformarlas, sobre todo por omisión ―las mayores falsedades consisten en no decir lo que hay que decir―; lo estamos viviendo con una intensidad devastadora y que compromete nuestro porvenir.

En la memoria de los españoles ha quedado la España de Larra; se ha olvidado la de Mesonero. Larra tenía sin duda más fuerza literaria, más «calidad de página», y esto es decisivo. Pero también ha intervenido a favor suyo su acidez, su propensión a lo negativo —es curioso que en su propia obra se olvida demasiado lo que se atreve a afirmar, como «En este país» y otros escritos muy reveladores―. Ha tenido la fortuna de que escritores posteriores y superiores lo hayan ensalzado y hecho revivir. No se podría enfrentar a Mesonero y Larra, porque el primero admiraba y quería al segundo; no se los puede contraponer; se los debería «completar». Eso que casi nunca hacen los españoles.

Julián MARÍAS
de la Real Academia Española

Leonardo Alenza, Café de Levante, 1839