lunes, 2 de agosto de 2021

Jaime Balmes, De Cataluña (y la modernidad)

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Escriben José Andrés-Gallego y Antón M. Pazos en el primer tomo de su La Iglesia en la España contemporánea (1999): «Con Donoso Cortés, Balmes es la cumbre de la filosofía española del siglo XIX y, a la vez, como agudo observador de su época, un polemizador y periodista incansable; de él es la idea de que hay que inundar el mundo con letra impresa, se entiende que católica; en la década escasa de su vida pública, tempranamente sesgada, desde las Consideraciones políticas sobre la situación de España (1840) hasta la aparición de la Filosofía elemental (1847), funda y redacta gruesos periódicos casi sin solución de continuidad: La civilización (1841-1843), La sociedad (1843-1844), El pensamiento de la nación (1844-1846), El conciliador (1845), escribe obras polémicas y apologéticas… y síntesis filosóficas de clara didáctica.» Desde un punto de partida muy diverso, José Álvarez Junco, en su Mater dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (2001), señala: «Las historias suelen emparejar a Balmes con Donoso Cortés, como las dos grandes cabezas del pensamiento católico-conservador español de la primera mitad del XIX, dando a entender que su propuesta política es paralela. No es así, y las sustanciales diferencias que los separan se revelan nítidamente en relación con nuestro problema de la construcción de la identidad nacional. Balmes, en general, no es tan apocalíptico y extremado como Donoso, evita los grandiosos planteamientos histórico-teológicos de éste y no tiene tanta mentalidad de tragedia y de resistencia numantina frente a los males modernos, sino que tiende a plantearse problemas inmediatos y a buscarles soluciones razonables.»

Y desde esta percepción del autor podemos acercarnos a los diez artículos que dedicó a Cataluña y a Barcelona en su La Sociedad. Revista religiosa, filosófica, política y literaria, que publicó en 1843 y 1844, desde la etapa final de la regencia de Espartero hasta el arranque de la llamada década moderada. Resulta interesante confrontar la Cataluña que observa con la que percibirán años después los particularistas, regionalistas, catalanistas y, definitivamente, nacionalistas catalanes. En primer lugar, porque Balmes parte de un nacionalismo español evidente que no necesita recalcar: lo da por supuesto, y destaca en cambio el lucido papel que Cataluña, por su actual estado, está en situación de desempeñar en aquel: «Sin soñar en absurdos proyectos de independencia, injustos en sí mismos, irrealizables por la situación europea, insubsistentes por la propia razón e infructuosos además y dañosos en sus resultados; sin ocuparse en fomentar un provincialismo ciego que se olvide de que el Principado está unido al resto de la monarquía; sin perder de vista que los catalanes son también españoles, y que de la prosperidad o de las desgracias nacionales les ha de caber por necesidad muy notable parte (...); sin extraviarse Cataluña por ninguno de esos peligrosos caminos por los cuales sería muy posible que se procurase perderla en alguna de las complicadas crisis que según todas las apariencias estamos condenados a sufrir, puede alimentar y fomentar cierto provincialismo legítimo, prudente, juicioso, conciliable con los grandes intereses de la nación y a propósito para salvarla de los peligros que la amenazan, de la misma manera que la familia cuida de los intereses propios sin faltar a las leyes y sin perjudicar, antes favoreciendo, el bien del Estado.»

Y por tanto lo que interesa a Balmes es Cataluña y Barcelona en su situación concreta caracterizada por la creciente implantación de la industria moderna, todavía excepcional en España: las polémicas proteccionismo-librecambismo; la excesiva dependencia tecnológica de los países más adelantados, que a la vez compiten para hacerse con el mercado español; la necesidad de que el desarrollo industrial sea acompañado por el crecimiento de otros sectores, por ejemplo agrícolas, aprovechando los capitales acumulados para invertir en la construcción de canales, carreteras, etc.; y, sobre todo, el previsible crecimiento de la confrontación entre patronos y obreros. Y en este sentido, la necesidad y urgencia de arbitrar auténticas políticas sociales que impidan «que la clase pobre se sumerja en aquel estado de abatimiento, postración y miseria en que la contemplamos sumida en las naciones que se jactan de marchar a la cabeza de la civilización y particularmente en aquella que se aventaja a las demás en adelantos industriales.»

Lola Anglada, Vista de la Caja de Ahorros de Barcelona en 1844


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