lunes, 25 de julio de 2022

Luciano de Samósata, Historias verdaderas

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«Así como los atletas y los que se dedican a ejercicios corporales no se cuidan exclusivamente del gimnasio y de conservar sus fuerzas, sino de oportunos descansos que consideran como parte principal de su ejercicio, creo yo que a los consagrados a las letras les conviene, después de largas y serias lecturas, dar algún reposo al pensamiento, vigorizándolo de esta suerte para nuevos trabajos. Y esta remisión de quehaceres les será provechosa, si leen obras no simplemente recreativas por su ingenio y gracia, sino que reúnan la ciencia a la amenidad del arte, como sucede, si no me equivoco, en la presente.» El consejo es valioso, viniendo de quien viene, y ahora que nos aproximamos al ecuador del verano, puede ser un buen momento para aplicarlo en Clásicos de Historia. Vayamos al siglo segundo de nuestra era, y atendamos a Martín de Riquer y José María Valverde, dos clásicos que nos presentan así al autor de esta semana y de la anterior sabia reflexión.

«En este… período, que se suele considerar de decadencia, encontramos a uno de los más inteligentes escritores de la literatura griega, Luciano de Samósata (125-192). Luciano, en algunas de sus obras se llama a sí mismo “el sirio”, y efectivamente, la siria era su lengua materna. Ya mayor pasó a Jonia, donde se educó a la griega y donde asimiló de un modo sorprendente la cultura helena. Vale la pena de poner de relieve estos datos biográficos porque gracias a ellos advertimos la curiosa personalidad de Luciano, que llegará a ser uno de los escritores griegos más típicos, que dominará la lengua hasta tal punto que su prosa es parangonable con la más pura de los clásicos y que logrará adaptarse a la mentalidad y al gusto del tiempo de Pericles. En este aspecto, Luciano nos parece una especie de humanista, dando a esta palabra el sentido que tiene cuando la aplicamos a los renacentistas que vivían y escribían remedando la antigüedad clásica. De Jonia, Luciano se trasladó a Roma y al sur de las Galias, dando lecciones públicas de retórica, y finalmente se retiró a Atenas, donde se dedicó a cultivar toda suerte de géneros literarios.

»Luciano es el prototipo de escritor profundamente inteligente, independiente en sus creencias y en su moral, que no se esclaviza a ninguna doctrina y que lo contempla todo en actitud crítica, burlesca y desdeñosa, alejado de la común opinión del vulgo, al que satiriza sin compasión y al que hace desfilar en una especie de ingeniosa comedia humana. Los vicios y las vanidades de la humanidad son objeto de una intencionada y pintoresca descripción, de una crítica demoledora y displicente no con finalidad moralizadora sino en atención a su valor como tema artístico para un ejercicio literario destinado a ganarse un público refinado. De ahí que muchas veces Luciano sea un simple libelista que fustiga costumbres o actitudes literarias y que no se cansa de decir verdades, por más que escuezan a sus contemporáneos. Pero a pesar de ello Luciano no pretende corregir ni llevar por buen camino a los que fustiga, pues es demasiado escéptico para adoptar esta actitud moralizadora y carece de principios positivos.»

Y tras caracterizar su más destacas obras, concluyen: «Tiene carácter novelesco, asimismo, la inverosímil narración llamada Historia verdadera (Ἀληθὴς ἱστορία), parodia de los relatos de navegantes... El conjunto de la producción de Luciano, que comprende más de ochenta títulos, ofrece la impresión de una rica variedad, fruto de una sorprendente imaginación y de un agudo y fino sentido literario. Con él se puede decir que se cierra la literatura griega clásica, aunque le cupiera vivir en tiempos en que había caducado una serie de factores del clasicismo.» Incluimos en su día en Clásicos de Historia su interesante Cómo ha de escribirse la historia, y Las Saturnales.

lunes, 18 de julio de 2022

Concepción Arenal, La cuestión social

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Con motivo de los cien años del fallecimiento de Concepción Arenal (1820-1893), escribía la profesora Ana María Freire López en la revista A distancia, de la UNED: «Las celebraciones de centenarios nos invitan a detener la mirada en figuras que no deben caer en el olvido. En el caso de Concepción Arenal reclama la atención su obra escrita tanto como su actuación personal, reflejo ambas de un pensamiento —mejor, de unas convicciones— que explica toda su vida. Su labor social no ha quedado anclada en su época, sino que sentó precedentes, también jurídicos e institucionales, que perduran hoy. “El visitador del pobre”, “La beneficencia, la filantropía y la caridad”, “La mujer del porvenir”, “La mujer en su casa”, “Cartas a un obrero”, “Cartas a un señor”, “La instrucción del Pueblo”, “El pauperismo”, “Memoria sobre la igualdad”, y 474 artículos publicados en La Voz de la Caridad después recogidos en cinco volúmenes titulados Beneficencia y prisiones, son buena muestra de su preocupación y de su pensamiento en materias sociales.

»Pero no se limitó a escribir ni a denunciar, aunque en La Voz de la Caridad quizá la primera revista social que hubo en España, fundada por ella en 1870, puso de manifiesto situaciones injustas que se daban en cárceles, hospitales, asilos y otros establecimientos. Concepción Arenal tomó postura personal ante los problemas sociales de su tiempo: miseria, delincuencia, relaciones entre patronos y obreros... aportando posibles soluciones y comprometiéndose en ellas. En una España en la que tres de cada cuatro personas eran analfabetas, en la que la miseria —el pauperismo— era un problema alarmante, en donde la situación de las cárceles no ayudaba a la regeneración de los reclusos, en donde los establecimientos de beneficencia estatales no alcanzaban a paliar las necesidades, Concepción Arenal empeñó los medios a su alcance. Le resultaron de gran utilidad los conocimientos jurídicos adquiridos en la Universidad y al lado de su marido, pero también su temple audaz, generoso y nada temeroso de romper moldes, tuvo mucho que ver en la trascendencia de su labor social. Había sido la primera mujer que en España asistió a la Universidad, en cuyas aulas conoció al que sería su marido; una vez casada, vivió de su trabajo intelectual remunerado, en un tiempo en que no era corriente. Por eso no es raro que, habiéndose quedado viuda, después de nueve años de matrimonio y de haber traído al mundo tres hijos, empeñara sus esfuerzos en una tarea grande, que merecía la pena y para la que tenía aptitudes y preparación: la mejora material y espiritual de los más desfavorecidos. En 1860 iniciaba en Potes la rama femenina de las Conferencias de San Vicente de Paúl, para ayuda de los necesitados; tres años más tarde era nombrada por la reina Visitadora de Prisiones de Mujeres; desde 1868 hasta 1873 —en que desaparece el cargo— fue Inspectora de las Casas de Corrección de Mujeres; durante la guerra carlista fue Secretaria de la Cruz Roja española y dirigió personalmente los hospitales de Cenicero y Miranda de Ebro.

»La raíz de su pensamiento social es cristiana —en sus aportaciones coincide con encíclicas que todavía no se habían escrito sobre la cuestión social—, pero a la hora de remediar los problemas de su tiempo buscó —y halló— la colaboración tanto de quienes pensaban como ella —la Condesa de Mina— como de quienes partían de otros presupuestos, como el krausista Fernando de Castro. Defendía que ningún problema social afecta sólo a quienes lo padecen, sino a toda la sociedad, que debe sentirse implicada en remediarlo. Por otro lado, todo problema social es problema de cada individuo: la dignidad humana está en el centro de su pensamiento social y es el punto de partida para la búsqueda de soluciones. No concibe que pueda haber reforma social si no se busca la reforma individual, y por ello encuentra que en el fondo de muchas lacras sociales existe un problema de educación, que conducirá al perfeccionamiento moral e intelectual. Aborda también el tema del trabajo, ante el que defiende la igualdad del hombre y de la mujer, también en los salarios; defiende la participación del obrero en las ganancias de la empresa; apunta la idea —tan actual ahora como novedosa en su tiempo— de que los trabajadores disfruten de seguros de enfermedad y de un fondo para la jubilación; considera que la huelga puede ser un derecho del obrero, siempre que se haga sin violencia…

»Si algo cabe destacar en Concepción Arenal, además de la coherencia de pensamiento y vida, es el gran realismo con que aborda las cuestiones —no es, en absoluto, una teórica de lo social— y la lógica expositiva en la aportación de soluciones. Quizá resida ahí gran parte de la eficacia de su pensamiento social: claridad de ideas y habilidad para hacerse entender, por la fuerza de su convicción.»

Ford Madox Brown, Trabajo (detalle), 1852-1865.

lunes, 11 de julio de 2022

Benjamin Constant, De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos

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Reproducimos el artículo de Antonio R. Rubio Plo publicado en el blog del Real Instituto Elcano, el 20 de febrero de 2019, con el título Las dos libertades de Benjamin Constant.

Hace doscientos años, el 20 de febrero de 1819, se dio a conocer uno de los más apasionados discursos en defensa de la libertad política. Lo pronunció Benjamin Constant de Rebecque en el Ateneo de París con el título De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Corría el reinado de Luis XVIII, y con él habían vuelto los Borbones a Francia tras la caída de Napoleón, aunque a este monarca no se le debería aplicar estrictamente aquella conocida frase de Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord de que los Borbones no habían aprendido nada ni olvidado nada. La Carta otorgada de 1814 representaba una pequeña apertura hacia un sistema representativo, y en aquel 1819 la presidencia del consejo de ministros la ejercía Élie Decazes, promotor de un liberalismo moderado acosado por los enemigos de uno y otro signo, y patrocinador de un eslogan que se revelaría imposible: “Royaliser la nation et nationaliser les royalistes”, pues la Revolución Liberal de 1830 derribó a la vieja monarquía e instauró la de Luis Felipe de Orleáns, el “rey ciudadano”, bien acogido por Decazes y Constant.

Benjamin Constant fue toda su vida un hombre de contradicciones, sobre todo por el hecho de que llegó a apoyar a Napoleón al retorno de la isla de Elba en 1814, pues se mostró sorprendentemente confiado en que el emperador iba a dotar a Francia de un marco institucional en el que se combinarían legalidad y legitimidad. Era el mismo Constant que un año antes había publicado un enérgico alegato contra Bonaparte con el expresivo título de Del espíritu de conquista y usurpación, pero que luego pareció confiar en que el Acta Adicional a las Constituciones del Imperio, redactada por él mismo a petición del emperador, podría abrir el camino hacia un régimen representativo, con un reconocimiento de la libertad de imprenta y de la existencia de dos cámaras.

El discurso pronunciado hace dos siglos pretende llamar la atención sobre el concepto de libertad, una palabra muy utilizada en la arena política desde las revoluciones inglesas del siglo XVII y consagrada definitivamente por la Revolución Francesa, pero como bien expresaría Charles Dickens en una conocida novela, el sentido de la palabra libertad llegó a ser muy diferente en Londres que en París. La libertad de los antiguos conllevaba la mitificación de Esparta, Atenas o la Roma republicana, y había sido el modelo de los revolucionarios franceses. Constant no cita explícitamente a Maximilien Robespierre, pero está pensando en él y en su gobierno, pues además fue un político que no tuvo reparo en proclamar que “Esparta brilla como la luz entre unas inmensas tinieblas”, una frase pronunciada en mayo de 1794, cuando ya había enviado a su antiguo compañero Georges-Jacques Danton a la guillotina. Sobre este particular, Constant añadía: “Yo sé bien que se ha pretendido seguir de alguna manera las huellas de ciertos pueblos de la Antigüedad, como la república de Lacedemonia, por ejemplo, y de nuestros antepasados los galos, pero con muy poca exactitud”. Continúa diciendo que los lacedemonios o espartanos estaban dominados por una “aristocracia monacal”, la de los éforos que limitaban la autoridad de los reyes y que irían progresivamente acaparando los poderes ejecutivo y legislativo. Subraya que estos magistrados nunca fueron una barrera contra la tiranía, sino otra forma de la misma. Constant pensaba, sin duda, en el Comité Central de Salvación Pública, presidido por Robespierre, e integrado por hombres que se atribuían a sí mismos el más alto de grado de las virtudes cívicas, al tiempo que se arrogaban el derecho de vida y muerte. Se trata de un régimen opuesto al sistema representativo, preconizado por Constant, y que como han hecho otros regímenes posteriores, solía justificar sus actuaciones en base a lo extraordinario del momento. Una vez sometidos o eliminados los enemigos, podría proclamarse la llegada de una edad de oro con el reinado definitivo de la libertad y la justicia. La revolución jacobina ha sido, al igual que otras más próximas en el tiempo, teocrática y guerrera. Es el espejo de quienes viven la contradicción de elevar a la razón a la categoría de diosa, aunque practican métodos de irracionalidad en nombre de una ideología elevada al estatus de nueva y absoluta religión. Suele surgir así un nuevo modelo de tiranía, mucho más temible que las anteriores, si hacemos caso a la visión anticipadora de Denis Diderot al afirmar que el peor de los tiranos es el tirano virtuoso. Pese a las mitificaciones interesadas en las que prevalecen las ideologías sobre los hechos, en los sistemas políticos de la Antigüedad existe una falta de noción de los derechos individuales.

Junto a la libertad de los antiguos, hay que hablar de la libertad de los modernos, que Benjamin Constant define en términos magistrales: “Es el derecho de no estar sometido sino a las leyes, no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos: es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla, y de disponer de su propiedad, y aún de abusar si se quiere, de ir y venir a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de sus motivos o sus pasos: es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y caprichos: es, en fin, para todos el derecho de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticiones o por consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración”.

Podemos observar en este texto que nuestro autor no identifica la libertad de los modernos con la casi exclusiva dedicación de los individuos a sus asuntos privados. Esto sería el triunfo de una mentalidad individualista e insolidaria, la de los happy few, difundida por Stendhal, aquel gran admirador de William Shakespeare. Por el contrario, Constant se anticipa a Alexis de Tocqueville con esta advertencia: “El peligro de la libertad moderna puede consistir en que, absorbiéndonos demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar nuestros intereses particulares, no renunciemos con mucha facilidad al derecho de tomar parte en el gobierno político”. La mala comprensión de la libertad de los modernos desemboca en el debilitamiento de la sociedad civil, cuya existencia es la piedra angular de la verdadera democracia.

Benjamin Constant no era hegeliano. No pretendió hacer una síntesis de la libertad antigua y moderna, pues los derechos individuales pasan también por la participación en los asuntos públicos. Las dos libertades deben ir juntas. Pero, además, en el discurso de 1819 previene contra las promesas halagadoras de felicidad difundidas desde el poder. Lo importante es que el poder practique la justicia, pues ya se encargarán los propios ciudadanos de ser felices. El papel del Estado debe ir en otra línea: “Respetando sus derechos individuales, manteniendo su independencia, no turbando sus ocupaciones, (el Estado) debe, sin embargo, procurarse que consagren su influencia hacia las cosas públicas; llamarles a que concurran con sus determinaciones y sufragios al ejercicio del poder; garantizarles un derecho de vigilancia por medio de la manifestación de sus opiniones y, formándoles de este modo por la práctica a estas funciones elevadas, darles a un mismo tiempo el deseo y la facultad de poder desempeñarlas.”

La Cámara de los Diputados en París hacia 1820.

lunes, 4 de julio de 2022

Emilio Mola Vidal, Memorias de mi paso por la Dirección General de Seguridad

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Tras la proclamación de la República, y mientras está procesado por los sucesos de San Carlos, el general Emilio Mola (1887-1937) redacta unas memorias de su labor como director general de Seguridad durante los gobiernos de Berenguer y Aznar, «en el período más crítico de nuestra historia contemporánea, cuando ya el régimen monárquico agonizaba, cuando todo, absolutamente todo, estaba minado por un sentimiento, más que republicano, de hostilidad hacia la persona del Rey, que no supo o no quiso darse cuenta de que las instituciones, por seculares que sean, han de marchar al ritmo de los tiempos; sin embargo, no fue exclusivamente suya la culpa, pues también contribuyeron al derrumbamiento sus más significados Consejeros que, entretenidos en el gracioso deporte de las habilidades y travesuras políticas, no cuidaron de dignificar el Parlamento y conquistar la autoridad que precisa el Poder para ser ejercido con decoro, y por ello se vieron impotentes al tratar de cerrar el paso a la Dictadura; y más tarde, cuando ésta cayó víctima de la impopularidad que ella misma se labrara con sus yerros, no se dieron cuenta de que el alma nacional había sufrido una honda y radical transformación.»

Los tres tomos de sus memorias constituyen un excelente ―cuanto parcial― testimonio de la caída de la monarquía. En el primero, con el título de Lo que yo supe…, se ocupa de su gestión durante 1930, desde que toma posesión del cargo, el estado de la policía, la organización del servicio secreto, y el control de las actividades republicanas, sindicalistas y anarquistas, con continuas tramas revolucionarias, así como del pacto de San Sebastián. El segundo, Tempestad, calma, intriga y crisis, trata de las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos, y de sus consecuencias hasta la crisis del gobierno de Berenguer y el nombramiento del gobierno Aznar, de diciembre de 1930 a febrero de 1931. El último volumen, expresivamente titulado El derrumbamiento de la monarquía, relaciona los consejos de guerra a militares y civiles implicados en la intentona de Jaca (sobre los que hemos comunicado Los juicios por la sublevación de Jaca en el diario “Ahora”), los alborotos posteriores, con especial atención a los antes mencionados sucesos de San Carlos, las elecciones municipales del 12 de abril y la proclamación de la república. Añade en apéndices diversos documentos del procesos al que se encuentra sometido: declaraciones, autos y escritos varios.

Con ocasión de la salida a la calle del primer volumen de estas Memorias, Ramiro de Maeztu expresó que «mi concepto del general Mola no puede ser más favorable: hombre inteligente y aplicado a su deber, soldado pundonoroso y valiente y amigo leal.» Y sin embargo juzga muy insuficiente su labor: «El libro no parece estar escrito con otro propósito que el de mostrar que el Gobierno del general Berenguer y la Dirección de Seguridad fueron todo lo blandos con los agitadores que les permitían las obligaciones de sus cargos, cosa de que ya estábamos convencidos los españoles que no somos de izquierda (…) Aún se engaña cuando supone al fin de su obra que “el espíritu revolucionario lo invadía todo, absolutamente todo.” Lo que sucedía es que los revolucionarios se encontraban en posesión de los centros nodales del país: periódicos, corresponsalías, personal oficial subalterno, Sociedades obreras, cátedras vitales, y podían fingir una opinión hasta cierto punto inexistente.» (ABC del 19 de enero de 1933, pág. 3)

Ahora, 26 de marzo de 1931