El autor de esta semana, político e historiador, escribía en 1840: «Siempre nos ha parecido extraño que mientras no hay en Europa una persona medianamente ilustrada que ignore la historia de la conquista, población y progresos de los españoles en América, sea tan escaso el interés que despierten las grandes cosas realizadas por los ingleses en Oriente, aun en la misma Inglaterra. Todos saben el nombre de Hernán Cortés y el de Pizarro, y muy pocos, aun entre las personas ilustradas, conocen el del vencedor de Buxar, o el de aquel sobre quien pesa la responsabilidad terrible de la matanza de Patna (…) Pero es lo cierto que ha permanecido este asunto, interesante por demás, como si no lo fuera para la inmensa mayoría de los lectores, siendo para otros muchos hasta desabrido y repugnante.»
La India venía siendo frecuentada por comerciantes europeos desde la llegada de Vasco de Gama a Calicut en 1498. El predominio portugués fue mermando y sustituido desde el siglo XVII por holandeses, franceses e ingleses, aunque se mantuvieron los objetivos de los primeros: su interés radicaba en hacerse con enclaves costeros desde los que establecer beneficiosas relaciones económicas con el interior del subcontinente, sin pretender llevar a cabo una auténtica colonización (como sí se realizaba en América). En el fondo, constituía un mero desarrollo de los antiguos viajes de rescate. Pero en cambio resultó una novedad la creación de Compañías comerciales, privadas, que obtenían el monopolio de estas actividades por parte de sus respectivas autoridades estatales (que las mediatizaban en mayor o menor grado), y que acompañaban con un respetable poder político en los pequeños territorios ultramarinos. Pues bien, a mediados del siglo XVIII, en el marco de la rivalidad franco-británica (guerra de los Siete Años) y de la decadencia del Gran Mogol, las acciones de una serie de empleados de la Compañía inglesa de las Indias Orientales convirtieron su dominio comercial en territorial y político en apenas unos pocos años, aunque manteniendo el peculiar protagonismo de la Compañía durante largos años, hasta la rebelión de 1857 (guerra de los Cipayos).
Thomas Macaulay (1800-1859) compaginó una importante carrera política (fue miembro del Parlamento desde 1830, y miembro del Consejo supremo de la India, en la que residió un tiempo) con su dedicación a la historia. Destaca entre sus obras su extensa Historia de Inglaterra, que en cierto modo tomó el relevo a la de Hume. En esta entrega de Clásicos de Historia he reunido las biografías que dedicó a los dos auténticos responsables, en lo militar y en lo administrativo, de iniciar y consolidar la gran conquista del subcontinente, la construcción del imperio británico de la India: Robert Clive (1725-1774) y Warren Hastings (1732-1818), ya como gobernador general. Los dos pasaron de simples empleados de la Compañía, a disponer de un poder cuasi absoluto aunque temporal sobre la colonia. Mostraron una gran capacidad para aprovechar las circunstancias, y una considerable falta de escrúpulos, y asimismo, los dos fueron procesados a su regreso a Europa por su conducta, aunque finalmente fueron en la práctica exonerados.
El juicio de Macaulay sobre ellos es ambivalente: si por un lado no oculta los trágicos excesos de que fueron responsables, concluye por justificarlos en buena medida. Así respecto del primero: «Que Clive cometió grandes faltas, es innegable; pero si las ponemos en parangón con sus merecimientos, teniendo en cuenta las tentaciones a que se halló expuesto, no podrán ser parte, a nuestro parecer, a privarle del lugar preferente que por sus virtudes merece ocupar en la historia, y que la posteridad debe concederle.» E incluso: «La historia considera los hechos y las acciones de los hombres de una manera más elevada que los tribunales y los jueces, y por lo tanto el mejor tribunal para entender en los grandes procesos políticos sería aquel cuya sentencia se anticipara al fallo de la historia.» Naturalmente, se refiere sólo a «hombres que ocupan un lugar muy por encima de la generalidad.»
Acompaño estos estudios biográficos con dos discursos de Macaulay pronunciados en la Cámara de los Comunes, uno de ellos anterior a su estancia en la India como alto cargo de la Compañía, y el otro posterior; en ambos se ocupa del gobierno colonial, y en el segundo se puede observar el elevado tono de las discusiones parlamentarias de la época. Por último, recojo algunos extractos de las cartas privadas (la mayoría a su familia) que envía desde Calcuta, y tres ejemplos de epitafios que redacta para algunos altos cargos de la administración colonial, como gobernadores o jueces de la Corte Suprema.
Naturalmente, Macaulay constituye un acabado ejemplo de los logros, pero también los defectos de la historia decimonónica: un nacionalismo desatado que ya se transforma en un imperialismo exacerbado; un complejo de superioridad racial que pronto será racismo científico; una llamativa falta de empatía hacia las poblaciones y culturas de la India; una fe ciega en el progreso que proporciona la seguridad de que los benevolentes proyectos para la humanidad justifican las conquistas, el dominio, la imposición a los que se percibe como inferiores o incapaces… hasta llegar en caso necesario al exterminio. Y desde su alto tribunal, la Historia juzga (absuelve, condena) sobre si acontecimientos, instituciones, ideologías, grupos e individuos se adaptan o no a la autodeclarada marcha del Progreso… Ya se perciben asomos de los totalitarismos, y sus largas sombras.
Herbert Butterfield, en 1931, iniciaba así su polémico La interpretación whig de la historia: «Se ha dicho que el historiador es el vengador, y que actuando como juez entre las partes, las rivalidades y las causas de generaciones pasadas, puede levantar a los caídos y derrotar a los orgullosos, y mediante sus denuncias y sus veredictos, su sátira y su indignación moral, puede castigar la injusticia, vengar a los agraviados o premiar a los inocentes. Uno podría ser perdonado por entusiasmarse con cualquier división de la humanidad en buenos y malos, progresistas y reaccionarios, negros y blancos; y no está claro que la indignación moral no sea una dispersión de las propias energías que redunda en la confusión del propio juicio. No puede haber queja contra el historiador que personalmente y en privado tiene sus preferencias y antipatías, y que como ser humano simplemente tiene la fantasía de participar en el juego que está describiendo; es grato verlo ceder a sus prejuicios y asumirlos emocionalmente, para que se llenen de color mientras escribe; con tal de que cuando entre así en la arena reconozca que está entrando en un mundo de juicios parciales y apreciaciones puramente personales y no imagine que está hablando ex cathedra. Pero si el historiador puede erigirse como un dios y juez, o presentarse como el vengador oficial de los crímenes del pasado, entonces se le puede exigir que sea aún más divino y se conciba a sí mismo más como el reconciliador que como el vengador; entendiendo que su fin es lograr la comprensión de los hombres y las partes y las causas del pasado, y que en esta comprensión, si puede ser completa, todas las cosas finalmente se reconcilien.»
Quizás todavía hoy resultan actuales.
Benjamin West (1818): Robert Clive y emperador mogol Shah Alam en 1765. |
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