Alberto Montaner Frutos se refería así a la obra que nos ocupa hace unos años, en la obra colectiva Baltasar Gracián: Estado de la cuestión y nuevas perspectivas (Zaragoza 2001): «Reducir la maquina toda de la razón de Estado al breve termino y confín de una faltriquera era proeza reservada solo a quien surcaba el proceloso piélago literario gobernándose por el norte de una conceptuosa concisión con despuntes de agudeza. Frente a la extensión de los más célebres tratados políticos de la Contrarreforma, léanse el Tratado del príncipe cristiano (1595) o el De rege et regis institutione (1599) de sus hermanos de religión Rivadaneira y Mariana (558 pp. in 4º y 372 pp. in 8º, respectivamente), o el aun mayor bulto de Les six livres de la Republique (1576) de Bodino (759 pp. in fol.), Baltasar Gracián cifra una reflexión política de hondo calado en un tomito en dieciseisavo que vio por primera vez la luz en 1640 (a la sazón camuflado bajo el nombre de su hermano Lorenzo, para eludir —sin mucho éxito a la postre— la censura de sus superiores.»
Y más adelante: «Lo primero que salta a la vista es que Gracián se desentiende casi por completo del origen del poder político, en lo que no está solo: “no se preguntaran de ordinario nuestros autores qué es el poder y, en cambio, toda su preocupación irá hacia cómo se adquiere y se conserva. [...] Esto explica por que, en tan gran medida, la ciencia política del XVII adquiere un carácter de técnica o si se quiere de arte que nos dice cómo hemos de manipular las cosas si queremos lograr de ellas un resultado determinado" [Maravall]. Así pues, para Gracián, la política no es un saber histórico o jurídico sobre la naturaleza y las formas del poder, sino una disciplina práctica centrada en los modos de ejercitarlo sin perderlo; en suma, un arte de la razón de Estado (…) Como puede observarse en El Político, Gracián, sin optar por el pactismo, tan característico de la doctrina aragonesa coetánea, tampoco se apoya en la concepción de una monarquía absoluta por la gracia de Dios, como demuestra, entre otras cosas, su falta de empacho en poner como modelo de grandes gobernantes, no sólo a los siempre admisibles reyes de la Antigüedad, sino a los sultanes otomanos y mongoles, por más que tuviese la catolicidad por condición indispensable para alcanzar la primacía entre los soberanos. Su concepción del poder (como la que tiene de la moral) es básicamente laica, pero, si insiste en la importancia de descender de una familia afortunada, no es para poner el énfasis en la legitimación dinástica, sino en la capacitación del sujeto.»
Y finaliza refiriéndose otra vez a «la diferencia de volumen entre la obrita de Gracián y los grandes pilares de la tratadística política del periodo. Si, como entonces apuntaba, ello no es ajeno al ideal de brevedad expresado en un aforismo gracianesco bien conocido, también se ha de buscar la diferencia en una distinta orientación de fondo. Las obras citadas al principio y otros celebres textos del momento (el Leviathan, 1651, de Hobbes o la Politique, 1679-1709, de Bossuet) pretenden describir de modo bastante sistemático el edificio todo de la república, empezando por los cimientos mismos del poder político: el origen y alcance de la potestad real. Son obras de conjunto, explicaciones globales, algunas de ellas tan ambiciosas en sus planes como lo era la propia monarquía absoluta cuya justificación trascendental pretendían. No es este el caso de Gracián, que en ésta, como en sus demás obras, no aspira a la construcción de un sistema, sino a elaborar una reflexión mucho más cercana al quehacer cotidiano, desde una postura de filósofo político y moral que —no nos engañemos— tiene en su caso mucho más que ver con la pragmática que con la ética, sin renunciar, no obstante, a ésta (...) Por continuar con la metáfora propuesta al comienzo, frente a las cosmografías de un Mariana o un Bodino, Gracián ofrece ante todo un arte de navegar: no aspira a determinar la naturaleza misma de los meteoros, sino a explicar cómo mantenerse al resguardo de la costa cuando el leveche sopla por sotavento y empuja el bajel contra los arrecifes.»
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