miércoles, 30 de diciembre de 2015

Rafael Altamira, Filosofía de la historia y teoría de la civilización

Retrato, por Sorolla
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De Rafael Altamira (1866-1951) ya hemos incluido en Clásicos de Historia su extensa Historia de España y de la civilización española. Presentamos ahora una breve obra de 1915 que recoge su reflexión por el sentido e interpretación de la historia, naturalmente desde su específico interés por la denominada historia interna y de los hechos culturales (y especialmente por la historia de las instituciones y normas jurídica). Su propósito es superar los límites de la historia fáctica, e introducirse en un campo más bien filosófico:

«Llega el historiador a conocer, o a creer que conoce, los principales hechos de la historia humana; describe el origen, esplendor y decadencia de los grandes imperios; fija el proceso de la civilización, sus distintas etapas, el movimiento oscilante y a veces contradictorio de su caminar, los entronques y aprovechamientos que de la labor de unos pueblos hacen otros, el resultado que en los tiempos modernos se ha conseguido, la trayectoria o ley de desarrollo y orientación de las instituciones fundamentales y de las aspiraciones que consideramos de más importancia, y todavía después de esto quedan aquellas preguntas inquietantes en que está todo el programa de la Filosofía de la Historia: ¿Adonde va la Humanidad? ¿Hay para ella un fin de que no tiene conciencia todavía, pero hacia el que marcha la corriente central de su historia? ¿Le impulsa hacia ese fin algo que está fuera de ella misma? ¿Qué significado, qué valor tiene su vivir dentro de la realidad toda del proceso universal? ¿Está entregada al azar, o lleva una orientación? Y si la hay, ¿cabe deducirla, o adivinarla a través de lo que de sus hechos conocemos? ¿Existe en sus mismas condiciones de vida, algún factor que dé la piedra angular de la Historia? Y en función de todo eso, ¿qué estado es el que marca o marcará el esplendor de esa Historia, la situación culminante y más conforme con los fines del Universo? ¿Es posible el señalamiento para lo futuro de una trayectoria fundamental de la humanidad, o la Filosofía de la Historia no debe traspasar el momento presente?»

Y el concepto central sobre el que construye su reflexión es el de civilización. Pero si en el siglo XIX ha culminado la antiquísima oposición entre civilización y barbarie (que hemos visto todavía dominante en El origen del hombre de Darwin, y en La rama dorada de Frazer, por ejemplo), en estas primeras décadas del siglo XX se está gestando el estudio de las civilizaciones, plurales y autosuficientes, como sujeto histórico determinante y múltiple: muy pronto las obra de Spengler y Toynbee iniciarán un debate que llega a nuestros días, con autores como Quigley y Huntington. Rafael Altamira muestra bien esta transición. Aunque todavía se sitúa en el concepto universalista y eurocéntrico de que «la civilización es un estado de vida humana integrado por varios elementos fundamentales (desarrollo material, intelectual, moral, artístico, del carácter, antropológico, social, etcétera), todos necesarios porque responden a condiciones también fundamentales de la vida humana», reconoce la existencia de otras civilizaciones: «hay otros pueblos a quienes no podemos negar la realidad de haber llegado a estados de gran progreso en diferentes órdenes de la vida —por lo cual no cabe excluirlos propiamente del grupo de los civilizados—, y cuyo ideal difiere sensiblemente del nuestro en muchas cosas fundamentales.»

Y desde estas consideraciones, Altamira expresa de forma tajante su rechazo al imperialismo todavía dominante, partiendo del modo como se le justificaba habitualmente: «Los pueblos, como los niños, necesitan ser educados a la altura de su misión; si no se educan voluntariamente, hay que intervenir en su vida para levantarlos al nivel que les corresponde, cumpliendo así los más adelantados una función tutelar, de ayuda y cooperación en beneficio de todos … Pero, aun suponiendo que aceptáramos la teoría ..., la Historia nos ofrece contra ella una objeción poderosísima, y es que si la enseñanza obligatoria supone una coacción, ésta no se utiliza para maltratar al niño ..., sino para proporcionarle un bien en forma igualmente buena; mientras que ... la teoría referida no se aplica nunca entre los pueblos sino en la forma de conquista. Y aun suponiendo que no sea un disfraz del puro apetito de dominación, esa forma (que sirve de medio para realizarlo) lleva consigo casi siempre condiciones que la invalidan. En efecto, quienes la invocan para intervenir en un Estado, apoderarse de su territorio y dirigir su vida, no suelen determinarse por el provecho de la nación conquistada (este es el hecho, cualesquiera que sea el nombre dado a la intervención), sino por el suyo propio, egoísta (aprovechamiento de productos naturales y de mercados, expansión de la raza, goce de la dominación, etc.) ..., y en vez de la obra de amor, de concordia, de trabajo en común, se hace obra de odio, de violencia, de despojo más o menos encubierto.»


miércoles, 23 de diciembre de 2015

Zacarías García Villada, El destino de España en la historia universal

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En 1935, el eminente paleógrafo e historiador Zacarías García Villada (1879-1936), del que ya hemos editado su Metodología y crítica histórica, pronuncia dos conferencias en las que expone su visión de la historia de España. Serán publicadas en la revista Acción Española, donde Maeztu había dado a conocer su más conocida Defensa de la Hispanidad, para la que tiene palabras encomiásticas. El texto original de estas conferencias es el que que reproduciremos aquí, aunque prontamente comenzó a ampliarlo de cara a su impresión posterior que, finalmente, resultará póstuma como consecuencia de su prisión y asesinato en los primeros meses de la guerra civil.

Podemos reconocer en esta breve obra la que muy pronto se convertiría en la interpretación canónica, oficial, de la historia nacional durante el franquismo. Y sin embargo, su influencia será limitada: deberá compartir espacio con el falangismo que oscila entre la influencia totalitaria alemana e italiana que provoca ansias de imperio (de la que sería muestra la obra Reivindicaciones de España de Areilza y Castiella), y la más orteguiana y posterior de, por ejemplo, Laín Entralgo en su España como problema. Pero es que, además, pronto volverá a predominar en las universidades españolas una historia meramente profesional que asimilará con rapidez las corrientes historiográficas que se generalizan en Europa tras la segunda guerra mundial. Es sintomático que el más importante debate sobre la interpretación y sentido de la historia española sea llevado a cabo por dos eximios intelectuales exiliados, Américo Castro y Sánchez Albornoz.

El punto de partida de García Villada es claro: «Existen actualmente entre nosotros cuatro corrientes intelectuales, que se disputan la formación de la conciencia nacional y la dirección de nuestro pueblo. La primera es la socialista, que todo lo espera de la lucha de clases y del factor económico. La segunda, la representada por la llamada generación del 98, que se agrupa ahora alrededor de la Revista de Occidente, y cifra la salvación de España en el olvido de su historia y en su europeización. La tercera, la personificada en el espíritu de Giner de los Ríos, transmitido a través de la Institución Libre de Enseñanza, cuyo afán es crear una sociedad culta eminentemente naturalista, de tipo inglés. Y la cuarta, la propugnada por las fuerzas católicas. Esta última ofrece dos matices: una parte de esas fuerzas, aunque en su programa lleva escrito por delante la vuelta a la tradición hispánica, en su actuación la moldea y recorta según patrón extranjero (alemán, belga o italiano), que pudo inspirar cierta confianza hace sesenta, treinta o veinte años, pero que hoy está fracasado y en completa bancarrota (…) Hay otras fuerzas intelectuales católicas que quieren navegar a velas desplegadas por el mar fecundo e inmenso de nuestra tradición.»

Queda así patente la postura desde la que va a interpretar la historia de España: un catolicismo tradicional compuesto de providencialismo agustiniano, de su reelaboración por Bossuet, y de su defensa por Menéndez Pelayo en su juventud. Y todo ello sobrepuesto a una visión nacionalista de España que ha germinado fundamentalmente a lo largo del siglo XIX, y que, paradójicamente, se debe en buena medida a la reflexión que ilustrados y liberales construyeron en contra de la tradición. García Villada asume así buena parte de los mitos hispánicos que construyen un tipo español persistente a lo largo de los siglos, mezcla de universalismo y de individualismo, con su misión providencial consistente en la extensión del cristianismo en el mundo. Y eso desde lo que considera su primigenio origen: «La nación española nació y se formó políticamente el año 573, bajo el cetro de Leovigildo, y espiritualmente el 8 de mayo de 589, bajo Recaredo (…) A pesar de que los reinos y condados pirenaicos estuvieron separados políticamente del sucesor legítimo del antiguo reino visigodo, espiritualmente conservaron todos la unidad. Esta Unidad estaba constituida por el anhelo común de expulsar a los mahometanos del suelo patrio, para reanudar el lazo que a todos, libres e invadidos, les ligaba; es decir: la Catolicidad.»

Biblioteca del ICAI, Madrid

viernes, 18 de diciembre de 2015

José María Blanco White, Autobiografía

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Marcelino Menéndez Pelayo se acerca a este nuestro autor con prevención (lógica dado su punto de vista) y al mismo tiempo con gran interés e incluso admiración por la agitada y sugestiva vida y obra de José María Blanco White (1775-1841), uno de los no infrecuentes literatos y políticos que en los tiempos de las primeras revoluciones se extrañaron de España, pero «el único que, escribiendo en una lengua extraña, ha demostrado cualidades de prosista original y nervioso.» Dice así en la Historia de los heterodoxos españoles, libro VII:

«Católico primero, enciclopedista después, luego partidario de la iglesia anglicana y a la postre unitario y apenas cristiano..., tal fue la vida teológica de Blanco, nunca regida sino por el ídolo del momento y el amor desenfrenado del propio pensar, que, con ser adverso a toda solución dogmática, tampoco en el escepticismo se aquietaba nunca, sino que cabalgaba afanosamente y por sendas torcidas en busca de la unidad. De igual manera, su vida política fue agitada por los más contrapuestos vientos y deshechas tempestades, ya partidario de la independencia española, ya filibustero y abogado oficioso de los insurrectos caraqueños y mejicanos, ya tory y enemigo jurado de la emancipación de los católicos, ya whig radicalísimo y defensor de la más íntegra libertad religiosa, ya amigo, ya enemigo de la causa de los irlandeses, ya servidor de la iglesia anglicana, ya autor de las más vehementes diatribas contra ella; ora al servicio de Channing, ora protegido por lord Holland, ora aliado con el arzobispo Whatel y ora en intimidad con Newmann y los puseístas, ora ayudando al Dr. Channing en la reorganización de unitarismo o protestantismo liberal moderno.

»Así pasó sus trabajos e infelices días, como nave sin piloto en ruda tempestad, entre continuas apostasías y cambios de frente, dudando cada día de lo que el anterior afirmaba, renegando hasta de su propio entendimiento, levantándose cada mañana con nuevos apasionamientos, que él tomaba por convicciones, y que venían a tierra con la misma facilidad que sus hermanas de la víspera; sincero quizá en el momento de exponerlas, dado que a ellas sacrificaba hasta su propio interés; alma débil en suma, que vanamente pedía a la ciencia lo que la ciencia no podía darle, la serenidad y templanza de espíritu, que perdió definitivamente desde que el orgullo y la lujuria le hicieron abandonar la benéfica sombra de santuario. Cómo, bajo la pesada atmósfera moral del siglo XVIII, se educó esta genialidad contradictoria y atormentadora de sí misma, bien claro nos lo han dicho las mismas confesiones o revelaciones íntimas que Blanco escribió en varios períodos de su vida, como ansioso de descargarse del grave peso que le agobiaba la conciencia»

sábado, 12 de diciembre de 2015

Las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos, en el diario ABC


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Hoy se cumplen ochenta y cinco años de la sublevación militar de Jaca (como parte de una compleja conspiración antimonárquica), a la que siguieron la de Cuatro Vientos en Madrid y una huelga general seguida muy desigualmente, pero que provocó alborotos e incidentes varios en muchos puntos de la geografía española. El intento de establecer violentamente la República dejó desde su arranque un número significativo de víctimas, a las que debemos sumar la de dos de sus protagonistas, los capitanes Galán y García Hernández, sentenciados a pena de muerte en Consejo de guerra sumarísimo. Cuando apenas cuatro meses después de estos acontecimientos se proclame de forma sorpresiva la República, serán considerados los mártires que propiciaron con su fracaso el triunfo posterior. Pero algunos de los dirigentes del movimiento fallido manifestarán más tarde una opinión más crítica:

«Lo ocurrido en Jaca fue un lamentable error, la locura de un exaltado, que redimió su grave culpa dejándose matar en vez de escapar , lo que le valió entrar en la Historia por la puerta roja de los mártires, cuando en realidad sólo censuras merecía por su insubordinación, por su ligereza y por la ausencia total de capacidad en el mando de la acción revolucionaria (…) Cuanta menos sangre costase la operación, mayores serían las probabilidades de arrastrar a la guarnición de la capital de provincia. Corrió la sangre en Jaca sin la menor necesidad desde los primeros momentos. Se perdieron horas y horas en el trayecto, sin justificación posible, y se dio lugar a que desde Zaragoza llegasen cuantos refuerzos fueron precisos para yugular el alzamiento. Ni política, ni estratégica, ni militarmente, tiene la menor justificación la aventura de Fermín Galán.» (Miguel Maura, Así cayó Alfonso XIII.)

Presentamos la narración de los hechos tal como los fueron recibiendo los lectores del diario ABC, ya revestido de su carácter monárquico y defensor del orden, aunque todavía promotor del respeto a la legalidad constitucional de la Restauración. Sin embargo, quizás pueda advertirse una cierta deriva ya iniciada hacia la defensa de soluciones cada vez más autoritarias, que culminará durante la Segunda República. Así, la información se presenta, se selecciona y se compone de un modo patente: se subrayan los excesos de los revolucionarios, casi siempre caracterizados como comunistas; se insiste en el escaso seguimiento de la población ante los llamamientos revolucionarios; se repiten de forma un tanto agotadora las abundantísimas adhesiones al rey y a su gobierno; se recalca la recuperación del orden y el fin de la huelga en un sinfín de localidades (lo que no se compadece con la repetición día tras día de estos mensajes tranquilizadores, aplicados a los mismos lugares…) Por otra parte, en cambio, se mencionan poco, y casi se ningunean, a los dirigentes liberales, republicanos y socialistas del movimiento, encarcelados o huidos, y a aquellos otros políticos que rechazando la intentona, defienden la urgencia de la convocatoria de unas elecciones constituyentes por considerar la persona del rey como definitivamente quemada por su colaboración con la dictadura.

Bando del capitán Galán en Jaca.

martes, 8 de diciembre de 2015

Juan de Palafox, De la naturaleza del indio

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Escribe Beatriz Fernández Herrero: «Para algunos autores, el indio americano es un bárbaro, una semi-bestia sin ambiciones, y por tanto, sin perspectivas de futuro de una manera autónoma debido, sobre todo, a la “infancia” en la que está sumido, a la falta de sociedad y de educación, consecuencia de la inferioridad del propio territorio en el que viven. Así por ejemplo, para Buffon, todas las especies animales americanas, incluido el hombre, son inferiores (…)

»Sin embargo, entrelazada con esta idea del salvaje corrompido, aparecen las teorías de los que, haciéndose eco de su época, ensalzan la figura del indio americano como personificación de la vida natural y virtuosa: en efecto, con el Renacimiento en Europa aparece como idea característica la exaltación de la Naturaleza, y ante el descubrimiento de América, nada más apetecible para el europeo que el conocimiento de la vida del hombre en las condiciones naturales en las que vive en el Nuevo Mundo. Y ese canto a la Naturaleza se hace retomando los temas clásicos, como es el de la Arcadia, con la consiguiente idealización de los pueblos primitivos y la nostalgia de la perdida Edad de Oro, que dará origen a la idea del “Buen Salvaje” por parte de muchos autores. El mito del Buen Salvaje, en esencia, alaba la pureza de costumbres de los primitivos, que representan el estado de naturaleza al no estar degradados ni corrompidos por la civilización, con sus desigualdades, sus ambiciones, sus odios (…)

»Los orígenes del mito del Buen Salvaje pueden situarse en la España del siglo XV, y no como habitualmente se viene haciendo a partir de Rousseau y del pensamiento francés revolucionario del siglo XVIII. Porque la opinión optimista sobre los indios surge ya en la etapa inmediatamente posterior al Descubrimiento, cuando, en 1493, en la primera Bula Intercaetera, se los considera aptos para recibir la fe católica. A partir de entonces surgen en España visiones idílicas de los pueblos primitivos, que desembocarán precisamente en la formulación del mito. La primera de ellas quizá pueda ser encontrada en las Décadas de Orbe Novo (1493-1525), de Pedro Mártir de Anglería (…) En la primera Década, libro III, hace la descripción del “filósofo desnudo”, un salvaje de la isla de Cuba que expone a Diego Colón los principios cristianos que él había aprendido directamente de su contacto con la naturaleza.» (Beatriz Fernández Herrero, «El mito del Buen Salvaje y su repercusión en el gobierno de Indias», en Ágora, 8 (1989), pág. 145-150.

Pero esta idealización de las poblaciones indígenas de América no quedó relegada en el ámbito teórico de la reflexión humanista. En paralelo a la destrucción sus culturas y estados, y a la explotación de sus miembros por parte de los conquistadores, se dio un sincero, abundante y práctico interés (aunque paternalista), por parte de los representantes de la Monarquía y de la Iglesia, en protegerlos de aquellos. En este enfrentamiento de intereses contrapuestos, político en buena medida, y con frecuencia muy violento, los partidarios de la defensa del indio asumirán los enfoques idealizadores a los que se hacía referencia. En ocasiones, su rechazo de la corrupta sociedad europeizada de criollos, mestizos y mulatos, llevará al utópico intento de constituir sociedades perfectas separadas, las conocidas como reducciones jesuíticas guaraníes.

La amplísima producción literaria recoge fielmente estos planteamientos. Son muestra de ello la Historia de los indios de la Nueva España de fray Toribio de Motolinía, la Historia natural y moral de las Indias de José de Acosta, y, por supuesto la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de Las Casas. A ellas añadimos hoy la breve obra De la naturaleza del indio, de Juan de Palafox y Mendoza (1600-59), interesante personaje que también nos dejó su propia biografía. La escribió hacia 1653, cuando formaba parte del Consejo de Aragón tras su regreso de Méjico, donde había desempeñado numerosos de los principales cargos religiosos y políticos: Obispo de la Puebla de los Ángeles, Arzobispo electo de Méjico, Virrey y Capitán General de la Nueva España, etc.

Pintura de Jesús Helguera

jueves, 3 de diciembre de 2015

Muḥammad al-Jušanī, Historia de los jueces de Córdoba

Julián Ribera
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Escribe Julián Ribera en el prólogo a su edición y traducción de esta obra del siglo X: «La plena convicción de que la crónica de Aljoxaní es una de las más interesantes y que mejor se prestan a realizar estudios acerca de la vida social de la España musulmana durante el emirato de los Omeyas, ha sido el principal motivo que me ha impulsado a publicar el texto árabe y su traducción española. A mi modo de ver, es la crónica que nos pone en contacto más directo con aquella sociedad: ninguna otra permite que penetremos tan adentro ni tan objetivamente.» Y continúa:

«Aunque el cronista, Abuabdala Mohámed ben Hárit El Joxaní, fue un extranjero, nacido en Cairuán y avecindado en Andalucía, el proyecto de realizar su obra debióse, sin duda alguna, a sugestiones de Alháquem II, y los materiales que le sirvieron para redactarla fueron exclusivamente españoles: colaboraron multitud de personas de Córdoba y de Andalucía, desde el monarca hasta individuos de las clases más populares. (…) Tuvo a su alcance todos los medios de información que podían proporcionarle las recomendaciones del príncipe. Unas son escritas: el archivo de la Casa Real, donde se conservaban aún en aquel tiempo copias de cartas reales expedidas por monarcas anteriores; el archivo de la curia de los jueces de Córdoba, en donde quizá se encontrara alguna providencia judicial que se cita como documento histórico; documentos particulares que se conservaban por ciertas familias; y algunos libros, de cuyo autor apenas dice nada, o si nombra el autor omite el título y naturaleza de la obra. Pero ésta se halla principalmente fraguada mediante tradiciones orales, por narraciones que corrían entre las varias clases sociales de Córdoba, desde las que se referían en las tertulias de los palacios, del monarca y de la nobleza, hasta las que recitaban públicamente los narradores de plazuela en los arrabales y barrios bajos.»

En cuanto a la valoración de la obra, Ribera admite que la labor crítica de al-Jušanī «no es muy severa ni escrupulosísima: se muestra excesivamente crédulo en admitir ciertas tradiciones forjadas por personas que no eran de fiar; pero hay que decir que aquéllas se refieren principalmente a los primeros tiempos, época sobre la que reina mucha oscuridad en los testimonios o hay casi carencia de noticias.» Pero por otra parte, en la obra no se advierte «el menor rastro de lo sobrenatural, ni el prejuicio teológico, ni aun siquiera el fanatismo político o adulación en favor de la dinastía reinante. El autor respeta y venera, claro es, a los monarcas cordobeses, que le favorecen y sustentan; pero el príncipe Alháquem debió ser hombre de criterio tan holgado, que dejó a Aljoxaní que pusiese en esta obra, entre las narraciones populares, algunas que no disimulan graves defectos de los monarcas antepasados suyos o que suponen desdén hacia cosas respetables para la ortodoxia dominante.»

«En resumen, Aljoxani ha compuesto un precioso mosaico histórico formado con multitud de pequeñas narraciones, agrupadas únicamente por personas, es decir, poniendo bajo el epígrafe de cada juez las diversas noticias de procedencia variada que a él se refieren, sin intento de hacer una narración original suya, antes bien trasladando íntegras, las más de las veces, las noticias sin transición alguna, sin añadidos ni pegaduras retóricas. Por consecuencia, no es su obra un cuadro sintético para cuyo conjunto uniforme se hayan fundido las noticias, sino una continuada sucesión de relatos expuestos tal y como han llegado a su conocimiento. Esa acumulación de materiales podrá constituir una obra de poco atractivo, por la escasa belleza literaria de la forma; tal vez parezca pesada, monótona e insufrible al lector distraído que vaya en busca de la amenidad; mas si éste es curioso y observador y desea conocer a fondo aquellos tiempos, encontrará una mina de anécdotas interesantísimas, cuadritos prosaicos, pero reales, de escenas contadas, en la mayoría de los casos, por testigos presenciales.»