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lunes, 30 de octubre de 2023

Marco Aurelio, Soliloquios

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«¿Quién dice locura semejante? —preguntó MacIan desdeñosamente—. ¿Supone usted que la Iglesia Católica ha sostenido jamás que los cristianos sean los únicos que siguen la moral? ¡Cómo! Los católicos de la católica Edad Media aburrieron a la Humanidad hablando de las virtudes de todos los paganos virtuosos.» Lo cuenta Gilbert Keith Chesterton en La esfera y la cruz. Y confío en que no nos ocurra lo mismo que a nosotros con la entrega de esta semana. El emperador Marco Aurelio (121-180) quedó para la posteridad como ejemplo del gobernante sabio, filósofo y moralista, preocupado por seguir una conducta recta y por buscar el bien común. Y también por la obra que presentamos, escrita originalmente en griego. Aunque actualmente quizás sea más conocido, personificado en Richard Harris, por la desgraciada suerte que le depara Joaquin Phoenix en Gladiator...

Guillermo Fraile en el primer tomo de su Historia de la Filosofía se refirió así a nuestro autor y a su obra: «Marco Aurelio... Originario de una noble familia española. Su nombre primitivo era Catilio Severo. Adoptado a los nueve años por su abuelo Marco Aurelio Vero, quien le proporcionó una excelente educación, tomó después el nombre de éste. Tuvo por maestros al retórico Frontón, al estoico Junio Rústico y Apolonio. Fue adoptado por Antonino Pío, por indicación de Trajano, y le sucedió en el imperio a su muerte (161). Tuvo que hacer frente a enormes dificultades: peste y hambre en Roma, revueltas en Egipto y Siria, guerras contra los partos, quados y marcomanos. En la campaña contra éstos escribió sus Soliloquios (τὰ εὶς ἑαυτόν) y murió, junto a Viena, víctima de la peste. Fue un buen emperador de carácter bondadoso. Pero empaña la memoria de su nombre la persecución que ordenó contra los cristianos en 177. Es apócrifa la Constitución en que se habla del milagro realizado por los cristianos de la legión Fulminante.

»En sus Soliloquios, o reflexiones, aparecen todos los temas estoicos, revelando la influencia de Epicteto. Por una parte, un profundo sentimiento de la impermanencia de las cosas, a la manera de Heráclito, y un fondo de pesimismo sobre la realidad. Todo pasa, se destruye, y nada permanece. La vida no es más que un camino hacia la muerte. Nada hay en el mundo que sea digno de fijar la atención ni el afecto del hombre. Pero por encima de la caducidad e impermanencia de las cosas existe una realidad divina, permanente, inmutable, una ley que está en todas las cosas y las gobierna con su providencia, siendo la causa de una armonía interior que existe en el fondo del Universo. Esto basta para convertir el pesimismo en optimismo, aceptando esa ley con confianza y amor. Lo único importante es ponerse y vivir en contacto con los dioses. Incluso la muerte aparece como un misterio sagrado de la naturaleza. De esa realidad universal son solidarias todas las cosas y todos los hombres , y todos son, por lo tanto, hermanos y dignos de nuestro amor.»

lunes, 10 de abril de 2023

Juan Fernández de Heredia, Libro de los fechos et conquistas de la Morea

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La obra de esta semana nos muestra la facilidad con la que se puede deteriorar un buen propósito. Jufre de Villardoyn, mariscal del condado de Champaña, promueve una nueva campaña en defensa de los cristianos orientales y por la recuperación de Tierra Santa. Son muchos los intereses que hay que aunar (franceses, alemanes, venecianos, el papado…), y la expedición resultará conflictiva desde su arranque y nunca llegará a Palestina. Trocará sus objetivos idealistas por los más seculares de proporcionarse poder y riqueza en la Romania, el viejo imperio romano de oriente. Tendrán éxito, aunque un éxito trufado de luchas, conflictos y traiciones que devorará a sus protagonistas y sus descendientes durante dos siglos.

La clásica Historia de Imperio Bizantino, de Alexander A. Vasiliev nos sitúa así en el tiempo y lugar: «La cuarta Cruzada es un fenómeno histórico de extrema complejidad, y donde se hallan intereses y sentimientos de variedad máxima. Tales son: un noble impulso religioso, la esperanza de recompensas en la vida futura, el deseo de cumplir proezas morales y la fidelidad a los compromisos contraídos con la Cruzada, todo ello mezclándose a un deseo de aventuras y lucro, a la pasión de los viajes y a la costumbre feudal del combate perpetuo. Pero en la cuarta Cruzada se advierte un rasgo original que, en rigor, ya se había manifestado en las expediciones precedentes: los intereses materiales y los sentimientos profanos tuvieron mucha preponderancia sobre los impulsos religiosos y morales, lo que demostró de manera rotunda la toma de Constantinopla por los cruzados y la fundación del Imperio latino.»

Y más adelante: «La cuarta Cruzada... tuvo como resultado el fraccionamiento del Imperio bizantino y la fundación en su territorio de varios Estados, unos latinos y otros griegos. Los primeros recibieron la organización feudal imperante en el occidente de Europa (…) Todo el siglo XIII transcurrió en continuas lucha de dichos Estados, que efectuaron entre sí las más dispares combinaciones. Ora lucharon los griegos contra los usurpadores francos, turcos y búlgaros; ora unos griegos pelearon con otros griegos, introduciendo nuevos elementos de discordia en la perturbada vida interna bizantina; ora los francos se batieron contra los búlgaros, y así sucesivamente. A estos choques militares seguían alianzas y pactos diversos, en general quebrantados con tanta facilidad como convenidos (...) Un historiador (Neumann) dice: “Todos esos Estados feudales del Occidente, separados unos de otros, no hicieron obra constructiva, sino más bien destructora, y así fueron destruidos ellos mismos. Oriente quedó dueño de la situación en Oriente”.»

Entre las diversas obras a que dio lugar estos conflictivos acontecimientos (el mismo Geoffrey de Villehardouin que hemos citado escribió una crónica de sus hechos), comunicamos en Clásicos de Historia la aragonesa compilada o meramente copiada por Bernardo de Jaca a iniciativa de Johan Ferrandez de Heredia (1310-1396), el gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén (Hospitalarios o caballeros de Rodas), que jugó un importante papel en la vida política y militar de la Cristiandad del siglo XIV. Y que también contribuyó poderosamente al desarrollo de la cultura occidental con la creación un fecundo scriptorium, en el que se traducen autores clásicos como Plutarco y Tucídides (directamente del griego) y otros latinos, autores modernos como Marco Polo, y se elaboran y compilan otras obras, como la Grant Cronica de Espania y la Crónica de los Conquiridores. Estamos en el siglo XIV, la época en la que entra en su crisis definitiva la Europa medieval, repleta de guerras, epidemias, hambrunas y muerte ―los jinetes del Apocalipsis―, pero en la que entre el desastre general comienzan a germinar las simientes de lo que con el tiempo será el renacimiento.

Un autor anónimo, posiblemente francés helenizado o griego, escribió a principios del siglo XIV una crónica centrada en la historia de los principados latinos de la península de Morea, el antiguo Peloponeso, durante el siglo anterior. Se conservan cuatro versiones diferentes, en griego (es la única versificada), en francés, en italiano, y la que presentamos, redactada en el aragonés literario y cancilleresco de la corte de Aragón, fácilmente comprensible. Esta última es la más extensa ya que mientras que las otras concluyen en 1292 o 1303, ésta prolonga la narración de los acontecimientos hasta 1377, con la cesión temporal de la Morea a la Orden del Hospital, e incluye información sobre las intervenciones de los súbditos de los reyes de Aragón y de Mallorca.

Su lectura nos abruma considerablemente por la reiteración de combates, asedios, reclamaciones y denuncias, rebeldías, envenenamientos, traiciones, y un amplio surtido de tortuosas maniobras para hacerse con el poder y mantenerse en él. Y todo ello relatado fríamente y con sencillez. Sirva como ejemplo el párrafo con el que justifica el abandono de los propósitos de cruzada: «...dixo las nuevas al legado del papa et al capitan de la huest et a los otros caballeros et senyores, como los griegos de Contastinoble habian muerto al emperador et no querian pagar la moneda ni yr en lur conpanya: porque él los pregaba que quisiessen vengar la muerte de los emperadores qui eran estados muertos, et que por la traycion que habian fecho, razonablemente podian tomar el imperio et ferlo lur, pues que los emperadores eran muertos.»

Página de inicio de la obra.

lunes, 25 de julio de 2022

Luciano de Samósata, Historias verdaderas

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«Así como los atletas y los que se dedican a ejercicios corporales no se cuidan exclusivamente del gimnasio y de conservar sus fuerzas, sino de oportunos descansos que consideran como parte principal de su ejercicio, creo yo que a los consagrados a las letras les conviene, después de largas y serias lecturas, dar algún reposo al pensamiento, vigorizándolo de esta suerte para nuevos trabajos. Y esta remisión de quehaceres les será provechosa, si leen obras no simplemente recreativas por su ingenio y gracia, sino que reúnan la ciencia a la amenidad del arte, como sucede, si no me equivoco, en la presente.» El consejo es valioso, viniendo de quien viene, y ahora que nos aproximamos al ecuador del verano, puede ser un buen momento para aplicarlo en Clásicos de Historia. Vayamos al siglo segundo de nuestra era, y atendamos a Martín de Riquer y José María Valverde, dos clásicos que nos presentan así al autor de esta semana y de la anterior sabia reflexión.

«En este… período, que se suele considerar de decadencia, encontramos a uno de los más inteligentes escritores de la literatura griega, Luciano de Samósata (125-192). Luciano, en algunas de sus obras se llama a sí mismo “el sirio”, y efectivamente, la siria era su lengua materna. Ya mayor pasó a Jonia, donde se educó a la griega y donde asimiló de un modo sorprendente la cultura helena. Vale la pena de poner de relieve estos datos biográficos porque gracias a ellos advertimos la curiosa personalidad de Luciano, que llegará a ser uno de los escritores griegos más típicos, que dominará la lengua hasta tal punto que su prosa es parangonable con la más pura de los clásicos y que logrará adaptarse a la mentalidad y al gusto del tiempo de Pericles. En este aspecto, Luciano nos parece una especie de humanista, dando a esta palabra el sentido que tiene cuando la aplicamos a los renacentistas que vivían y escribían remedando la antigüedad clásica. De Jonia, Luciano se trasladó a Roma y al sur de las Galias, dando lecciones públicas de retórica, y finalmente se retiró a Atenas, donde se dedicó a cultivar toda suerte de géneros literarios.

»Luciano es el prototipo de escritor profundamente inteligente, independiente en sus creencias y en su moral, que no se esclaviza a ninguna doctrina y que lo contempla todo en actitud crítica, burlesca y desdeñosa, alejado de la común opinión del vulgo, al que satiriza sin compasión y al que hace desfilar en una especie de ingeniosa comedia humana. Los vicios y las vanidades de la humanidad son objeto de una intencionada y pintoresca descripción, de una crítica demoledora y displicente no con finalidad moralizadora sino en atención a su valor como tema artístico para un ejercicio literario destinado a ganarse un público refinado. De ahí que muchas veces Luciano sea un simple libelista que fustiga costumbres o actitudes literarias y que no se cansa de decir verdades, por más que escuezan a sus contemporáneos. Pero a pesar de ello Luciano no pretende corregir ni llevar por buen camino a los que fustiga, pues es demasiado escéptico para adoptar esta actitud moralizadora y carece de principios positivos.»

Y tras caracterizar su más destacas obras, concluyen: «Tiene carácter novelesco, asimismo, la inverosímil narración llamada Historia verdadera (Ἀληθὴς ἱστορία), parodia de los relatos de navegantes... El conjunto de la producción de Luciano, que comprende más de ochenta títulos, ofrece la impresión de una rica variedad, fruto de una sorprendente imaginación y de un agudo y fino sentido literario. Con él se puede decir que se cierra la literatura griega clásica, aunque le cupiera vivir en tiempos en que había caducado una serie de factores del clasicismo.» Incluimos en su día en Clásicos de Historia su interesante Cómo ha de escribirse la historia, y Las Saturnales.

lunes, 7 de febrero de 2022

Fustel de Coulanges, La ciudad antigua. Estudio sobre el culto, el derecho y las instituciones de la Grecia y de Roma

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El joven Numa Denis Fustel de Coulanges (1830-1889) publica en 1864 La ciudad antigua, obra en la que analiza la evolución de las culturas griega y romana en sus aspectos sociales, jurídicos y políticos, y la hace depender (y aquí radicaba su originalidad) de las profundas transformaciones en las ideas religiosas. Para ello, recoge y relee textos históricos y literarios, y los interpreta en el sentido de su tesis. Naturalmente, su monumental propuesta y sus explicaciones son deudoras de su tiempo, con un racialismo de fondo que le lleva a subrayar el componente ario que le permite establecer coincidencias con la civilización india; una tendencia a delimitar las clases al modo decimonónico; la determinación de los cambios sociales como sucesivas revoluciones… Por otra parte, posteriores generaciones de historiadores han avanzado profundamente en la comprensión de los fenómenos que estudia Fustel, por ejemplo sobre el origen de las ciudades.

Y sin embargo la lectura de La ciudad antigua continúa siendo muy atractiva para el lector medio de historia, y también para los grandes historiadores del siglo XX: Marc Bloch, Fernand Braudel, Jacques Le Goff y tantos más, pusieron de relieve el carácter innovador de Fustel, que supo avanzar propuestas que tardarán en afirmarse. Así, con lo que luego se llamará historia de las mentalidades: «La historia no estudia solamente los hechos materiales y las instituciones; el verdadero objeto de su estudio es el alma humana, y debe aspirar por lo mismo a conocer lo que el alma ha creído, pensado y sentido en las diferentes edades de la vida del género humano.» O la preferencia por la longue durée: «Ha habido en la existencia de las sociedades humanas gran número de revoluciones, de las cuales no se conserva el menor documento, no llamando los escritores la atención sobre ellas, porque se verificarían lenta e insensiblemente y sin luchas visibles; revoluciones profundas y ocultas que removerían el fondo de la sociedad humana, sin que apareciese nada en la superficie y que pasarían desapercibidas para las mismas generaciones en que se habían ido elaborando. La historia no pudo apreciarlas sino mucho tiempo después de acabadas, cuando al comparar dos épocas de la vida de un pueblo encontró entre ellas tamañas diferencias, que demostraron evidentemente haberse verificado una gran revolución en el intermedio que las separaba.»

Pero nuestro autor también resultó polémico a causa de cierta apropiación de su obra con intenciones políticas, ya en el siglo XX. En este sentido, otro gran historiador, el hispanista Pierre Chaunu, al reseñar un estudio sobre Fustel [François Hartog, Le XIXe siècle et l’historie. Le cas de Fustel de Coulanges, París, PUF, 1988, 400 pp.], lo titulaba: Un olvido injusto: «Fustel es “un caso”. El autor de La ciudad antigua sigue siendo el más enigmático de los grandes historiadores del siglo XIX: hay que leerlo. No es La ciudad antigua lo que Fustel hubiera deseado sobre su tumba, sino su obra olvidada Histoire des institutions de l’ancienne France, así como su corpus metodológico. Lean Le cas Fustel de Coulanges. François Hartog escribió un hermoso libro, equitativo, informado, inteligente, un modelo para una disciplina que se sigue buscando: la historia de la historia.

»Una vida que la tuberculosis destruyó: una carrera sin tacha. La Escuela Normal, Atenas, la universidad de Estrasburgo (1860-1870), la consagración a los 34 años, con esa joya, La ciudad antigua, la Normal Superior, el sillón de Guizot en la Academia de Ciencias Morales; no alcanzó el Colegio de Francia y renunció a la Academia Francesa que, gustosamente, lo hubiera recibido. Profesor austero, “practicó firmemente la religión laica del trabajo”. Ese liberal convertido por la terrible lección de la Comuna, como Taine y Renan y muchos más, escribió su testamento unos días antes de morir, el 12 de septiembre de 1889: “Deseo un servicio conforme a la usanza de los franceses, es decir, en la iglesia. La verdad, no soy ni practicante ni creyente. El patriotismo exige que, cuando uno no piensa como sus antepasados, por lo menos, respete lo que pensaron.” Todo está dicho en esas líneas.

»Y eso explica un olvido injusto. El mérito de Hartog es grande. Todo Fustel no se encuentra impreso. Hartog buscó y encontró lo que este hombre meticuloso dejó en sus cajas numeradas, gracias a lo cual (y a la inmensa cultura del autor), todo se ilumina. Sí, dos momentos en esa vida. Antes y después de 1870-1872. Moderado, Fustel es liberal. ¿Cómo hubiera hecho carrera de otro modo? Todo el mundo conoce el papel de la familia y de la religión (pagana) en su sistema de La ciudad antigua, cuyo paradigma se encuentra en las antípodas de nuestra ciudad. Eso fue suficiente para que lo marcaran con el hierro candente del clericalismo. Fustel protestó enérgicamente: “no dejo de comer carne en viernes […] deberían aceptar que un libre pensador tenga el sentido histórico necesario para ver el sentimiento religioso en donde existió.”

»Sí, hasta 1870, Fustel, irreprochable, le presenta sus respetos (los acostumbrados) a la revolución de 1789, por más que en su curso de 1866 diga “que la revolución estaba terminada el 1 de enero de 1789.” La mutación ocurre con la Comuna y la tragedia de la derrota frente a Alemania. Fustel, que no habló alemán nunca, le responde a Mommsen: “Alsacia no es de nosotros, Alsacia está con nosotros”. Fustel vuelve a sus amados estudios, le da la espalda al presente y se lanza con todas sus fuerzas a un combate epistemológico: los textos, todos los textos, leer… y, al final, el hecho, una visión que calca el conocimiento del pasado sobre la manipulación del laboratorio de química. Su feroz objetividad lo corta del presente y, paradójicamente, de los otros sistemas sociales, cuando Fustel es el maravilloso comparatista (arrepentido) de La ciudad antigua. Fustel se acalambra en el gesto de quien pule el cristal de los lentes en un mundo cerrado, estrecho, fraccionado.

»Maurras necesitó mucha inteligencia para descubrir, a partir de los textos incandescentes de La Revue de Deux Mondes (1870-1872), la pasión herida que disimulaba esa parca frialdad. A partir de esos fragmentos, la joven Action Française (1905) se apropió de Fustel y lo consagró como base científica del nacionalismo integral y del patriotismo reconciliador de toda la nación a lo largo de los siglos. Bayet, Bloch, Hauser, Julian protestaron que no era cierto, que Fustel era diferente. Ni modo: Fustel quedó anexado por una derecha dura que decidió que era su maestro.

»¡Lástima que no se publiquen in extenso los tesoros que nos dejó entrever Hartog! Sobre la revolución, ¡qué lucidez! A propósito de la Declaración de los Derechos del 26 de agosto de 1789, leo: “Muy hermosa […] pero totalmente hecha de principios racionales y términos abstractos […] excelente para un pueblo que estuviese enteramente compuesto de metafísicos. ¿Qué tenía de nuevo? Casi nada. La novedad era presentar eso como novedad”. Ya ven, hay que leer.»

[Pierre Chaunu: Un olvido injusto, en Istor, nº 19, invierno de 2004, pp. 177-179]

lunes, 3 de enero de 2022

Textos antiguos sobre el mito de las edades (Hesíodo, Platón, Ovidio, Virgilio, Luciano)

Luciano de Samósata

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Hace unas semanas leíamos en Vasco de Quiroga la alabanza de las sociedades amerindias (y la consecuente crítica a la de los conquistadores), mediante su comparación con la mítica Edad de Oro: «Y cuasi de la misma manera que he hallado que dice Luciano en sus Saturnales que eran los siervos entre aquellas gentes que llaman de oro y edad dorada de los tiempos de los reinos de Saturno, en que parece que había en todo y por todo la misma manera e igualdad, simplicidad, bondad, obediencia, humildad, fiestas, juegos, placeres, beberes, holgares, ocios, desnudez, pobre y menospreciado ajuar, vestir, y calzar y comer, según que la fertilidad de la tierra se lo daba, ofrecía y producía de gracia y cuasi sin trabajo, cuidado ni solicitud suya, que ahora en este Nuevo Mundo parece que hay y se ve en aquestos naturales, con un descuido y menosprecio de todo lo superfluo, con aquel mismo contentamiento y muy grande y libre libertad de las vidas y de los ánimos que gozan aquestos naturales, y con muy gran sosiego de ellos, que parece como que no estén obligados ni sujetos a los casos de fortuna, de puros, prudentes y simplecísimos.»

En distintas culturas y tradiciones encontramos la referencia a un pasado ideal y perfecto (el Edén, las islas de los bienaventurados, la Atlántida, el mismo Númenor…) que por diversas razones se han desvanecido para siempre. Se perciben como la patria ancestral, que se añora, y se deploran las causas, propias y ajenas, inocentes y culpables, que motivaron su perdición. Y de ahí la satisfacción con que en ocasiones se encuentran atisbos o vislumbres de dicha plenitud en el presente de sociedades extrañas, como hizo Quiroga y tantos otros avistadores de paraísos perdidos, en los mares del Sur, por ejemplo. A ello se suma, desde el triunfo de la modernidad, una interesante inversión por la que la sociedad ideal se proyecta voluntariosamente, teleológicamente, hacia el futuro. Lo viene practicando buena parte de Occidente desde hace más de dos siglos, mediante el diseño de cambiantes, contradictorias y efímeras sociedades perfectas: y aquí caben tanto el omnipresente y voluble progresismo como los mundos perfectos totalitarios.

Pero en esta ocasión nos limitaremos a una breve selección de autores griegos y romanos. Hesíodo, en Los trabajos y los días, y Ovidio, en Las metamorfosis, nos presentan dos versiones del mito de las edades de los hombres, que arrancan con la del Oro. Por su parte, Platón en el Político, y Virgilio en las Geórgicas y en la Eneida, contraponen el mundo ideal regido por Saturno, a su mundo real, mucho más atroz, regido por Júpiter. Luciano de Samósata realiza la misma contraposición, pero tomando como punto de partida las tradicionales fiestas saturnales, en las que se pretendía imitar las condiciones de vida durante el reinado de Saturno. Y por supuesto, en su característico tono satírico. Todos estos breves textos nos permiten un acercamiento a lo que se percibía como deseable, pero no factible, en las sociedades humanas de ese tiempo. Es decir, a la utopía. Concluiremos con el conocido remake cervantino, el discurso de Don Quijote a los cabreros, o de las bellotas.


Fantasía, de Walt Disney.

lunes, 20 de diciembre de 2021

Flavio Arriano, Historia de las expediciones de Alejandro

Desconocido de El Fayum

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También conocida como Anábasis de Alejandro. Federico Baráibar y Zumárraga, su traductor, la presentaba así: «Flavio Arriano nació en Nicomedia de Bitinia, donde se educó y fue sacerdote de Ceres y su hija Proserpina, que recibían en aquella ciudad especial culto. Floreció en tiempo de Adriano y de los dos Antoninos, consagrando su existencia a la filosofía, las letras y las magistraturas civiles y militares. Discípulo de Epicteto y partidario de la doctrina estoica, escribió ocho libros de las Disertaciones de aquel filósofo, doce de sus Homilías, una Biografía del mismo y un Manual de su filosofía. Aficionado desde niño a las letras, cultivó con ingenio singular la historia y la geografía, conquistándole su talento honores tan distinguidos como la ciudadanía de Roma y Atenas, el gobierno de la Capadocia y el mismo consulado, y granjeándole la amistad de los hombres más eminentes de su siglo, entre los cuales figuran Plinio el Joven y Luciano de Samosata, que hablan de él con extraordinario aprecio. Sus puestos oficiales le permitieron poner en práctica sus dotes de general y jurisconsulto, de las cuales dejó buena memoria, facilitándole al propio tiempo la composición de algunos trabajos históricos, tales como las Guerras contra los Partos (Παρθικὰ), Contra los Alanos (Ἀλανικὰ), el libro de Táctica (Τέχνη τακτική) y el Periplo del Ponto Euxino (Περίπλους Εὺξείνου Πόντου).

»Estas y otras obras, y el particular y a menudo feliz empeño que puso Arriano en imitar al autor de la Anábasis, le valieron el sobrenombre de nuevo Jenofonte, modelo que siguió constantemente hasta copiarlo con la excesiva nimiedad que es de notar principalmente en la Historia cuya versión ocupa este volumen. El título, la división en siete libros, el dialecto, las formas de la narración, el sobrio empleo de los discursos, la minuciosidad en las descripciones militares y otros pormenores, son idénticos en las Anábasis de ambos escritores; pero al compararlos, resulta claramente la inferioridad de Arriano, a pesar de su innegable mérito. “Su dicción, dice Saint Croix, es menos elegante, y no tiene la gracia de la de su modelo, notándose en ella, no obstante su claridad, la falta de soltura y el amaneramiento casi inevitable en las imitaciones. Arriano es recomendable por el orden y colocación de las palabras, pero su narración no es animada ni dramática como la de Jenofonte. La precisión de Arriano nunca le hace degenerar en oscuro; pero su sencillez es más fruto del arte que de la naturaleza. Si emplea términos nuevos, son siempre inteligibles y no perjudican a la claridad, su principal mérito. Carece de elevación, y cuando deja un instante de imitar y usa una frase enteramente suya, incurre a veces en bajeza. Sin embargo, la lectura de sus obras no cansa ni fatiga.”

»Con esto, y con añadir que el estilo de Arriano es en general sencillo, elegante y templado, sin caer casi nunca en excesos retóricos ni salirse del tono conveniente a la historia, creemos haber dicho lo suficiente para quien desconozca el griego o no quiera molestarse leyendo el original. Las observaciones que pudieran hacerse sobre otros méritos o defectos de su Historia, justamente considerada como la mejor que se ha escrito de Alejandro, amén de ser quizá mera repetición de lo consignado ya en cien libros, están al alcance de los ilustrados lectores. Respecto a nuestra traducción, primera que se imprime en castellano, nos cierra la boca otro orden de consideraciones. Sólo diremos, pues, recomendándonos a la benevolencia del público, que hemos procurado ser fieles al original, sin ceñirnos siempre rigurosamente a su letra para evitar repeticiones y giros que serían insoportables en nuestro idioma. El texto que hemos seguido es el publicado por Fr. Dübner en la Biblioteca griega de Fermín Didot (1877), agregando a la versión las notas absolutamente indispensables para su inteligencia, huyendo del aparato de fácil y pedantesca erudición.»

lunes, 13 de diciembre de 2021

Luciano de Samósata, Cómo ha de escribirse la Historia

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En sus divertidas y embusteras Historias verdaderas, Luciano de Samósata se refiere así a los geógrafos e historiadores de su época: «Ctesias de Cnido, hijo de Ctesíoco, ha escrito de la India y de sus habitantes cosas que no ha visto ni oído. Yámbulo ha referido muchos portentos del Océano en una obra cuya ficción es evidente para todos, pero no desnuda de atractivo. Otros muchos siguiendo igual sistema, han descrito como suyos ciertos viajes y aventuras, donde hablan de animales monstruosos, hombres crueles y rarísimas costumbres (...) Al leer todos estos autores, no los he vituperado agriamente por sus mentiras, considerando que éstas son ya frecuentes en los preciados de filósofos, me ha pasmado en ellos el que hayan creído que no iba a conocerse que no escribían la verdad. Por lo cual yo mismo, deseoso de dejar algo mío a la posteridad, y de no ser el único que no ejercitase el derecho de fingir, me he decidido, a falta de sucesos verdaderos que contar, pues no me ha ocurrido nada digno de mención, a ejercitarme también en una mentira mucho más razonable que la de los demás; pues cuando menos habrá una verdad en mi libro: la confesión de que voy a mentir. Con ella creo eximirme de la acusación que a los otros narradores acabo de hacer. Cuento, pues, cosas que no he visto, aventuras que no me han sucedido y que no he oído que hayan sucedido a nadie, y añado cosas que ni existen ni pueden existir. Los lectores no deberán, por consiguiente, darles el menor crédito.»

Más en serio (relativamente), Luciano de Samósata (125-195) lleva a cabo en la breve obra que presentamos un análisis y crítica severa de ese modo interesado, falto de rigor y poco valioso del trabajo de muchos de los historiadores de su tiempo, que contrapone a las reglas que considera oportunas. Ahora bien, su concepción de la Historia es eminentemente literaria: es una de las Artes (su musa es Clío), y se encuentra a caballo de la retórica y la sofística. Rechaza como vicios capitales la tendencia a la adulación de capitanes y príncipes, a los excesos literarios (trágicos o poéticos), a la pedantería que lleva a explayarse en detalles nimios o meramente geográficos, a la imitación servil de los grandes historiadores… Para él, la historia es ante todo una obra retórica y su valor depende tanto de su forma literaria como de su utilidad práctica y pública de carácter político y moral: «El buen escritor de historia ha de tener dos condiciones esenciales, a saber: grande inteligencia política y vigorosa elocución. La primera no se aprende, es un don natural; la segunda puede adquirirse con mucho ejercicio, asiduo trabajo y gran deseo de imitar a los escritores de la antigüedad. No pueden ser suplidas por el arte, ni necesitan de mis consejos.»

Pero ante todo debe atender a la verdad de los acontecimientos: «El único deber del historiador es narrar con veracidad los hechos. Pero no podrá cumplirlo si teme a Artajerjes, de quien es médico, o espera una túnica de púrpura, un collar de oro o un caballo de Nisea en premio de las lisonjas de su escrito. No harán esto Jenofonte, historiador imparcial, ni Tucídides. Si tiene enemistades particulares, las pospondrá al interés común, y la verdad vencerá al odio, y las faltas se dirán, aunque sean de un amigo. El decir la verdad, repito, es el único deber del historiador, a ella debe posponerse todo cuando de historia se escribe, y única regla, en fin, y única medida exacta es no mirar sólo a los que actualmente nos escuchan, sino a los que, en lo sucesivo, leerán nuestras obras. Así ha de ser el historiador exento de temor, incorruptible, independiente, amigo de la franqueza y de la verdad (...); sin conceder nada a la amistad ni al odio; sin perdonar nada por compasión, vergüenza o respeto; juez imparcial, benévolo con todos, sin excederse para nadie de lo justo; extraño a sus libros, sin rey, sin ley y sin patria, y sin preocuparse de lo que éste o aquél pensará, refiriendo verazmente los hechos.»

Pueden resultar de interés estas viejas reflexiones de este viejo sofista, retórico y satírico sirio-griego-romano, que desde su recuperación en el Renacimiento (lo vimos citado por Vasco de Quiroga la pasada semana), influyó poderosamente en la literatura europea. Quizás se podrían aplicar dichas observaciones a buena parte de los usos y abusos actuales de la vieja Clío: historias de clase, de género, de raza, de nación; supuestas memorias históricas o democráticas; leyendas negras y rosas… Un sinfín de manifestaciones de algo tan antiguo como es el uso de la Historia como instrumento para alcanzar ciertos fines, como herramienta, como propaganda: «El que controla el pasado —decía el eslogan del Partido—, controla también el futuro. El que controla el presente, controla el pasado.»

viernes, 15 de noviembre de 2019

Teofrasto, Caracteres morales


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Discípulo de Aristóteles, Teofrasto (c. 371-288 a. de C.) fue uno de sus principales colaboradores; se hizo cargo de la educación de Nicómaco, el hijo de aquél; a su muerte, recibió por testamento sus libros, y desde entonces regentó el Liceo. En sus obras, perdidas en su mayoría, pero de las que nos quedan numerosos fragmentos y citas de otros autores, Teofrasto se ocupó de los más diversos saberes: lógica, física, historia natural (especialmente la botánica), leyes y política, pedagogía… Nuestro conocido Diógenes Laercio incluye una relación muy extensa de sus títulos, y un puñado de anécdotas: «A uno que en cierto convite no hablaba palabra alguna le dijo: Si tú eres ignorante, obras prudentemente; pero si docto, imprudentemente.» Y también: «Refiérese que preguntado por sus discípulos si les encargaba alguna cosa, respondió que nada tenía que encargarles, sino que la vida humana nos promete falsamente muchas suavidades por adquirir fama y gloria. Nosotros, cuando empezamos a vivir, entonces morimos. No hay cosa más vana e inútil que el amor de la fama. Procurad ser felices. Dejad el estudio de la sabiduría, por ser muy trabajoso, o aplicaos a él en sumo grado, por la mucha gloria que resulta. La vanidad de la vida es mayor que la utilidad. Pero yo ya no estoy para aconsejar lo que debéis hacer; vosotros lo meditaréis… Esto diciendo, expiró.»

La obra que comunicamos es una de las pocas salvadas del naufragio de los tiempos. Muy breve, tras un proemio posiblemente agregado siglos después por un imitador de su estilo, se compone de una treintena de tipos humanos dominados por un vicio característico: falsedad, adulación, locuacidad, rusticidad, lisonja, indolencia, charlatanería, novelería, ruindad, miseria, insolencia, impertinencia, obsequio intempestivo, estupidez, aspereza, superstición, resentimiento injusto, desconfianza, asquerosidad, pesadez, ambición fútil, mezquindad, vanidad, soberbia, timidez, ansia de sobresalir, instrucción tardía y maledicencia. No es una descripción profunda, y mucho menos un análisis filosófico de estos comportamientos. Es posible que la obra, tal como la conocemos, fuera originalmente una mera parte de otra con objetivos más ambiciosos. Guillermo Fraile, en el tomo I de su conocida Historia de la Filosofía, señala lo siguiente: «En su tratado sobre los Caracteres bosqueja treinta tipos un poco caricaturescos, revelando un fino sentido de la observación, junto con un malicioso espíritu para captar el aspecto ridículo de las cosas. Fue un género que tuvo después numerosos imitadores.» Y aquí radica quizás el interés de de este librito: nos acerca a la vida habitual de la gente corriente de hace más de dos mil años, con sus mezquindades, malicias e incoherencias, quizás en el fondo no tan distantes de las de nuestra propia época.

viernes, 11 de mayo de 2018

Homero, La Odisea


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M. I. Finley, en su luminoso El mundo de Odiseo, señalaba cómo las obras atribuidas a Homero «se ocupan de una era desaparecida, y su contenido es inequívocamente antiguo. La Odisea, en particular, abarca un amplio campo de actividades y relaciones humanas: estructura social y vida familiar, realeza, aristócratas y plebeyos, celebración de banquetes, arado de la tierra y cría de cerdos. De estas cosas sabemos algo en lo que se refiere al siglo VII, en el cual parece que fue compuesta la Odisea; pero lo que sabemos y lo que narra la Odisea simplemente no concuerda.» Y más adelante: «Si el historiador determinó que ni la Ilíada ni la Odisea fueron esencialmente contemporáneas a los sucesos que narran, debe examinar después su validez como cuadros del pasado. ¿Hubo alguna vez en Grecia una época en que los hombres vivían como lo describen los poemas (tras de haberlos desnudado de la intervención sobrenatural y de capacidades sobrehumanas)?»

Aparentemente, la acción de ambas obras transcurre en época micénica, pero «nuevamente Homero y la arqueología difieren repentinamente: en conjunto, aquél sabía dónde había florecido la civilización micénica, y sus héroes vivieron en grandes palacios en la Edad del Bronce, desconocidos en los propios días de Homero. Y esto es en realidad todo lo que sabía acerca de los tiempos micénicos, por lo que el catálogo de sus errores es muy extenso. Sus armas se parecen a las de su propio tiempo, totalmente distintas de las micénicas, aunque de manera persistente los arma con el bronce anticuado, y no con hierro. Sus dioses tenían templos, y los micénicos no construyeron ninguno; en cambio construyeron grandes tumbas abovedadas en las cuales sepultaban a sus jefes, mientras que el poeta los incinera. Un pequeño rasgo típico lo proporcionan los carros de combate. Homero había oído hablar de ellos; pero no sabía lo que realmente se hacía con los carros en una guerra. Y así sus héroes normalmente se alejan poco más de un kilómetro en los carros, de sus tiendas de campaña, se apean cuidadosamente de los mismos y luego proceden a combatir a pie. No menos completo es el contraste entre el mundo de los poemas y la sociedad revelada por las tablillas en Lineal B. La existencia misma de las tablillas es decisiva: el mundo homérico no sólo desconocía la escritura o los registros, sino que su sistema social era demasiado sencillo y sus operaciones demasiado limitadas, en escala demasiado pequeña, para que se necesitaran los inventarios o los registros que aparecen en las tablillas. En éstas se han identificado cerca de cien distintas ocupaciones agrícolas e industriales; Homero sólo conocía una docena, poco más o menos, y el porquerizo Eumeo las conserva todas fácilmente en la memoria, junto con el inventario de los rebaños de Odiseo.»

Y después: «Solemos olvidar que Homero no tenía ninguna idea de una edad micénica, ni del súbito rompimiento entre ella y la nueva época que siguió a su destrucción. La edad micénica es un concepto puramente moderno; el poeta creía que estaba cantando al heroico pasado de su propio mundo griego, a un pasado que él reconocía por la transmisión oral de los bardos que lo habían precedido. Las materias primas del poema consistían en las numerosas fórmulas heredadas, y a medida que pasaban a lo largo de las generaciones de bardos, sufrían cambio tras cambio, en parte por acción deliberada los poetas, sea por razones artísticas, sea por consideraciones políticas más prosaicas, y en parte por falta de cuidado y por indiferencia respecto a la veracidad histórica, producidos por los errores que son inevitables en un mundo sin escritura. No hay duda alguna de que hubo un núcleo micénico en la Ilíada y en la Odisea; pero era pequeño, y lo poco que contenía deformado hasta perder el sentido y la posibilidad de reconocimiento. Con frecuencia se contradecía a sí mismo el material, pero esto no era un obstáculo para su empleo.»

Definitivamente, «el mundo de Odiseo no fue la edad micénica, anterior en cinco o seis o siete siglos, pero tampoco fue el mundo del siglo VIII o VII a. C. La lista de exclusiones de instituciones y prácticas de la época es muy larga y significativa: no hay Jonia, no hay dorios de que hablar, no hay armas de hierro, no hay caballería en las escenas de batalla, no hay colonización, no hay mercaderes griegos, no hay comunidades sin reyes. Así pues, si hemos de colocar en el tiempo al mundo de Odiseo, como todo lo que sabemos por el estudio comparativo de la poesía heroica nos dice que debemos hacerlo, los siglos más probables parecen ser el X y el IX. Para entonces ya se había olvidado la catástrofe que acabó con la civilización micénica y se dejó sentir por todo el Mediterráneo oriental. O, antes bien, se había convertido en el “recuerdo” de una ya inexistente edad de héroes, de auténticos héroes griegos. Había comenzado la historia de los griegos como tales. En lo esencial, el cuadro de la sociedad y su sistema de valores que nos ofrecen los poemas es coherente. En algunos lugares, se les adhieren fragmentos anacrónicos, algunos demasiado antiguos y otros, particularmente en la Odisea, demasiado recientes, reflejos del propio tiempo del poeta.»

William Russell Flint

viernes, 13 de abril de 2018

Homero, La Ilíada


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Jacob Burckardt, en su monumental Historia de la cultura griega publicada en el penúltimo y nacionalista y liberal cambio de siglo, escribía: «A todos los pueblos jóvenes les proporciona la poesía mítica la posibilidad de vivir en lo durable y permanente, en la imagen iluminada de la nación; pero especialmente debieron los griegos esta vida a su Homero. Por eso tampoco en ninguna nación tuvo jamás un poeta tal posición entre viejos y jóvenes. Dice hermosamente Plutarco: “Homero solo ha triunfado sobre la variabilidad del gusto de los hombres; es siempre nuevo y de placentera hermosura juvenil” (…) Pero su fuerza se hizo incalculable cuando, de modo reconocido, se convirtió en el principal medio de educación de la nación a partir de la juventud. Los griegos son quizá la única nación culta que ya a los niños les ofrecía una imagen del mundo, éticamente muy libre y ―a diferencia de los libros de Moisés y el Shah Name― teológica y políticamente sin tendencia, contra lo cual Pitágoras, en seguida Jenófanes y (en los dos primeros libros de su República) Platón, más tarde, se levantaron; y así Homero les ha creado, no sólo los dioses, sino esencialmente mantenido o despertado en ellos la libertad humana. Es verdad que además de él se empleaban en la educación de la juventud poesías escogidas; pero La Ilíada y La Odisea eran con mucho las materias principales (…)

»Homero es para los griegos la fuente de las cosas divinas y humanas, en amplio sentido su código religioso, su maestro de guerra, su historia antigua, con la que aun más adelante se enlaza toda historia, y también suele referirse a él toda geografía; es para ellos mucho más de lo que hubiera podido ser un escrito y garantizado canto religioso, Hasta los literatos posteriores de época imperial, incluso hasta muy dentro ya de la época bizantina, llega un continuo estudio sobre él, crítico, estético, arqueológico, lingüístico. Se estudia su manera de designar las cosas y se busca explicar los pasajes oscuros, que no faltan, en lo que, desde luego, cuando no se sabe nada seguro, como Estrabón dice en una ocasión de éstas, se deja a veces obrar libremente a la fantasía. Había gentes que en cuestiones discutidas sólo a él seguían, y el mismo Estrabón encuentra necesario, con ocasión de una cita del catálogo de las naves, subrayar que se debe exponer la realidad, y sólo traer a colación las palabras correspondientes del poeta en cuanto convengan con aquélla; antes había sido su predominio en la educación tan grande, que toda afirmación se la creía confirmada cuando nada contradecía a la tan creída afirmación homérica sobre el asunto.»

Publicamos la atractiva traducción que publicó Luis Segalá y Estalella (1873-1938), también autor de una versión en catalán.

Eric Shanower, ilustración para su monumental Age of Bronze.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Platón, Las Leyes


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Francisco Lisi, inicia su pormenorizado estudio a la obra que nos ocupa de este modo: «Las Leyes son una de las obras más complejas y difíciles del Corpus Platonicum. Su extensión y la diversidad de sus temas, así como el estilo en que están tratados ―con numerosas y extensas digresiones que aparentemente no conducen a ninguna parte― han hecho que algunos intérpretes consideraran que su exposición ordenada constituía de por sí un tema digno de publicación. En efecto, no sólo es el diálogo más extenso de Platón, ya que supera en dos libros a su otro proyecto político, la República, sino el que supone, además, los más exhaustivos estudios: historia, teoría política, educación, códigos penales, sistemas constitucionales, teología, física, medicina, etc. Es el intento más antiguo que ha llegado hasta nosotros de organizar el sistema jurídico de acuerdo con principios racionales. En una palabra, se trata, sin lugar a dudas, de su obra más inmediatamente relacionada con su época y con la realidad social en la que fue escrita. No obstante, a pesar de ser quizás el escrito más significativo del filósofo ateniense, la atención que ha merecido por parte de la investigación no es sino menor. Se la considera una obra inconclusa, contradictoria, de un estilo imperfecto, algo que sostienen incluso aquellos que defienden el valor del diálogo. Es más, existen aún hoy quienes ponen en duda su autenticidad.»

Por su parte, en su clásica Historia de la Filosofía (volumen I. Grecia y Roma), Guillermo Fraile escribe: «En Las Leyes, diálogo de vejez, vuelve Platón a tratar ampliamente el tema político. Es una obra bastante desordenada, en la que se reflejan las experiencias de toda su vida. A sus tristes fracasos de Sicilia se añaden las derrotas de Atenas por Esparta en la guerra del Peloponeso, y después, de Esparta por Tebas en Leutra (371) y Mantinea (362). Platón demuestra un conocimiento exacto no sólo de las constituciones de Atenas, Esparta y Creta, sino de las de otros muchos países, como Egipto y Persia. La inspiración de Las Leyes es en el fondo idéntica a la de la República, pero Platón atenúa su idealismo y se atiene más a la realidad. Al poder personal omnímodo del monarca ideal, cuya razón era una norma flexible superior a la de la ley, sustituye la dictadura de la ley. “Un estado en que la ley depende del capricho del soberano, y por sí misma no tiene fuerza, está a mi juicio muy cerca de su ruina. En cambio, donde la ley es señor sobre los señores, y éstos son sus servidores, allí veo florecer la dicha y prosperidad que los dioses otorgan a los Estados.”

»Platón propone una forma de gobierno mixta, en que se combinan monarquía y democracia. El poder lo ejercen treinta y siete guardianes de la ley, elegidos por voto popular y universal de las cuatro clases de ciudadanos. La edad para ser elegidos es de cincuenta a sesenta años, y permanecerán en sus funciones hasta los setenta. El Consejo de la ciudad constará de trescientos sesenta miembros, de los cuales corresponderán noventa a cada clase social. Platón describe minuciosamente una multitud de funcionarios estatales, encargados de oficios administrativos secundarios (…)

»Describe una ciudad de carácter esencialmente agrario. Deberá estar compuesta por un número de familias no superior a cinco mil cuarenta, cifra que da una división exacta por los cincuenta y nueve primeros números, a cada una de las cuales corresponderá una casa con un lote de tierras indivisible y enajenable (…) Las tierras permanecen como propiedad del Estado, pero su explotación se hará no en común, sino en particular. Los cabezas de familias poseedores de los lotes sólo podrán dejarlos en herencia a uno de sus hijos. Nadie podrá poseer privadamente oro ni plata. La vida económica será esencialmente agrícola; solamente se permitirá el comercio exterior por razones de orden militar o para mantener las buenas relaciones con otras ciudades vecinas.»

Papyrus Oxyrhynchus 23, s. III, fragmento del lib IX de Las Leyes

viernes, 24 de febrero de 2017

Los filósofos presocráticos. Fragmentos y referencias (siglos VI-V a. de C.)

Crónicas de Nuremberg (1493)

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Guillermo Fraile, en el tomo I de su Historia de la Filosofía, los presenta así: «La invasión dórica en el siglo XII obligó a emigrar a los jonios, los cuales buscaron refugio en las costas e islas adyacentes del Asia Menor, fundando numerosas colonias, consolidadas en el siglo VIII por una nueva oleada de emigraciones. En esas colonias (Mileto, Éfeso, Clazomenes, Samos…), en contacto directo con las culturas del Oriente Próximo, nace la Filosofía. La importancia de este período es extraordinaria. El hecho de que la Filosofía griega culmine en los grandes pensadores atenienses del siglo IV ha repercutido sobre los que les anteceden, haciéndoles aparecer con el carácter de precursores. Ciertamente lo son, en cuanto que preparan el advenimiento de las grandes concepciones sistemáticas helenas. Pero tienen por sí mismos un alto valor. Aun cuando Grecia no hubiese llegado a las cumbres de Platón y Aristóteles, solamente las especulaciones de los presocráticos le darían derecho a ocupar un puesto destacado en la historia del pensamiento.

»El siglo y medio que transcurre entre Tales de Mileto y los sofistas constituye un período sumamente rico de vida intelectual. En contraste con la lentitud oriental, el pensamiento heleno sorprende por su brillante rapidez. Apenas comienzan a filosofar los griegos, imprimen a la especulación un impilso y un ritmo desconocido hasta entonces. La Filosofía, recién nacida en las primeras respuestas de los milesios al problema de la Naturaleza, se remonta rápidamente a las audaces concepciones de Heráclito, Parménides, Empédocles, Anaxágoras y los atomistas. El panorama intelectual es muy movido, Las controversias entre los filósofos contribuyen a afinar los conceptos y a crear una verdadera técnica filosófica. Rápidamente van surgiendo los problemas fundamentales, aunque todavía en forma embrionaria e implicados unos en otros. Aparecen también los primeros intentos de solución, aun cuando haya que reconocer que la importancia de los presocráticos consiste más en el hecho mismo de haberse planteado los problemas que en las soluciones concretas que les pudieron ofrecer.

»Los presocráticos elaboran sobre la marcha muchas nociones importantísimas: de ser y de hacerse, de sustancia y accidente, de movimiento y quietud, de naturaleza común y seres particulares, de realidad y de fenómenos, de materia y espacio, de finito e indefinido, de limitado e inlimitado, de tiempo y eternidad, de conocimiento sensitivo e intelectivo, de lleno y vacío, de divisible e indivisible, de número y medida, de identidad y contradicción, de ciencia y de opinión, de causa y efecto, de orden y de ley, de responsabilidad moral y de sanción, etc., etc. También se esbozan claramente las tendencias fundamentales que prevalecerán a lo largo de la Historia del pensamiento: realismo e idealismo, monismo y dualismo, mecanicismo y dinamismo, etc. En este aspecto los presocráticos pueden considerarse como precursores no sólo de Sócrates, sino de toda la Filosofía europea.»

Y más adelante concluye: «Los positivistas del siglo [ante]pasado saludaron con alborozo el acontecimiento del paso del mito a la ciencia, realizado en el suelo de Grecia, y que significaría una manifestación más del milagro helénico. Esto quiere decir que en Grecia, para explicar los fenómenos de la Naturaleza, se habrían sustituido por vez primera los espíritus por causas naturales, y la voluntad arbitraria de los dioses por leyes fijas y necesarias. La expresión tiene un cierto fondo de verdad. Pero es demasiado simplista para ser exacta. El tránsito a la ciencia se realiza en Grecia, pero tampoco de una manera rápida y total. En su primer período la Filosofía conserva todavía en gran parte la forma mitológica y antropológica. Las primeras tentativas de una representación racional del Universos arrastran por mucho tiempo un lastre considerable de mitos y alegorías. En los presocráticos perduran muchos elementos de los antiguos poemas cosmogónicos, mezclados con otros de procedencia órfica, o de una inspiración moral y religiosa muy semejante, como sucede en el pitagorismo y en Empédocles.»


William Russell Flint, The Odissey of Homer, 1924

viernes, 4 de noviembre de 2016

Platón, Critias o la Atlántida, con un fragmento del Timeo

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En su clásica Historia de la cultura griega, Jacob Burckhardt señala que «Platón creía posible la realización de sus utopías. Además de la descripción idealizante de una proto-Atenas, de inspiración egipcia anterior en nueve mil años a la que tenía ante sus ojos [Éste es aquel Ἀτλαντικὸς λογὸς que, según la ficción de Platón, escuchó Solón de los sacerdotes de Heliópolis y Sais, y que luego el mismo Platón quiso edificar magníficamente. No pasó de los preparativos (en el Timeo y en Critias), y abandonó el conjunto como ἔργον άτελές, como la ciudad de Atenas hizo con el templo de Zeus. (Plutarco, Solón, 16, 32)], desarrolló en dos obras extensas el cuadro de un Estado absolutamente perfecto y el de un Estado moderadamente liberal.» Y a continuación analiza estas dos obras capitales: naturalmente la República y De las leyes.

Pero el balance que Burckhardt hace de este esfuerzo platónico por alcanzar la descripción del estado ideal, es descorazonador: inverosimilitud, tendencia a la violencia, «contradicción abierta con la índole del hombre griego.» Y, desde su atalaya decimonónica edificada sobre el concepto de progreso, «otro reproche se le puede hacer: en ninguna de sus dos utopías ha adivinado en lo más mínimo el porvenir o lo ha conjurado (…) ¡Cuán superior le es el gran Tomás Moro, cuya Utopía contiene barruntos que luego en Inglaterra y en Norteamérica se han convertido en realidad o en opinión dominante! El libro de Moro ha surgido bajo la influencia de De las leyes, de Platón, pero la impresión es de juventud vigorosa que reemplaza a la caduca senectud. ¡Y qué papel desempeña Platón con su religión obligatoria, en la que ni él mismo es menester que crea, pensada toda ella con razones de utilidad política, junto a la profunda religiosidad de Moro, basada en la más esperada libertad!» El gran historiador suizo murió en 1897, sin convivir (o conmorir) con el atroz siglo XX y siguiente. Si lo hubiera alcanzado, quizás rectificaría y reconocería el carácter aparentemente premonitorio o más bien impulsor, de tantas utopías devenidas en distopías prácticas.

Un último aspecto. En parte de la historiografía hispánica tradicional se ha querido percibir la Atlántida del mito platónico como derivado del Tartessos protohistórico. Así Adolf Schulten, autor de una obra muy difundida sobre esta cultura, señalaba: «Platón ha descrito la capital de la Atlántida y su comarca con arreglo a Tartessos, y al mismo tiempo proporcionado una imagen poética de la rica y próspera Tartessos, situada en la desembocadura del Guadalquivir.» Manuel Bendala, en la obra colectiva Los orígenes de España, puntualiza: «La crítica actual no admite, en general, estas hipótesis, y se ha reafirmado la idea de que, si alguna civilización histórica subyace en el relato de Platón, o en las fuentes que éste dice haber usado, ha de ser la que tuvo por escenario a Creta durante la Edad del Bronce. Y no cabe duda de que la brillante civilización minoica, sacudida por cataclismos como el que hizo saltar en pedazos buena parte de la isla de Thera, resulta ser un sugestivo paralelo de la Atlántida, que fue condenada por Zeus a desaparecer bajo las aguas tras un cataclismo, para castigar las ambiciones territoriales de sus habitantes.»


Kircher, Mundus subterraneus I (1678), p. 82