lunes, 27 de noviembre de 2017

José María de Pereda, Pedro Sánchez


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Añadimos hoy un nuevo jalón a la sección, recién inaugurada, de ficciones que nos acercan a un momento histórico determinado. Al igual que los Episodios Nacionales de su amigo Galdós, Pereda se propuso aproximarnos a una etapa clave del reinado de Isabel II, la revolución de 1854. 

José Manuel González Herrán (de cuya La obra de Pereda ante la crítica literaria de su tiempo nos aprovechamos para esta presentación) señala: «En Pedro Sánchez se reconstruyen con precisión y exactitud aquellos ambientes cortesanos de los años cincuenta, que Pereda, estudiante en Madrid entre 1852 y 1854, conocía bien. De ahí las coincidencias entre la biografía juvenil del autor y la de Pedro, que no pasaron desapercibidas ni para los críticos ni para los lectores coetáneos de Pereda y que han permitido a la mayoría de los biógrafos y estudiosos de su obra utilizar muchos datos de esta novela como complemento de los rigurosamente biográficos. Como, de otra parte (...) el relato está en primera persona, todo ello influye para que, en palabras de Cossío, “ya desde su publicación se ha pretendido que esta novela tiene un marcado carácter autobiográfico.”» Pero escuchemos otras voces.

Emilia Pardo Bazán (antes de la publicación de Pedro Sánchez): «Puédese comparar el talento de Pereda a un huerto hermoso, bien regado, bien cultivado, oreado por aromáticas y salubres auras campestres, pero de limitados horizontes (...) No sé si con deliberado propósito o porque a ello le obliga el residir donde reside, Pereda se concreta a describir y narrar tipos y costumbres santanderinas, encerrándose así en breve círculo de asuntos y personajes (...) jamás intentó estudiar a fondo los medios civilizados, la vida moderna en las grandes capitales, vida que le es antipática y de la cual abomina; por eso califiqué de limitado el horizonte de Pereda (...) Si algún día concluyen por agotársele los temas de la tierruca ―peligro no inminente para un ingenio como el de Pereda―, por fuerza habrá de salir de sus favoritos cuadros regionales y buscar nuevos rumbos. No falta, entre los numerosos y apasionados admiradores de Pereda, quien desea ardientemente que varíe la tocata.»

Marcelino Menéndez Pelayo: «Temíamos el autor y yo que pareciese esta novela (Pedro Sánchez) conjunto de reminiscencias algo pálidas o de adivinaciones remotas y que la ausencia del modelo vivo le quitase frescura y animación. Temíamos que pareciese lenta y perezosa en los primeros capítulos, y un tanto atropellada hacia el final. Temíamos que renunciando el pintor a casi todas sus ventajas indiscutibles, al paisaje, al diálogo, al provincialismo, a lo más enérgico y característico de su manera, renunciase por el mismo hecho a sus mayores triunfos. Temíamos que la forma autobiográfica, la forma de Memorias, perjudicase al fácil caudal de un ingenio tan exterior y tan objetivo, y tan poco amigo de refinamientos psicológicos. Temíamos que el mismo carácter del héroe, entidad algo pasiva, movida por las circunstancias, mucho más que movedora de ellas, comunicase cierta languidez al conjunto de la obra, impidiendo al lector interesarse sinceramente por el protagonista. Temíamos, finalmente, que el carácter en gran manera prosaico de las escenas políticas, que son la mayor parte del libro, hubiese influido en detrimento de su valor estético.»

Leopoldo Alas, Clarín: «En mi humilde opinión es la mejor novela de Pereda, y una de las mejores que se han escrito en España en estos años de florecimiento (…) Yo debía al ilustre montañés un artículo franco, entusiástico aplauso para el día en que él cumpliera ciertas condiciones que en Pedro Sánchez ha cumplido (…) La calidad, no menos apreciable, de haber prescindido de todo espíritu de secta, si no en el secreto de la intención (que esto yo no lo examino) en cuanto se refiere a los recursos del arte. Pereda nos pinta una época de lucha entre el doctrinarismo y la revolución; narra vicios y ridiculeces de uno y otro partido; encuentra, con arte admirable, la parte flaca de los caracteres que atribuye a doctrinarios y liberales, sin exceptuar al protagonista; pero hace todo esto como fiel observador, trayendo a colación lo bueno y lo malo.»

En fin, José María Pereda, en carta a Menéndez Pelayo:  «¿Qué te ha parecido el artículo de Clarín? ¿Qué el de Luis Alfonso, si lo has visto, sahumerio de igual alcance que el de aquél? Nada te digo de un sin número de dioses menores que han cantado en la misma partitura, ni de otras cartas (inclusa la de Milá) en que se declara a Pedro Sánchez lo mejor que yo he hecho y de lo mejor que se ha visto en el ramo de novelas [...] En Barcelona ha sido extraordinario el éxito entre los muchos devotos que tengo allá. ¿Conoces a Sardá, crítico catalán? ¿Vale algo? En opinión de éste, según me escribe Savine, Pedro Sánchez es la mejor novela de estos tiempos»

Y una observación final. ¡Qué tiempos aquellos, los de la garbancera Restauración, los del género chico y el caciquismo, en los que la discrepancia de tendencia (como se decía por entonces) no impedía el reconocimiento de los méritos ni la más estrecha amistad!

lunes, 20 de noviembre de 2017

Pío XI, Ante la situación social y política (1926-1937)


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En su obra Las libertades y las democracias, escribe Gonzalo Redondo: «Los diecisiete años del pontificado de Pío XI corresponden de forma íntegra al período de entreguerras. Sucesor de Benedicto XV, el cardenal Achille Ratti fue elegido Papa el 6 de febrero de 1922 y murió el 10 de febrero de 1939. Había nacido en Desio en 1857. Hombre intelectual y de estudio, Benedicto XV le confió su primera misión al enviarle como visitador apostólico a Lituania y Polonia, en 1918. Al año siguiente fue nombrado nuncio en Polonia. Y en la capital polaca permaneció ―fue el único representante diplomático que no abandonó Varsovia― en los momentos difíciles del verano de 1920, cuando los ejércitos soviéticos de Tujachevsky y Budienny parecían a punto de entrar en la capital de una Polonia que acababa de recobrar su independencia. En 1921 mons. Ratti fue llamado a Italia, donde se le confió la archidiócesis de Milán y fue elevado al cardenalato. Su lema como Pontífice fue pax Chisti in regno Christi. Era Pío XI muy consciente no sólo de la falta de paz sino de las razones por las que esta paz faltaba en el mundo.»

A lo largo de su pontificado Pío XI se ocupó con frecuencia de valorar desde el punto de vista de la Iglesia católica la grave acumulación de problemas y conflictos que se suceden sin cesar en estos años. Por un lado se refiere a los graves problemas sociales y económicos de fondo, con la Quadragesimo Anno, en unos momento en que todo parece sumergirse en la Depresión. Y después, su planteamiento descansará en la afirmación de la primacía de la persona sobre el grupo, cuando proliferan múltiples religiones políticas desde las más diversas posiciones ideológicas, pero coincidentes en reducir al individuo a un átomo, un mero elemento constitutivo de la clase, o la raza, o la nación… Reduccionismos varios que siempre coinciden en proponer como solución a las calamidades de las sociedades actuales, la imposición de unas recetas que, siempre, se consideran infalibles. El papa se opondrá, en consecuencia, a las diversas revoluciones totalizadoras que proliferan: mejicana, italiana, española, española, alemana, rusa…

Gonzalo Redondo concluye del siguiente modo: «En 1937… Pío XI, en el espacio breve de dos semanas, publicó tres documentos que fueron otras tantas condenas rotundas de situaciones que parecían irreversibles. El domingo 14 de marzo apareció la encíclica Mit Brennender Sorge, en la que se condenó razonadamente nada menos que el nacionalsocialismo, entonces en crecida y ante el cual los poderes europeos procuraban plegarse o, al menos, no irritarle. El viernes 19 publicó una nueva carta encíclica, la Divini Redemptoris, en la que de forma igualmente razonada, clara y enérgica, tomó postura frente al comunismo lejano y un tanto desconocido de la Unión Soviética, pero también frente al mucho más cercano y patente que por esas mismas fechas estaba a punto de imponer su dominio en la España republicana. Pocos días más tarde. El domingo 28, otro documento, la encíclica Firmissimam constantiam centraba de nuevo la atención, al menos del mundo católico, en un problema quizá no olvidado del todo, pero en apariencia un tanto marginal, como era el de la evolución sectaria de la revolución mexicana. Tres advertencias que no fueron tres simples noes, aunque se negaron muchas cuestiones que se tenían como incontrovertibles; tres advertencias frente a tres distintas manifestaciones de un fenómenos único: el totalitarismo; tres advertencias firmes que ya no sólo para los católicos sino para todos los hombres de atención medianamente despierta supusieron justamente una toma de postura radical, en defensa del hombre, ante los procesos que gustaban presentarse como dominadores y constructores del hombre mismo.»

Fotograma de Roma ciudad abierta, de Rosellini

domingo, 12 de noviembre de 2017

Herbert Spencer, El individuo contra el Estado


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Chesterton nos presentó en una de sus últimas obras a James Haggis, que «era de esos viejos progresistas que resultan más rígidos y dogmáticos que cualquier retrógrado; y, aunque teóricamente defendía un programa de austeridad y reformas, terminaba imponiendo que casi toda reforma era demasiado costosa para las exigencias de la austeridad. De esta traza su veto había desbaratado el generalizado apoyo suscitado por la admirable campaña del viejo Dr. Campbell para combatir la epidemia en los barrios pobres durante los momentos más críticos. Pero acaso sería una inferencia desmesurada colegir de sus objeciones económicas que era un demonio que disfrutaba viendo niños pobres morir de tifus (…) Por lo demás, era reconocidamente honrado en los negocios y fiel a su esposa y su familia.» (Las paradojas de míster Pond)

Mr Haggis nos recuerda al influyente victoriano Herbert Spencer (1820-1903), maestro y crítico de su tiempo en tantos saberes, habitualmente construidos a partir del liberalismo y el evolucionismo, siempre presentes, y también en sus reflexiones políticas: «Y, sin embargo, es extraño decirlo, ahora que se reconoce esta verdad (el evolucionismo de Darwin) por las personas más cultas, ahora que definitivamente han comprendido los eficaces resultados de la supervivencia de los más aptos, más que se comprendía en tiempos pasados, ahora, mucho más que nunca en la historia del mundo, ¡están haciendo todo lo que pueden para favorecer la supervivencia de los menos aptos! (…) Sí, ciertamente; su principio se deriva de la vida de los brutos , y es un principio brutal. No me persuadiréis de que los hombres deben vivir bajo la misma disciplina que los animales. No me importan sus argumentos de historia natural. Mi conciencia me enseña que se debe ayudar al débil y al desgraciado...» Pero anota a pie de página el caso de «una cierta hija del arroyo… Margaret, que fue la madre fecunda de una raza prolífica. Además de gran número de idiotas, imbéciles, borrachos, lunáticos, depauperados y prostitutas el Registro del condado cita doscientos de sus descendientes que han sido criminales. ¿Existió crueldad o bondad en permitir que se multiplicaran, generación tras generación, y que llegaran a constituir una calamidad para la sociedad?»

Hannah Arendt puso de manifiesto en Los orígenes del totalitarismo, como «Herbert Spencer, que consideraba la sociología como una parte de la biología, creía que la selección natural beneficiaba a la evolución de la humanidad y determinaría una paz perpetua. El darwinismo ofreció dos importantes conceptos para la discusión política: la lucha por la existencia, con la afirmación optimista sobre la necesaria y automática “supervivencia de los más aptos”, y las posibilidades indefinidas que parecían existir en la evolución del hombre a partir de la vida animal y que iniciaron la nueva “ciencia” de la eugenesia (…) La eugenesia prometía superar las perturbadoras incertidumbres de la supervivencia según las cuales era imposible predecir quién resultaría ser el más apto o proporcionar los medios para que las naciones llegaran a desarrollar una aptitud permanente.»

Y en lógica correspondencia, Spencer defiende el individualismo, la primacía del individuo sobre el Estado: condena lo que denomina una auténtica «superstición política», la pretensión del «derecho divino del Parlamento», heredado de los viejos reyes. Lo cual se traduce en una invasión de la privacidad de los ciudadanos a través de innumerables reglamentos que afectan todas las esferas de la vida social: asistencial, educativa, laboral... hasta la propia moralidad y usos. Con su intervencionismo, los gobiernos obstaculizan el progreso natural fruto del interés y la cooperación, ambas espontáneas, de los ciudadanos en sociedad. Muy crítico con los políticos de su tiempo, rechaza el abuso de las mayorías, su imposición sobre las minorías.

domingo, 5 de noviembre de 2017

Baltasar Gracián, El Criticón


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Vamos a acercarnos a la mentalidad barroca por medio de la obra que hoy proponemos. Ahora bien, es una visión desencarnada: no hay individuos y personas, sino tipos, conceptos y actitudes; y tras los sentimientos y emociones, siempre se descubre el interés. Y sin embargo tras el amargo, desencantado relato, se advierte siempre la presencia aguda, desentrañadora, del autor. Y lo que descubre ―o mejor desencubre― de la crítica sociedad de su tiempo, nos resulta igualmente vivo, pertinente y perspicaz aplicado a las crisis sociales del nuestro.

Escribe Manuel Alvar (Aragón, literatura y ser histórico, 1976): «...hemos llegado a la culminación de la literatura aragonesa, si no de muchas otras literaturas: Gracián. Y en Gracián se condensan todas las quintaesencias que he descrito: la protesta contra lo que debiera ser y no es, el apreciar lo que se estima como justo, el orden frente al caos, el captar la intensidad expresiva, la protesta contra la sinrazón, el relativismo de nuestras capacidades y, como consecuencia, soledad y desengaño. Porque nuestro gran escritor es ―siempre― un escritor ético. Cada libro suyo aspira ser un arquetipo de imitaciones: héroes, discretos, prudentes, agudos, serán los varones que nos proponga a imitación, aunque ―también él― caiga en elogios de homúnculos o de realidades que son ―desde nuestra perspectiva― miserables. Pero es que la realidad cambia con la fuga del tiempo y el hombre ―hasta el hombre de excepción― es una criatura dentro de su contingencia.

»Si acertamos a leer el epistolario del jesuita encontraremos patentes todas estas críticas que la letra impresa ―él, que tuvo que publicar con seudónimo― no le dejaría divulgar. Nada tan dramático como aquellas dos cartas de 1655 que escribe a Francisco de la Torre: nuestra realidad ya no es, todo se ha perdido o está a punto de perderse; sin embargo ―como rictus amargo de esperpento―, para remedio de males “no hay otra nueva de consuelo en España, sino el estar preñada la reina.” Amargura y dolor pespunteado sobre un carnaval grotesco, y quiera Dios que no se repita: “El gobernador está en Calatayud; fue a sosegar un motín que se levantó por causa del desaire de no haberles dado ni obispo ni cátedras, y dicen que los de Tarazona, en triunfo de la victoria, sacaron un obispo de paja, y lo quemaron, diciendo: Judíos de Calatayud, ¡socorred a vuestro obispo, que se quema!” Todo cuanto Gracián descubre con sus ojos no es sino motivo de desengaño. Porque la ruina del país es fruto del caos, y la realidad no permite otra cosa que aprender mentiras o vaciedades (…)

»Como “los hombres no son ya los que solían”, Gracián se enfrenta con la necesidad de mudar el mundo. Inútil pretensión que sólo puede conducir al fracaso: cada día tratan de adobarlo los necios, pero el mundo sigue sin concierto y entonces “viéndome sin amigos vivos, apelé a los muertos, di en leer, comencé a saber y ser persona.”» Pero concluyamos dándole la palabra al discreto autor: «No hay lisonja, no hay fullería para un ingenio, como un libro nuevo cada día (…) ¡Oh! gran gusto el leer, empleo de personas que si no las halla, las hace.»