martes, 26 de diciembre de 2023

George Robinson, Viaje a Palestina y Siria en 1830

Un George Robinson de principios del XIX

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Son muy abundantes las relaciones de viajes a Tierra Santa, desde los tiempos del relato venerable de la dama Egeria. A veces no son muy fiables, como el incluido en los viajes del fantástico John de Mandeville. En el siglo XV, el del deán de Maguncia Bernardo de Breidenbach fue un auténtico best-seller de la época, con múltiples ediciones. Buena parte de su éxito procedía de los espléndidos grabados que acompañaban al texto. Su traducción por el humanista aragonés Martín Martínez Dampiés fue impresa por Juan Hurus en Zaragoza en 1498, y es uno de los más destacados incunables españoles. Y muchos otros más.

Muy distinto es el caso de la obra que presentamos esta semana. George Robinson es un británico (del que desconozco su biografía) que viajó por Oriente en 1830, y que unos años después publicó el relato de su estancia en Palestina y Siria. Aunque en la tradición del género se ocupa también de monumentos y reliquias religiosas, corresponde ya a una época muy distinta a los anteriores. Sus intereses y sensibilidad son ya románticos, y presta especial atención a los paisajes, a sus propias emociones, y a la búsqueda de lo exótico, esto es, a lo distanciado cultural o cronológicamente del mundo moderno del que procede.

El territorio que Robinson recorre forma parte del Imperio Otomano, y está administrado por los valíes de Beirut y de Damasco, ambos pertenecientes a la gran provincia de Siria. Palestina está dividida entre estos dos valiatos, y es fundamentalmente un término geográfico, con límites precisos al oeste (el Mediterráneo) y al sur y al este (los desiertos del Sinaí, del Néguev y de la Arabia Pétrea), e imprecisos al norte del lago de Tiberíades, aunque incluyendo Tiro y Sidón. Abarca, por tanto la zona costera, ambas márgenes del valle del Jordán y del mar Muerto, y las colinas existentes entre ellas.

La población no está en absoluto cohesionada: la división básica es entre los ganaderos beduinos itinerantes y la mayoría sedentaria, profundamente dividida entre los mayoritarios musulmanes sunnitas y las dos considerables minorías, cristiana (a su vez con múltiples divisiones: ortodoxos, católicos latinos y maronitas, armenios...) y judía. A ellos han de agregarse otros grupos, como los drusos con un cierto origen chiita, y los turcos dominantes, que traen consigo gentes procedentes de todo el Imperio, como los soldados albaneses.

Tras el viaje de Robinson la región se transformará con rapidez: primero con la ocupación temporal por parte del Egipto de Mehemet Alí, que intenta separarse del Imperio Otomano; después, el gobierno directo de Jerusalén y su territorio por parte de las autoridades de Constantinopla, en paralelo a las creciente intervención occidental. Luego, el incremento sostenido de la inmigración judía, la procedente de Rusia y la de carácter sionista. Finalmente, la formación y eclosión de dos novedosos nacionalismos, el judío y el musulmán (autodenominado palestino), cada uno de los cuales se identificará con el territorio y se esforzará por controlarlo, se impondrá en su comunidad respectiva, y ante todo se enfrentará a las identidades rivales. Y se iniciará así el proceso por el que abundantes personas y grupos de la compleja Palestina, al quedar al margen de estos encuadramientos, tenderán a ser ignoradas en el mejor de los casos, cuando no borradas más o menos sistemáticamente.

domingo, 24 de diciembre de 2023

viernes, 15 de diciembre de 2023

Augusto Conte, Recuerdos de un diplomático

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Stefan Zweig, en sus conmovedoras memorias El mundo de ayer, señala que «si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad.» Es la llamada Belle Époque, ese medio siglo sucesor de la larga etapa revolucionaria, orgulloso de sus logros políticos, sociales y económicos, firmemente confiado en la inevitabilidad de un progreso acelerado y sin fin, rebosante de un desmedido complejo de superioridad edificado sobre certidumbres nacionalistas y racistas. En realidad, ese mundo tan satisfecho de sí mismo está incubando el atroz siglo XX, que lleva a Zweig a idealizar la época anterior:

«Antes de la guerra había conocido la forma y el grado más altos de la libertad individual y después, su nivel más bajo desde siglos. He sido homenajeado y marginado, libre y privado de libertad, rico y pobre. Por mi vida han galopado todos los corceles amarillentos del Apocalipsis, la revolución y el hambre, la inflación y el terror, las epidemias y la emigración; he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea. Me he visto obligado a ser testigo indefenso e impotente de la inconcebible caída de la humanidad en una barbarie como no se había visto en tiempos y que esgrimía su dogma deliberado y programático de la antihumanidad.»

Cuando Zweig nace, el diplomático español Augusto Conte y Lerdo de Tejada (1823-1902) se encuentra ya próximo a su jubilación. Su vida se desarrolló, pues, en esa época de plenitud y soberbia europea, y desempeñó su carrera sucesivamente en Lisboa, México, Roma, Florencia, Turín, Nápoles (capitales de cuatro estados anteriores a la unificación italiana), Londres, Copenhague, y tras el paréntesis del sexenio revolucionario, Constantinopla y Viena. Cosmopolita y políglota, con parientes por toda Europa (su padre era francés y su esposa inglesa), y muy bien relacionado con la extensa y todavía poderosa aristocracia europea, se establecerá definitivamente en Florencia, donde redactará las memorias que comunicamos esta semana.

A diferencia de las de Zweig, no destacan por su profundidad aunque sí por su amenidad. Conte nos describe como espectador los principales acontecimientos y personajes de su época, y sólo en un par de ocasiones ejerce un cierto protagonismo: en Roma durante su efímera república, y en Viena con los tratos sobre el matrimonio de Alfonso XII. El papel secundario de España en el siglo XIX no da para más. En compensación, se extiende en la descripción de los distintos países en los que vive, con especial atención a su historia, sus monumentos y sus museos, sus escritores, músicos y artistas, y por supuesto su buena sociedad: bailes, recepciones y tés de las cinco de aristócratas y diplomáticos. Sus opiniones son por lo general conservadoras y convencionales, y en ocasiones un tanto ramplonas, aunque en ocasiones nos sorprende abogando (un tanto a toro pasado) por el abandono de Cuba y el rechazo a la ocupación del norte de Marruecos.

Las críticas a su obra no fueron siempre positivas. Por eso, en el tercer volumen (publicado póstumamente) el autor se cura en salud: «Mas antes de proseguir, quiero justificarme de una tacha que quizá merezca a primera vista. El severo censor podrá decirme que hago con harta frecuencia toda clase de digresiones, ora históricas, ora descriptivas, las cuales no tienen mucho que ver con el objeto principal de mi libro, de tal suerte que más parece éste un Manual de Historia o una Guía del viajero que no una relación de recuerdos. Yo, sin embargo, creo poder justificar esta, que parece falta, haciendo advertir que mal podrían comprenderse las cosas que de cada país voy refiriendo, si no las acompañase de aquellos antecedentes que las explican y de aquellas descripciones que les dan un color local, no de otra suerte que el novelista las introduce a cada paso en sus ficciones a fin de comunicar más vida a los personajes que pinta.»

En fin, el Augusto Conte que en su retiro florentino compone sus memorias, benevolente y superficial, nos recuerda al Mr. Audley de Gilbert Keith Chesterton en Las pisadas misteriosas: «Era un anciano afable que todavía gastaba cuellos a lo Gladstone: parecía un símbolo de aquella sociedad, a la vez fantasmagórica y estereotipada. Nunca había hecho nada, ni siquiera un disparate. No era derrochador, ni tampoco singularmente rico. Simplemente, estaba en el cotarro y eso bastaba. Nadie, en sociedad, lo ignoraba; y si hubiera querido figurar en el Gabinete, lo habría logrado… Mr. Audley, que nunca se había metido en política, trataba de estas cosas con una seriedad relativa. A veces, hasta ponía en embarazos a la compañía, dando a entender, por algunas frases, que entre liberales y conservadores existía cierta diferencia. En cuanto a él, era conservador hasta en la vida privada. Le caía sobre la nuca una ola de cabellos grises, como a ciertos estadistas a la antigua; y visto de espaldas, parecía exactamente el hombre que necesitaba la patria. Visto de frente, parecía un solterón suave, tolerante consigo mismo, y con aposento en el Albany, como era la verdad.»

Proclamación de la república romana en 1849

lunes, 27 de noviembre de 2023

Pere M. Rossell, La Raza

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Pere Màrtir Rossell i Vilà (1882-1933) fue un destacado veterinario natural de Olot, con una dilatada carrera profesional en el primer tercio del siglo XX; director de la Escuela de Agricultura y del Zoológico de Barcelona, publicó numerosos libros y artículos sobre zootecnia, en catalán, en castellano y en otras lenguas. Pero también fue desde su juventud un acérrimo nacionalista catalán, con obras como Diferències entre catalans i castellans: les mentalitats específiques (1917), Las razas animales en relación con la etnología de Cataluña (1930), Organització de la defensa interior (1931), y numerosos artículos. Pero no sólo fue un intelectual: su compromiso le llevó a afiliarse a Estat Català, el partido de Macià, y luego a Esquerra Republicana de Cataluña, con la que obtuvo un escaño en el Parlamento de Cataluña, tras las sorprendentes elecciones de 1932.

Como los principales forjadores del catalanismo político, Rossell es racista; pero quizás influido por su labor profesional, se adentra con decisión en el campo del mal llamado racismo científico, muy difundido entre un sector radical de la intelectualidad europea y europeizada. Ahora bien, como su racismo es consecuencia de su nacionalismo catalán, no le sirven buena parte de los planteamientos de los expertos consagrados (de los que incluimos algunas pinceladas en la última entrega de Clásicos de Historia). Y así, publicará en 1930 su obra más ambiciosa, la que hoy comunicamos: un exhaustivo análisis de lo que él entiende por raza. Como en tantas pseudo-ciencias, ideologías políticas o sociales, y supersticiones varias, parte de una creencia (aunque no la considera tal): las razas surgieron en la prehistoria por la acción del medio ambiente, y se mantienen perennes, inalterables, incomunicables. Esta verdad se proclama como evidente e irrebatible, lo que hace superflua cualquier demostración.

A partir de ahí funda su raciología o ciencia de las razas, como síntesis realizada desde todas las ciencias…, y desvela el papel decisivo que en todas ellas han jugado siempre las razas. Pero éstas no se diferencian entre sí tanto por sus características morfológicas (aunque también), sino por su mentalidad propia y exclusiva; ésta es la aportación innovadora de Rossell: «Los múltiples aspectos que pueden revestir las actividades de una raza, la filosofía, la ciencia, el arte, la literatura, la economía, la vida social, todas y cada una de las manifestaciones humanas, están presididas por una idea básica, que es la mentalidad. Una manera especial de cultivar la tierra supone igualmente una literatura determinada. Dentro de una misma raza, la unidad mental abarca todas las disciplinas, y está presente en cada una de sus obras. Una vez establecida la mentalidad, es inalterable.»

Pero existen unas calamidades que destruyen la supuesta feliz coexistencia separada de las razas: el imperialismo, auténtico motor de la historia, que supone la conquista de unas razas por otras, la existencia de razas dominadoras y razas dominadas. Pero mucho peor es el mestizaje, la mezcla de razas: «Los elementos extraños que se reproducen dentro de una raza, con la consiguiente mezcla de características, causan alteraciones profundas que tardan en desaparecer por lo menos cuatro generaciones. Las consecuencias se agravan cuando la reproducción se practica entre individuos ya mezclados: entonces el estado de desorden somático puede prolongarse indefinidamente, si los sujetos mezclados reciben nuevas aportaciones de elementos perturbadores.»

Pero esta llamativa construcción que se quiere científica a veces hace sospechar al lector de la existencia de un curioso trampantojo: las características de las razas son aquellas que el autor puede aplicar a la raza catalana; son calamidades las que puede percibir en la raza catalana; las razas decaen al modo de la decadencia catalana, y se recuperan, naturalmente, como en la Renaixença… La enorme estructura raciológica que ha levantado parece tener un objetivo mucho más concreto y práctico que finalmente se desvela: justificar el nacionalismo catalán. Veamos algunos párrafos de la obra.

«El área geográfica de la raza catalana ocupa el Limousin, parte de Guyena y Gascuña, el condado de Foix, el Languedoc, Auvernia, Provenza, Condado de Venaissin, Condado de Niza, Rosellón, el Principado o Cataluña estricta, Andorra, zona pirenaica y parte del Bajo Aragón, Valencia, una parte de Murcia y las Baleares. Llamar al conjunto de todos estos pueblos con el nombre genérico de raza catalana se debe al hecho de que entre todos sus componentes la región del Principado es la que se ha diferenciado más persistentemente, la que presenta más homogeneidad entre todos, la más irreductible a las influencias exóticas, y por último, la que ha creado una cultura propia en los últimos períodos ya muy evolucionados de la prehistoria, lo que se repite en la edad media; además, modernamente ha sido la primera en renacer.»

«El núcleo racial catalán, y con él la mayoría de las otras fracciones de la raza, se pueden considerar establecidos en el solutrense. La mentalidad surgiría y se fijaría entre el final del musteriense y las últimas etapas del solutrense, período que habría durado aproximadamente 50.000 años.» «Las razas vecinas de la catalana son la cantábrica, la francesa, la ligúrica, la almeriense o andaluza y la española. Las diferencias culturales entre estas razas a lo largo de la prehistoria y de la historia son grandes y persistentes. (…) Y así la mentalidad específica de la raza catalana se explica únicamente por haber existido en el paleolítico superior una raza cuya mentalidad ya estaba definitivamente formada, y suficientemente fuerte para así neutralizar y absorber a los que les invadían.»

La aplicación de sus estrictos principios raciales llevan a Rossell a reivindicar la catalanidad de Frédéric Mistral, Joaquín Costa, y Ramón y Cajal, aunque ninguno haya nacido en Cataluña, y en cambio negársela a Albéniz y a Granados,  nacidos en Cataluña pero españoles, y a Manolo Hugué por mestizo. Más curioso es el caso de Fortuny, hijo y nieto de catalanes, pero en el que percibe la presencia de un atavismo salido a flote desde un lejano antepasado, que le hace español. «No sabemos qué gloria puede proporcionar a una raza la producción de sujetos cuyas obras, extrañas a la mentalidad autóctona, sean al contrario en espíritu, plasmación y técnica, propias de otra raza. La raza catalana en este caso ha hecho simplemente el papel de nodriza, y toda su gloria sería la que corresponde a la nodriza de un gran hombre. El caso de Fortuny enseña que un mínimo de sangre extranjera que se infiltre en una raza, puede ser una perturbación o una servidumbre que a la larga se paga.»

¿Y merece la pena leer este libro, con frecuencia farragoso y repetitivo, y otras veces contradictorio? ¿Este descabellado monumento encaminado a sumergir a las personas reales en unas supuestas razas, meras construcciones imaginarias e irreales, pero que dictan con talante totalitario la conducta del individuo, cuáles son las costumbres, las acciones, las preferencias, los sentimientos, las creencias, las diversiones propias de su raza? En último término, quién es un buen catalán y quien es un mal catalán (o español, o francés...) Pienso que sí, ya que conviene tomar como aviso los monstruos que produce el sueño de la razón.

Buena parte de los planteamientos de este racismo científico siguen hoy plenamente activos, por ejemplo, la preocupación por determinar quién es catalán en este foro, al que también corresponde este otro hilo. Y del mismo modo está hoy bien vigente el uso de argumentos cientifistas que revisten con una apariencia de rigor epistemológico lo que con frecuencia no son más que elucubraciones y consejos de calendario. Para muchos hoy, como en La Raza, no todos merecen la misma valoración y respeto, sino que ambas dependen de la pertenencia o proximidad a ciertos grupos o creencias. Rossell reinterpretó el mundo y su historia a partir de sus fantasías zoológicas y nacionalistas. Creó una humanidad ficticia regida con mano de hierro por la ley de las razas. Muchos ideólogos han creado y crean humanidades paralelas regidas por principios tan vaporosos como el de nuestro autor: la clase, el género, el progreso... El problema es que detrás de ellos marchan políticos voluntaristas dispuestos a tender a la sociedad en el lecho de Procusto.

Macià y Companys en las elecciones al Parlamento de Cataluña en 1932.

lunes, 13 de noviembre de 2023

Haeckel, Ripley, Vacher de Lapouge, Deniker y Grant: Las razas europeas en la Antropología racista. Textos, mapas y gráficos

Ernst Haeckel

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El norteamericano Luther L. Bernard escribía en 1926 en su An introduction to social psychology: «La raza es principalmente un concepto sintético abstracto, una manera de clasificar, utilizado para simbolizar una síntesis conceptual de muchas características que, más o menos arbitrariamente, acordamos denominar colectivamente con algún nombre específico de raza. Su unidad es simplemente una abstracción que existe como media estadística o promedio en nuestras propias mentes, sin una realidad objetiva concreta. No hay ninguna persona en una de las llamadas razas que sea totalmente típica de nuestro concepto abstracto y sintético de esa raza. Tampoco encontramos ninguna unidad o identidad concluyente de rasgos en los diversos miembros de una llamada raza. Siempre los rasgos extremos en una raza muestran mayores diferencias entre ellos, que los de las medias de dos razas cualesquiera. También hay un gran número de pueblos a los que es imposible clasificar de manera definitiva y científica dentro de una raza frente a otra, excepto sobre bases arbitrarias. Así, en este país clasificamos como negro a cualquier persona que se sepa que tiene rastros de sangre negra, aunque sólo una pequeña proporción de su herencia pueda haber provenido de ascendencia negra.

»Por lo tanto, la raza es principalmente un concepto estadístico abstracto, basado en promedios de ciertos rasgos aislados, y no un hecho biológico y psicológico concreto. Es un concepto colectivo o social. Pero no está totalmente divorciada de rasgos biológicos concretos. De hecho, el promedio estadístico se construye en torno a una síntesis de rasgos biológicos concretos. Estos constituyen la base de las distinciones raciales. Reconocida como tal, la raza es un símbolo social eficaz mediante el cual se controlan las relaciones humanas y se imponen ajustes colectivos a gran escala. Como fenómeno social abstracto o conceptual, la raza es muy real. También lo es el prejuicio racial, que es un fenómeno psico-social que surge de nuestro concepto sintético abstracto de raza y se ve reforzado por él. No todas las realidades son biológicas y concretas. Algunas son abstractas y sociales. Y este último puede ser tan poderoso a efectos de control como el primero. Pero no debemos confundir en nuestro pensamiento un hecho social conceptual abstracto con uno biológico concreto.»

En contra de lo sensatamente sostenido en el texto anterior, el llamado racismo científico asevera la división concluyente de la humanidad en especies o razas diversas tanto en el plano físico como en el psíquico y espiritual, y por tanto también en sus capacidades y en su valoración. Constituyó en su origen un consciente esfuerzo ideológico para justificar, expandir y generalizar el patente racismo práctico existente en diferente medida desde la Antigüedad. Podemos situar el origen del racismo científico en algunos pensadores de la Ilustración, que en su esfuerzo por mejorar la humanidad a la luz de la razón, quisieron debelar todo aquello que percibían como pretérito y oscurantista. Y entre ello la consideración de la unidad del género humano, cuya paternidad se atribuye a prejuicios religiosos... La conjunción de ciencia positivista, darwinismo social, progresismos políticos, e imperialismos nacionalistas, hará que durante los siglos XIX y XX el racismo científico se popularice en los países europeos y europeizados, y sirva para justificar el atroz reparto del mundo entre un puñado de potencias. Sin embargo, no faltarán tampoco los intelectuales, instituciones y amplios sectores sociales que se posicionen radicalmente en su contra. En Clásicos de Historia hemos comunicado abundantes obras en uno y otro sentido.

Pero aquí nos vamos a circunscribir a la Antropología física y, más en concreto, a la orientación racista que revistió en buena parte durante el siglo XIX y primera mitad del XX, consecuencia en gran medida del darwinismo social que convertía en dogmas la selección natural y la supervivencia del más apto. Se centró en el estudio, no de los seres humanos en su individualidad, sino en función de los supuestos grupos a los que pertenecían; y estos grupos (especies, razas, sub-razas…) pasaron a constituir el objeto de la ciencia: se les estaba concediendo a las razas un mayor grado de consistencia, de realidad, que a las personas. Con todo un aparatoso mecanismo metodológico que pesaba, medía, clasificaba, comparaba y, lógicamente, al final valoraba la distinta calidad de cada grupo, esta pseudociencia gozó de un inmerecido prestigio académico y social, que nos recuerda el caso tan anterior de la astrología judiciaria. Hoy aparentemente ambas están repudiadas en su totalidad.

Pero el caso de la Antropología física no constituía un hecho excepcional, ya que algo semejante se daba en otros muy diversos campos: por aquel tiempo se consideraba más existente la Nación, el Pueblo, la Clase, que los meros individuos, que parecían interesar solamente en función de su inclusión en una de las categorías anteriores. Y en buena medida este planteamiento ha sobrevivido hasta nuestros días, popularizado por políticos, educadores e intelectuales. Y aun se han agregado nuevas categorías totalizantes, como el Género. El antiguo microcosmos que era antiguamente una persona, parejo en todos sentidos al universo completo, pasa a constituirse como mera fracción de los grupos con los que se identifica (o con los que se le identifica), recibiendo de ellos todo su valor, su mérito o su demérito. Lógicamente la libertad individual ya no es «uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos», la voluntaria búsqueda de lo verdadero, lo bueno y lo hermoso, sino la mera satisfacción de deseos y pasiones.

Pero volvamos a estos nuestros oscuros clásicos de esta entrega. Naturalmente, las distintas razas se valoraban en función de aquella con la que cada autor se identificaba. De ahí la importancia que revisten las razas consideradas superiores, las europeas; nos centraremos en ellas. Y en este sentido hemos seleccionado algunos textos, mapas y esquemas, obra de algunos de los antropólogos físicos más destacados y representativos de los tiempos de la Belle Époque, antes y después del antepasado cambio de siglo. Son los siguientes: el naturalista y pensador alemán Ernst Haeckel (1834-1919); el economista y antropólogo norteamericano William Z. Ripley (1867-1941); el magistrado, antropólogo y político socialista, además de conde, Georges Vacher de Lapouge (1854-1936); el naturalista y antropólogo francés Joseph Deniker (1852-1918); y el abogado antropólogo y eugenista norteamericano Madison Grant (1865-1937).
 


lunes, 30 de octubre de 2023

Marco Aurelio, Soliloquios

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«¿Quién dice locura semejante? —preguntó MacIan desdeñosamente—. ¿Supone usted que la Iglesia Católica ha sostenido jamás que los cristianos sean los únicos que siguen la moral? ¡Cómo! Los católicos de la católica Edad Media aburrieron a la Humanidad hablando de las virtudes de todos los paganos virtuosos.» Lo cuenta Gilbert Keith Chesterton en La esfera y la cruz. Y confío en que no nos ocurra lo mismo que a nosotros con la entrega de esta semana. El emperador Marco Aurelio (121-180) quedó para la posteridad como ejemplo del gobernante sabio, filósofo y moralista, preocupado por seguir una conducta recta y por buscar el bien común. Y también por la obra que presentamos, escrita originalmente en griego. Aunque actualmente quizás sea más conocido, personificado en Richard Harris, por la desgraciada suerte que le depara Joaquin Phoenix en Gladiator...

Guillermo Fraile en el primer tomo de su Historia de la Filosofía se refirió así a nuestro autor y a su obra: «Marco Aurelio... Originario de una noble familia española. Su nombre primitivo era Catilio Severo. Adoptado a los nueve años por su abuelo Marco Aurelio Vero, quien le proporcionó una excelente educación, tomó después el nombre de éste. Tuvo por maestros al retórico Frontón, al estoico Junio Rústico y Apolonio. Fue adoptado por Antonino Pío, por indicación de Trajano, y le sucedió en el imperio a su muerte (161). Tuvo que hacer frente a enormes dificultades: peste y hambre en Roma, revueltas en Egipto y Siria, guerras contra los partos, quados y marcomanos. En la campaña contra éstos escribió sus Soliloquios (τὰ εὶς ἑαυτόν) y murió, junto a Viena, víctima de la peste. Fue un buen emperador de carácter bondadoso. Pero empaña la memoria de su nombre la persecución que ordenó contra los cristianos en 177. Es apócrifa la Constitución en que se habla del milagro realizado por los cristianos de la legión Fulminante.

»En sus Soliloquios, o reflexiones, aparecen todos los temas estoicos, revelando la influencia de Epicteto. Por una parte, un profundo sentimiento de la impermanencia de las cosas, a la manera de Heráclito, y un fondo de pesimismo sobre la realidad. Todo pasa, se destruye, y nada permanece. La vida no es más que un camino hacia la muerte. Nada hay en el mundo que sea digno de fijar la atención ni el afecto del hombre. Pero por encima de la caducidad e impermanencia de las cosas existe una realidad divina, permanente, inmutable, una ley que está en todas las cosas y las gobierna con su providencia, siendo la causa de una armonía interior que existe en el fondo del Universo. Esto basta para convertir el pesimismo en optimismo, aceptando esa ley con confianza y amor. Lo único importante es ponerse y vivir en contacto con los dioses. Incluso la muerte aparece como un misterio sagrado de la naturaleza. De esa realidad universal son solidarias todas las cosas y todos los hombres , y todos son, por lo tanto, hermanos y dignos de nuestro amor.»

lunes, 16 de octubre de 2023

Cayetano Barraquer, Quema de conventos y matanza de frailes en la Barcelona de 1835

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Volvemos otra vez a la premonitoria noche de los cristales rotos barcelonesa del 25 de julio de 1835, en la que son asesinados dieciséis monjes (y un par de víctimas colaterales), heridos un número indeterminado (varios morirán en las siguientes semanas), expulsados todos los regulares de sus conventos, encerrados para su seguridad en los fuertes de Atarazanas, Ciudadela y Montjuich. Los conventos son atacados y saqueados, varios son incendiados, y todos ellos son incautados por el gobierno nacional, que procederá a darles un nuevo uso o los venderá entre sus simpatizantes. El fenómeno se reproduce de forma más o menos violenta en toda España, y muchos frailes marcharán al extranjero para poder continuar su forma de vida, como hizo Rosendo Salvado, del que en su día reproducimos el meritorio libro en el que recoge su experiencia en Australia. Otros se incorporarán al clero secular, y otros, en fin, quedarán reducidos a la patética figura que pinta Antonio Gil de Zárate en Los españoles pintados por sí mismos.

En esta ocasión reproducimos la parte que dedicó a este suceso el clérigo, abogado e historiador Cayetano Barraquer (1839-1922) en su exhaustiva obra Los religiosos en Cataluña durante la primera mitad del siglo XIX, publicada en 1915. Su trabajo resulta innovador y en cierto sentido revolucionario, ya que es un excelente ejemplo, avant la lettre, de lo que después se llamará historia oral y memoria histórica. Y lo es con sus virtudes y sus defectos. El autor entrevista desde 1880 a varios centenares de testigos de los hechos, gente común y corriente: exclaustrados y sus vecinos, milicianos y militares, artesanos y comerciantes… víctimas, victimarios y espectadores. Con este ingente testimonio busca reconstruir al detalle los acontecimientos de esa tremenda noche, y las múltiples y diversas reacciones a que dan lugar. El resultado se confronta con la documentación oficial que generó, tanto la hecha pública con inmediatez como la que permaneció inédita en los archivos del Ayuntamiento, la provincia, el gobierno civil y militar, etc. Asimismo, con el eco que produjeron en los periódicos, y con la interpretación que se hizo de ellos a través de libros y folletos, mayoritariamente en favor de los revolucionarios. De estos últimos hemos comunicado recientemente, entre otros, los de Castillo y Mayone, y Francisco Raull.

El resultado es atractivo y detallista, por más que a veces se nos muestre excesivamente premioso y reiterativo. A pesar del innegable tinte que el paso de los años extiende sobre los recuerdos ―les afectan los acontecimientos posteriores―, se nos muestran suficientemente diversos y expresan autenticidad. La obra pone de relieve el carácter premeditado de esta bullanga, preparada y llevada a cabo con carácter de maniobra política entre los diferentes grupos liberales que compiten por el poder a nivel local y nacional. Subraya el escaso número de incendiarios y asesinos, organizados y hasta cierto punto dirigidos por políticos, la tolerancia casi absoluta de las autoridades durante la noche, y una indiferencia que más bien parece apoyo de un amplio sector de los ciudadanos. Y en paralelo las meritorias acciones de otro sector que protege y esconde a los perseguidos, entre los que paradójicamente, encontramos a algunos de los incitadores y apologistas de la quema, como Xaudaró y Raull. Especialmente significativa es la ausencia de cualquier tipo de persecución a los autores de los asesinatos, de los incendios y del saqueo.

Resultan muy expresivos los argumentos del auditor de guerra José Bertrán y Ros encargado de informar al respecto: «personas de recomendable conducta, amantes del buen orden y respetuosas de las leyes permanecieron tranquilas espectadoras del incendio de los conventos y del abandono de ellos por los religiosos que los ocupaban, y aunque detestaron el medio anárquico y espantoso con que esto se verificó, a par de los excesos a que un corto número se lanzaron con oprobio de la civilización y cultura de esta capital, no vieron sin embargo en semejantes hechos aislados, otra cosa que un efecto necesario de la exaltación de las pasiones imprescindibles en tales actos... No menos ha dimanado de la misma causa el que los habitantes pacíficos y honrados, a pesar de haber concebido la más alta indignación por la ofensa hecha a las leyes y por los excesos cometidos contra el orden público y la humanidad, hayan acogido favorablemente sus resultados, y desearan que se corriese un velo impenetrable que ocultare para siempre el modo con que llegaron a realizarse. Bajo estos datos se comprende esta evidencia que la ordenada formación de causa produciría un descontento general en este numeroso vecindario…»

Hubo, por tanto, una determinación clara para eliminar no ya cualquier tipo de responsabilidad por los crímenes cometidos, sino el previo conocimiento oficial de los hechos cometidos. Es como si no hubieran ocurrido, aunque su resultado se mantiene: la disolución de las órdenes religiosas, y la incautación de todas sus propiedades y derechos por parte del Estado. Naturalmente, lejos de pacificar los espíritus, esta actitud condescendiente con el delincuente y sus promotores llevó a que los diferentes grupos liberales que competían duramente por el poder, acudieran repetidamente a medios similares: son las sucesivas bullangas que alteran largamente el día a día de Barcelona durante varios años con una penosa sucesión de alborotos, muertes y destrucciones. Y algaradas semejantes se dan por toda España durante mucho tiempo. Todo esto ocurrió hace casi doscientos años; ¿hay ciertas semejanzas con fenómenos actuales?

lunes, 25 de septiembre de 2023

Francisco Raull, Historia de la conmoción de Barcelona en la noche del 25 al 26 de julio de 1835: causas que la produjeron y sus efectos hasta el día de esta publicación

Bartolomé Domínguez, Un desconocido

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Continuamos una semana más con las bullangas de Barcelona que caracterizan, junto con las de otras ciudades, la guerra civil y las maniobras de la Corte y los políticos, el establecimiento definitivo del régimen liberal en España. Pero nos vamos a centrar en esta ocasión en la primera, la de la quema de conventos y matanza de frailes, que le da un característico tono anticlerical (o anticatólico), de larga persistencia en la historia posterior. Acudimos a la obra que publicó en el mismo año de 1835 Francisco Raull, que había sido alcalde constitucional durante el Trienio liberal, exiliado posteriormente, y a la sazón principal responsable del periódico El propagador de la libertad. Naturalmente, es una obra sesgada, que enfoca los acontecimiento desde un riguroso planteamiento progresista, y atendiendo a los intereses coyunturales de su cuerda política.

Así, explica los acontecimientos de la noche del 25 al 26 de julio por la falta de talante revolucionario de los gobernantes de Madrid y Barcelona, por la persistencia del dominio de las clases privilegiadas, y por la diversidad territorial de jurisdicciones y administraciones, «cuando la España no debe formar más que un solo estado, un solo territorio, un solo Todo, gobernado por los mismos principios y las mismas leyes.» Luego, describe los ataques e incendios a los conventos y la muerte de religiosos como hechos fortuitos e inevitables: «el odio había pasado de raya y más se embraveciera cuanto mayor fuera el esfuerzo para contenerle.»

Procura asimismo enjalbegar a los mismos incendiarios: no hubo pillaje, fueron diligentes y prudentes, puesto que desistieron de quemar algunos conventos por el peligro de que el fuego se extendiera a las casas colindantes, y «ningún convento de monjas sufrió el menor ataque, ningún clérigo un insulto, ni ninguna fea maldad, que ordinariamente acompañan a semejantes conmociones nocturnas, se cometió en aquella espantosa noche.» En cambio, en el seminario «defendiéronse los frailes haciendo fuego, e hiriendo a algunos hicieron volver las espaldas a los demás.» ¡Qué desfachatez! Respecto a los frailes muertos, lo fueron no se sabe cómo, parece que por accidente: todo lo que dice es: «pereciendo unos cuantos en medio de la confusión y del trastorno.»

Raull justifica la inacción de las autoridades por las circunstancias, critica las medidas de autoridad posteriores, y responsabiliza del linchamiento del general Bassa a la imprudencia de la propia víctima. Naturalmente, se subleva ante el incendio de la fábrica de Bonaplata, y considera de justicia que se indemnice a su propietario… Y concluye la obra felicitándose por el establecimiento de la Junta de Autoridades (de la que forma parte nuestro conocido Xaudaró), y la elección indirecta de la Junta Auxiliar, y recomendando «que el Pueblo adquiera la convicción de que la Junta vela sin cesar sobre los altos destinos de la Patria.»

El talante anticlerical del autor es patente: por aquellos días escribió en El propagador: «De varios puntos del Principado recibimos semanalmente avisos de la perniciosa influencia de parte del clero sobre la clase proletaria, a la que seduce con sus sermones para que vaya a engrosar las filas de los facciosos, suponiendo que la religión está perdida si todos los cristianos no toman las armas para defenderla (…) Esto era consecuente atendida la poca instrucción de los pueblos de la montaña, su fanatismo inveterado, la falta de trabajo, el no haber experimentado los labradores ningún beneficio material desde que se proclamó el Estatuto; y sobre todo nos convencimos de que sucedería lo que está pasando luego que tuvimos conocimiento de la medida imprudente, antipolítica e inconcebible de permitir que los frailes a quienes se había echado a hierro y fuego de los conventos se diseminasen por todo el Principado irritados como debían estarlo y a pesar del proverbio bien sabido de que el fraile no perdona.» (Cuaderno VII, julio de 1835).

El abogado Francisco Raull (1788-1861) fue uno de los personajes destacados de la Barcelona isabelina. Con motivo de la campaña en su contra que se llevó a cabo en El Republicano, acusándole de aceptar sobornos, de imponer honorarios excesivos y otras corrupciones, su hijo Carlos publicó Calumnia y vindicación (Barcelona 1842), en la que sintetiza y ensalza la trayectoria de su padre: «Desde el momento en que mi padre abrazó la causa de la libertad, ha sido uno de sus más constantes defensores. Innumerables testigos de ello existen en todos los países a que la contra-revolución y las reacciones le han conducido: ni un momento de vacilación en sus ideas ha experimentado en toda su vida política: y nadie será capaz de presentarle un documento legítimo que pruebe lo contrario; pero como la calumnia en los artículos transcritos ha llegado a un grado a que no era creíble pudiese alcanzar la perversidad humana (…)

»Otro comprobante hay aun: desde que mi padre vino de emigrado se le ha honrado en esta ciudad con los destinos de capitán de la 5.ª compañía del batallón 15.° de M. N.; con el de primer comandante del de Artillería; con el de Síndico procurador del Común; con el de vocal auxiliar de la Junta de gobierno de esta provincia en 1840 y actualmente es vocal secretario de la Junta protectora de la escuela de ciegos: verdad es que el haber sido alcalde constitucional en 1823 le valió diez años de emigración en Francia y los demás honores después de su regreso, un año de destierro en Canarias y dos de ausencia por estar perseguido por el Barón de Meer; pero mi padre lo sufrió todo con resignación por ser en defensa de la patria y de la libertad; ¿y qué padecimientos habrá sufrido por ella el detractor de mi padre? ¿y qué empleos de elección popular ha obtenido nunca él que se complace en desacreditarle? Hace bien en ocultar su nombre para evitar la comparación.»

A esta edición de la Historia de conmoción de Barcelona hemos agregado en Anexo algunos documentos oficiales (como la estadística que elaboró el gobernador civil), algunos testimonios de particulares (jóvenes o niños cuando se produjo la revuelta) que fueron testigos presenciales, a los que se añade el pasaje correspondiente de las Memorias del general Llauder, y tres análisis históricos cercanos a los acontecimientos: la de la importante obra Panorama español, crónica contemporánea (1845, la más imparcial), la de Víctor Balaguer (1851, la más literaturizada y a la vez la más dependiente de Raull), y la de Vicente de la Fuente (1871, la más crítica).

La ciudad se convierte en un mar de llamas (Patxot)

lunes, 11 de septiembre de 2023

Eugenio de Aviraneta y Tomás Bertrán Soler, Mina y los proscriptos deportados en Canarias por abuso de autoridad de los Procónsules de Cataluña

Aviraneta

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Continuamos una semana más con los testimonios de revolucionarios que participaron en distintos grados en los motines de la Barcelona entre 1835 y 1838. Ya hemos visto el de Castillo y Mayone y el de Xaudaró, y hoy agregamos los del todavía famoso (gracias sobre todo al talento literario de su lejano pariente Pío Baroja) conspirador Eugenio de Aviraneta (1792-1872), aunque éste sólo tomó parte en los sucesos de enero de 1836, de forma limitada en las matanzas generalizadas de prisioneros carlistas, y con mayor protagonismo en el subsiguiente pronunciamiento fallido por la Constitución de 1812. De hecho sus escritos se centran más bien en las consecuencias de esta bullanga: su deportación a Canarias y su rompimiento con sus anteriormente socios políticos: Mendizábal, Espoz y Mina… También disponemos ya de voces críticas sobre los motines de Barcelona, como la de Balmes, Pirala o De la Fuente.

Aviraneta se autorretrata así en su Vindicación: «Se me ha echado en cara de que he sido conspirador. Lejos de negarlo, lo he confesado de palabra y por escrito, pues no tenía de qué avergonzarme. Yo conspiré antes y después de la muerte del rey a favor de la libertad y contra Cea Bermúdez, que sólo quería despotismo ilustrado. En aquella época trabajé con pocos, porque a muchos que ocupan hoy altos puestos y que cacarean valor y patriotismo, se les hubiera arrugado el ombligo al solo nombre de conspiración. Conspiré en julio de 1834 contra el Estatuto porque nunca entraron en mis principios los que encerraba aquel documento: he sido y soy consecuente. Conspiré en agosto de 1835 en la cárcel de corte porque estaba preso, el preso desea su libertad, y era sabedor del destino que me preparaban aquellos mismos hombres, que si durmieron tranquilos en sus camas, lo debieron a mi silencio. Yo fui el autor del plan… El año pasado después de los acontecimientos de Málaga, contribuí en Andalucía al restablecimiento del código de 1812 y para que se convocasen las cortes constituyentes. Reunidas, y decretada la constitución vigente, acabó mi carrera de conspirador o de sempiterno revolucionario como se me ha apellidado.» Esto lo escribía en 1837, y aun le quedaba por delante una larga y controvertida carrera...

Ahora bien, las opiniones de sus contemporáneos son variadas, aunque quizás predominan las negativas, independientemente del posicionamiento político de su autor: así el esparterista Flores: «Aviraneta, a quien da la fama, y él más que la fama, donosa celebridad en el arte de conspirar...» En el Suplemento a las Memorias del general Espoz y Mina, a cargo de su viuda Juana María de Vega, se le alude patentemente aunque sin nombrarlo: «Instigados por hombres pertenecientes a sociedades secretas, que unos existían ya en la ciudad, y otros aparecieron en ella en los momentos en que vieron ausente al General en jefe… pero que llegados a ellos el momento de operar, no tuvieron espíritu para presentarse al frente de su obra, como había ya sucedido en otras semejantes y en distintas épocas. Hay cierta clase de hombres de intriga que, si bien tienen ardid para comprometer a incautos, nunca han mostrado capacidad, o sea valor, para arrostrar personalmente los peligros que es preciso correr en los grandes compromisos.»

En la Continuación de la Historia general de España de Lafuente, Valera, Pirala y Borrego escriben: «El otro inspirador de la sociedad Isabelina era un personaje digno de estudio: don Eugenio Aviraneta hallábase dotado de una organización que hacía de su inteligencia una máquina siempre dispuesta a conspirar, hombre cuya inventiva y cuyos recursos no conocían límites en cuanto a organizar trabajos colectivos, salvar dificultades y encontrar salida a los más comprometidos lances; y para completar el cuadro de tan singular figura, debe añadirse que, al mismo tiempo que perpetuo fautor de intrigas, Aviraneta era un hombre de convicciones y además probo.» «Aviraneta reunía todas las cualidades propias de un amaestrado profesor en el arte de las conspiraciones. Fecundo inventor de combinaciones dirigidas a envolver en el misterio los manejos de las sociedades secretas… Aunque revolucionario de oficio, no era Aviraneta partidario de la anarquía, y sólo apelaba a sus efectos como medio de dividir a los adversarios que se proponía desorientar primero para arruinarlos después.» «Consumado maestro en el arte de las conspiraciones… aquel infatigable agente de combinaciones de índole revolucionaria, pero que sabía adaptar al servicio de contrarias ideas e intereses...»

De la Fuente, más ácido, que suele repartir mandobles a tirios y a troyanos, valora su prisión en Barcelona señalando que «Al pobre D. Eugenio le sucedían chascos pesados en sus conspiraciones, y semejante a D. Quijote, siempre salía apaleado de sus empresas de caballería, concluyendo estas con un folleto de sic vos non vobis, en que declaraba parte de sus proezas mal comprendidas y peor pagadas; y el público se reía de ver a un encantador mordido por su culebra.» «Como dice nuestro célebre dramático Alarcón, en boca del embustero la verdad es sospechosa. Líbreme Dios de calificar de tal a D. Eugenio Aviraneta, que no me gusta usar de semejante calificaciones; pero es lo cierto que los progresistas le han negado toda importancia, que los moderados la rebajan mucho, y los carlistas, admirados de ver cuán sobornable era su gente, cuán tontos sus jefes, y cuánto pícaro sin Dios ni religión había entre los defensores del Altar y el Trono, tampoco se han mostrado dispuestos a creer las revelaciones de Aviraneta.»

En su folleto Vindicación de D. Eugenio Aviraneta de los calumniosos cargos que se le hicieron por la prensa, con motivo de su viaje a Francia en junio de 1837 en comisión del gobierno, y observaciones sobre la guerra civil de España y otros sucesos contemporáneos (Madrid 1838), el autor se refiere fundamentalmente a su actuación de espionaje o conspiración, contra o con los carlistas, en el norte de España y en Francia. Sin embargo alude repetidamente al motín de Barcelona de enero de 1836, y las consecuencias que tuvo para él. Entresacamos estos pasajes para así completar lo que escribió en el folleto Mina y los proscriptos. Resulta interesante comparar ambos, y descubrir diferencias de tono, juicios y valoraciones entre uno y otro.

Mazzini y la Joven Italia

lunes, 4 de septiembre de 2023

Ramón Xaudaró, Bases de una constitución política o Principios fundamentales de un sistema republicano, y otros textos

Casiñol, Retrato de desconocido, 1845

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Anna María García Rovira, en su Ramón Xaudaró, el Marat barcelonés, resume así la trayectoria vital de nuestro protagonista de esta semana: «Aunque posiblemente aspiró a ser un estadista reconocido, la vida de Ramón Xaudaró, republicano confeso avant la lettre, conspirador y revolucionario impenitente, discurrió casi siempre en los márgenes, entre el exilio y la deportación, huyendo precipitada y repetidamente de la persecución policial, hasta que un gesto quijotesco, un exceso de ingenuidad, de ambición, de convicción, o una mezcla de todo ello, le hizo encabezar, a comienzos de mayo de 1837, una bullanga, un levantamiento de jornaleros, de descamisados, que permitió a las autoridades barcelonesas llevarle ante un pelotón de fusilamiento con treinta y cinco años recién cumplidos.»

Sólo en los últimos cinco años de su vida ejerció Ramón Xaudaró y Fábregas (1802-1837) un apreciable protagonismo entre los liberales exaltados, aunque como en tantas ocasiones de extrema agitación política, los revolucionario se devoraron entre sí. Exiliado en Francia, fue brevemente detenido por la policía, pero la revolución de julio lo libertará, y le dará ocasión de redactar y publicar en francés sus Bases de una constitución política o Principios fundamentales de un sistema republicano (1832). Vuelto a España tras la muerte de Fernando VII y el inicio de la guerra civil, se convertirá en una de las cabezas del rechazo tajante a los moderados desde el republicanismo, por un lado con sus colaboraciones en el diario El Catalán de Barcelona, que acabará dirigiendo, y por otro con su activismo en las sucesivas bullangas, de las que deplora sus consecuencias sanguinarias, aunque parece justificarlas por la conducta de sus oponentes políticos.

De resultas de la de enero de 1836, será arrestado y deportado en Cuba, aunque prontamente trasladado a La Coruña. La sargentada de La Granja le devolverá la libertad, y se establecerá en Madrid, ya que Barcelona continúa bajo el estado de sitio. En contacto con los grupos radicales barceloneses y madrileños, articulados en sociedades secretas, Xaudaró continuará su actividad propagandística. Por un lado con la publicación de su Manifiesto de las injustas vejaciones sufridas por D. Ramón Xaudaró, y por otro con la redacción del periódico El Corsario que, en sus tres meses de existencia, agudizará su enfrentamiento con los liberales progresistas del gobierno, presidido por José María Calatrava. En diciembre, quizás a consecuencia de las denuncias en las Cortes de la actuación de las sociedades secretas radicales, Xaudaró suspende la publicación del diario, y regresa a Barcelona. Allí continúa su activismo: su participación en el pronunciamiento fallido del 4 de mayo le conducirá al paredón, posiblemente con propósitos ejemplarizantes.

En su breve carrera revolucionaria Xaudaró fue un personaje odiado por sus contrarios, tanto carlistas como liberados moderados y progresistas. Pero asimismo fue controvertido entre los suyos, los revolucionarios extremados (al igual que otros conspiradores, como el famoso Aviraneta). Así, el también radical Joaquín del Castillo escribe en Las bullangas de Barcelona: «Xaudaró carecía de prestigio: al verlo al frente muchos de los reaccionarios* se contaron perdidos; los que deseaban coadyuvar, también se resfriaron, porque imaginaban que aquel hombre puesto al frente iba a perderlos en fin, lo tenían por sujeto sin opinión de principios, por un aventurero en toda la extensión de la palabra. Estos dicterios había merecido el desgraciado a sus rivales, quienes hicieron cundir semejantes voces.» Y Eugenio de Aviraneta: «el infame Xaudaró..., el turbulento e inmoral Xaudaró..., un verdadero traidor a la patria, un espía del absolutismo vendido a los doctrinarios de Francia, un confidente de Llauder y antes del sanguinario y pérfido Oñate...»

* Este autor utiliza la expresión reaccionarios para referirse a los que reaccionan contra el poder que ejercían los liberales moderados en Barcelona. Esto es, como sinónimo de auténticos revolucionarios.

Fusilamiento de Xaudaró.

lunes, 28 de agosto de 2023

Joaquín del Castillo y Mayone, Las bullangas de Barcelona o sacudimientos de un pueblo oprimido por el despotismo ilustrado

Gallés, Retrato de desconocido, 1842

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Joaquín del Castillo y Mayone fue un maestro de primeras letras barcelonés que vivió en la primera mitad del siglo XIX. Extremado liberal y acérrimo anticlerical, fue un prolífico autor de muy diversas obras que se pueden agrupar en tres campos diferenciados: la ficción, con novelas sentimentales un tanto al viejo gusto dieciochesco, como La prostitución o Consecuencias de un mal ejemplo (1833), Viage somniaéreo a la Luna o Zulema y Lambert (1832); la didáctica, como Arte metódico de enseñar a leer el español en 41 lecciones (1847), Ortografía de la lengua castellana para uso de toda clase de personas, con reglas particulares para los catalanes, valencianos y mallorquines, deducidas de su propio idioma, y observaciones sobre los escollos en que peligran y pueden evitar (1831); y la política, como Los exterminadores o planes combinados por los enemigos de la libertad (1835), Frailismonia o Grande Historia de los Frailes (1836, en tres tomos), la obra que presentamos y muchas más. Ana Rueda analizó una de las novelas sentimentales de Castillo en un interesante artículo.

En Las bullangas de Barcelona (1837) el autor nos narra los siete graves motines que habían tenido lugar en la capital catalana a partir del verano de 1835: la matanza de frailes y quema de conventos, el asesinato del general Bassa, el incendio de la fábrica de Bonaplata (que naturalmente condena con firmeza), el linchamiento de los presos carlistas de la Ciudadela y otras cárceles, la sublevación de las milicias nacionales… Asistimos al conflictivo pero definitivo tránsito del viejo al nuevo régimen, con la lucha sin cuartel entre moderados y progresistas, enfrentamiento que se prolongará durante toda una generación, y que sólo se solventará con la Restauración. Del Castillo es, naturalmente, liberal exaltado, moteja de aristocráticos a los moderados, considera a los suyos como los auténticos representantes del pueblo, justifica siempre intenciones y acciones de los propios, y condena siempre las de los ajenos.

Poco después, y desde una postura contrapuesta, Jaime Balmes afirmaría en 1844: «Durante la revolución que nos aflige desde 1833 ha representado Barcelona un papel muy diverso del de las otras ciudades, ya sea entrando de lleno en las ideas revolucionarias, ya sea contrariándolas con más energía que en otros puntos: esto no carece de causas que conviene examinar.» Posteriormente en el artículo de ese mismo año titulado Rápida ojeada sobre las revueltas de Barcelona desde 1833 y examen de sus causas señaló lo siguiente: «La reforma, o sea la revolución, era en aquella época popular en Barcelona; no era sólo la hez del pueblo la que tomaba parte en el bullicio, eran también las clases acomodadas, eran las personas más ricas, así de la clase de propietarios como pertenecientes a la industria y al comercio. Los literatos y todas las profesiones científicas participaban generalmente del movimiento; por manera que, si bien en la ciudad había no pocos que miraban con desconfianza el giro que iban tomando las cosas y auguraban desgracias para el porvenir, no obstante se veían precisados a ocultar sus temores en el fondo de su pecho, y no se atrevían a manifestar su opinión sino en las expansiones de la amistad y de la confianza.

»Cuando sobrevinieron los desastres de 1835, el incendio de los conventos, el asesinato del general Bassa, el furor contra el general Llauder, poco antes objeto de tan solemne ovación, y el desbordamiento universal de las ideas y pasiones revolucionarias, todavía era mucha la popularidad que disfrutaban en Barcelona las medidas extremadas; y no son pocos los que actualmente se avergüenzan de haberse complacido en el fondo de su corazón en los horribles crímenes de aquellos días de infausta memoria, ya que de una manera más o menos directa no contribuyeran a consumarlos. Sin embargo, preciso es confesar que el horror de aquellos días aterró a los tímidos, desengañó a los sencillos e incautos e inspiró serias reflexiones a cuantos, no teniendo bastante valor para retroceder en el camino del mal, conservaban, empero, la honradez necesaria para no poder constituirse en defensores de atentados que escandalizaban a la culta Europa y lastimaban todos los sentimientos de humanidad.»



Para dar una idea mas exacta del lastimoso término a donde nos han conducido las escisiones políticas entre partidarios de un mismo trono, hemos resuelto adornar esta obrita con una lámina que representa la escena mas horrorosa de nuestros anales modernos con su correspondiente explicación:

1. Atarazanas.
2. Cuartel de Atarazanas.
3. Parroquia de Santa Mónica.
4. Café de la Noria, primer batallón nacional y muchos individuos de otros, con la bandera.
5. Casa Teatro.
6. Lanceros nacionales.
7. Plana Mayor
8. Cañones.
9. Mozos de Escuadra.
10. Batallón 10 de nacionales.
11. Fuente del Viejo.
12. Pueblo que huye.
13. Caballero Gobernador.
(De la obra original)

lunes, 21 de agosto de 2023

John Tanner, Narración de su cautiverio y aventuras con los indios de Norteamérica durante treinta años

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En una nota de su capital Sobre la democracia en América (1835-1840), Alexis de Tocqueville se refiere así al protagonista de la obra que presentamos esta semana: «Hay en la vida aventurera de los pueblos cazadores, no sé qué atractivo irresistible que se apodera del corazón del hombre y lo arrastra a despecho de su razón y de la experiencia. Puede uno convencerse de esta verdad leyendo las Memorias de Tanner.

»Tanner es un europeo que fue arrebatado a la edad de seis [nueve] años por los indios, y que permaneció treinta en los bosques con ellos. Es imposible que haya nada más espantoso que las miserias que describe. Nos muestra tribus sin jefes, familias sin naciones, hombres aislados, restos mutilados de tribus poderosas, errando al azar en medio de los hielos y entre las soledades desoladas del Canadá. El hambre y el frío los persiguen; cada día la vida parece pronta a escapárseles. Entre ellos las costumbres han perdido su imperio y las tradiciones carecen de fuerza. Los hombres se vuelven cada vez más bárbaros. Tanner comparte todos esos males; conoce su origen europeo; no se ve retenido a la fuerza lejos de los blancos; viene al contrario cada año a traficar con ellos, recorre sus moradas, ve su bienestar económico; sabe que el día que él quiera volver al seno de la vida civilizada, podrá fácilmente disfrutarla, y permanece treinta años en los desiertos. Cuando regresa al fin en medio de una sociedad civilizada, confiesa que la existencia cuyas miserias ha descrito, tienen para él encantos secretos que no sabría definir. Regresa a ella después de haberla dejado y no se separa de tantos males sino con mil nostalgias; y, cuando al fin ha fijado su habitación en medio de los blancos, varios de sus hijos rehúsan ir a compartir con él su tranquilidad y bienestar.

»Yo mismo encontré a Tanner a la entrada del lago Superior. Me pareció semejarse mucho más todavía a un salvaje que a un hombre civilizado.

»No se encuentra en la obra de Tanner ni orden ni buen gusto; pero el autor hace en ella, sin darse cuenta, una pintura vivida de los prejuicios, de las pasiones, de los vicios y sobre todo de las miserias de aquellos entre los cuales ha vivido.»

La narración de la vida de John Tanner (1780-1846) fue recogida y publicada por el naturalista Edwin James (1797-1861), que la publicó en 1830 con el título A narrative of the captivity and aventures of John Tanner (U.S. interpreter at the Saul de Ste. Marie) during thirty years residence among the indians in the interior of North America. Prepared by Edwin James, M. D. Editor of an Account of Major Long’s Expedition from Pittsburgh to the Rocky Mountains.

Presentamos la versión abreviada (especialmente de los extensos anexos agregados por James) que publicó Nemesio Fernández Cuesta (1818-1893) en el tomo tercero de su monumental Nuevo Viajero Universal. Enciclopedia de viajes modernos. Recopilación de las obras más notables sobre descubrimientos, exploraciones y aventuras, publicadas por los más célebres viajeros del siglo XIX (Madrid 1861). Hemos repulido ligeramente esta traducción.

Eastman Johnson, Campamento ojibwa, 1857