lunes, 27 de marzo de 2023

Plinio el Joven, Cartas a particulares. Libros I al IX

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Hace un tiempo comunicamos el Panegírico de Trajano y la correspondencia con dicho emperador, de Plinio el Joven. Hoy completamos aquella entrega con los nueve libros de Cartas dirigidas a particulares, que el autor revisó y publicó cuidadosamente, al igual que otras obras (muchas mencionadas en sus cartas: tragedias, poemas, discursos) que no se han conservado. Pero las Cartas poseen un valor considerable, ya que nos introducen estrechamente en la vida misma de las élites romanas, esa pequeña parte de la población formada por grandes propietarios, políticos y oradores, escritores, que se consideran la exclusiva y auténtica sociedad romana, que admiran los viejos tiempos republicanos, deploran la tiranía de Domiciano y se felicitan del imperio de Trajano… Campesinos, artesanos y esclavos sólo aparecen como elementos accesorios en la decoración de sus vidas, a los que, eso sí, debe tratarse benévolamente.

A través de su abundante correspondencia (si no he contado mal, exactamente cien destinatarios diferentes), Plinio condescendientemente nos informa de sus opiniones y gustos literarios, por supuesto, escogidos, depurados y elevados, nos narra los procesos que atiende como abogado o juez, nos informa de la vida y obras de su tío Plinio el Viejo, y de su muerte con motivo de la erupción del Vesubio, a lo que agrega sus propios recuerdos del caso. Cuenta sucesos catastróficos y prodigios sorprendentes, reflexiona sobre la existencia de fantasmas, critica los espectáculos del hipódromo… Nos transmite con detalle su vida y ocupaciones y preocupaciones, cuyo agobio le lleva en ocasiones a lamentarse y suspirar por el ocio dedicado a las artes y las letras, especialmente en sus villas de la Toscana que nos describe morosa y orgullosamente.

Sobre este último extremo, Alejandro Fornell Muñoz publicó su interesante Las epístolas de Plinio el Joven como fuente para el estudio de las uillae romanas, en el número 13 de la revista Circe (2009), de donde extraemos los siguientes párrafos: «Cayo Plinio Cecilio Segundo perdió a sus padres siendo niño, quedando bajo la tutela de Virginio Rufo, influyente general del ejército romano. Posteriormente fue adoptado por su tío materno Plinio el Viejo, quien lo envió a estudiar a Roma bajo la supervisión de profesores como Quintiliano, gran orador de la época, y Nices Sacerdos. Allí comenzó la carrera de política a los 19 años y llegó a ocupar importantes cargos en el senado, como el de cuestor, pretor y cónsul. Además, fue abogado, científico y escritor, codeándose con autores tan destacados como Marcial, Tácito o Suetonio.

»En consecuencia, Plinio se crió y vivió en los círculos sociales y culturales más selectos y refinados de la Roma de finales del siglo I y comienzos del II de C., y aunque en ningún momento hace mención de sí mismo como tal, debió ser uno de los hombres más ricos de su época, pues no sólo poseía el censo senatorial, sino que había amasado una fortuna constituida por propiedades inmobiliarias distribuidas por diversos lugares de Italia, heredada de sus familiares o procedente de legados testamentarios. A la muerte de Plinio el Viejo, el joven Plinio recibe la nobleza ecuestre junto a una gran fortuna constituida por posesiones en Etruria y Campania. Por otra parte, sabemos que se casó en segundas nupcias con una hija de Pompeya Celerina, propietaria de grandes posesiones en la Umbria (Otricoli, Narni, Consigliano y Perugia) y Etruria. Tras enviudar nuevamente, contrae matrimonio con Calpurnia, nieta de Calpurnio Fabato, ciudadano de Como de posición económica desahogada, pues tenía posesiones en Campania, Etruria y Como.

»Pero si Plinio el Joven ha pasado a la posteridad se debe a su faceta de escritor, de la que tenemos constancia a través del Panegiricus Trajani, una apología a Trajano, y las Epistolae, que recogen en diez libros la correspondencia privada que el autor mantuvo con numerosos personajes de la época (libros I al IX), y la correspondencia oficial con el emperador Trajano (libro X) tras su nombramiento como gobernador de Bitinia-Ponto en el año 110. El epistolario de Plinio ha suscitado un vivo interés entre los historiadores como fuente de documentación general, tanto para lo referido a la época en sí como lo atinente a personajes, cuestiones político-jurídicas precisas y aspectos científicos, artísticos y técnicos.» Y finalmente concluye: «Plinio el Joven madura literariamente en una época en la que la historiografía era el género que sobresalía claramente sobre los demás. De hecho, como se desprende de la carta a Titinio Capitón (Ep. V 8), parte de sus amigos le instaron a escribir una obra historiográfica que nunca llegó a hacer. Pero sin ser un historiador, contribuyó a escribir la historia de su época reflejando en sus cartas muchos de los acontecimientos políticos, sociales y económicos ocurridos entre fines del s. I y principios del II d.C. Plinio quiso pasar a la posteridad como un autor de la talla de Tácito, pero lo cierto es que la importancia de las Epistolae radica, más que en su calidad literaria, en su indudable valor histórico, incluso para quienes le han negado el carácter de auténtica correspondencia efectivamente enviada a sus destinatarios.»

Y añade en nota: «Se ha discutido si la correspondencia pliniana está formada por auténticas cartas o se trata de ensayos retóricos que el autor presenta como cartas reales. En los primeros años del siglo pasado imperó un posicionamiento negativo, pues fueron muchos autores los que las consideraron enteramente ficticias. En cambio, en la actualidad se tiende a confiar en las palabras de Plinio y se estima que las cartas, sin negar su carácter literario y por muy cuidada que haya sido su revisión, son auténticas. Esta postura ha sido sostenida por quienes consideran que la autenticidad resulta patente en numerosas cartas, cuyo contenido hace muy improbable que se trate de detalles inventados. Otros autores, mantienen una posición más ecléctica distinguiendo entre cartas con mayores rasgos de autenticidad y otras escritas pensando en su publicación.»

Reconstrucción imaginaria de la villa de Plinio, por Karl Friedrich Schinkel, 1842

lunes, 20 de marzo de 2023

Thomas Macaulay, Revolución de Inglaterra

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En 1834, cuando la monarquía parlamentaria británica se ha transformado definitivamente en un sistema liberal, se publica en Londres una obra de James Mackintosh (fallecido dos años antes) sobre la Gloriosa Revolución, que lleva al joven pero experimentado Thomas Macaulay (1800-1859), político e historiador, a elaborar el breve estudio en defensa y justificación de la revolución de 1688 que comunicamos esta semana. Posteriormente emprenderá la publicación de su voluminosa, documentada y exhaustiva Historia de la revolución de Inglaterra, que «se convirtió en la exposición clásica de la interpretación whig de la revolución», dice el profesor de Yale  Steve Pincus en su sugestivo 1688. La primera revolución moderna. Ahora bien, esta interpretación llevada a cabo desde el nacionalismo y el progresismo dominante en tiempos de Macaulay, parte de varias premisas que, actualmente, pueden ser discutibles. Estas afirmaciones tradicionales las sintetiza así Pincus: «En primer lugar, la revolución no fue revolucionaria… Fue incruenta, consensuada, aristocrática… En segundo lugar, la revolución fue protestante… En tercer lugar, la revolución puso en evidencia la naturaleza fundamentalmente excepcional del carácter nacional inglés… En cuarto lugar, no hubo reivindicaciones sociales en la base de la revolución...»

Pues bien, esta visión propia de la época victoriana se extendió y generalizó con rapidez hasta hacerse dominante, y prueba de ellos son lo frecuente de las citas de Macaulay, y las abundantes traducciones de la obra  a las principales lenguas (en español a principios del siglo XX). Todo contribuyó, pues, a separar la revolución inglesa del fenómeno posterior de las llamadas (durante un tiempo) revoluciones atlánticas, de fines del XVIII y principios del siguiente siglo. Sin embargo Pincus hace hincapié en cómo los avances historiográficos parecen conducir a una valoración diferente: «Estas nuevas pruebas históricas posibilitan el relato de una historia de la revolución de 1688-1689 radicalmente diferente. En este relato, la experiencia inglesa no es excepcional, sino, de hecho, típica (si bien precoz) de Estados que experimentan revoluciones modernas. La revolución de 1688-1689 es importante no porque reafirmara el excepcional carácter nacional inglés, sino porque constituyó un hito en la emergencia del Estado moderno.»

Señala asimismo como la Gloriosa Revolución es fundamentalmente el conflicto entre los dos programas modernizadores de la época, revolucionarios ambos, y tendentes por igual a la creación de un estado centralizado y poderoso: el modelo francés que aplica Jacobo II, y el modelo holandés de sus oponentes. Y pone de relieve que «a lo largo de las décadas de 1680 y de 1690, y posteriormente, los ingleses se hallaban política e ideológicamente divididos. No hubo un momento de cohesión inglesa en contra de un rey no inglés. A fines del siglo XVII no hubo un período en el que el prudente pueblo de Inglaterra colaborase para desembarazarse de un monarca irracional. La revolución de 1688-1689 fue, como todas las demás revoluciones, violenta, popular y disgregadora.»

Como veremos, Macaulay interpreta la revolución desde el punto de vista de los vencedores, a los que identifica con la nación, con el pueblo inglés que supone que mayoritariamente les respalda. Y lo hace desde el concepto moderno de progreso, que tiende a considerar como inevitable y justificado el resultado azaroso de los acontecimientos humanos… siempre y cuando coincidan con sus particulares preferencias ideológicas. En caso contrario no es progreso, es reacción. El interés en revisitar esta pequeña obra es pues doble: por un lado es una interpretación de la gloriosa que ha influido poderosamente a lo largo de los años, tanto en los historiadores como en los políticos. Y por otro puede resultar interesante considerar el planteamiento reduccionista de la realidad que subyace en ella, y que está plenamente vigente en las ideologías voluntaristas del momento actual.

Desembarco de Guillermo de Orange y el ejército holandés en Brixham.

lunes, 13 de marzo de 2023

Manuel Fraga Iribarne, Razas y racismo

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El joven catedrático Manuel Fraga Iribarne (1922-2012), antes de dar el salto a la política, publicó en 1950 este denso estado de la cuestión sobre el racismo, en el mundo que acaba de salir de la catástrofe de la segunda guerra mundial. Abruma un tanto la ingente acumulación de referencias, obras y autores, que presenta como un primer acercamiento a la situación real del racismo, todavía bien presente. Y es que «ante un mundo lleno de racismos diversos... habría que pasar breve revista a alguna de sus formas y características más significativas.»

Y la primera cuestión es lo problemático del concepto de raza. Citando al sociólogo L. L. Bernard: «la organización conceptual de los caracteres biológicos en una unidad colectiva racial es sociológica, no biológica… Su unidad no es más que una abstracción que existe como un término medio estadístico en nuestras mentes, sin una unidad objetiva completa.» Y aun más, «las razas puras no son una abstracción (como es la raza): son un mito. La mezcla racial va más allá de todo lo que cabe imaginar... Hoy podemos ver la enorme relatividad del concepto de raza en esa frase famosa que es el color y sus compuestos: hombre de color, gente de color, barrera de color, etcétera. A partir de un tipo falsamente llamado blanco, se distinguen sin discriminación sus mestizos con gente de un supuesto color, como siendo todos coloreados y distintos de la raza elegida.»

Fraga insiste en la persistencia del racismo, más allá de su cúspide hitleriana, y se extiende en los casos de Estados Unidos (que será objeto de un inmediato ensayo del autor, Razas y racismo en Norteamérica), de Sudáfrica y de la propia Europa: «los desplazamientos en masa de personas con criterios raciales, independientemente de toda culpabilidad o responsabilidad individual, lejos de cesar con la caída del III Reich, han sido agravados aún por los vencedores.» Respecto a la América hispana, en cambio, y de forma un tanto llamativa, insiste en el mayor peso que comportan las discriminaciones de clase sobre las de raza. Y omite por completo cualquier referencia a los racismos domésticos respecto a los gitanos.

El autor concluye contraponiendo a «esta doctrina de odio, falsa de arriba abajo en sus pretendidos fundamentos científicos», una noción de la raza desvinculada de lo biológico, y entendida como un estilo colectivo de vida basado en la homogeneidad cultural. Esto es, el concepto nacionalista ya un poco desgastado que ha venido sosteniéndose entre los intelectuales españoles de todo signo desde tiempo atrás, que más recientemente habían defendido Ramiro de Maeztu o García Morente, y que en este momento va quedando relegado a la ideología y valores del tradicionalismo del régimen de Franco.

Fraga desarrollará una amplia carrera política en el franquismo como uno de los más significados reformistas y modernizadores. Fue ministro de Información y Turismo en los años sesenta, y embajador en Gran Bretaña en los setenta. Tras la muerte de Franco y el arranque de la transición a la democracia, será nombrado vicepresidente del gobierno, pero las reticencias del presidente Arias Navarro darán lugar al nuevo gobierno de Adolfo Suárez. A partir de entonces Fraga encabeza la derecha democrática. Será uno de los ponentes de la nueva Constitución, más tarde jefe de la oposición, y finalmente presidente de la Junta de Galicia durante quince años.

lunes, 6 de marzo de 2023

Juan Bautista Pérez, Parecer sobre las planchas de plomo que se han hallado en Granada

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Pregunta Tiquíades (nos lo cuenta Luciano de Samósata): «Podrías decirme, amigo Filocles, qué especie de atractivo induce a mentir a la mayor parte de los hombres, hasta el punto de que se gocen diciendo cosas absurdas, o escuchando atentamente a los que lo dicen?» E insiste: «Pudiera citarte infinidad de personas, sensatas por lo demás y de admirable ciencia, pero tan prendadas, no sé cómo, y tan aficionadas a mentir, que aflige el ver hombres de tales prendas, y por otra parte intachables, gozándose en engañarse a sí mismos y en engañar a los demás.» Y tras referirse a Heródoto y a Homero, cita entre otros ejemplos el sepulcro de Júpiter que mostraban los cretenses a sus visitantes. Y le responde Filocles: «Pero los poetas y las ciudades tienen disculpa; aquéllos mezclan en sus escritos los encantos de la ficción, cuyo aliciente es grande, porque la necesitan si han de recrear a sus oyentes: los atenienses, los tebanos y demás que haya, ennoblecen su país con tales fábulas. Si se quitasen de Grecia esas místicas tradiciones, nada impediría que muriesen de hambre los que las refieren, porque los extranjeros no querrían oír la verdad ni de balde. Sólo los que, sin motivo alguno, se complacen en mentir, son los verdaderamente ridículos.»

Resultan apropiados estos párrafos para ser aplicados a tantos embellecimientos y falseamientos de la historia. A veces se producen con intenciones meramente crematísticas, espurias o interesadas, otras por falsa devoción patriótica, otras persiguiendo una supuesta justicia poética, otras por seguidismo, cohibido o no, a las ideas dominantes en un momento y lugar determinado. Es este un fenómeno de todos los países y de todos los tiempos, y por tanto no podemos considerar excepcional su patente presencia en la actualidad. Pero hoy nos vamos a referir a la época del humanismo renacentista, especialmente fecunda en invenciones de este tipo, con maravillosos descubrimientos de antiguas crónicas, himnos, reliquias, medallas y otras obras de arte… La búsqueda de un conocimiento más profundo de lo propio y de lo ajeno, y la dificultad de acrecer los datos, testimonios y objetos antiguos, propició su abundante fabricación. No es fácil determinar los propósitos últimos de sus autores, aunque parece predominar el autoconvencimiento, la consideración de que sus creaciones no son más que un atajo: construyen las pruebas de sus certezas.

Puesto que estas falsificaciones y falsedades (que no es lo mismo) siempre halagan a muchos, su recepción suele estar asegurada. Y si conectan de forma especialmente viva con las creencias, pulsiones e intereses de la multitud, puede resultar complicada su discusión, su crítica argumentada y su rechazo por parte de los expertos. Y aunque éste se haga oír y sea respaldado por muchos, hay bastantes posibilidades de que burdas o sofisticadas mentiras se difundan, pervivan y lleguen a ser admitidas como veraces durante mucho tiempo. Es el caso de los famosos y numerosos libros plúmbeos del Sacromonte hallados entre 1595 y 1599, que ennoblecían y al mismo tiempo arabizaban los orígenes del cristianismo en Granada. Como muestra el grabado que acompaña esta entrega, fueron admitidos y reverenciados como auténticos por los principales personajes políticos y religiosos y por la generalidad de la población, orgullosos de la posesión de tales reliquias maravillosas.

Pero desde los primeros hallazgos hubo voces prudentes que advirtieron de su falsedad. Uno de los primeros fue el obispo de Segorbe Juan Bautista Pérez (1537-1597), valenciano hijo de aragonés y catalana, y residente en Castilla por muchos años, reconocido estudioso de antigüedades, crónicas y concilios, buen conocedor del hebreo y del árabe, y relacionado con los principales humanistas de la época. En el mismo año de los primeros descubrimientos, recibió copia de ellos con la petición de que los valorara. El informe que elabora ―su parecer― no pudo ser más severo: esas láminas plúmbeas no son más que falsificaciones: «Tengo por nuevas estas planchas, y fingidas por algunos hombres de poca conciencia para hacer pecar a las gentes, no viendo el peligro en que los ponen de reverenciar huesos que no sean de santos. Pero ha querido Dios que el que lo ha fingido supiese poco de historia eclesiástica ni de antigüedad; y así ello mismo trae consigo indicios para conocer su ficción, y a lo que yo entiendo, este fingidor como había leído en algunos libros modernos...» Su argumentación nos proporciona una aplicación práctica de la crítica histórica.

En su día comunicamos la Historia crítica de los falsos cronicones (1868), de José Godoy y Alcántara, y resulta imprescindible para estas cuestiones la luminosa obra de Julio Caro Baroja, Las falsificaciones de la Historia en relación con la de España (1992).

Grabado de Francisco Heylan (1584-1635)