viernes, 31 de enero de 2020

Hernando Colón, Historia del almirante don Cristóbal Colón


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Escribe Antonio Rumeu de Armas en La época de Hernando Colón y su Historia del Almirante: «De la descendencia del descubridor de América y primer almirante de las Indias don Cristóbal Colón la figura de mayor relieve y categoría fue la de su hijo natural Hernando, nacido en Córdoba, en 1488, como fruto de los amores con la joven andaluza Beatriz Enríquez de Arana. Hernando Colón destaca por los sobresalientes servicios que prestó a la Corona y al Estado. Fue, entre otras cosas, paje de los Reyes Católicos; acompañante de su padre en la cuarta navegación, apenas cumplidos los trece años; gentilhombre del emperador Carlos V, integrado en su séquito durante el viaje por Italia y Alemania; comisario para dirimir las encarnizadas disputas con Portugal sobre la posesión de las islas Molucas, etc. etc. El eximio cordobés rayaba por su vasta cultura en auténtico polígrafo. Humanista y bibliógrafo eminente, fue además un jurista de nota, cultivando de paso la poesía, la música y la pintura. Sin embargo, las actividades en que más destacó, por la solidez de sus conocimientos, fueron la cosmografía, la geografía y la náutica. Hernando Colón fue uno de los bibliófilos más destacados de su tiempo. El trato frecuente con prestigiosos humanistas como Erasmo, Nebrija y Clenard, y las adquisiciones de libros en España y en los más diversos escenarios de Europa, a lo largo de sus múltiples viajes, le permitieron reunir en su casa sevillana de la Puerta de Goles la famosa Biblioteca Colombina, auténtico tesoro, sin igual en la época.

»Ahora bien, de las diversas actividades reseñadas de nuestro protagonista, la fama póstuma se le va a deber por entero a la Historia del Almirante, libro de excepcional valor, dado a luz en extrañas circunstancias. En 1571 se editaba en Venencia en los tórculos de Francesco de Franceschi, en traducción al italiano por Alfonso de Ulloa, la obra más discutida de la historiografía moderna. Su título exacto era este: Historie de S. D. Fernando Colombo, nelle quali s’ha particolare et vera relatione dell’Ammiraglio D. Christoforo Colombo, suo padre. ¿Cómo pudo arribar a Venecia dicho manuscrito? El prólogo-dedicatoria del libro , suscrito por Giuseppe Moleto , nos ilustra sobre las incidencias del éxodo. Según dicho escrito el texto original de don Hernando había sido entregado al patricio genovés Baliano de Fornari por el almirante de las Indias don Luis Colón, sobrino del autor. El personaje ligur se trasladó, andando el tiempo, a Venecia para negociar la edición del precioso manuscrito, encargo que traspasó a su amigo y coterráneo Giovanni Battista de Marini. Este delegó a su vez la comisión en Giuseppe Moleto, que fue quien convino la traducción con el español emigrado Alfonso de Ulloa (…) En el siglo XVIII un historiador español, don Andrés González Barcia, acometió la empresa de retraducir el texto hernandino al castellano, con escaso acierto en la tarea por su pésimo conocimiento de la lengua italiana.»

Y más adelante: «La Historia del Almirante, tal cual hoy la conocemos, se compone, como se ha dicho, de dos partes bien diferenciadas. La primera abarca los capítulos I a XV, y polariza su atención en biografiar a Cristóbal Colón antes de acometer la gesta imperecedera del descubrimiento. La segunda comprende los capítulos XVI a CVIII, y hace objeto de su estudio la descripción pormenorizada de las cuatro inmortales navegaciones al Nuevo Mundo, que aparecen enlazadas entre si con relatos sucintos de los acontecimientos intermedios. Si parangonamos ambas partes, biografía y viajes, nos será fácil advertir antagónicas diferencias. La primera adolece de vacuidad, inconsistencia y pobreza de datos; la segunda, de prolijidad, solidez y riqueza de pormenores. Aquélla se significa por una cronología esporádica y débil; esta hace alarde de una datación reiterada y firme. Los capítulos biográficos están plagados de supercherías, invenciones, errores y anacronismos; las páginas consagradas a los viajes son modelo de veracidad, precisión y justeza. Hasta el tono es distinto. La biografía es agria, rencorosa, agresiva y polémica, en desacuerdo absoluto con el carácter y el temperamento de Hernando, según lo retratan los contemporáneos. La crónica de los viajes objetiva y serena, aunque con la natural pasión para defender de todo escarnio, vejación o mancha la gloria paterna.

»Pues bien: la biografía es algo añadido y postizo, ajeno por completo a la pluma de Hernando Colón. El engendro se debe a un autor desconocido que buceó, sin embargo, en buenas fuentes, cuando la ocasión se lo deparó. En cambio los viajes pertenecen en su integridad al polígrafo cordobés. Es su gran aportación a la historia de América (…) En cuanto al montaje de la refundición, ensamblando y retocando ambos escritos ―biografía y viajes― la tarea debió acometerse por un escritor venal, de pocas luces, bajo la directa inspiración de don Luis Colón, primer duque de Veragua.»


viernes, 24 de enero de 2020

Arthur de Gobineau, Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas


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Estamos ante un triste libro, de triste contenido y de tristes consecuencias. Fue un nuevo intento de interpretar la historia universal, cuya novedad se basaba en algo muy antiguo: caracterizar a los individuos por el grupo humano al que pertenecen. Lo hemos visto en Heródoto, en la Guía del Peregrino del Codex Calixtinus, en Sepúlveda, en el mismo Gracián… Además, como hemos refrescado hace poco, por entonces se sostenía que el mismo movimiento de las estrellas influía poderosamente en el devenir de las personas. Pero ambos influjos, de la sangre y de los astros, se percibían mediatizados por el libre albedrío, atributo irrenunciable de la naturaleza humana reafirmado entre los católicos desde Trento. Ahora bien, el cientificismo del siglo XIX se esforzó en absolutizar ese reduccionismo del individuo al grupo que lo contiene, y lo convertirá en la clave de explicación de la historia. O mejor las claves, porque el individuo pasa a convertirse en un mero átomo de las naciones, de las clases sociales, o de las razas; si para algunos sólo cuentan una de estas categorías, con frecuencia se perciben íntimamente imbricadas. Y así la historia de la Humanidad se transforma en el devenir, en los conflictos sostenidos en el tiempo entre aquellas. Perennes y determinantes, sustituyen en la conciencia de los occidentales secularizados a la vieja Providencia. Eso sí, son estudiados, analizados, enunciados y proclamados, de forma que se quiere científica y positiva.

Una de las categorías que va a gozar de mayor popularidad es la racial, origen del racismo contemporáneo. Sus fuentes son muchas: la Ilustración, el darwinismo, las nuevas ideologías políticas, tanto el progresismo como el tradicionalismo, y sobre todo (causa y consecuencia) el desaforado imperialismo decimonónico. El racismo se extenderá y calará profundamente la sociedad occidental, pero también en las sociedades extraeuropeas, tanto las que se modernizan (Japón) como las violentamente colonizadas. Lo hemos percibido en autores tan diversos como Darwin, Spencer o Pompeu Gener. Pero no faltaron voces que se mantienen inmunes: Tocqueville escribe a Gobineau sosteniendo que sus doctrinas «son probablemente erróneas y ciertamente perniciosas»; Joseph Conrad publica El corazón de las tinieblas, el más duro (a la vez que profundo) alegato contra el racismo y el imperialismo. Y sin embargo, escribe Hannah Arendt, «al final del siglo (XIX) se otorgó dignidad e importancia al pensamiento racial como si hubiera sido una de las principales contribuciones del mundo occidental.» Y por ello lo peor estaba por llegar.

Pero nuestro autor es anterior a esta evolución. Publica su obra en 1853, y en ella sostiene la existencia de tres razas o especies humanas originarias, diversas entre sí tanto en su morfología como en sus características intelectuales y morales: blancos, negros y amarillos. La historia de la Humanidad es la historia de sus cruces, que han generado múltiples razas, cada vez más mezcladas y, por tanto, cada vez más alejadas de los prototipos originarios. Las distintas civilizaciones son fruto de esta división, pero siempre han surgido de resultas de la acción de un ingrediente blanco, el único capaz de vivificarlas y crearlas. «Es esto lo que nos enseña la Historia. Ésta nos muestra que toda civilización proviene de la raza blanca, que ninguna puede existir sin el concurso de esta raza, que una sociedad no es grande y brillante sino en el grado en que conserva al noble grupo que la creara, y en que este mismo grupo pertenece a la rama más ilustre de la especie.» Ahora bien, el mestizaje siempre acaba por triunfar, ahogando ese núcleo blanco, y provocando su inevitable decadencia.

Y la mezcla de razas no tiene vuelta atrás: «Así, a medida que se degrada, la humanidad se destruye.» En ella se observan «dos períodos: uno, que pasó ya, y que habrá visto y poseído la juventud, el vigor y la grandeza intelectual de la especie; otro, que ha comenzado ya y que conocerá la marcha desfalleciente de la humanidad hacia su decrepitud. Deteniéndonos incluso en los tiempos que deben preceder al último suspiro de nuestra especie y alejándonos de aquellas edades invadidas por la muerte en que nuestro Globo, vuelto mudo, seguirá, sin nosotros, describiendo en el espacio sus órbitas impasibles, no sé si tenemos derecho a llamar el fin del mundo a esa época menos lejana que empezará a ver ya el relajamiento completo de nuestra especie. No afirmaría tampoco que fuese muy fácil interesarse con un resto de ternura por los destinos de unos cuantos puñados de seres despojados de fuerza, de belleza y de inteligencia (…) La previsión entristecedora no es la muerte, sino la certidumbre de tener que llegar a ella degradados: y aun esa vergüenza reservada a nuestros descendientes podría quizá dejarnos insensibles, si con secreto horror no advirtiéramos que las manos rapaces del Destino se han posado ya sobre nosotros.»

Una última reflexión. El racismo, con la eugenesia, su acólito inseparable, pareció definitivamente arrumbado como consecuencia de sus desmanes. Sin embargo, han mantenido una cierta presencia cobijados por las más variadas ideologías, y van recuperando una cierta justificación, cuando no respetabilidad social, en los más diversos ámbitos: liberacionismos, separatismos, culturalismos, movimientos antimigratorios, ideología de género...


viernes, 17 de enero de 2020

Rodrigo Zamorano, El Mundo y sus partes, y propiedades naturales de los cielos y elementos


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Rodrigo Zamorano (1542-1620) fue matemático, cosmógrafo, piloto mayor y catedrático de cosmografía y navegación en la Casa de la Contratación de Indias de Sevilla. Entre las numerosas obras que publicó hemos seleccionado el primer libro de su Cronología y repertorio de la razón de los tiempos (Sevilla 1594), en el que presenta el modelo clásico del universo, originado en la Antigüedad y culminado por Ptolomeo (una de sus formulaciones la observamos en El Sueño de Escipión, de Cicerón); y admirado y desarrollado en las edades Media y Moderna. Pero cuando Zamorano publica su obra ya ha sido propuesta la alternativa copernicana, que con Galileo y Kepler acabará triunfando a fines del siglo XVII.

El texto que presentamos es un mero epítome del modo como en su tiempo se percibía la realidad existente: un universo ordenado y jerárquico compuesto por una sucesión de diez cielos esféricos concéntricos y de gran perfección, que separan el Empíreo, donde reside Dios, del mundo sublunar en el que vivimos nosotros, que recibe la constante influencia de aquellos. Los cielos son diez, y los dos primeros no son perceptibles por los sentidos: primer móvil y cristalino. El siguiente es el firmamento, la esfera de las llamadas estrellas fijas, las más determinantes ordenadas en las doce constelaciones del Zodiaco. Le siguen los siete cielos de los siete planetas: Saturno, Júpiter, Marte, Sol, Venus, Mercurio y Luna, cuyo influjo es también poderoso sobre territorios, personas y animales. Más acá del círculo de la Luna está la última esfera, nuestro mundo, la región elemental, así llamada por los cuatro elementos constitutivos, fuego, aire, agua y tierra.

C. S. Lewis, en su The Discarded Image (1964, traducida aquí con el más débil título de La imagen del mundo), analizaba esta magna construcción intelectual a través de los textos literarios medievales y renacentistas, y finalizaba su estudio con la siguiente reflexión personal: «No he hecho ningún intento serio de ocultar que el antiguo modelo me complace como creo que complacía a nuestros antepasados. Pocas construcciones de la imaginación me parecen haber combinado esplendor, sobriedad y coherencia en tan alto grado. Es posible que algunos lectores hayan estado sintiendo la necesidad imperiosa de recordarme que tenía un defecto grave: no era verdadero. Estoy de acuerdo. No era verdadero. Pero me gustaría acabar diciendo que esa acusación ya no puede tener para nosotros exactamente el mismo peso que habría tenido en el siglo XIX.» Y continúa reflexionando sobre la superación del cientificismo positivista en los ámbitos científicos (aunque, añadimos nosotros, no en una parte significativa de los ámbitos periodísticos, políticos, televisivos y cinematográficos, y lamentablemente, de la educación primaria y secundaria.)

Y Lewis concluye: «La nueva astronomía triunfó, no porque la causa de la antigua estuviese perdida sin esperanza, sino porque la nueva era una herramienta mejor; una vez comprendido esto, el innato convencimiento de los hombres de que la propia naturaleza es economizadora hizo el resto. Cuando nuestro modelo resulte abandonado, a su vez, esa convicción seguirá viva sin duda alguna. Una pregunta interesante es la de qué modelos construiríamos, o si podríamos construir modelo alguno, en caso de que una gran alteración en la psicología humana acabase con dicha convicción (…) Confío en que nadie pensará que estoy recomendando un regreso al modelo medieval. Sólo estoy indicando consideraciones que pueden inducirnos a apreciar todos los modelos de la forma idónea: respetándolos todos y sin idolatrar ninguno (…) Ya no podemos despachar el cambio de modelos como un simple progreso del error a la verdad. Ningún modelo es un catálogo de realidades esenciales ni tampoco mera fantasía. Todos ellos son intentos serios de abarcar todos los fenómenos conocidos en una época determinada y todos consiguen abarcar gran cantidad de ellos. Pero no menos seguro es también que todos reflejan la psicología predominante de una época casi tanto como el estado de sus conocimientos.»


viernes, 10 de enero de 2020

Manuel Azaña, Sobre el Estatuto de Cataluña


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El llamado problema catalán tiene siglo y medio de existencia (no más), y sobre él hemos comunicado en Clásicos de Historia algunas de las obras canónicas que establecieron y defendieron los principios nacionalistas. Son las de Valentí Almirall, Enric Prat de la Riba, Pompeu Gener, y Antoni Rovira y Virgil. También algunas de las reacciones ante el nacionalismo catalán, especialmente aunque no sólo durante la Segunda República, que oscilan entre un variado grado de rechazo (Antonio Royo Villanova, Miguel de Unamuno) y un esfuerzo de comprensión, cuando no de conllevancia (José Ortega y Gasset).

Agregamos ahora al que fuera ministro, jefe de gobierno y presidente de la República, Manuel Azaña (1880-1940), que puede representar el esfuerzo político más tenaz para resolver el problema catalán mediante el establecimiento de un régimen autonómico que dotara al Principado de un reconocimiento jurídico y de una capacidad limitada pero extensa de autogobierno. Este proyecto derivaba de los compromisos entre republicanos y catalanistas (a los que se sumaron los socialistas) en el Pacto de San Sebastián, que se recogieron plenamente en la nueva Constitución. Ahora bien, cuando llegó el momento de elaborar el Estatuto Catalán, la resistencia de amplios y variados sectores de la clase política (de los socialistas a las derechas) se hizo presente y dificultó su aprobación. La intervención de Azaña, resumida en su largo discurso en el debate a la totalidad del Estatuto en las Cortes, fue decisiva para mantener el apoyo de las distintas fuerzas ―republicanos de izquierdas y socialistas― que sostenían al gobierno. Aunque su aprobación todavía se dilatará, hasta que la situación creada por el fracaso de la insurrección de Sanjurjo agilice definitivamente la culminación de este proyecto.

Presentamos este decisivo y extenso discurso del 27 de mayo de 1932 en las Cortes, parece ser que de unas tres horas de duración, en el que fundamenta lo que considera un auténtico pleito histórico, plantea la solución, y desciende al detalle de sus implicaciones en los distintos campos de la administración, de la Hacienda a la Educación y al Orden Público. Se hace patente su gran capacidad oratoria, al mismo tiempo que su rigor y su característica dureza en el debate. Incluimos también sus intervenciones de los días 2 y 3 de junio, en las que da respuesta a las manifestaciones y críticas que le han sido dirigidas, especialmente por parte de Alejandro Lerroux, Melquíades Álvarez (su jefe político bastantes años atrás) y Ortega y Gasset. Es decir, Azaña se dirige, además de a sus filas y sus aliados, a los republicanos de la oposición, desde los radicales a la derecha. Pretende contrarrestar sus posiciones, y en la medida de lo posible ganarlos para su causa. Ignora, en cambio, a aquellos que aprecia como poco republicanos, por ejemplo los agrarios, o directamente como monárquicos.

Completamos estas intervenciones (que constituyen el grueso de la entrega) con unos textos que pueden contribuir a clarificar la postura y evolución de Azaña. Sus dos discursos de Barcelona: el de 1930 en el marco del viaje de intelectuales de toda España a Cataluña, tiene un carácter casi programático; el de septiembre de 1932, desde el palacio de la Generalitat, muestra el éxito de dicho proyecto. Los restantes textos expresan el desencanto progresivo de Azaña respecto a los nacionalistas catalanes y al modo en que están aplicando el Estatuto: son dos fragmentos de dos obras extensas: Mi rebelión en Barcelona (distanciamiento destacable puesto que la finalidad de la obra, de 1935, es justificarse políticamente y atacar sin miramientos a los gobiernos del centro y la derecha) y La velada de Benicarló (escrita en 1937 en vísperas del estallido interno de mayo, auténtica aunque breve guerra civil en el seno de la guerra civil). Completamos la entrega de esta semana con dos artículos que Azaña escribió en 1939, ya en el exilio, que no llegaron a publicarse. En ellos su desencanto manifiesta una auténtica amargura, fruto de lo que considera una verdadera traición a la República por parte de los nacionalistas catalanes.


viernes, 3 de enero de 2020

David Hume, Historia de Inglaterra desde la invasión de Julio César hasta el fin del reinado de Jacobo II


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Tomo II  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
Tomo III  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |
Tomo IV  |  PDF  |  EPUB  |  MOBI  |

Eugenio Ochoa, traductor al castellano de esta magna obra, escribe en su Ensayo sobre la vida y escritos de David Hume (1842): En 1752, «la orden de los abogados de Edimburgo eligió a Hume por su bibliotecario. Aquel empleo, muy poco lucrativo, no tenía para él más ventaja que la de poner a su disposición una gran cantidad de libros, ventaja de que él se aprovechó como hombre que conocía todo su precio, y desde aquel momento formó el proyecto de escribir su historia de Inglaterra; pero amedrentado a la sola idea de un cuadro que debía comprender una extensión de diez y siete siglos, empezó por no acometer más que la historia del reinado de los Estuardos, época fecunda de grandes acontecimientos como de grandes lecciones, y que, bajo este doble concepto, le pareció digna de ejercitar todo su talento. No se le ocultaron las dificultades de semejante empresa, pero sondeándolas, creyó sentir en sí el valor y la imparcialidad necesarios para vencerlos. Los ingleses acusaban a los historiadores franceses que habían pintado el siglo de Luis XIV en sus relaciones con la historia de Inglaterra, de haberse dejado dominar por un sentimiento de entusiasmo bastante exaltado para extraviar algunas veces sus juicios, y el mismo cargo hacían con no menos fundamento los franceses a los historiadores ingleses: la diferencia de religiones se había unido a la rivalidad nacional para despojarlos de toda imparcialidad. Incapaz de ceder a las mismas prevenciones, Hume quiso abrirse un camino nuevo entre aquellos escollos; propúsose exponer bajo su verdadero punto de vista los tiempos, los sucesos y los hombres; conservar fiel la balanza entre las exageraciones de ambas partes, y hacer oír, en medio de tantas voces discordes y apasionadas, la voz tarde o temprano persuasiva de la verdad, y el lenguaje siempre sereno de la moderación. En vez de aquellos retratos vagos y pintados por la animosidad y la envidia, quiso dar a cada personaje su fisonomía propia en la narración de los hechos, puso su principal conato en desentrañar sus causas y correlaciones, y al mismo tiempo que hería la imaginación con cuadros animados, quiso satisfacer también a la razón con la exactitud y la oportunidad de sus reflexiones.

»Para precaverse más de toda especie de influencia, tomó el partido de encerrarse en su retiro, y después de haberse entregado todo entero a aquella grande y noble empresa, acabó en dos años el reinado de los dos primeros Estuardos, que publicó en Edimburgo en octubre de 1754. Con grande asombro del autor, aquella primera parte no obtuvo el menor éxito; oigamos sobre esto al mismo Hume: Yo creía ser, dice, el único historiador que hubiese desatendido el interés presente, desdeñado la autoridad dominante, y todas las preocupaciones populares; y como el asunto estaba al alcance de todas las inteligencias, contaba con un grande éxito, pero esta esperanza quedó cruelmente burlada. Por todas partes se elevó contra mí un éxito general de desaprobación y aun de odio: ingleses, escoceses, whigs, irlandeses y torys, clero y sectarios, filósofos y devotos, patriotas y cortesanos, todos se unieron en su furor contra el hombre que había osado derramar una lágrima generosa sobre la suerte de Carlos I y del conde de Strafford. Luego que pasaron los primeros arrebatos de aquella especie de rabia, la obra cayó en un completo olvido, lo que era para mí una mortificación mucho mayor. M. Millor, mi librero, me dijo que en el transcurso de un año no había vendido más que cuarenta y cinco ejemplares: apenas hubo en los tres reinos un hombre distinguido en las letras que pudiese sostener su lectura. Debo exceptuar al doctor Herring, primado de Inglaterra, y al doctor Stone, primado de Irlanda, quienes me escribieron que no me desanimase

Aún tuvo Hume otros contratiempos: le fue denegada la cátedra de filosofía moral de Edimburgo, sus escritos fueron reprobados en la asamblea general del clero… Prosigue más adelante Ochoa: «No obstante estas pequeñas tribulaciones, continuaba su historia con tanto ardor y perseverancia como si el público hubiera recibido bien lo que ya había publicado de ella. En 1756 publicó otros dos tomos que contienen el período que transcurrió desde la muerte de Carlos I hasta la revolución de 1688, y completan por lo tanto la historia de la casa de Estuardo. El ataque dirigido contra él por el clero le fue en cierto modo favorable, dando un poco mas de realce a la publicación de aquella segunda parte, que no sólo fue bien recibida, mas aun sacó del olvido a la primera.»

Al año siguiente «tuvo un motivo más legítimo para clamar contra los juicios del público. Mientras se ocupaba en sus trabajos como historiador digno de este título, su compatriota Smollett acometía una empresa rival de la suya, a instancia de una sociedad de libreros. Apoyado por algunos hombres influyentes y seguro de antemano del precio de su trabajo, Smollett despachó en menos de tres años su voluminosa Historia, que se publicó en Londres en 1757 con tan buen éxito que en muy poco tiempo se agotaron tres ediciones sucesivas. Esta injusta preferencia irritó tanto a Hume que todavía al cabo de algunos años exhalaba su resentimiento con una amargura que procuraba comunicar a sus amigos; pero como los últimos tomos de su Historia de los Estuardos habían sido recibidos, no tan bien ni con mucho como la obra de su competidor, pero a lo menos bastante favorablemente, y como contaba además con la justicia del tiempo, que tarde o temprano haría de ambas el debido caso, persistió en su resolución de continuar su trabajo, y en 1759 publicó en Londres una nueva parte de su Historia que se extiende desde el advenimiento de la casa de Tudor hasta el reinado de los Estuardos. Se lee con sorpresa en su noticia sobre su propia vida que esta nueva parte no fue mejor recibida que los primeros tomos de la anterior, pero todos los testimonios contemporáneos desmienten esta aserción, y aun parece que de las tres partes que componen aquella Historia, esta fue la que el público apreció más y la que dio al autor más nombradía. Algunos acaso no adoptaban sus juicios, no participaban de sus opiniones, pero su libro llamaba mucho la atención y entonces a lo menos todos hicieron justicia a su talento.»

Y concluimos: «A despecho de todas las críticas de que fueron objeto sus escritos, Hume continuó viviendo feliz y sosegado en el seno del retiro, ocupado en sus tareas, y sobre todo en sus deberes de historiador, y siguiendo con ojos satisfechos los progresos de su fama, que por días se iba extendiendo en su patria y cundiendo por toda Europa, una nueva parte de su Historia de Inglaterra, la última en el orden de su trabajo, pero la primera en el orden de los tiempos, completó en 1761 aquella gran composición que comprende desde la invasión de Julio César hasta la revolución de 1688. Allí es sobre todo donde Hume se manifiesta en todo el brillo, en toda la madurez de su talento: es imposible unir mas claridad a mas exactitud, más elegancia a más profunda sagacidad; es imposible elevarse a más altura sobre todo género de prevenciones. Justo con todos los partidos que habían dividido su nación, lo es además con los otros países y particularmente con la Francia, perpetua rival del suyo. Hace penetrar la luz de la verdad en las épocas más oscuras: siempre conciso y lacónico, desecha todo lo que le parece superfluo, sin omitir nunca nada esencial, pinta con rapidez y firmes pinceladas la fisonomía de cada personaje dominante, de cada príncipe, de cada siglo. Hábil sobre todo en desentrañar las causas y la relación de los sucesos, no cansa a su lector con un minucioso pormenor de las operaciones militares, pero expone sus principales circunstancias y da a conocer sus resultados. Las costumbres y el carácter de su nación, las leyes y el gobierno, los azares de la fortuna, la lucha de las pasiones, los grandes atentados, los grandes errores, los elementos de las grandes empresas, tales son los principales objetos sobre que se complace en fijar nuestra atención. En una palabra, su Historia de Inglaterra es juntamente la obra de una alta inteligencia, de un político profundo y de un grande escritor.»