lunes, 25 de septiembre de 2023

Francisco Raull, Historia de la conmoción de Barcelona en la noche del 25 al 26 de julio de 1835: causas que la produjeron y sus efectos hasta el día de esta publicación

Bartolomé Domínguez, Un desconocido

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Continuamos una semana más con las bullangas de Barcelona que caracterizan, junto con las de otras ciudades, la guerra civil y las maniobras de la Corte y los políticos, el establecimiento definitivo del régimen liberal en España. Pero nos vamos a centrar en esta ocasión en la primera, la de la quema de conventos y matanza de frailes, que le da un característico tono anticlerical (o anticatólico), de larga persistencia en la historia posterior. Acudimos a la obra que publicó en el mismo año de 1835 Francisco Raull, que había sido alcalde constitucional durante el Trienio liberal, exiliado posteriormente, y a la sazón principal responsable del periódico El propagador de la libertad. Naturalmente, es una obra sesgada, que enfoca los acontecimiento desde un riguroso planteamiento progresista, y atendiendo a los intereses coyunturales de su cuerda política.

Así, explica los acontecimientos de la noche del 25 al 26 de julio por la falta de talante revolucionario de los gobernantes de Madrid y Barcelona, por la persistencia del dominio de las clases privilegiadas, y por la diversidad territorial de jurisdicciones y administraciones, «cuando la España no debe formar más que un solo estado, un solo territorio, un solo Todo, gobernado por los mismos principios y las mismas leyes.» Luego, describe los ataques e incendios a los conventos y la muerte de religiosos como hechos fortuitos e inevitables: «el odio había pasado de raya y más se embraveciera cuanto mayor fuera el esfuerzo para contenerle.»

Procura asimismo enjalbegar a los mismos incendiarios: no hubo pillaje, fueron diligentes y prudentes, puesto que desistieron de quemar algunos conventos por el peligro de que el fuego se extendiera a las casas colindantes, y «ningún convento de monjas sufrió el menor ataque, ningún clérigo un insulto, ni ninguna fea maldad, que ordinariamente acompañan a semejantes conmociones nocturnas, se cometió en aquella espantosa noche.» En cambio, en el seminario «defendiéronse los frailes haciendo fuego, e hiriendo a algunos hicieron volver las espaldas a los demás.» ¡Qué desfachatez! Respecto a los frailes muertos, lo fueron no se sabe cómo, parece que por accidente: todo lo que dice es: «pereciendo unos cuantos en medio de la confusión y del trastorno.»

Raull justifica la inacción de las autoridades por las circunstancias, critica las medidas de autoridad posteriores, y responsabiliza del linchamiento del general Bassa a la imprudencia de la propia víctima. Naturalmente, se subleva ante el incendio de la fábrica de Bonaplata, y considera de justicia que se indemnice a su propietario… Y concluye la obra felicitándose por el establecimiento de la Junta de Autoridades (de la que forma parte nuestro conocido Xaudaró), y la elección indirecta de la Junta Auxiliar, y recomendando «que el Pueblo adquiera la convicción de que la Junta vela sin cesar sobre los altos destinos de la Patria.»

El talante anticlerical del autor es patente: por aquellos días escribió en El propagador: «De varios puntos del Principado recibimos semanalmente avisos de la perniciosa influencia de parte del clero sobre la clase proletaria, a la que seduce con sus sermones para que vaya a engrosar las filas de los facciosos, suponiendo que la religión está perdida si todos los cristianos no toman las armas para defenderla (…) Esto era consecuente atendida la poca instrucción de los pueblos de la montaña, su fanatismo inveterado, la falta de trabajo, el no haber experimentado los labradores ningún beneficio material desde que se proclamó el Estatuto; y sobre todo nos convencimos de que sucedería lo que está pasando luego que tuvimos conocimiento de la medida imprudente, antipolítica e inconcebible de permitir que los frailes a quienes se había echado a hierro y fuego de los conventos se diseminasen por todo el Principado irritados como debían estarlo y a pesar del proverbio bien sabido de que el fraile no perdona.» (Cuaderno VII, julio de 1835).

El abogado Francisco Raull (1788-1861) fue uno de los personajes destacados de la Barcelona isabelina. Con motivo de la campaña en su contra que se llevó a cabo en El Republicano, acusándole de aceptar sobornos, de imponer honorarios excesivos y otras corrupciones, su hijo Carlos publicó Calumnia y vindicación (Barcelona 1842), en la que sintetiza y ensalza la trayectoria de su padre: «Desde el momento en que mi padre abrazó la causa de la libertad, ha sido uno de sus más constantes defensores. Innumerables testigos de ello existen en todos los países a que la contra-revolución y las reacciones le han conducido: ni un momento de vacilación en sus ideas ha experimentado en toda su vida política: y nadie será capaz de presentarle un documento legítimo que pruebe lo contrario; pero como la calumnia en los artículos transcritos ha llegado a un grado a que no era creíble pudiese alcanzar la perversidad humana (…)

»Otro comprobante hay aun: desde que mi padre vino de emigrado se le ha honrado en esta ciudad con los destinos de capitán de la 5.ª compañía del batallón 15.° de M. N.; con el de primer comandante del de Artillería; con el de Síndico procurador del Común; con el de vocal auxiliar de la Junta de gobierno de esta provincia en 1840 y actualmente es vocal secretario de la Junta protectora de la escuela de ciegos: verdad es que el haber sido alcalde constitucional en 1823 le valió diez años de emigración en Francia y los demás honores después de su regreso, un año de destierro en Canarias y dos de ausencia por estar perseguido por el Barón de Meer; pero mi padre lo sufrió todo con resignación por ser en defensa de la patria y de la libertad; ¿y qué padecimientos habrá sufrido por ella el detractor de mi padre? ¿y qué empleos de elección popular ha obtenido nunca él que se complace en desacreditarle? Hace bien en ocultar su nombre para evitar la comparación.»

A esta edición de la Historia de conmoción de Barcelona hemos agregado en Anexo algunos documentos oficiales (como la estadística que elaboró el gobernador civil), algunos testimonios de particulares (jóvenes o niños cuando se produjo la revuelta) que fueron testigos presenciales, a los que se añade el pasaje correspondiente de las Memorias del general Llauder, y tres análisis históricos cercanos a los acontecimientos: la de la importante obra Panorama español, crónica contemporánea (1845, la más imparcial), la de Víctor Balaguer (1851, la más literaturizada y a la vez la más dependiente de Raull), y la de Vicente de la Fuente (1871, la más crítica).

La ciudad se convierte en un mar de llamas (Patxot)

lunes, 11 de septiembre de 2023

Eugenio de Aviraneta y Tomás Bertrán Soler, Mina y los proscriptos deportados en Canarias por abuso de autoridad de los Procónsules de Cataluña

Aviraneta

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Continuamos una semana más con los testimonios de revolucionarios que participaron en distintos grados en los motines de la Barcelona entre 1835 y 1838. Ya hemos visto el de Castillo y Mayone y el de Xaudaró, y hoy agregamos los del todavía famoso (gracias sobre todo al talento literario de su lejano pariente Pío Baroja) conspirador Eugenio de Aviraneta (1792-1872), aunque éste sólo tomó parte en los sucesos de enero de 1836, de forma limitada en las matanzas generalizadas de prisioneros carlistas, y con mayor protagonismo en el subsiguiente pronunciamiento fallido por la Constitución de 1812. De hecho sus escritos se centran más bien en las consecuencias de esta bullanga: su deportación a Canarias y su rompimiento con sus anteriormente socios políticos: Mendizábal, Espoz y Mina… También disponemos ya de voces críticas sobre los motines de Barcelona, como la de Balmes, Pirala o De la Fuente.

Aviraneta se autorretrata así en su Vindicación: «Se me ha echado en cara de que he sido conspirador. Lejos de negarlo, lo he confesado de palabra y por escrito, pues no tenía de qué avergonzarme. Yo conspiré antes y después de la muerte del rey a favor de la libertad y contra Cea Bermúdez, que sólo quería despotismo ilustrado. En aquella época trabajé con pocos, porque a muchos que ocupan hoy altos puestos y que cacarean valor y patriotismo, se les hubiera arrugado el ombligo al solo nombre de conspiración. Conspiré en julio de 1834 contra el Estatuto porque nunca entraron en mis principios los que encerraba aquel documento: he sido y soy consecuente. Conspiré en agosto de 1835 en la cárcel de corte porque estaba preso, el preso desea su libertad, y era sabedor del destino que me preparaban aquellos mismos hombres, que si durmieron tranquilos en sus camas, lo debieron a mi silencio. Yo fui el autor del plan… El año pasado después de los acontecimientos de Málaga, contribuí en Andalucía al restablecimiento del código de 1812 y para que se convocasen las cortes constituyentes. Reunidas, y decretada la constitución vigente, acabó mi carrera de conspirador o de sempiterno revolucionario como se me ha apellidado.» Esto lo escribía en 1837, y aun le quedaba por delante una larga y controvertida carrera...

Ahora bien, las opiniones de sus contemporáneos son variadas, aunque quizás predominan las negativas, independientemente del posicionamiento político de su autor: así el esparterista Flores: «Aviraneta, a quien da la fama, y él más que la fama, donosa celebridad en el arte de conspirar...» En el Suplemento a las Memorias del general Espoz y Mina, a cargo de su viuda Juana María de Vega, se le alude patentemente aunque sin nombrarlo: «Instigados por hombres pertenecientes a sociedades secretas, que unos existían ya en la ciudad, y otros aparecieron en ella en los momentos en que vieron ausente al General en jefe… pero que llegados a ellos el momento de operar, no tuvieron espíritu para presentarse al frente de su obra, como había ya sucedido en otras semejantes y en distintas épocas. Hay cierta clase de hombres de intriga que, si bien tienen ardid para comprometer a incautos, nunca han mostrado capacidad, o sea valor, para arrostrar personalmente los peligros que es preciso correr en los grandes compromisos.»

En la Continuación de la Historia general de España de Lafuente, Valera, Pirala y Borrego escriben: «El otro inspirador de la sociedad Isabelina era un personaje digno de estudio: don Eugenio Aviraneta hallábase dotado de una organización que hacía de su inteligencia una máquina siempre dispuesta a conspirar, hombre cuya inventiva y cuyos recursos no conocían límites en cuanto a organizar trabajos colectivos, salvar dificultades y encontrar salida a los más comprometidos lances; y para completar el cuadro de tan singular figura, debe añadirse que, al mismo tiempo que perpetuo fautor de intrigas, Aviraneta era un hombre de convicciones y además probo.» «Aviraneta reunía todas las cualidades propias de un amaestrado profesor en el arte de las conspiraciones. Fecundo inventor de combinaciones dirigidas a envolver en el misterio los manejos de las sociedades secretas… Aunque revolucionario de oficio, no era Aviraneta partidario de la anarquía, y sólo apelaba a sus efectos como medio de dividir a los adversarios que se proponía desorientar primero para arruinarlos después.» «Consumado maestro en el arte de las conspiraciones… aquel infatigable agente de combinaciones de índole revolucionaria, pero que sabía adaptar al servicio de contrarias ideas e intereses...»

De la Fuente, más ácido, que suele repartir mandobles a tirios y a troyanos, valora su prisión en Barcelona señalando que «Al pobre D. Eugenio le sucedían chascos pesados en sus conspiraciones, y semejante a D. Quijote, siempre salía apaleado de sus empresas de caballería, concluyendo estas con un folleto de sic vos non vobis, en que declaraba parte de sus proezas mal comprendidas y peor pagadas; y el público se reía de ver a un encantador mordido por su culebra.» «Como dice nuestro célebre dramático Alarcón, en boca del embustero la verdad es sospechosa. Líbreme Dios de calificar de tal a D. Eugenio Aviraneta, que no me gusta usar de semejante calificaciones; pero es lo cierto que los progresistas le han negado toda importancia, que los moderados la rebajan mucho, y los carlistas, admirados de ver cuán sobornable era su gente, cuán tontos sus jefes, y cuánto pícaro sin Dios ni religión había entre los defensores del Altar y el Trono, tampoco se han mostrado dispuestos a creer las revelaciones de Aviraneta.»

En su folleto Vindicación de D. Eugenio Aviraneta de los calumniosos cargos que se le hicieron por la prensa, con motivo de su viaje a Francia en junio de 1837 en comisión del gobierno, y observaciones sobre la guerra civil de España y otros sucesos contemporáneos (Madrid 1838), el autor se refiere fundamentalmente a su actuación de espionaje o conspiración, contra o con los carlistas, en el norte de España y en Francia. Sin embargo alude repetidamente al motín de Barcelona de enero de 1836, y las consecuencias que tuvo para él. Entresacamos estos pasajes para así completar lo que escribió en el folleto Mina y los proscriptos. Resulta interesante comparar ambos, y descubrir diferencias de tono, juicios y valoraciones entre uno y otro.

Mazzini y la Joven Italia

lunes, 4 de septiembre de 2023

Ramón Xaudaró, Bases de una constitución política o Principios fundamentales de un sistema republicano, y otros textos

Casiñol, Retrato de desconocido, 1845

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Anna María García Rovira, en su Ramón Xaudaró, el Marat barcelonés, resume así la trayectoria vital de nuestro protagonista de esta semana: «Aunque posiblemente aspiró a ser un estadista reconocido, la vida de Ramón Xaudaró, republicano confeso avant la lettre, conspirador y revolucionario impenitente, discurrió casi siempre en los márgenes, entre el exilio y la deportación, huyendo precipitada y repetidamente de la persecución policial, hasta que un gesto quijotesco, un exceso de ingenuidad, de ambición, de convicción, o una mezcla de todo ello, le hizo encabezar, a comienzos de mayo de 1837, una bullanga, un levantamiento de jornaleros, de descamisados, que permitió a las autoridades barcelonesas llevarle ante un pelotón de fusilamiento con treinta y cinco años recién cumplidos.»

Sólo en los últimos cinco años de su vida ejerció Ramón Xaudaró y Fábregas (1802-1837) un apreciable protagonismo entre los liberales exaltados, aunque como en tantas ocasiones de extrema agitación política, los revolucionario se devoraron entre sí. Exiliado en Francia, fue brevemente detenido por la policía, pero la revolución de julio lo libertará, y le dará ocasión de redactar y publicar en francés sus Bases de una constitución política o Principios fundamentales de un sistema republicano (1832). Vuelto a España tras la muerte de Fernando VII y el inicio de la guerra civil, se convertirá en una de las cabezas del rechazo tajante a los moderados desde el republicanismo, por un lado con sus colaboraciones en el diario El Catalán de Barcelona, que acabará dirigiendo, y por otro con su activismo en las sucesivas bullangas, de las que deplora sus consecuencias sanguinarias, aunque parece justificarlas por la conducta de sus oponentes políticos.

De resultas de la de enero de 1836, será arrestado y deportado en Cuba, aunque prontamente trasladado a La Coruña. La sargentada de La Granja le devolverá la libertad, y se establecerá en Madrid, ya que Barcelona continúa bajo el estado de sitio. En contacto con los grupos radicales barceloneses y madrileños, articulados en sociedades secretas, Xaudaró continuará su actividad propagandística. Por un lado con la publicación de su Manifiesto de las injustas vejaciones sufridas por D. Ramón Xaudaró, y por otro con la redacción del periódico El Corsario que, en sus tres meses de existencia, agudizará su enfrentamiento con los liberales progresistas del gobierno, presidido por José María Calatrava. En diciembre, quizás a consecuencia de las denuncias en las Cortes de la actuación de las sociedades secretas radicales, Xaudaró suspende la publicación del diario, y regresa a Barcelona. Allí continúa su activismo: su participación en el pronunciamiento fallido del 4 de mayo le conducirá al paredón, posiblemente con propósitos ejemplarizantes.

En su breve carrera revolucionaria Xaudaró fue un personaje odiado por sus contrarios, tanto carlistas como liberados moderados y progresistas. Pero asimismo fue controvertido entre los suyos, los revolucionarios extremados (al igual que otros conspiradores, como el famoso Aviraneta). Así, el también radical Joaquín del Castillo escribe en Las bullangas de Barcelona: «Xaudaró carecía de prestigio: al verlo al frente muchos de los reaccionarios* se contaron perdidos; los que deseaban coadyuvar, también se resfriaron, porque imaginaban que aquel hombre puesto al frente iba a perderlos en fin, lo tenían por sujeto sin opinión de principios, por un aventurero en toda la extensión de la palabra. Estos dicterios había merecido el desgraciado a sus rivales, quienes hicieron cundir semejantes voces.» Y Eugenio de Aviraneta: «el infame Xaudaró..., el turbulento e inmoral Xaudaró..., un verdadero traidor a la patria, un espía del absolutismo vendido a los doctrinarios de Francia, un confidente de Llauder y antes del sanguinario y pérfido Oñate...»

* Este autor utiliza la expresión reaccionarios para referirse a los que reaccionan contra el poder que ejercían los liberales moderados en Barcelona. Esto es, como sinónimo de auténticos revolucionarios.

Fusilamiento de Xaudaró.