lunes, 29 de mayo de 2023

Gustavo Adolfo Bécquer, Desde mi celda. Veruela. Costumbres de Aragón

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Continuamos esta semana con otro viaje literario, aunque una generación posterior al de Washington Irving. En 1863 Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870), enfermo y con necesidad de reposo, abandona el tráfago del Madrid moderno en un trayecto real y simbólico que le obliga a pasar del camino de hierro al camino de rueda, y de éste al de herradura. Su destino es el desamortizado monasterio de Veruela, al pie del Moncayo, coronada de nieve la alta frente. Allí se instala con su hermano Valeriano, y durante varios meses ambos recorren la comarca, observan y preguntan, escriben y dibujan… y naturalmente descubren un mundo a la vez más puro y más brutal que el de la ciudad liberal, pero en cualquier caso más poético. El primer resultado lo constituyen las nueve largas cartas que publica a lo largo de 1864 en el periódico El Contemporáneo de Madrid. Las cartas Desde mi celda acabarán siendo consideradas una de las cumbres del romanticismo español, aunque ya tardío y teñido de realismo. La percepción del paisaje, las leyendas, la brujería, los cuadros de costumbre se amalgaman espléndidamente.

Manuel Alvar, en su Aragón. Literatura y ser histórico (1976), señalaba que «son precisamente los extraños quienes vinieron a descubrir el mundo romántico que Aragón encierra (…) Mucho más sorprendente es que fuera Bécquer ―no ningún aragonés― quien acertara con aquella veta romántica que son las historias que narra en las Cartas desde mi celda. El gran poeta ha descubierto en Veruela este valle, cuya melancólica belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio agrada y sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario, que los montes que lo cierran como un valladar inaccesible, nos separan por completo del mundo. Y en el ambiente recién encontrado está el germen de todas sus visiones: reales unas, legendarias otras. Bécquer ha sabido ver: con ojos de pintor ha ido creando una escenografía sobre la cual se va a proyectar la historia. La ruinosa abadía, los altos chopos, el viento al atardecer y ―ya― exaltada la imaginación, las blancas estameñas conventuales, la muchacha con su lirio azul y el suspiro al aire. Sí, escenas sueltas de no sé qué historias que yo he oído o que inventaré algún día. Sin embargo, las historias ―vivas― estaban ahí, en las mismas hierbas que el poeta abatía con su planta, sobre las piedras que le comunicaban su frialdad.»

La estancia en el somontano del Moncayo fue fructífera también para Valeriano Bécquer (1833-1870), que traza numerosos apuntes y esbozos que se convertirán más tarde en cuadros y grabados. En los años siguientes publicará cuatro dibujos del monasterio de Veruela y trece de tema aragonés, acompañados por textos ―breves por lo general― de Gustavo Adolfo. Casi todos lo hacen en el prestigioso semanario El Museo Universal de Madrid. Los tipos y costumbres de Aragón son naturalmente, populares y variados: El hogar, La misa del alba, Las jugadoras, El tiro de barra, La pastora, El pregonero, La vuelta del campo, El alcalde, La corrida de toros, Los dos compadres, La rondalla y Las segadoras. A su calidad artística se le añade un cierto respeto por lo retratado, que lo distancia agradablemente de los baturrismos que proliferarán y dominarán en la literatura, el arte y la música de los tiempos de la ya próxima Restauración. En conjunto estas obras aparentemente menores de los hermanos Bécquer suponen un complemento muy atractivo y necesario de las Cartas, por lo que se las hemos agregado en esta edición digital.

Valeriano Bécquer, Monasterio de Veruela

lunes, 22 de mayo de 2023

Washington Irving, Cuentos de la Alhambra

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Un viajero lleva en su equipaje lo que espera encontrar en su destino. Y puede ser que tenga éxito en su propósito, aunque para ello deba transformar la realidad con que se topa, e incluso ignorar gran parte de ella. Se le revela así un país de ensueño, con unos míticos paisajes pobladores, usos y costumbres. No es infrecuente que, en esta situación, se apresure a comunicar a las gentes lo gozoso de su descubrimiento (¿su creación?). Y no faltarán los seguidores que, contagiados, busquen y encuentren lo mismo, y puede ocurrir que los mismos habitantes del lugar acaben viéndose reflejados en las elucubraciones del viajero, y reconociéndose en ellas…

Es el caso del norteamericano Washington Irving (1783-1859), que comienza a pergeñar sus Cuentos de la Alhambra durante su primera estancia en Granada, en los decimonónicos años veinte. En su interesante artículo Presencia de Washington Irving y otros norteamericanos en la España romántica (2011), Salvador García Castañeda escribe: «Washington Irving es el representante más destacado, y el más conocido entre nosotros, de la atracción que ejerció España sobre un considerable grupo de norteamericanos quienes a lo largo del siglo XIX dejaron profunda huella de sus experiencias en la cultura de su país. Una huella manifiesta en libros de viajes, en trabajos históricos y literarios, en la creación de bibliotecas y de colecciones de obras de arte, en el extraordinario auge de los estudios universitarios de la lengua, la cultura y la literatura españolas en los Estados Unidos y, finalmente, en difundir el conocimiento de España en aquel país.»

«La atracción de (Washington Irving) por el pasado medieval e islámico de España podría remontarse a su primera juventud con la lectura en ediciones infantiles de Las mil y una noches, de relatos de las andanzas americanas de los conquistadores españoles y de las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita. Y durante su estancia en Francia, donde comenzó a estudiar español en 1824, leyó a Moratín, a Lope y a Cervantes.»

«Quienes conocieron y escribieron sobre la España de aquellos años se vieron en la disyuntiva de expresar francamente sus opiniones como hicieron Mackenzie, Ticknor y otros, o ignorar la realidad, al igual que Irving y después Longfellow. Tales of the Alhambra pintan un mundo poblado por pintorescos campesinos e hidalgos de raigambre costumbrista, felices en su pobreza en un lugar paradisíaco en el que se ha detenido el tiempo. Irving describió a sus lectores una Alhambra representativa de Andalucía o aun de España, como un amable refugio para quienes, como él, huían de las realidades del presente. Sus diarios y sus cartas le revelan como un atento observador de tipos y escenas populares que contempla con afectuoso distanciamiento. Me parece –escribía– que los españoles son todavía más pintorescos que los italianos; cada hijo de su madre se merece un estudio

«La difusión de Tales of the Alhambra, considerada como la obra más destacada y más popular escrita por un americano antes de 1850, estimuló a otros autores a lo largo del siglo a escribir sobre temas orientales y granadinos aunque algunos admitieron que renunciaban a describir la Alhambra después de haberlo hecho Washington Irving tan magistralmente. Al igual que en arquitectura, el Alhambrismo llegó a ser una moda en Inglaterra y en los Estados Unidos. Y la visión que éste tuvo de la Alhambra como uno de los retiros más deliciosos y románticamente solitarios del mundo y la difusión en su libro hizo universalmente conocido el nombre de la Alhambra de Granada, que fue desde entonces la meta de un peregrinaje sentimental y literario.»

Ya hemos incluido algunas obras comparables de esta misma época, de autores británicos, como La Biblia en España de George Borrow, o las Escenas y bosquejos de las guerras de España de Frederick Hardman. Y ya se percibe su influencia entre los escritores españoles en la conocida obra colectiva Los españoles pintados por sí mismos.

lunes, 15 de mayo de 2023

Manuel de Galhegos, Obras varias al Real Palacio del Buen Retiro

Retrato de un caballero

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El poder político ha utilizado siempre la propaganda para promover acciones determinadas, para ocultar consecuencias indeseadas de dichas acciones, para disimular corrupciones varias, para asegurarse la permanencia en el poder, y, también para cargarse de razones y justificar onerosos dispendios. No faltan ejemplos en la historia y en el presente. Pues bien, ahora que se inicia en España una nueva campaña electoral, puede resultar interesante acercarnos de nuevo al fenómeno.

Manuel de Galhegos o Gallegos (1597-1665) desarrolló su carrera literaria tanto en Lisboa como en Madrid; tanto en portugués como en castellano; tanto al servicio de la monarquía hispánica como al de la portuguesa restaurada. Además de la obra que presentamos, escribió numerosas piezas de teatro (fue amigo de Lope de Vega), dos obras con mayores pretensiones artísticas (Gigantomachia y Templo da Memória), y tuvo a su cargo el que se puede considerar primer periódico portugués, la Gazeta em que se relatam todas as novas que houve nesta corte (1641 a 1647). Sus poesías se incluyeron frecuentemente en las tan abundantes recopilaciones y Parnasos  característicos del barroco.

Sus Obras varias al Real Palacio del Buen Retiro publicadas en 1637 constituyen un atractivo panegírico de dicho palacio, promovido por el conde duque de Olivares para el rey planeta, Felipe IV. Pero no siempre un mero encargo político alcanza la altura de este caso. El libro de Galhegos presenta un interés múltiple: en lo literario (entramos en el pleno barroco, y la influencia de Góngora se deja sentir), en lo artístico (el edificio y la colección de pinturas), y en la patente intencionalidad política. El autor finge un diálogo entre el genio del Manzanares y el del Tajo en el que el primero describe con detalle el palacio madrileño: la gran plaza de acceso con la estatua de Carlos V, el Salón de Reinos y las galerías de pinturas, enumerando obras y artistas, los jardines con el estanque y las fuentes, y el parque de fieras...

Pero atendamos a lo que escribe Jesús Ponce Cárdenas en su interesante Pintura y Panegírico. Usos de la écfrasis en Manoel de Galhegos (Versants 65:3, fascículo español, 2018, pp. 97-123.) «Varios años antes de decantarse a favor de la independencia lusa, a instancias del poderoso don Diego Soares, Secretario de Estado y Miembro del Consejo de Portugal, Manoel de Galhegos puso su pluma al servicio de don Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares, dando a las prensas un libro titulado Obras varias al Real Palacio del Buen Retiro. Destacaban en aquel volumen epidíctico dos amplias composiciones: la Silva topográfica... y las Sextas rimas, un texto muy poco citado por la crítica, mas no por ello carente de interés.

»Ante el gran dispendio económico que supuso la fábrica del Retiro, la opinión pública se mostró dividida: los partidarios del régimen olivarista secundaron los designios del privado, cerrando filas en torno al proyecto, mientras que los detractores criticaron acerbamente la sangría económica que ello suponía, en medio de las guerras en curso. De hecho, en el entorno portugués, poco antes de que Galhegos abordara la redacción de los versos encomiástico-descriptivos, figuras como el conde de Ericeira, Antonio Veloso de Lyra y Antonio de Sousa Macedo habían criticado duramente los planes edilicios de don Gaspar de Guzmán. Argumentaban ellos que la nueva morada real se había construido con la sangre de los pobres, descuidando la conservación de los santuarios y lugares sacros, sangrando lastimosamente los tesoros que llegaban en las naos portuguesas (…)

»Por cuanto ahora nos atañe, conviene recalcar cómo las sextinas narrativas que el poeta bilingüe dio a conocer en la segunda parte del tomo constituyen una muestra muy elocuente de poesía política, ya que se configuran al modo de una combativa apología en la que justifica con toda suerte de argumentos la necesidad y la conveniencia de la edificación del nuevo palacio, a pesar de las contrariedades sufridas por el país en el conflicto bélico y la difícil situación económica.

»Tras iluminar brevemente el convulso panorama político en el que se insertó la escritura de Galhegos, conviene subrayar ahora que la Silva topográfica al Buen Retiro constituye un elaborado alegato a favor del rey, su todopoderoso valido y el nuevo palacio. El entramado laudatorio del poema descriptivo incluía una notable cadena de encomios (directos e indirectos) en los que el laudator ensalzaba a cuatro figuras de rango decreciente: el monarca Felipe IV, el conde-duque de Olivares, el secretario de estado don Jerónimo de Villanueva, el pintor y ujier de cámara Diego de Silva y Velázquez.»

Juan Bautista Martínez del Mazo, El Estanque Grande del Buen Retiro, h. 1657

lunes, 8 de mayo de 2023

Évariste Huc, Recuerdos de un viaje a la Tartaria, el Tíbet y la China en los años 1844, 1845 y 1846

Retrato anónimo

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Ilustraciones de la edición inglesa |   PDF   | 

Évariste Huc (1813-1860) fue un misionero francés que residió en China desde 1838 hasta 1852. Naturalmente con vestimentas chinas de mercader, residió entre distintos grupos cristianos herederos de los que fueron creando a partir del siglo XVI gentes como Mateo Ricci y Diego Pantoja. El abbé Huc atendió en lo religioso a estas comunidades, más o menos dispersas y perseguidas, tanto en el sur del Imperio, en la región de Cantón próxima al portugués Macao, como en el norte, donde entró en contacto con las poblaciones tártaras (es decir, de Mongolia y de Manchuria), cuyos idiomas aprendió.

Fue un escritor abundante: además de los numerosos textos religiosos que tradujo al chino, al mongol, al manchú y al tibetano, dejó numerosas cartas e informe que, con carácter oficial, remitió periódicamente a sus superiores; sólo fueron reunidas y editadas en 2005. Pero en 1850 se publicó en París la obra que le dará fama, los Souvenirs d’un voyage dans la Tartarie, le Thibet et la Chine pendant les années 1844, 1845 et 1846, que se continuó y concluyó en 1854 con L’empire Chinois. Fueron traducidas prontamente a otros idiomas: inglés, alemán, holandés, español, italiano, sueco, ruso y checo. A pesar de su éxito, recibió algunas críticas al considerarlas superficiales, esto es, mera literatura amena. Huc se defenderá señalando que en estas obras «sólo queríamos describir los curiosos países que hemos visitado, y dar a conocer las pueblos entre los cuales hemos vivido, reservándonos para más adelante las investigaciones precisas para trazar un bosquejo de la propagación del cristianismo en China, Tartaria y el Tíbet, desde el apóstol santo Tomás a nuestros días.» Cumplió este proyecto con la publicación del mucho más académico Le christianisme en Chine, en Tartarie et au Thibet, en cuatro volúmenes (1857-58).

Pero las obras que nos interesan y que comunicamos esta semana son los Recuerdos y el Imperio Chino. Entre las dos se recoge la aventurera expedición que durante unos tres años realizó por el Asia central de influencia china y de predominio budista, todavía escasamente conocida por los occidentales. Acompañado por su compañero misionero Joseph Gabet y del joven chino cristiano Samdachiemba, trocando las vestiduras chinas por las propias de los lamas budistas, y a lomos de caballos, mulos y camellos, atravesaron de levante a poniente los territorios situados al norte de China, para luego adentrarse en la meseta del Tíbet, hasta alcanzar su capital, Lhasa.

Pero tras algunos meses de estancia en esta ciudad, en la que establecieron buenas relaciones con los lamas y con el regente, e incluso lograron abrir una capilla, la expedición se torció. El influyente embajador o comisionado chino Ki-Chan forzó la expulsión de los dos misioneros, la prohibición de viajar a la India inglesa a través del Himalaya, y su conducción de vuelta a Cantón. Son atendidos solícitamente por funcionarios y soldados chinos y tibetanos que les dan escolta, y acogidos respetuosamente por las autoridades de las ciudades que atraviesan (y en caso contrario deben atenerse a las reclamaciones de los dos europeos). El trayecto se realizará por el sur de China, y concluirá con su llegada a Macao.

Los Recuerdos y su continuación son ante todo un amenísimo libro de viajes, repleto de las informaciones, personajes y anécdotas destinadas a despertar la curiosidad y el interés de sus decimonónicos lectores. No es un libro de geografía ni de antropología, como el mismo autor se apresuró a señalar en el párrafo que hemos citado anteriormente. Y aunque posea un patente objetivo propagandístico de las misiones, es sobre todo un extenso reportaje, lo que no lo desmerece en absoluto (recordemos a Kapuscinski o a Magris). Además, está bien escrito y bien trazado: los episodios dramáticos, humorísticos y descriptivos (o meramente informativos) se alternan con acierto; y la caracterización de los personajes resulta muy eficaz, aunque con frecuencia un tanto caricaturesca. Algunos de ellos, como el camellero cristiano Samdachiemba, el lama Sandara el Barbudo, el mandarín militar Ly Pacificador de los reinos, o el mandarín civil Lieu Sauce llorón, actúan como auténticos contrapuntos humorísticos del viaje. Podemos imaginar a un joven Julio Verne de veintidós años disfrutando con su lectura y acopiando recursos que luego empleará en sus Viajes extraordinarios.

Una última observación. El periodista y editor Nemesio Fernández Cuesta (1818-1893) fue el responsable de la publicación en español de las obras que nos ocupan. Las incluyó en el tomo segundo de su monumental Nuevo Viajero Universal. Enciclopedia de viajes modernos. Recopilación de las obras más notables sobre descubrimientos, exploraciones y aventuras, publicadas por los más célebres viajeros del siglo XIX (1860). Ahora bien, mientras que los Recuerdos son reproducidos fielmente, con sólo algunas escasas omisiones, el Imperio Chino es recortado y abreviado inmisericordiosamente, dejándolo reducido a una cuarta parte. Es este resumen el que hemos reproducido. Por otra parte, incluimos una recopilación del centenar de grabados que ilustraron la edición inglesa de los Recuerdos (1852).

lunes, 1 de mayo de 2023

Rafael Torres Campos, Esclavitud e imperialismo en el África árabe

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El almeriense Rafael Torres Campos (1853-1904), relacionado con la Institución Libre de Enseñanza, fue un destacado geógrafo que introdujo nuevos métodos y técnicas tanto en esa ciencia como en el modo de enseñarla. Con formación jurídica, uno de los muchos campos que le interesaron fue lo referente a la desatada expansión imperialista de su época, sobre la que publicó abundantes estudios: La cuestión de los ríos africanos y la conferencia de Berlín, El porvenir de España en el Sáhara, Los españoles en Argelia, Portugal e Inglaterra en África austral, La política de expansión colonial, Sáhara occidental. Contra el proyecto de abandono de Río de Oro, Debate sobre el régimen político y administrativo en la Guinea española, así como la conferencia que comunicamos esta semana, La campaña contra la esclavitud y los deberes de España en África, pronunciada en 1889.

Consecuente con su postura ideológica que hoy calificaríamos de progresista, se felicita porque «en la costa occidental (de África), que estuvo en un tiempo asolada por la trata, el establecimiento de las naciones europeas, la abundancia de factorías, el tráfico lícito desenvuelto y la abolición en América, han ahuyentado a los negreros.» En cambio persiste todavía, señala, tanto en el norte del continente como en el África oriental, aunque en algunos países haya sido formalmente abolida. Es un fenómeno enorme: «se cazan y venden en el país de la esclavitud desde el Océano Atlántico hasta el Mar Rojo y el Índico 500.000 esclavos por año», y lo practican aventureros de toda la región islámica, con frecuencia con la protección y el interés de las autoridades locales; luego se distribuirán los esclavos en el mismo continente y en Asia. Los beneficios son enormes, pero el coste humano es incalculable.

Las soluciones que propone son la prohibición del comercio de armas de fuego y de alcohol con los países esclavistas, y por contra contribuir a que los habitantes del África negra puedan defenderse de las expediciones esclavistas. Ahora bien, lo determinante es intensificar el comercio lícito «fundado en la explotación de los recursos naturales, inspirando a las poblaciones negras el amor al trabajo y enseñándoles las ventajas del cultivo.» Las flotas de los países europeos han de dificultar el tráfico de esclavos, y de igual modo con la ocupación de los puertos del Índico y el Rojo. Asimismo ha de protegerse a los misioneros… En resumidas cuentas, es preciso que los países europeos ocupen, colonicen, introduzcan la civilización en África, lo que sólo supondría efectos positivos. La solución es, pues, el imperialismo.

Es lo que el autor admira en Inglaterra: «He aquí la obra emprendida por Inglaterra, la potencia que tiene el arte de dominar e ir transformando con corto número de gentes los más extraños pueblos. No busquemos el romanticismo como ideal de las relaciones internacionales... No es un misterio que Inglaterra aspira, como es natural, a engrandecerse: sigue la política de siempre, sosteniendo los planes de anexión colonial con tenacidad admirable, sin desviarse un punto del objetivo tradicional y de la misión histórica que viene persiguiendo con pasmoso éxito, en acuerdo tácito y perfectísimo de la masa general del país con los gobiernos. Quiere ganar más territorios y conquistar el comercio de nuevas y nuevas regiones, para dar salida a su producción exuberante. Su conveniencia no es contradictoria sistemáticamente con las de los demás países: territorio cubierto por el pabellón británico pronto florece, en interés de todos, que la solidaridad es ley de la vida económica ―como de la actividad humana en todas las esferas―. Y bien seguro es —¿quién que de buena fe consulte la historia contemporánea puede negarlo?― que bajo la influencia de los Gordon, los Baker y los Lumley, halla la esclavitud toda la guerra que las circunstancias, el estado social del país y las fuerzas disponibles consienten.»

Hergé, Coke en stock (1958)

lunes, 24 de abril de 2023

Rosendo Salvado, Memorias históricas sobre la Australia

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El joven benedictino Rosendo Salvado (1814-1900) abandona su Galicia natal como consecuencia de la exclaustración general que siguió a la definitiva implantación del régimen liberal en España. Ingresa en 1838 en el monasterio de la Trinità della Cava, cerca de Nápoles, desde donde partirá en 1845 hacia las lejanas colonias de Australia, cuya ocupación por parte de los británicos se había iniciado apenas medio siglo antes. Junto con un compañero de su orden, también español, tienen el propósito de dedicarse a la conversión y civilización de los aborígenes australianos. Cinco años después, en 1851, y durante una estancia temporal en Roma, publicará en italiano la obra que presentamos, que será traducida con inmediatez al castellano y al francés, alcanzando una considerable difusión. La divide en tres partes: la descripción del continente y la narración del proceso de ocupación y colonización; su peripecia vital en la fundación y desarrollo de la misión de Nueva Nursia; y la exposición de los usos y costumbres de los indígenas. Es decir, una parte geográfica e histórica, otra autobiográfica, y la última de carácter etnográfico.

Estamos en las vísperas del decisivo reparto del mundo que va a caracterizar la segunda mitad del imperialista siglo XIX, que se justifica ―sincera o hipócritamente― en el arduo deber del hombre blanco, obligado a llevar los beneficios de la civilización y del progreso a los pueblos considerados atrasados. Exploradores, comerciantes, intelectuales, soldados y naturalmente políticos, impulsaron y llevaron a cabo este fenómeno globalizador. Pero José Luis Comellas, en su Los grandes imperios coloniales (Madrid 2001), agrega lo siguiente: «Quizá sea el momento de recordar un tipo de hombres que se adentraron en las selvas y desiertos sin intenciones conquistadoras o colonizadoras, y que con gran frecuencia experimentaron vivencias muy parecidas a las de los exploradores… (Aunque) también es cierto que los misioneros se adelantaron muchas veces a los conquistadores y colonizadores, hasta el punto de abrirles camino o prepararles el terreno, en la misma medida que los exploradores de oficio… (En cualquier caso), los misioneros no sólo llegaron antes que los colonizadores , sino que muchas veces se opusieron a ellos; comprendieron mejor que nadie a los indígenas, aprendieron sus lenguas, estudiaron sus costumbres les enseñaron técnicas de cultivo o cultivos nuevos; realizaron una labor educativa mucho antes de que los Estados se ocuparan de ella, crearon escuelas, hospitales y dispensarios.»

Naturalmente, Rosendo Salvado es deudor de los valores e ideas de su época, pero en cualquier caso las Memorias históricas sobre la Australia tienen interés en sí mismas, en buena medida por la curiosidad, perspicacia y capacidad narrativa del autor. Sus descripciones de las prolongadas singladuras oceánicas, de las nacientes ciudades coloniales, de las extensas selvas y desiertos que recorre, y sobre todo de la vida de los aborígenes con los que convive resultan muy atractivas, quizás por la falta de preocupación por el estilo, por el color local. Su naturalidad y llaneza de expresión choca agradablemente con la sobreabundancia de sentimientos y emociones, ya muy desgastados, que todavía predomina en el romanticismo tardío de la época.

Pero destaca además, por el acercamiento desinhibido al aborigen y su cultura, por la empatía e independencia de criterio que muestra. Es interesante su equilibrio, nada común entonces ni ahora, que le permite evitar caer en la Escila del buen salvaje o en la Caribdis del ser inferior. Salvado critica determinadas costumbres y ensalza otras, desde sus propios valores. Pero siempre los percibe, a los indígenas, semejantes, prójimos, personas, y deplora y condena cierta opinión general que detecta: «El carácter físico y moral del australiano ha sido pintado con colores tan falsos, que los más le consideran como el ser más degradado de la especie humana. Se le cree, por lo general, raquítico y mal conformado, y muy parecido a los mismos brutos, llegando algunos a asegurar que no hay la menor diferencia entre un australiano y un orangután. Hasta ha habido, y no uno solo sino muchos, que niegan que el indígena de la Australia esté dotado de un alma racional.» En su contra, afirma radicalmente: «Para nosotros los católicos apostólicos romanos, que creemos firmemente todo cuanto nos enseña la eterna Verdad en los libros sagrados, el género humano se compone de una sola y única especie, la cual fue creada por Dios en el sexto día de la primera semana del mundo, cuando dijo: Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram.» Todavía no han publicado sus obras Darwin y Gobineau...

El Museo Universal, 2 de junio de 1861

lunes, 10 de abril de 2023

Juan Fernández de Heredia, Libro de los fechos et conquistas de la Morea

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La obra de esta semana nos muestra la facilidad con la que se puede deteriorar un buen propósito. Jufre de Villardoyn, mariscal del condado de Champaña, promueve una nueva campaña en defensa de los cristianos orientales y por la recuperación de Tierra Santa. Son muchos los intereses que hay que aunar (franceses, alemanes, venecianos, el papado…), y la expedición resultará conflictiva desde su arranque y nunca llegará a Palestina. Trocará sus objetivos idealistas por los más seculares de proporcionarse poder y riqueza en la Romania, el viejo imperio romano de oriente. Tendrán éxito, aunque un éxito trufado de luchas, conflictos y traiciones que devorará a sus protagonistas y sus descendientes durante dos siglos.

La clásica Historia de Imperio Bizantino, de Alexander A. Vasiliev nos sitúa así en el tiempo y lugar: «La cuarta Cruzada es un fenómeno histórico de extrema complejidad, y donde se hallan intereses y sentimientos de variedad máxima. Tales son: un noble impulso religioso, la esperanza de recompensas en la vida futura, el deseo de cumplir proezas morales y la fidelidad a los compromisos contraídos con la Cruzada, todo ello mezclándose a un deseo de aventuras y lucro, a la pasión de los viajes y a la costumbre feudal del combate perpetuo. Pero en la cuarta Cruzada se advierte un rasgo original que, en rigor, ya se había manifestado en las expediciones precedentes: los intereses materiales y los sentimientos profanos tuvieron mucha preponderancia sobre los impulsos religiosos y morales, lo que demostró de manera rotunda la toma de Constantinopla por los cruzados y la fundación del Imperio latino.»

Y más adelante: «La cuarta Cruzada... tuvo como resultado el fraccionamiento del Imperio bizantino y la fundación en su territorio de varios Estados, unos latinos y otros griegos. Los primeros recibieron la organización feudal imperante en el occidente de Europa (…) Todo el siglo XIII transcurrió en continuas lucha de dichos Estados, que efectuaron entre sí las más dispares combinaciones. Ora lucharon los griegos contra los usurpadores francos, turcos y búlgaros; ora unos griegos pelearon con otros griegos, introduciendo nuevos elementos de discordia en la perturbada vida interna bizantina; ora los francos se batieron contra los búlgaros, y así sucesivamente. A estos choques militares seguían alianzas y pactos diversos, en general quebrantados con tanta facilidad como convenidos (...) Un historiador (Neumann) dice: “Todos esos Estados feudales del Occidente, separados unos de otros, no hicieron obra constructiva, sino más bien destructora, y así fueron destruidos ellos mismos. Oriente quedó dueño de la situación en Oriente”.»

Entre las diversas obras a que dio lugar estos conflictivos acontecimientos (el mismo Geoffrey de Villehardouin que hemos citado escribió una crónica de sus hechos), comunicamos en Clásicos de Historia la aragonesa compilada o meramente copiada por Bernardo de Jaca a iniciativa de Johan Ferrandez de Heredia (1310-1396), el gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén (Hospitalarios o caballeros de Rodas), que jugó un importante papel en la vida política y militar de la Cristiandad del siglo XIV. Y que también contribuyó poderosamente al desarrollo de la cultura occidental con la creación un fecundo scriptorium, en el que se traducen autores clásicos como Plutarco y Tucídides (directamente del griego) y otros latinos, autores modernos como Marco Polo, y se elaboran y compilan otras obras, como la Grant Cronica de Espania y la Crónica de los Conquiridores. Estamos en el siglo XIV, la época en la que entra en su crisis definitiva la Europa medieval, repleta de guerras, epidemias, hambrunas y muerte ―los jinetes del Apocalipsis―, pero en la que entre el desastre general comienzan a germinar las simientes de lo que con el tiempo será el renacimiento.

Un autor anónimo, posiblemente francés helenizado o griego, escribió a principios del siglo XIV una crónica centrada en la historia de los principados latinos de la península de Morea, el antiguo Peloponeso, durante el siglo anterior. Se conservan cuatro versiones diferentes, en griego (es la única versificada), en francés, en italiano, y la que presentamos, redactada en el aragonés literario y cancilleresco de la corte de Aragón, fácilmente comprensible. Esta última es la más extensa ya que mientras que las otras concluyen en 1292 o 1303, ésta prolonga la narración de los acontecimientos hasta 1377, con la cesión temporal de la Morea a la Orden del Hospital, e incluye información sobre las intervenciones de los súbditos de los reyes de Aragón y de Mallorca.

Su lectura nos abruma considerablemente por la reiteración de combates, asedios, reclamaciones y denuncias, rebeldías, envenenamientos, traiciones, y un amplio surtido de tortuosas maniobras para hacerse con el poder y mantenerse en él. Y todo ello relatado fríamente y con sencillez. Sirva como ejemplo el párrafo con el que justifica el abandono de los propósitos de cruzada: «...dixo las nuevas al legado del papa et al capitan de la huest et a los otros caballeros et senyores, como los griegos de Contastinoble habian muerto al emperador et no querian pagar la moneda ni yr en lur conpanya: porque él los pregaba que quisiessen vengar la muerte de los emperadores qui eran estados muertos, et que por la traycion que habian fecho, razonablemente podian tomar el imperio et ferlo lur, pues que los emperadores eran muertos.»

Página de inicio de la obra.