viernes, 21 de noviembre de 2025

Leonor López de Córdoba, Memorias (1363-1412)

Robert Campin, Retrato de una mujer, c. 1435

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Leonor López de Córdoba, hija del poderoso Maestre de Calatrava y Alcántara Don Martín, nació accidentalmente en Calatayud en 1363, cuando Pedro I de Castilla ocupó esta ciudad aragonesa durante la llamada guerra de los Dos Pedros. Su vida fue agitada: la casan a los siete años; cuando Enrique de Trastamara destrona a su hermanastro en 1369, su padre es ajusticiado, y ella y su familia queda presa durante nueve años en las Atarazanas de Sevilla; sólo recuperará la libertad y el rango a la muerte del rey; padece las consecuencias de las grandes epidemias de peste de su tiempo; es testigo de la gran masacre de judíos de 1392, y tutela y protege a un niño huérfano…

Pero lo que le dado cierta fama fue la decisión de dictar unas memorias de su vida que desgraciadamente quedaron interrumpidas hacia 1400. El manuscrito se conservó durante varios siglos en la iglesia conventual de San Pablo de Córdoba, donde mandó construir una capilla funeraria para su familia que todavía hoy se conserva, aunque muy alterada por sucesivas intervenciones góticas y barrocas. La misma lápida de Doña Leonor es del siglo XVIII. En cualquier caso, la obra, a pesar de su brevedad, resulta de interés al ser una de las más antiguas autobiografías femeninas.

El erudito polígrafo y ocasional político (y también ocurrente falsario: publicó una obra de Cervantes de su invención) Adolfo de Castro (1823-1898) preparó estas Memorias, las confrontó con las fuentes de la época, a partir de las cuales trazó unos extensos comentarios, y agregó la narración de los últimos años de vida de Leonor López de Córdoba. No llegó a publicar este trabajo en vida: se hizo póstumamente, en dos entregas sucesivas, en la afamada revista La España Moderna, en julio y agosto de 1902.

En su breve introducción juzgaba así la obra, quizás un tanto ditirámbicamente: «Considero el escrito de esa dama digno de aprecio sumo. No puede hallarse mayor sublimidad en más sencillo lenguaje. Es la sincera expresión de la verdad y del sentimiento. Poseía Doña Leonor gran elocuencia, y lo ignoraba. ¡Qué viveza en unos pasajes! ¡Cuánta melancolía en lo más! ¡Y qué pinturas tan conmovedoras y terribles!

»El rápido coloquio entre su padre, yendo al suplicio, al encontrarse con el célebre Beltrán Duguesclín, puede servir de modelo de concisión histórica. No sé con qué comparar el cuadro patético de la muerte de sus hermanos presos y vejados tan cruelmente en las Atarazanas de Sevilla, de orden de Don Enrique II. ¿Y aquella descripción de los sufrimientos morales de Doña Leonor en casa de sus parientas en Córdoba? La descripción de la muerte de su hijo en medio de la peste, el sacrificio de ella por gratitud a un antiguo y leal servidor de su padre y la escena del entierro de aquél, iguala en grandeza al mejor pasaje épico de Grecia.

»Aumenta a mis ojos el mérito del escrito ser todo obra de un talento natural y en un idioma imperfecto aún. El alma apasionada de esa mujer, y el recuerdo de sucesos tan tremendos, y aquellas avenidas y tempestades de tribulaciones, saben despertar el interés en los ánimos de los lectores, que imaginan verlos en aquel instante. Está de más decir que en la narración se admira a la dama española de ese tiempo, que inspirada en su fe religiosa, templa sus intensísimos dolores con los consuelos de su ilimitada esperanza en Dios y con sus perseverantes ruegos.»

Iglesia conventual de San Pablo, en Córdoba. A la izquierda, en primer plano, portada de
la capilla funeraria que mandó construir doña Leonor López de Córdoba para su familia.

martes, 11 de noviembre de 2025

Herrad de Landsberg. Hortus deliciarum. Calcos de las miniaturas

Autorretrato

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Durante la guerra franco-prusiana, apenas unos meses después de los acontecimientos de que va a tratar, el periodista francés Alfred Marchand publicó en París Le siége de Strasbourg 1870. Allí describe y lamenta el asedio que sufrió la capital alsaciana por parte del ejército prusiano, y las irreparables pérdidas para la cultura que supusieron los bombardeos de la Biblioteca y la Catedral:

«La destrucción de la Biblioteca de Estrasburgo constituye una pérdida irreparable para la ciencia. La colección, compuesta por más de 200.000 volúmenes, era, por tanto, una de las más ricas de Europa y la más rica de Francia, después de la Biblioteca Nacional de París. Lo que le confería un valor extraordinario era la gran cantidad de obras raras, manuscritos preciosos e incunables que allí se recopilaban.» Y tras enumerar un buen número de éstas, concluye: «Estos son los tesoros de manuscritos y libros raros que atraían a eruditos de toda Europa cada año, y que un soldado, obedeciendo a un plan bárbaro, redujo a cenizas en un día de ira y ceguera. Su nombre lamentablemente permanecerá ligado a la quema de esta colección única.»

Entre las obras definitivamente perdidas se encontraba un famoso códice conocido como el Hortus deliciarum, redactado e ilustrado a lo largo de su vida por la abadesa del monasterio de Hohenburg, Herrad de Landsberg (1125-1195). Alfred Woltmann, unos años después de su irreparable desaparición, lo describía así:

«Consistía en 324 hojas de pergamino, la mayoría en folio grande, con 636 dibujos a pluma a color... Según el prefacio, Herrad había compilado la obra como una abejita a partir de diversas flores de la literatura sagrada y filosófica. Su contenido era un breve relato de la historia bíblica, pero en los lugares apropiados siempre se incluía lo que los filósofos han investigado a través de la sabiduría mundana, que también fue inspirada por el Espíritu Santo. Ocasionalmente se incluían extractos sobre astronomía, geografía, historia natural, filosofía, artes liberales, cronología y poemas en verso leonino y troqueos rimados. El conjunto pretendía ser un compendio de valiosos conocimientos desde la perspectiva de la educación femenina de la época, para ser utilizado por las monjas como punto de partida para la enseñanza de las jóvenes confiadas a su cuidado. El libro pretendía ser útil y entretenido para el grupo de vírgenes de Hohenburg, como afirma el poema introductorio.»

Era, por tanto, una auténtica enciclopedia escolar, lo que hoy consideraríamos un exhaustivo repositorio de materiales didácticos en los que lo textual y lo gráfico se asociaba estrechamente. Y es que las miniaturas tenían un valor muy superior al de unas simples ilustraciones, meros adornos de los contenidos escritos como todavía hoy ocurre en algunos libros de texto. Al contrario, los gráficos de Herrad explicaban, desarrollaban y completaban la información escrita; formaban parte esencial de la obra. Un buen número de las miniaturas del Hortus podríamos considerarlas auténticas infografías. Y no es una excepción en su tiempo: la pintura románica es básicamente narrativa.

Pues bien, esta admirada joya quedó destruida en 1870. Tampoco es un hecho infrecuente en la historia del Arte. Fue el mismo destino de las memorables pinturas murales del monasterio de Sijena, en Aragón, apenas unos años posteriores al Hortus, y por una causas comparables: en este otro caso, el incendio provocado del monasterio por las columnas milicianas de Barcelona durante la guerra civil. Pero si de estas pinturas nos queda un completo respaldo fotográfico (aunque en blanco y negro), y ciertos restos (calcinados, decolorados, incompletos y deslocalizados todavía hoy en Barcelona), del Hortus sólo quedan los numerosos calcos que se realizaron durante el siglo XIX por encargo de diversos estudiosos.

En esta entrega de Clásicos de Historia se ha pretendido reunir un buen número de calcos y copias diversas de las miniaturas del Hortus. Las hemos tomado principalmente de tres viejas obras. Christian Moritz Engelhardt publicó en 1818 un libro sobre Herrad con una serie de láminas en las que incluyó una selección de los muchos calcos que había obtenido del Hortus, pero en su mayoría meros fragmentos y personajes aislados. Auguste de Bastard en 1869, como parte de una muy extensa colección a la que dedicó muchos años, publicó otros cuidadosos calcos, escogiendo a diferencia del anterior grandes miniaturas completas, muchas de las cuales ocupaban toda una página en el códice. Por último, y tras el incendio de la Biblioteca de Estrasburgo, Alexandre Straub comenzó la impresión y comentario de todos los calcos conocidos del Hortus, en sucesivas entregas. Iniciada la tarea en 1879, sólo concluyó en 1899 , cuando se reunió y publicó la obra de conjunto, aunque ya a cargo de Gustave Keller.

Por nuestra parte, nos hemos limitado a reordenar las copias de las miniaturas de acuerdo con el orden original en que aparecían en el Códice, folio a folio. En ocasiones hemos reproducido, uno tras otro, varios calcos de distinta mano de la misma miniatura, lo que puede resultar sorprendente... e instructivo. La mayoría, procedentes de la exhaustiva obra de Straub y Keller, son meros dibujos sin iluminar, y muchas de escasa calidad: sólo los de las otras colecciones fueron cuidadosamente coloreados. Por último, hemos traducido buena parte de los comentarios de estos dos canónigos alsacianos, que proporcionan interesantes explicaciones sobre los aspectos formales, simbólicos y de contenido vario de las miniaturas.

Concluimos con las propias palabras de Herrad de Landsberg: «Este libro titulado Jardín de las Delicias, yo, una pequeña abeja, lo he compuesto, bajo la inspiración de Dios, con el jugo de diversas flores de la Sagrada Escritura y obras filosóficas, y lo he construido por amor a vosotras (sus educandas), como si fuera un panal para honra y gloria de Jesucristo y de la Iglesia. Por lo tanto, os animo a buscar a menudo en este libro el dulce fruto que contiene, y a reconfortar vuestro espíritu cansado con estas gotas de miel para que, nutridas por la dulzura espiritual, podáis transitar con seguridad por las cosas transitorias de este mundo, y para que yo misma, teniendo que atravesar los peligrosos caminos de este mar agitado, sea preservada por vuestras poderosas oraciones de todo afecto terrenal y llevada con vosotras hacia el cielo, en el amor de Cristo, vuestro amado.»

sábado, 1 de noviembre de 2025

Hans Holbein el Joven, Danza de la Muerte

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       Jof señala la oscuridad del cielo que se retira, donde los relámpagos de verano brillan como agujas plateadas en el horizonte.
       —¡Los veo, Mia! ¡Los veo! Allá, contra el cielo oscuro y tormentoso. Están todos allí. El herrero, Lisa, el caballero, Raval, Skat y Jons. Y la Muerte, el severo guía, les invita a bailar. Se toman de las manos y bailan en una larga cadena. El primero va la Muerte con su guadaña y su reloj de arena, pero Skat se balancea al final con su lira. Bailan alejándose del amanecer en una danza solemne hacia las tierras oscuras, mientras la lluvia les lava el rostro y limpia la sal de las lágrimas de sus mejillas.
       Guarda silencio. Baja la mano. Su hijo, Mikael, parece escuchar sus palabras. Ahora, gatea hasta Mia y se sienta en su regazo. Dice Mia, sonriendo:
       —Jof, tú con tus visiones y tus sueños.

Así concluye El séptimo sello, la subyugante película de Ingmar Bergman.

Memento mori. La muerte está presente en la vida de los hombres, que desde la antigüedad (Gilgamesh en busca de la inmortalidad) recuerdan y lamentan que han de morir. En la Baja Edad Media, quizás por el catastrófico siglo XIV con su encadenamiento de hambrunas, epidemias y guerras, se difunde una creación cultural llamada a perdurar con gran éxito durante muchos siglos, la Danza de la Muerte. La Muerte, representada por un esqueleto que lleva un reloj de arena (todas hieren, la última mata) o una guadaña, obliga a entrar en su danza a personajes de toda la escala social, por más que muchos de ellos se resistan. Esta creación tendrá múltiples manifestaciones: poéticas, pictóricas, musicales, teatrales…, las cuales gozarán de gran difusión gracias al desarrollo de novedosos sistemas de impresión.

En cualquier caso, como es natural, cada obra de este tipo obedecerá a los valores, a las preocupaciones y a los gustos de su época, lo que las hace tremendamente variadas. Es evidente que poco tienen que ver la muy influyente Danza macabra de los muros del Cementerio de los Santos Inocentes de París (destruida en 1669), con una finalidad exclusivamente religiosa y moralizante, en comparación con la divertida serie de grabados que pergeña hacia 1815 el genial Thomas Rowlandson; su tratamiento del tema es exclusivamente satírico… e indudablemente comercial.

Pues bien, el genial artista Hans Holbein el Joven (1497-1543) trazó con este tema una serie de dibujos para ser grabados en madera por Hans Lützelburger, de reconocida pericia. Sin embargo la muerte le sorprendió a este último pronto, en 1526, cuando llevaba talladas 41 planchas, y parece ser que le restaban aun otros diez dibujos de Holbein. Aunque se piensa que se realizaron y vendieron diversas impresiones posiblemente sueltas, el éxito de la serie llegó cuando dos avispados impresores de Lyon, los hermanos Trechsel, se hicieron con los bloques grabados por Lützelburger, y los publicaron en forma de libro con el título Les ſimulachres & historiees faces de la mort, autant elegammẽt pourtraictes, que artificiellement imaginées,

Aunque el volumen se compone de unos prolijos textos sobre la muerte, a cargo del humanista y poeta Jean de Vauzelles (1495-1563), el éxito de la obra se debió a las 41 composiciones de Holbein, xilografiadas por Lützelburger. Vauzelles se limitó a acompañar cada grabado por un cita bíblica en latín (muchas traídas por los pelos), y una sencilla cuarteta en francés sobre el protagonista de cada escena. En esta edición son los únicos textos que conservamos. El interés por la obra debió ser considerable. Así, en la edición de 1545 se añaden ocho nuevos grabados que según algunos corresponden a los originales de Holbein que Lützelburger no llegó a realizar. Y todavía se agregan dos más en 1562, con lo que se completarían las 51 composiciones que habría trazado Holbein.

En cualquier caso, el rápido deterioro de las planchas fue la causa de la muy diferente calidad en las sucesivas impresiones. Y también explica, dado el prestigio que conservaba la colección, la abundancia de imitaciones, remedos, y sobre todo desde el siglo XVII, copias realizadas con una técnica totalmente diferente, el aguafuerte, que da lugar a unos resultados que poco tiene que ver con los originales.

La colección de Holbein tiene, naturalmente, un enfoque ideológico determinado: es un hombre del Renacimiento y de la Reforma. Algunos personajes se resistente vivamente a ser arrebatados por la muerte, mientras que otros parecen aceptar el trance o simplemente no lo advierten. Algunos eclesiásticos son evidentemente criticados: el Papa, que es una de las tres escenas en las que junto a la Muerte aparecen demonios, o la Monja que dirige la mirada a su galán descuidando sus devociones. Las otras dos escenas en las que figuran también pequeños demonios son la del Regidor que no protege a los pobres como es su obligación, y la del jugador de cartas; pero esta última corresponde a las adiciones de 1545.

Para esta edición he escogido el ejemplar que perteneció al cardenal Mazarino, que fue cuidadosamente iluminado a mano en el siglo XVII. Actualmente pertenece a l’Institut de France. Es cierto que el color enmascara la limpieza de trazo de los grabados (la xilografía viene a ser al grabado como la línea clara al cómic), pero el resultado me ha parecido bastante interesante. A pesar de todo, y para compensar, he incluido en Apéndice una serie ejemplos de los grabados originales sin iluminar, tomados de la colección de The Cleveland Museum of Art.