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lunes, 5 de agosto de 2024

Fernando Patxot, Las ruinas de mi convento

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Hace un tiempo dedicamos varias entregas de Clásicos de Historia a las conocidas bullangas de Barcelona, en los inicios del triunfo definitivo del liberalismo en España. Comunicamos varias obras de algunos de los autores y testigos de esos acontecimientos (Francisco Raull, Joaquín del Castillo y Mayone, Ramón Xaudaró, Eugenio de Aviraneta y Tomás Bertrán Soler…, así como el pormenorizado estudio posterior de Cayetano Barraquer, que recogió una extensa y variada colección de testimonios y documentos de la época. Pues bien, aportamos ahora una obra que novelizó estos hechos con un éxito en su difusión considerable y persistente, pocos años después de que ocurrieran. Las ruinas de mi convento se publicó en 1851, sin mención del autor quizás como recurso para atribuirla a Manuel, su protagonista, que la narra en primera persona. Si El Señor de Bembibre, de Gil y Carrasco, publicada en 1844 pasa por ser la mejor novela histórica del romanticismo español, la que hoy nos ocupa podría considerarse como una de las más destacadas entre las de tema contemporáneo.

Naturalmente presenta las características y tópicos del romanticismo: exuberancia de sentimientos y emociones, un idílico e inocente amor contrariado, en el que los enamorados se comunican con el lenguaje de las flores que ellos mismos idean, un supuesto intento de suicidio que no es tal, la poderosa presencia de la naturaleza, en ocasiones desatada, la epidemia de fiebre amarilla de 1821 en Barcelona, hasta desembocar en la mayor catástrofe de la novela, la quema de los conventos y la matanza de frailes de 1835, que sin embargo provocará el momentáneo reencuentro de los dos antiguos enamorados, separados tanto años atrás, en el momento de la muerte de ella. Naturalmente, es una novela de ideas, de tesis, que defiende una visión cristiana de la vida con las herramientas que le proporcionan los valores, moda y estética de su tiempo. Puede resultar interesante comparar esta obra con su contemporánea Viaje por Icaria (1841) de Cabet, ejemplo logrado de novela utópica de carácter socialista. La oposición absoluta en lo ideológico no puede ocultar las múltiples coincidencias de planteamientos y actitudes, especialmente en el devenir de sus amores contrariados de sus respectivos protagonistas.

Las ruinas de mi convento fue un rápido éxito editorial: publicada en 1851, se reimprimió en vida del autor en 1856, en 1858 y en 1859. Después, en 1861, 1871, 1874, 1876… y con un ritmo similar prosiguieron las impresiones hasta mediados del siglo XX. Fue inmediatamente traducida al alemán (1852), al francés (1855 y 1857) y al italiano (1857). El interés general que despertó llevó a Fernando Patxot a continuarla en 1856 con Mi claustro: por sor Adela, en la que el protagonismo pasa a la partenaire de la obra original, lo que nos permite observar la misma época y acontecimientos de Las ruinas, desde otro punto de vista. Y en 1858 concluye la trilogía con Las delicias del claustro y mis últimos momentos en su seno, en la que se continúa la vida de Manuel, su inicial protagonista, Tras la matanza de frailes de 1835, su encierro en la Ciudadela de Barcelona le permite narrar el asalto y asesinato de los prisioneros carlistas. Hay además varias digresiones históricas, abundantes aventuras, y un último refugio en Montserrat. Estas dos continuaciones también gozaron de considerable fama, y fueron habitualmente editadas de forma conjunta.

Fernando Patxot nació accidentalmente en Mahón en 1812 como consecuencia de la guerra de la Independencia. Pronto su familia regresó a Barcelona, de donde procedía. Durante su infancia y juventud en esta ciudad pudo observar y sufrir acontecimientos que luego incluirá en la obra que comunicamos. Abogado, fue ante todo un prolífico escritor y periodista, especialmente interesado en la historia de España, a la que dedicó numerosas y extensas obras: Las glorias nacionales. Grande historia universal de todos los reinos, provincias, islas y colonias de la monarquía española desde los tiempos primitivos hasta el año de 1852 (6 tomos), Anales de España desde sus orígenes hasta el tiempo presente (10 tomos), y muchas otras más. Fundó y dirigió el periódico barcelonés El Telégrafo, aunque brevemente, ya que tras padecer algunos fracasos económicos y ciertas desgracias familiares, murió —intencionada o accidentalmente— en agosto de 1859, todavía joven.

Fue un nacionalista español, aunque defensor de la periferia, en sintonía en este sentido con el pensamiento de Balmes. Concluimos con este párrafo del prólogo de sus Anales: «Doloroso es ver que los hombres dedicados a historiar las glorias y los desastres de un pueblo grande no hayan sabido despojarse de los hábitos de provincialismo, elevarse en el pensamiento, recorrer con una mirada la península, y convencerse de que no en vano nuestros príncipes, al juntar en uno los más poderosos reinos de nuestra patria, ya no se llamaron señores de Aragón, Navarra, León o Castilla solamente, sino reyes de España. Pero, así como en la Gaceta no se ven otras armas de España que los leones y los castillos, y al salir triunfante el honor nacional defendido con sangre española, no se mienta comúnmente la España, sino los pendones castellanos; y al hablarse en la Guía nacional de nuestros antiguos reyes, hasta los de Aragón y los de Navarra son reputados indignos de estar en lista: de la misma manera que esto pasa en el centro de la península por un efecto de las pequeñeces humanas, no de otra suerte para nuestros historiadores generales Castilla es España. Las equivocaciones, los errores, los descuidos, no son lunares como no recaigan en cosas de Castilla.»

La fiebre amarilla. Grabado de Nicolas-Eustache Maurin

lunes, 24 de junio de 2024

Conde de Robres, Historia de las guerras civiles de España desde 1700 hasta 1708

Armas del autor

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Agustín López de Mendoza y Pons (1662-1721), marqués de Vilanant, conde de Robres y de Montagut, y señor de Sangarrén y de otras baronías aragonesas y catalanas, de ilustres ascendientes y descendientes (entre ellos el famoso conde de Aranda), ha nacido en Barcelona, aunque se identifica repetidas veces como aragonés en la obra que presentamos esta semana. Ha vivido con preocupación la división creciente, con tomas de postura enfrentadas, que se genera con la problemática sucesión de Carlos II: «Y respondiendo a las sátiras con otras sátiras que también eran reciprocadas con igual amargura, se empezó ya desde este tiempo a encenderse una guerra civil de plumas, que debía ser preliminar de otra más sangrienta. Estas consecuencias las conocían los que menos penetraban, con que fue tanto más de extrañar que los ministros en vez de atajarlas las fomentasen.»

Y la guerra llega, y teme «que faltando a la posteridad una verdadera relación de las causas y progresos de tan gran mal, falte también la instrucción conveniente para evitarle en adelante.» Pero «es peligroso desplegar al público con la pluma la verdad, porque se ha hecho ya carácter de entrambos partidos el esforzar la mentira, y fuera de eso, dominando enteramente a la razón la voluntad, nos vemos miserablemente reducidos en un caos por todas partes inaccesible… Por eso desearía poder trasmitir a mis sucesores una Historia de nuestra infelice era, que reservada en lo muy secreto de una gaveta, pudiese en tiempos menos peligrosos aprovecharles, y al público.» 

Las Memorias para la historia de las guerras civiles de España permanecerán inéditas hasta su publicación en Zaragoza en 1882. Resulta una obra sorprendente en muchos sentidos, pero principalmente por su independencia de criterio: aunque el conde de Robres optó por los Borbones en lugar de los Austrias, mantiene un patente esfuerzo en pro de la imparcialidad al narrar acontecimientos y enjuiciar personajes de la guerra de sucesión. Se documenta, en la medida de lo posible, respecto a los diferentes derechos dinásticos de los competidores por el trono. Compara, con perspicacia, las semejanzas y diferencias del proceso homogeneizador de la monarquía por parte de Felipe V, con el fenómeno paralelo que está teniendo lugar en Gran Bretaña (a la que denomina así). Critica y deplora, en fin, los decretos de nueva planta para Aragón y Valencia, consecuencia de la Batalla de Almansa...

José María Iñurritegui, inicia así su estudio de Las Memorias del Conde de Robres: la nueva planta y la narrativa de la guerra civil: «En las entrañas de la traumática contienda civil del amanecer del Setecientos hispano el Conde de Robres, Agustín López de Mendoza y Pons, encuentra el momento adecuado para el sutil y delicado cultivo de la memoria histórica. La participación política activa de un noble aragonés de filiación borbónica en el certamen sucesorio desemboca en la primavera de 1708 en la composición de unas atípicas Memorias que elocuentemente se dicen para servir a la historia de las guerras civiles de España. La propia operatividad pretendida por el autor para su texto, y la profunda reformulación del sentido moral y político del valor didáctico de la historia que destila, convierten esas páginas en una pieza ciertamente singular en el complejo panorama de la narrativa de la guerra civil. Frente al uso político común de la historiografía en el turbulento teatro de la confrontación dinástica y civil, la glosa laudatoria de las glorias del monarca, las Memorias asumían ya por principio el inusual empeño de arrojar luz y levantar acta sobre las causas de fondo que motivan el desastre del encuentro doméstico. Apegadas en todo momento a la más pura y feroz dimensión civil del combate y a su más honda esencia política, siempre fieles al preciso estímulo al que responde la opción misma de la escritura, las Memorias forjan sobre esa peculiar mirada una acusada personalidad narrativa y política con novedades de subido valor en su género y en su contexto.»

Archivo Histórico Provincial de Zaragoza

lunes, 22 de enero de 2024

Francisco Cambó, Un catalanismo de orden; textos 1907-1937

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Se puede considerar a Francisco Cambó (1876-1947) como el principal colaborador y sucesor de Enric Prat de la Riba, el primero de los patriarcas del nacionalismo catalán que ocupó una importante parcela de poder al ser nombrado presidente de la Diputación Provincial de Barcelona y de la Mancomunidad catalana. A su muerte en 1917, Cambó se convirtió en el máximo dirigente de la Lliga Regionalista (luego Catalana), fuerza política conservadora, dominante hasta que fue desplazada por Esquerra Republicana en la Segunda República.

Pero su protagonismo era anterior: en 1906 jugó un papel decisivo en la creación de Solidaridat Catalana, la efímera coalición de partidos tan opuestos entre sí como los carlistas, los republicanos, los integristas, además de los catalanistas. Su triunfo en las elecciones del año siguiente llevó a Cambó al Congreso de los Diputados, desde donde su creciente influencia contribuyó a la expansión de la Lliga y a la creación de la Mancomunidad de Cataluña y, más tarde, a su nombramiento como ministro en dos ocasiones.

Cambó fue en su tiempo el máximo representante de un catalanismo conservador que rechazaba el separatismo, preocupado por la economía y por el orden público, en los años de los eufemísticamente llamados problemas sociales. Fue un catalanista de orden, lo que a veces ha llevado a aplicarle el calificativo de moderado. Y desde el punto de vista ideológico no lo fue en absoluto, sino un nacionalista estricto: «Ante una afirmación nacionalista, las opiniones callan y hablan únicamente los sentimientos. El nacionalismo no se discute, no se analiza; se repudia o se ama... es un hecho, es una realidad, más fuerte y más sólida que una montaña, y ante esa realidad no caben más que dos caminos: o aceptarla como cosa fatal, como cosa santa, como son santas todas las cosas vivas, o considerarla como una monstruosidad, como un pecado, combatirla sin compasión, combatirla con todo el ímpetu, con toda la intensidad del odio, y mirar si se puede acabar con ella.»

La personalidad nacional catalana (para la que luego acuñará la expresión del hecho diferencial) existe desde hace milenios, y se entronca con la etnia ibérica. Y si el nacionalismo crea este pueblo catalán idealizado, abstracto, necesita asimismo crear el antagonista perfecto: un pueblo castellano igualmente abstracto siempre obsesionado por asimilar al pueblo catalán. Contra asimilistas y contra separatistas, ambos considerados extremistas, Cambó exige una autonomía política total, integral, aunque dentro de España, que tenga la capacidad de influir en la marcha del conjunto, de la España grande.

Cambó es nacionalista, conservador, de orden… pero también oportunista. Supo reaccionar y adaptarse a las cambiantes circunstancias históricas: de la petición de la descentralización administrativa, a la defensa de la autonomía política total; del enfrentamiento a la colaboración; de promover una ruptura del régimen político (1917), a ser nombrado ministro al año siguiente… La variación de estas circunstancias durante la Segunda República le llevarán a constituir el Frente Catalá d’Ordre para las elecciones de febrero de 1936, y su derrota, junto con los desmanes de la primavera trágica, le conducirán a apoyar la sublevación militar, como hicieron también otros muchos liberales, republicanos, y también nacionalistas vascos y catalanes.

Una cosa más. Puede resultar de interés (y quizás de actualidad) algunas reflexiones que Cambó hace sobre los revolucionarios y sublevados de octubre de 1934. Su opinión sobre Companys y Esquerra no puede ser más dura: «El 6 de octubre es la primera locura en la que Cataluña ha quedado en ridículo; ¡y eso es lo que Cataluña no puede perdonar! El 6 de octubre es una cosa tan vergonzosa que no me explico, si no es por debilidad, cómo hombres respetables puedan asociarse a una campaña en la que se defiende esta fecha. El 6 de octubre es un movimiento revolucionario único en la historia; es un movimiento revolucionario que concluye en el momento exacto en que comienza la violencia. ¿Para qué los fusiles, las armas, las municiones, si habían hecho la reserva mental de no utilizarlos?»

Y sobre la amnistía con la que ya se cuenta un mes escaso después, en una intervención parlamentaria del 5 de noviembre de ese año (no incluida en esta selección de textos) afirma: «Yo pediría a todos los Sres. Diputados que nos comprometiéramos a que el día en que se discuta la reforma constitucional se establezca en ella un precepto que dificulte la concesión de la amnistía en España para los delitos que se llaman políticos y sociales... Recordad, Sres. Diputados y señores del Gobierno, que en menos de cuatro años se han dado tres amnistías generales. ¿Creéis, Sres. Diputados, que cualquier pena que no sea la de muerte —que todos hemos de tener interés en que no se prodigue— tiene ejemplaridad alguna? Si todos los que están hoy encausados y tienen la convicción de que no se les ha de aplicar la pena de muerte, están convencidos de que los años de presidio que se les impongan no han de tener efectividad alguna, porque regirán las mismas normas que han regido en los últimos años, y a los ocho, diez o doce meses se verán amnistiados, entonces el espíritu de justicia habrá desaparecido en el animo de los legisladores... La legislación española, en realidad, es una legislación que consagra el más absoluto impunismo.»

¿Resulta o no aplicable esta reflexión al momento presente?

Asistentes a la conferencia de Cambó en San Sebastián, el 15 de abril de 1917.

lunes, 27 de noviembre de 2023

Pere M. Rossell, La Raza

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Pere Màrtir Rossell i Vilà (1882-1933) fue un destacado veterinario natural de Olot, con una dilatada carrera profesional en el primer tercio del siglo XX; director de la Escuela de Agricultura y del Zoológico de Barcelona, publicó numerosos libros y artículos sobre zootecnia, en catalán, en castellano y en otras lenguas. Pero también fue desde su juventud un acérrimo nacionalista catalán, con obras como Diferències entre catalans i castellans: les mentalitats específiques (1917), Las razas animales en relación con la etnología de Cataluña (1930), Organització de la defensa interior (1931), y numerosos artículos. Pero no sólo fue un intelectual: su compromiso le llevó a afiliarse a Estat Català, el partido de Macià, y luego a Esquerra Republicana de Cataluña, con la que obtuvo un escaño en el Parlamento de Cataluña, tras las sorprendentes elecciones de 1932.

Como los principales forjadores del catalanismo político, Rossell es racista; pero quizás influido por su labor profesional, se adentra con decisión en el campo del mal llamado racismo científico, muy difundido entre un sector radical de la intelectualidad europea y europeizada. Ahora bien, como su racismo es consecuencia de su nacionalismo catalán, no le sirven buena parte de los planteamientos de los expertos consagrados (de los que incluimos algunas pinceladas en la última entrega de Clásicos de Historia). Y así, publicará en 1930 su obra más ambiciosa, la que hoy comunicamos: un exhaustivo análisis de lo que él entiende por raza. Como en tantas pseudo-ciencias, ideologías políticas o sociales, y supersticiones varias, parte de una creencia (aunque no la considera tal): las razas surgieron en la prehistoria por la acción del medio ambiente, y se mantienen perennes, inalterables, incomunicables. Esta verdad se proclama como evidente e irrebatible, lo que hace superflua cualquier demostración.

A partir de ahí funda su raciología o ciencia de las razas, como síntesis realizada desde todas las ciencias…, y desvela el papel decisivo que en todas ellas han jugado siempre las razas. Pero éstas no se diferencian entre sí tanto por sus características morfológicas (aunque también), sino por su mentalidad propia y exclusiva; ésta es la aportación innovadora de Rossell: «Los múltiples aspectos que pueden revestir las actividades de una raza, la filosofía, la ciencia, el arte, la literatura, la economía, la vida social, todas y cada una de las manifestaciones humanas, están presididas por una idea básica, que es la mentalidad. Una manera especial de cultivar la tierra supone igualmente una literatura determinada. Dentro de una misma raza, la unidad mental abarca todas las disciplinas, y está presente en cada una de sus obras. Una vez establecida la mentalidad, es inalterable.»

Pero existen unas calamidades que destruyen la supuesta feliz coexistencia separada de las razas: el imperialismo, auténtico motor de la historia, que supone la conquista de unas razas por otras, la existencia de razas dominadoras y razas dominadas. Pero mucho peor es el mestizaje, la mezcla de razas: «Los elementos extraños que se reproducen dentro de una raza, con la consiguiente mezcla de características, causan alteraciones profundas que tardan en desaparecer por lo menos cuatro generaciones. Las consecuencias se agravan cuando la reproducción se practica entre individuos ya mezclados: entonces el estado de desorden somático puede prolongarse indefinidamente, si los sujetos mezclados reciben nuevas aportaciones de elementos perturbadores.»

Pero esta llamativa construcción que se quiere científica a veces hace sospechar al lector de la existencia de un curioso trampantojo: las características de las razas son aquellas que el autor puede aplicar a la raza catalana; son calamidades las que puede percibir en la raza catalana; las razas decaen al modo de la decadencia catalana, y se recuperan, naturalmente, como en la Renaixença… La enorme estructura raciológica que ha levantado parece tener un objetivo mucho más concreto y práctico que finalmente se desvela: justificar el nacionalismo catalán. Veamos algunos párrafos de la obra.

«El área geográfica de la raza catalana ocupa el Limousin, parte de Guyena y Gascuña, el condado de Foix, el Languedoc, Auvernia, Provenza, Condado de Venaissin, Condado de Niza, Rosellón, el Principado o Cataluña estricta, Andorra, zona pirenaica y parte del Bajo Aragón, Valencia, una parte de Murcia y las Baleares. Llamar al conjunto de todos estos pueblos con el nombre genérico de raza catalana se debe al hecho de que entre todos sus componentes la región del Principado es la que se ha diferenciado más persistentemente, la que presenta más homogeneidad entre todos, la más irreductible a las influencias exóticas, y por último, la que ha creado una cultura propia en los últimos períodos ya muy evolucionados de la prehistoria, lo que se repite en la edad media; además, modernamente ha sido la primera en renacer.»

«El núcleo racial catalán, y con él la mayoría de las otras fracciones de la raza, se pueden considerar establecidos en el solutrense. La mentalidad surgiría y se fijaría entre el final del musteriense y las últimas etapas del solutrense, período que habría durado aproximadamente 50.000 años.» «Las razas vecinas de la catalana son la cantábrica, la francesa, la ligúrica, la almeriense o andaluza y la española. Las diferencias culturales entre estas razas a lo largo de la prehistoria y de la historia son grandes y persistentes. (…) Y así la mentalidad específica de la raza catalana se explica únicamente por haber existido en el paleolítico superior una raza cuya mentalidad ya estaba definitivamente formada, y suficientemente fuerte para así neutralizar y absorber a los que les invadían.»

La aplicación de sus estrictos principios raciales llevan a Rossell a reivindicar la catalanidad de Frédéric Mistral, Joaquín Costa, y Ramón y Cajal, aunque ninguno haya nacido en Cataluña, y en cambio negársela a Albéniz y a Granados,  nacidos en Cataluña pero españoles, y a Manolo Hugué por mestizo. Más curioso es el caso de Fortuny, hijo y nieto de catalanes, pero en el que percibe la presencia de un atavismo salido a flote desde un lejano antepasado, que le hace español. «No sabemos qué gloria puede proporcionar a una raza la producción de sujetos cuyas obras, extrañas a la mentalidad autóctona, sean al contrario en espíritu, plasmación y técnica, propias de otra raza. La raza catalana en este caso ha hecho simplemente el papel de nodriza, y toda su gloria sería la que corresponde a la nodriza de un gran hombre. El caso de Fortuny enseña que un mínimo de sangre extranjera que se infiltre en una raza, puede ser una perturbación o una servidumbre que a la larga se paga.»

¿Y merece la pena leer este libro, con frecuencia farragoso y repetitivo, y otras veces contradictorio? ¿Este descabellado monumento encaminado a sumergir a las personas reales en unas supuestas razas, meras construcciones imaginarias e irreales, pero que dictan con talante totalitario la conducta del individuo, cuáles son las costumbres, las acciones, las preferencias, los sentimientos, las creencias, las diversiones propias de su raza? En último término, quién es un buen catalán y quien es un mal catalán (o español, o francés...) Pienso que sí, ya que conviene tomar como aviso los monstruos que produce el sueño de la razón.

Buena parte de los planteamientos de este racismo científico siguen hoy plenamente activos, por ejemplo, la preocupación por determinar quién es catalán en este foro, al que también corresponde este otro hilo. Y del mismo modo está hoy bien vigente el uso de argumentos cientifistas que revisten con una apariencia de rigor epistemológico lo que con frecuencia no son más que elucubraciones y consejos de calendario. Para muchos hoy, como en La Raza, no todos merecen la misma valoración y respeto, sino que ambas dependen de la pertenencia o proximidad a ciertos grupos o creencias. Rossell reinterpretó el mundo y su historia a partir de sus fantasías zoológicas y nacionalistas. Creó una humanidad ficticia regida con mano de hierro por la ley de las razas. Muchos ideólogos han creado y crean humanidades paralelas regidas por principios tan vaporosos como el de nuestro autor: la clase, el género, el progreso... El problema es que detrás de ellos marchan políticos voluntaristas dispuestos a tender a la sociedad en el lecho de Procusto.

Macià y Companys en las elecciones al Parlamento de Cataluña en 1932.

lunes, 16 de octubre de 2023

Cayetano Barraquer, Quema de conventos y matanza de frailes en la Barcelona de 1835

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Volvemos otra vez a la premonitoria noche de los cristales rotos barcelonesa del 25 de julio de 1835, en la que son asesinados dieciséis monjes (y un par de víctimas colaterales), heridos un número indeterminado (varios morirán en las siguientes semanas), expulsados todos los regulares de sus conventos, encerrados para su seguridad en los fuertes de Atarazanas, Ciudadela y Montjuich. Los conventos son atacados y saqueados, varios son incendiados, y todos ellos son incautados por el gobierno nacional, que procederá a darles un nuevo uso o los venderá entre sus simpatizantes. El fenómeno se reproduce de forma más o menos violenta en toda España, y muchos frailes marcharán al extranjero para poder continuar su forma de vida, como hizo Rosendo Salvado, del que en su día reproducimos el meritorio libro en el que recoge su experiencia en Australia. Otros se incorporarán al clero secular, y otros, en fin, quedarán reducidos a la patética figura que pinta Antonio Gil de Zárate en Los españoles pintados por sí mismos.

En esta ocasión reproducimos la parte que dedicó a este suceso el clérigo, abogado e historiador Cayetano Barraquer (1839-1922) en su exhaustiva obra Los religiosos en Cataluña durante la primera mitad del siglo XIX, publicada en 1915. Su trabajo resulta innovador y en cierto sentido revolucionario, ya que es un excelente ejemplo, avant la lettre, de lo que después se llamará historia oral y memoria histórica. Y lo es con sus virtudes y sus defectos. El autor entrevista desde 1880 a varios centenares de testigos de los hechos, gente común y corriente: exclaustrados y sus vecinos, milicianos y militares, artesanos y comerciantes… víctimas, victimarios y espectadores. Con este ingente testimonio busca reconstruir al detalle los acontecimientos de esa tremenda noche, y las múltiples y diversas reacciones a que dan lugar. El resultado se confronta con la documentación oficial que generó, tanto la hecha pública con inmediatez como la que permaneció inédita en los archivos del Ayuntamiento, la provincia, el gobierno civil y militar, etc. Asimismo, con el eco que produjeron en los periódicos, y con la interpretación que se hizo de ellos a través de libros y folletos, mayoritariamente en favor de los revolucionarios. De estos últimos hemos comunicado recientemente, entre otros, los de Castillo y Mayone, y Francisco Raull.

El resultado es atractivo y detallista, por más que a veces se nos muestre excesivamente premioso y reiterativo. A pesar del innegable tinte que el paso de los años extiende sobre los recuerdos ―les afectan los acontecimientos posteriores―, se nos muestran suficientemente diversos y expresan autenticidad. La obra pone de relieve el carácter premeditado de esta bullanga, preparada y llevada a cabo con carácter de maniobra política entre los diferentes grupos liberales que compiten por el poder a nivel local y nacional. Subraya el escaso número de incendiarios y asesinos, organizados y hasta cierto punto dirigidos por políticos, la tolerancia casi absoluta de las autoridades durante la noche, y una indiferencia que más bien parece apoyo de un amplio sector de los ciudadanos. Y en paralelo las meritorias acciones de otro sector que protege y esconde a los perseguidos, entre los que paradójicamente, encontramos a algunos de los incitadores y apologistas de la quema, como Xaudaró y Raull. Especialmente significativa es la ausencia de cualquier tipo de persecución a los autores de los asesinatos, de los incendios y del saqueo.

Resultan muy expresivos los argumentos del auditor de guerra José Bertrán y Ros encargado de informar al respecto: «personas de recomendable conducta, amantes del buen orden y respetuosas de las leyes permanecieron tranquilas espectadoras del incendio de los conventos y del abandono de ellos por los religiosos que los ocupaban, y aunque detestaron el medio anárquico y espantoso con que esto se verificó, a par de los excesos a que un corto número se lanzaron con oprobio de la civilización y cultura de esta capital, no vieron sin embargo en semejantes hechos aislados, otra cosa que un efecto necesario de la exaltación de las pasiones imprescindibles en tales actos... No menos ha dimanado de la misma causa el que los habitantes pacíficos y honrados, a pesar de haber concebido la más alta indignación por la ofensa hecha a las leyes y por los excesos cometidos contra el orden público y la humanidad, hayan acogido favorablemente sus resultados, y desearan que se corriese un velo impenetrable que ocultare para siempre el modo con que llegaron a realizarse. Bajo estos datos se comprende esta evidencia que la ordenada formación de causa produciría un descontento general en este numeroso vecindario…»

Hubo, por tanto, una determinación clara para eliminar no ya cualquier tipo de responsabilidad por los crímenes cometidos, sino el previo conocimiento oficial de los hechos cometidos. Es como si no hubieran ocurrido, aunque su resultado se mantiene: la disolución de las órdenes religiosas, y la incautación de todas sus propiedades y derechos por parte del Estado. Naturalmente, lejos de pacificar los espíritus, esta actitud condescendiente con el delincuente y sus promotores llevó a que los diferentes grupos liberales que competían duramente por el poder, acudieran repetidamente a medios similares: son las sucesivas bullangas que alteran largamente el día a día de Barcelona durante varios años con una penosa sucesión de alborotos, muertes y destrucciones. Y algaradas semejantes se dan por toda España durante mucho tiempo. Todo esto ocurrió hace casi doscientos años; ¿hay ciertas semejanzas con fenómenos actuales?

lunes, 25 de septiembre de 2023

Francisco Raull, Historia de la conmoción de Barcelona en la noche del 25 al 26 de julio de 1835: causas que la produjeron y sus efectos hasta el día de esta publicación

Bartolomé Domínguez, Un desconocido

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Continuamos una semana más con las bullangas de Barcelona que caracterizan, junto con las de otras ciudades, la guerra civil y las maniobras de la Corte y los políticos, el establecimiento definitivo del régimen liberal en España. Pero nos vamos a centrar en esta ocasión en la primera, la de la quema de conventos y matanza de frailes, que le da un característico tono anticlerical (o anticatólico), de larga persistencia en la historia posterior. Acudimos a la obra que publicó en el mismo año de 1835 Francisco Raull, que había sido alcalde constitucional durante el Trienio liberal, exiliado posteriormente, y a la sazón principal responsable del periódico El propagador de la libertad. Naturalmente, es una obra sesgada, que enfoca los acontecimiento desde un riguroso planteamiento progresista, y atendiendo a los intereses coyunturales de su cuerda política.

Así, explica los acontecimientos de la noche del 25 al 26 de julio por la falta de talante revolucionario de los gobernantes de Madrid y Barcelona, por la persistencia del dominio de las clases privilegiadas, y por la diversidad territorial de jurisdicciones y administraciones, «cuando la España no debe formar más que un solo estado, un solo territorio, un solo Todo, gobernado por los mismos principios y las mismas leyes.» Luego, describe los ataques e incendios a los conventos y la muerte de religiosos como hechos fortuitos e inevitables: «el odio había pasado de raya y más se embraveciera cuanto mayor fuera el esfuerzo para contenerle.»

Procura asimismo enjalbegar a los mismos incendiarios: no hubo pillaje, fueron diligentes y prudentes, puesto que desistieron de quemar algunos conventos por el peligro de que el fuego se extendiera a las casas colindantes, y «ningún convento de monjas sufrió el menor ataque, ningún clérigo un insulto, ni ninguna fea maldad, que ordinariamente acompañan a semejantes conmociones nocturnas, se cometió en aquella espantosa noche.» En cambio, en el seminario «defendiéronse los frailes haciendo fuego, e hiriendo a algunos hicieron volver las espaldas a los demás.» ¡Qué desfachatez! Respecto a los frailes muertos, lo fueron no se sabe cómo, parece que por accidente: todo lo que dice es: «pereciendo unos cuantos en medio de la confusión y del trastorno.»

Raull justifica la inacción de las autoridades por las circunstancias, critica las medidas de autoridad posteriores, y responsabiliza del linchamiento del general Bassa a la imprudencia de la propia víctima. Naturalmente, se subleva ante el incendio de la fábrica de Bonaplata, y considera de justicia que se indemnice a su propietario… Y concluye la obra felicitándose por el establecimiento de la Junta de Autoridades (de la que forma parte nuestro conocido Xaudaró), y la elección indirecta de la Junta Auxiliar, y recomendando «que el Pueblo adquiera la convicción de que la Junta vela sin cesar sobre los altos destinos de la Patria.»

El talante anticlerical del autor es patente: por aquellos días escribió en El propagador: «De varios puntos del Principado recibimos semanalmente avisos de la perniciosa influencia de parte del clero sobre la clase proletaria, a la que seduce con sus sermones para que vaya a engrosar las filas de los facciosos, suponiendo que la religión está perdida si todos los cristianos no toman las armas para defenderla (…) Esto era consecuente atendida la poca instrucción de los pueblos de la montaña, su fanatismo inveterado, la falta de trabajo, el no haber experimentado los labradores ningún beneficio material desde que se proclamó el Estatuto; y sobre todo nos convencimos de que sucedería lo que está pasando luego que tuvimos conocimiento de la medida imprudente, antipolítica e inconcebible de permitir que los frailes a quienes se había echado a hierro y fuego de los conventos se diseminasen por todo el Principado irritados como debían estarlo y a pesar del proverbio bien sabido de que el fraile no perdona.» (Cuaderno VII, julio de 1835).

El abogado Francisco Raull (1788-1861) fue uno de los personajes destacados de la Barcelona isabelina. Con motivo de la campaña en su contra que se llevó a cabo en El Republicano, acusándole de aceptar sobornos, de imponer honorarios excesivos y otras corrupciones, su hijo Carlos publicó Calumnia y vindicación (Barcelona 1842), en la que sintetiza y ensalza la trayectoria de su padre: «Desde el momento en que mi padre abrazó la causa de la libertad, ha sido uno de sus más constantes defensores. Innumerables testigos de ello existen en todos los países a que la contra-revolución y las reacciones le han conducido: ni un momento de vacilación en sus ideas ha experimentado en toda su vida política: y nadie será capaz de presentarle un documento legítimo que pruebe lo contrario; pero como la calumnia en los artículos transcritos ha llegado a un grado a que no era creíble pudiese alcanzar la perversidad humana (…)

»Otro comprobante hay aun: desde que mi padre vino de emigrado se le ha honrado en esta ciudad con los destinos de capitán de la 5.ª compañía del batallón 15.° de M. N.; con el de primer comandante del de Artillería; con el de Síndico procurador del Común; con el de vocal auxiliar de la Junta de gobierno de esta provincia en 1840 y actualmente es vocal secretario de la Junta protectora de la escuela de ciegos: verdad es que el haber sido alcalde constitucional en 1823 le valió diez años de emigración en Francia y los demás honores después de su regreso, un año de destierro en Canarias y dos de ausencia por estar perseguido por el Barón de Meer; pero mi padre lo sufrió todo con resignación por ser en defensa de la patria y de la libertad; ¿y qué padecimientos habrá sufrido por ella el detractor de mi padre? ¿y qué empleos de elección popular ha obtenido nunca él que se complace en desacreditarle? Hace bien en ocultar su nombre para evitar la comparación.»

A esta edición de la Historia de conmoción de Barcelona hemos agregado en Anexo algunos documentos oficiales (como la estadística que elaboró el gobernador civil), algunos testimonios de particulares (jóvenes o niños cuando se produjo la revuelta) que fueron testigos presenciales, a los que se añade el pasaje correspondiente de las Memorias del general Llauder, y tres análisis históricos cercanos a los acontecimientos: la de la importante obra Panorama español, crónica contemporánea (1845, la más imparcial), la de Víctor Balaguer (1851, la más literaturizada y a la vez la más dependiente de Raull), y la de Vicente de la Fuente (1871, la más crítica).

La ciudad se convierte en un mar de llamas (Patxot)

lunes, 11 de septiembre de 2023

Eugenio de Aviraneta y Tomás Bertrán Soler, Mina y los proscriptos deportados en Canarias por abuso de autoridad de los Procónsules de Cataluña

Aviraneta

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Continuamos una semana más con los testimonios de revolucionarios que participaron en distintos grados en los motines de la Barcelona entre 1835 y 1838. Ya hemos visto el de Castillo y Mayone y el de Xaudaró, y hoy agregamos los del todavía famoso (gracias sobre todo al talento literario de su lejano pariente Pío Baroja) conspirador Eugenio de Aviraneta (1792-1872), aunque éste sólo tomó parte en los sucesos de enero de 1836, de forma limitada en las matanzas generalizadas de prisioneros carlistas, y con mayor protagonismo en el subsiguiente pronunciamiento fallido por la Constitución de 1812. De hecho sus escritos se centran más bien en las consecuencias de esta bullanga: su deportación a Canarias y su rompimiento con sus anteriormente socios políticos: Mendizábal, Espoz y Mina… También disponemos ya de voces críticas sobre los motines de Barcelona, como la de Balmes, Pirala o De la Fuente.

Aviraneta se autorretrata así en su Vindicación: «Se me ha echado en cara de que he sido conspirador. Lejos de negarlo, lo he confesado de palabra y por escrito, pues no tenía de qué avergonzarme. Yo conspiré antes y después de la muerte del rey a favor de la libertad y contra Cea Bermúdez, que sólo quería despotismo ilustrado. En aquella época trabajé con pocos, porque a muchos que ocupan hoy altos puestos y que cacarean valor y patriotismo, se les hubiera arrugado el ombligo al solo nombre de conspiración. Conspiré en julio de 1834 contra el Estatuto porque nunca entraron en mis principios los que encerraba aquel documento: he sido y soy consecuente. Conspiré en agosto de 1835 en la cárcel de corte porque estaba preso, el preso desea su libertad, y era sabedor del destino que me preparaban aquellos mismos hombres, que si durmieron tranquilos en sus camas, lo debieron a mi silencio. Yo fui el autor del plan… El año pasado después de los acontecimientos de Málaga, contribuí en Andalucía al restablecimiento del código de 1812 y para que se convocasen las cortes constituyentes. Reunidas, y decretada la constitución vigente, acabó mi carrera de conspirador o de sempiterno revolucionario como se me ha apellidado.» Esto lo escribía en 1837, y aun le quedaba por delante una larga y controvertida carrera...

Ahora bien, las opiniones de sus contemporáneos son variadas, aunque quizás predominan las negativas, independientemente del posicionamiento político de su autor: así el esparterista Flores: «Aviraneta, a quien da la fama, y él más que la fama, donosa celebridad en el arte de conspirar...» En el Suplemento a las Memorias del general Espoz y Mina, a cargo de su viuda Juana María de Vega, se le alude patentemente aunque sin nombrarlo: «Instigados por hombres pertenecientes a sociedades secretas, que unos existían ya en la ciudad, y otros aparecieron en ella en los momentos en que vieron ausente al General en jefe… pero que llegados a ellos el momento de operar, no tuvieron espíritu para presentarse al frente de su obra, como había ya sucedido en otras semejantes y en distintas épocas. Hay cierta clase de hombres de intriga que, si bien tienen ardid para comprometer a incautos, nunca han mostrado capacidad, o sea valor, para arrostrar personalmente los peligros que es preciso correr en los grandes compromisos.»

En la Continuación de la Historia general de España de Lafuente, Valera, Pirala y Borrego escriben: «El otro inspirador de la sociedad Isabelina era un personaje digno de estudio: don Eugenio Aviraneta hallábase dotado de una organización que hacía de su inteligencia una máquina siempre dispuesta a conspirar, hombre cuya inventiva y cuyos recursos no conocían límites en cuanto a organizar trabajos colectivos, salvar dificultades y encontrar salida a los más comprometidos lances; y para completar el cuadro de tan singular figura, debe añadirse que, al mismo tiempo que perpetuo fautor de intrigas, Aviraneta era un hombre de convicciones y además probo.» «Aviraneta reunía todas las cualidades propias de un amaestrado profesor en el arte de las conspiraciones. Fecundo inventor de combinaciones dirigidas a envolver en el misterio los manejos de las sociedades secretas… Aunque revolucionario de oficio, no era Aviraneta partidario de la anarquía, y sólo apelaba a sus efectos como medio de dividir a los adversarios que se proponía desorientar primero para arruinarlos después.» «Consumado maestro en el arte de las conspiraciones… aquel infatigable agente de combinaciones de índole revolucionaria, pero que sabía adaptar al servicio de contrarias ideas e intereses...»

De la Fuente, más ácido, y que suele repartir mandobles a tirios y a troyanos, valora su prisión en Barcelona señalando que «Al pobre D. Eugenio le sucedían chascos pesados en sus conspiraciones, y semejante a D. Quijote, siempre salía apaleado de sus empresas de caballería, concluyendo estas con un folleto de sic vos non vobis, en que declaraba parte de sus proezas mal comprendidas y peor pagadas; y el público se reía de ver a un encantador mordido por su culebra.» «Como dice nuestro célebre dramático Alarcón, en boca del embustero la verdad es sospechosa. Líbreme Dios de calificar de tal a D. Eugenio Aviraneta, que no me gusta usar de semejante calificaciones; pero es lo cierto que los progresistas le han negado toda importancia, que los moderados la rebajan mucho, y los carlistas, admirados de ver cuán sobornable era su gente, cuán tontos sus jefes, y cuánto pícaro sin Dios ni religión había entre los defensores del Altar y el Trono, tampoco se han mostrado dispuestos a creer las revelaciones de Aviraneta.»

En su folleto Vindicación de D. Eugenio Aviraneta de los calumniosos cargos que se le hicieron por la prensa, con motivo de su viaje a Francia en junio de 1837 en comisión del gobierno, y observaciones sobre la guerra civil de España y otros sucesos contemporáneos (Madrid 1838), el autor se refiere fundamentalmente a su actuación de espionaje o conspiración, contra o con los carlistas, en el norte de España y en Francia. Sin embargo alude repetidamente al motín de Barcelona de enero de 1836, y las consecuencias que tuvo para él. Entresacamos estos pasajes para así completar lo que escribió en el folleto Mina y los proscriptos. Resulta interesante comparar ambos, y descubrir diferencias de tono, juicios y valoraciones entre uno y otro.

Mazzini y la Joven Italia

lunes, 4 de septiembre de 2023

Ramón Xaudaró, Bases de una constitución política o Principios fundamentales de un sistema republicano, y otros textos

Casiñol, Retrato de desconocido, 1845

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Anna María García Rovira, en su Ramón Xaudaró, el Marat barcelonés, resume así la trayectoria vital de nuestro protagonista de esta semana: «Aunque posiblemente aspiró a ser un estadista reconocido, la vida de Ramón Xaudaró, republicano confeso avant la lettre, conspirador y revolucionario impenitente, discurrió casi siempre en los márgenes, entre el exilio y la deportación, huyendo precipitada y repetidamente de la persecución policial, hasta que un gesto quijotesco, un exceso de ingenuidad, de ambición, de convicción, o una mezcla de todo ello, le hizo encabezar, a comienzos de mayo de 1837, una bullanga, un levantamiento de jornaleros, de descamisados, que permitió a las autoridades barcelonesas llevarle ante un pelotón de fusilamiento con treinta y cinco años recién cumplidos.»

Sólo en los últimos cinco años de su vida ejerció Ramón Xaudaró y Fábregas (1802-1837) un apreciable protagonismo entre los liberales exaltados, aunque como en tantas ocasiones de extrema agitación política, los revolucionario se devoraron entre sí. Exiliado en Francia, fue brevemente detenido por la policía, pero la revolución de julio lo libertará, y le dará ocasión de redactar y publicar en francés sus Bases de una constitución política o Principios fundamentales de un sistema republicano (1832). Vuelto a España tras la muerte de Fernando VII y el inicio de la guerra civil, se convertirá en una de las cabezas del rechazo tajante a los moderados desde el republicanismo, por un lado con sus colaboraciones en el diario El Catalán de Barcelona, que acabará dirigiendo, y por otro con su activismo en las sucesivas bullangas, de las que deplora sus consecuencias sanguinarias, aunque parece justificarlas por la conducta de sus oponentes políticos.

De resultas de la de enero de 1836, será arrestado y deportado en Cuba, aunque prontamente trasladado a La Coruña. La sargentada de La Granja le devolverá la libertad, y se establecerá en Madrid, ya que Barcelona continúa bajo el estado de sitio. En contacto con los grupos radicales barceloneses y madrileños, articulados en sociedades secretas, Xaudaró continuará su actividad propagandística. Por un lado con la publicación de su Manifiesto de las injustas vejaciones sufridas por D. Ramón Xaudaró, y por otro con la redacción del periódico El Corsario que, en sus tres meses de existencia, agudizará su enfrentamiento con los liberales progresistas del gobierno, presidido por José María Calatrava. En diciembre, quizás a consecuencia de las denuncias en las Cortes de la actuación de las sociedades secretas radicales, Xaudaró suspende la publicación del diario, y regresa a Barcelona. Allí continúa su activismo: su participación en el pronunciamiento fallido del 4 de mayo le conducirá al paredón, posiblemente con propósitos ejemplarizantes.

En su breve carrera revolucionaria Xaudaró fue un personaje odiado por sus contrarios, tanto carlistas como liberados moderados y progresistas. Pero asimismo fue controvertido entre los suyos, los revolucionarios extremados (al igual que otros conspiradores, como el famoso Aviraneta). Así, el también radical Joaquín del Castillo escribe en Las bullangas de Barcelona: «Xaudaró carecía de prestigio: al verlo al frente muchos de los reaccionarios* se contaron perdidos; los que deseaban coadyuvar, también se resfriaron, porque imaginaban que aquel hombre puesto al frente iba a perderlos en fin, lo tenían por sujeto sin opinión de principios, por un aventurero en toda la extensión de la palabra. Estos dicterios había merecido el desgraciado a sus rivales, quienes hicieron cundir semejantes voces.» Y Eugenio de Aviraneta: «el infame Xaudaró..., el turbulento e inmoral Xaudaró..., un verdadero traidor a la patria, un espía del absolutismo vendido a los doctrinarios de Francia, un confidente de Llauder y antes del sanguinario y pérfido Oñate...»

* Este autor utiliza la expresión reaccionarios para referirse a los que reaccionan contra el poder que ejercían los liberales moderados en Barcelona. Esto es, como sinónimo de auténticos revolucionarios.

Fusilamiento de Xaudaró.

lunes, 28 de agosto de 2023

Joaquín del Castillo y Mayone, Las bullangas de Barcelona o sacudimientos de un pueblo oprimido por el despotismo ilustrado

Gallés, Retrato de desconocido, 1842

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Joaquín del Castillo y Mayone fue un maestro de primeras letras barcelonés que vivió en la primera mitad del siglo XIX. Extremado liberal y acérrimo anticlerical, fue un prolífico autor de muy diversas obras que se pueden agrupar en tres campos diferenciados: la ficción, con novelas sentimentales un tanto al viejo gusto dieciochesco, como La prostitución o Consecuencias de un mal ejemplo (1833), Viage somniaéreo a la Luna o Zulema y Lambert (1832); la didáctica, como Arte metódico de enseñar a leer el español en 41 lecciones (1847), Ortografía de la lengua castellana para uso de toda clase de personas, con reglas particulares para los catalanes, valencianos y mallorquines, deducidas de su propio idioma, y observaciones sobre los escollos en que peligran y pueden evitar (1831); y la política, como Los exterminadores o planes combinados por los enemigos de la libertad (1835), Frailismonia o Grande Historia de los Frailes (1836, en tres tomos), la obra que presentamos y muchas más. Ana Rueda analizó una de las novelas sentimentales de Castillo en un interesante artículo.

En Las bullangas de Barcelona (1837) el autor nos narra los siete graves motines que habían tenido lugar en la capital catalana a partir del verano de 1835: la matanza de frailes y quema de conventos, el asesinato del general Bassa, el incendio de la fábrica de Bonaplata (que naturalmente condena con firmeza), el linchamiento de los presos carlistas de la Ciudadela y otras cárceles, la sublevación de las milicias nacionales… Asistimos al conflictivo pero definitivo tránsito del viejo al nuevo régimen, con la lucha sin cuartel entre moderados y progresistas, enfrentamiento que se prolongará durante toda una generación, y que sólo se solventará con la Restauración. Del Castillo es, naturalmente, liberal exaltado, moteja de aristocráticos a los moderados, considera a los suyos como los auténticos representantes del pueblo, justifica siempre intenciones y acciones de los propios, y condena siempre las de los ajenos.

Poco después, y desde una postura contrapuesta, Jaime Balmes afirmaría en 1844: «Durante la revolución que nos aflige desde 1833 ha representado Barcelona un papel muy diverso del de las otras ciudades, ya sea entrando de lleno en las ideas revolucionarias, ya sea contrariándolas con más energía que en otros puntos: esto no carece de causas que conviene examinar.» Posteriormente en el artículo de ese mismo año titulado Rápida ojeada sobre las revueltas de Barcelona desde 1833 y examen de sus causas señaló lo siguiente: «La reforma, o sea la revolución, era en aquella época popular en Barcelona; no era sólo la hez del pueblo la que tomaba parte en el bullicio, eran también las clases acomodadas, eran las personas más ricas, así de la clase de propietarios como pertenecientes a la industria y al comercio. Los literatos y todas las profesiones científicas participaban generalmente del movimiento; por manera que, si bien en la ciudad había no pocos que miraban con desconfianza el giro que iban tomando las cosas y auguraban desgracias para el porvenir, no obstante se veían precisados a ocultar sus temores en el fondo de su pecho, y no se atrevían a manifestar su opinión sino en las expansiones de la amistad y de la confianza.

»Cuando sobrevinieron los desastres de 1835, el incendio de los conventos, el asesinato del general Bassa, el furor contra el general Llauder, poco antes objeto de tan solemne ovación, y el desbordamiento universal de las ideas y pasiones revolucionarias, todavía era mucha la popularidad que disfrutaban en Barcelona las medidas extremadas; y no son pocos los que actualmente se avergüenzan de haberse complacido en el fondo de su corazón en los horribles crímenes de aquellos días de infausta memoria, ya que de una manera más o menos directa no contribuyeran a consumarlos. Sin embargo, preciso es confesar que el horror de aquellos días aterró a los tímidos, desengañó a los sencillos e incautos e inspiró serias reflexiones a cuantos, no teniendo bastante valor para retroceder en el camino del mal, conservaban, empero, la honradez necesaria para no poder constituirse en defensores de atentados que escandalizaban a la culta Europa y lastimaban todos los sentimientos de humanidad.»



Para dar una idea mas exacta del lastimoso término a donde nos han conducido las escisiones políticas entre partidarios de un mismo trono, hemos resuelto adornar esta obrita con una lámina que representa la escena mas horrorosa de nuestros anales modernos con su correspondiente explicación:

1. Atarazanas.
2. Cuartel de Atarazanas.
3. Parroquia de Santa Mónica.
4. Café de la Noria, primer batallón nacional y muchos individuos de otros, con la bandera.
5. Casa Teatro.
6. Lanceros nacionales.
7. Plana Mayor
8. Cañones.
9. Mozos de Escuadra.
10. Batallón 10 de nacionales.
11. Fuente del Viejo.
12. Pueblo que huye.
13. Caballero Gobernador.
(De la obra original)

lunes, 3 de abril de 2023

Crónica del rey de Aragón Pedro IV el Ceremonioso

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Jaime Vicens Vives se refería así en 1944 a nuestro protagonista de esta semana: «En la historia del siglo XIV en la Península Hispánica el reinado de Pedro IV de Aragón es equivalente en cuanto a ambiente y en cuanto a propósitos, al de su contemporáneo Pedro I el Cruel de Castilla. Igual afán en ambos para doblegar a la nobleza y afirmar el poder real; igual política integradora y hegemónica; y, para colmo de semejanzas, igualdad de caracteres y de procedimientos. El reinado de Pedro IV fue sumamente borrascoso, y esto no sólo a causa de las circunstancias generales de la época, sino también debido a las peculiares reacciones de su temperamento. Pedro era uno de esos caracteres humanos que subliman todo a lo patético. Astuto, taimado, violento y dramático, se rodeó de un ambiente de tragedia. Para satisfacer su ambición y lograr sus fines, todos los procedimientos le parecieron buenos. Lejos de evitar los conflictos, se complació en envenenarlos y exacerbarlos. Sin embargo, a diferencia de Pedro I ―y esto le salvó de una catástrofe irremediable― tuvo la habilidad suficiente para jugar la carta más fuerte y revestir sus actos de una apariencia legal. Sucesivamente, fue aniquilando a sus enemigos, y al final de su reinado logró ver respetada su autoridad en sus reinos y ampliados sus dominios, que era lo que se proponía. Conocido con el sobrenombre del Ceremonioso, más le corresponde el catalán del Punyalet. Como el puñal fue agudo, implacable, mortífero y felón. No fue amado de sus vasallos ni de la Historia.»

Efectivamente, los historiadores le juzgaron desde antiguo con similar dureza. Así, Jerónimo Zurita: «Fue la condición del rey don Pedro y su naturaleza tan perversa e inclinada al mal, que en ninguna cosa se señaló tanto, ni puso mayor fuerza, como en perseguir su propia sangre. El comienzo de su reinado tuvo principio en desheredar a los infantes don Fernando y don Juan, sus hermanos, y a la reina doña Leonor, su madre, por una causa ni muy legítima ni tampoco honesta, y procuró cuanto pudo destruirlos: y cuando aquello no se pudo acabar por irle a la mano el rey de Castilla, que tomó a su cargo la defensa de la reina su hermana, y de sus sobrinos, y de sus estados, revolvió de tal manera contra el rey de Mallorca, que no paró, con serle tan deudo y su cuñado, hasta que aquel príncipe se perdió; y él incorporó el reino de Mallorca, y los condados de Rosellón y Cerdaña en su corona. Apenas había acabado de echar de Rosellón el rey de Mallorca, y ya trataba como pudiese volver a su antigua contienda de deshacer las donaciones que el rey su padre hizo a sus hermanos: y porque era peligroso negocio intentar lo comenzado contra los infantes don Fernando y don Juan, y era romper de nuevo guerra con el rey de Castilla, determinó de haberlas con el infante don Jaime, su hermano, y contra él se indignó, cuanto yo conjeturo por particular odio que contra él concibió, sospechando que se inclinaba a favorecer al rey de Mallorca: porque es cierto que ninguno creyó, ni aún de los que eran sus enemigos, que el rey usara de tanto rigor en desheredarle de su patrimonio tan inhumanamente; y finalmente, muertos sus hermanos, el uno con veneno y los otros a cuchillo, cuando se vio libre de otras guerras en lo postrero de su reinado, entendió en perseguir al conde de Urgel, su sobrino, al conde de Ampurias, su primo: y acabó la vida persiguiendo y procurando la muerte de su propio hijo, que era el primogénito.»

De igual modo, el imprescindible Juan de Mariana: «La insaciable y rabiosa sed de señorear le cegó y endureció su corazón para que los trabajos y desastres de un rey, su pariente, no le enterneciesen, ni considerase lo mal que parecía un hecho tan feo delante los ojos de Dios y de los hombres.» Jerónimo de Blancas se esfuerza en mejorar su imagen, pero concluye: «A no haberse manchado con la sangre de un hermano, a no haber sido el agente principal de tantas disensiones domésticas, de tantas guerras civiles, podría sin desventaja entrar en parangón con los mejores príncipes. Era ingenioso para excogitar recursos, sagaz en sus proyectos, incansable y resuelto en su ejecución, consumado general, de mucha prudencia, de gran corazón, práctico como el que más en las cosas de la guerra, y el más diestro en valerse de los hombres de su época. Pero tan duro, suspicaz y turbulento, tan singularmente despiadado, tan encarnizado perseguidor de su propia sangre, que aquella superior perspicacia, aquella fogosidad de carácter, parecieron haber producido, a manera de hierbas engañosas, inesperados frutos.» En realidad, es el signo de la época en que vivió, y ya advirtió Baltasar Gracián que «despiértanse unos a otros los reyes, y adormécense también, y, como los coronados pájaros domésticos, se provocan al canto o al silencio. Hasta en la crueldad se compitieron, así como en el nombre se equivocaron los tres Pedros en España.» Naturalmente, los reyes Pedro I de Portugal, Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón.

En cambio, desde sus valores liberales y románticos, y casi justificando los medios por los fines, Modesto Lafuente escribe: «Don Pedro IV de Aragón es uno de los monarcas a quienes hemos visto llegar por más tortuosos artificios a más provechosos fines. Cuando se piensa en los medios, no se le puede amar; cuando se piensa en los resultados, no puede menos de admirársele. Don Pedro el Ceremonioso fue un rey inmoral que tuvo grandes pensamientos y ejecutó cosas grandemente útiles. Fue una maldad fecunda en bienes, y sin estar dotado de un corazón noble, fue un político admirable y un monarca insigne.» Y ya en el siglo pasado, Andrés Giménez Soler: «Pedro IV enérgico, activísimo y vehemente, reinó durante más de medio siglo y desparramó su actividad sobre toda la Península y sobre las islas adyacentes; fue gran literato, lo mismo en aragonés que en catalán, y mandó componer la historia de su tiempo para dejar recuerdo de él.» «De aquellos cuatro reyes que gobernaron la Corona de Aragón desde 1327 a 1410, el más enérgico y de mayor sentido político fue el segundo, Pedro IV, aunque también, como hombre, el más malo.»

El mismo monarca parece que fue consciente de la mala imagen que arrastró durante su largo reinado, y que quiso contrarrestarla con la Crónica que presentamos, redactada en primera persona, en cuya confección es seguro que intervino personalmente, aunque utilizara a fondo los abundantes secretarios y escritores que siempre tuvo a su disposición, y con los que promovió obras tan destacadas como la Crónica de San Juan de la Peña, que terminaba en el reinado de su padre. Con él comienza la Crónica de su vida, narrando especialmente su expedición a Cerdeña, que parece considerar premonitorias de las que él mismo llevará a cabo en aras a recuperar para la Corona los territorios que considera injustamente perdidos: el reino de Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña, las posesiones italianas… y las cedidas por su padre a distintos parientes. Y del mismo, los privilegios que han arrancado los nobles durante los anteriores reinados, y que dan lugar a duros enfrentamientos con el rey en Aragón y en Valencia, hasta su definitivo sometimiento. El último libro de la obra da la impresión de ser posterior, y se centra en la atroz guerra de los dos Pedros, entre Castilla y Aragón, en la que siempre llevó las de perder, hasta su triunfo final.

Ceremonial de la Coronación de Pedro IV. Versión aragonesa.