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lunes, 24 de marzo de 2025

Nicolás de Condorcet, Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano

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La Ilustración troca el viejo mito de la pasada y admirable Edad de Oro, por el nuevo mito del futuro y admirable Progreso; hay una ley en la naturaleza humana que la aboca a una perfectibilidad sin límite. Sólo cuando la sociedad da la espalda a la razón (por culpa de la tiranía y la superstición) se producen retrocesos o estancamientos de los que saldrá gracias a las luces de los filósofos. La confianza en el Progreso se convierte así en el elemento central de la nueva religión secular, todavía hoy dominante.

Son progresistas los que incorporan esta creencia a su modo de enfrentarse a la realidad, para comprenderla, y para actuar en ella. Resulta, además, muy satisfactoria: sitúa a su practicante en el lado bueno de la historia, ya que está destinado necesariamente a triunfar: trabajan por el Progreso, son necesariamente beneméritos. El rechazo al Progreso es en cambio abominable: lo practican los reaccionarios que rehúsan la aplicación de las correctas medidas a que induce la razón; necesariamente son necios o malvados (o las dos cosas).

Pero aquí se nos plantea un problema de considerable entidad. Los que se han caracterizado como progresistas en estos últimos dos siglos y medio, se han representado (con esforzado convencimiento) el Progreso de la humanidad de formas muy variadas: poco tienen que ver el futuro y las recetas para alcanzarlo que ofrecen ilustrados y revolucionarios de fines del XVIII, con el de los liberales doctrinarios, con el de los radicales y republicanos del XIX, con el de los socialistas y comunistas del XX, con el de los posmodernos actuales.

Todos sus futuros son contradictorios entre sí, y resultan inservibles para la siguiente generación. Y sin embargo, al reflexionar sobre el pasado se mantiene un sentimiento de hermanamiento con todos los progresistas, del ayer, hoy y mañana, y lo más que se hace es desplazar a los reaccionarios actuales los futuros rechazados de los progresistas pretéritos. El talante progresista se convierte así en una cáscara vacía, a rellenar con los valores, principios ideológicos, gustos estéticos, que estén de moda en cada época.

Podemos considerar al ilustrado Nicolás de Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794) como uno de los más prestigiosos fundadores del progresismo. Matemático, científico, filósofo y político, se implicó a fondo en la Revolución francesa, desde el primer Comité de los Treinta hasta acabar militando en las filas girondinas. El terror jacobino le amenazó de muerte y le obligó a esconderse, y durante varios meses redactará este Bosquejo, el plan de una extensa obra destinada a examinar pormenorizadamente la historia de la Humanidad, en su progreso indefinido. Finalmente será detenido y encarcelado, y parece ser que se dio muerte apenas dos días después.

Luis Suárez en sus Grandes interpretaciones de la historia nos lo presenta así: «El libro del marqués de Condorcet, Esbozo de un cuadro histórico de los progresos de la mente humana, es en cierto modo una obra trágica, pues fue escrito por su autor cuando esperaba ser guillotinado en el Terror de 1793. Constituye un a modo de testamento de la Ilustración. Condorcet arrancaba de dos principios en los cuales creía firmemente: a) la perfectibilidad humana es indefinida, y b) la razón nunca puede retroceder. De modo que, mientras la tierra pueda soportar a los hombres, éstos seguirán progresando en sabiduría, en virtud y en libertad, sin que quepa la menor duda de ella. Por vez primera se formula la famosa ecuación de Auguste Comte: sabiduría, riqueza y felicidad.

»Condorcet creía haber descubierto una ley universal, la del progreso, válida para explicar la Historia y para predecir el futuro. Un día llegará en que los hombre vivan en libres comunidades nacionales, sin tiranos ni sacerdotes, subordinados todos a la razón. El progreso abarca todos los aspectos. Es riqueza que aparece como resultado de la ciencia. Es larga vida, que nacerá de los nuevos conocimientos médicos e higiénicos. Es virtud, porque la educación sistemática heredada hará del hombre una criatura moral. Nos parece escuchar, en estos principios, el credo social de nuestros abuelos. Pese a todo, Condorcet admite que el progreso no es función natural y necesaria: dos obstáculos se le oponen, la religión, que divide a los hombres, y el exceso demográfico —una preocupación europea muy de su tiempo—, que puede quebrantar el índice de riqueza. Como remedio a lo primero aconseja la instrucción laica; para lo segundo, el maltusianismo.»

En Clásicos de Historia comunicamos en su día las siguientes obras de Condorcet: Reflexiones sobre la esclavitud de los negros (1781), y el Compendio de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith (1776).

lunes, 24 de febrero de 2025

François Plaine, Los pretendidos terrores del año mil

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La creencia en el fin del mundo es un lugar común en muchas civilizaciones, quizás como mera consecuencia del hecho, fácilmente constatable, de que todas las cosas caducan. Y por lo general, se asocia ese futurible con grandes catástrofes naturales y humanas. Tampoco ha sido infrecuente el anuncio de la inminencia de dicho evento, con más o menos seguidores fanatizados, pero siempre con el mismo nulo acierto. Esto mismo, pero a una escala muy superior es lo que, durante mucho tiempo, se sostuvo que ocurrió en el año 1000 de nuestra era.

En 1503 el importante humanista alemán Johannes Trithemius concluyó la redacción de unos anales y crónica del monasterio de Hirsau. Allí relaciona ciertas catástrofes naturales del año 1000 con la creencia en un próximo fin del mundo que había anunciado un clérigo cuarenta años antes. Sin embargo, no parece que ni la profecía ni el texto tuvieran un difusión apreciable.

Fue el cardenal César Baronio (1538-1607) en su monumental obra Anales Eclesiásticos, ingente recolección y crítica de cuantas fuentes alcanzó, el que partiendo de la sugestión anterior, la convirtió en lo que podría considerarse un auténtico fenómeno de masas, que se habría «difundido por todo el mundo, creído por muchos, aceptado con temor por los más simples, pero rechazado por los más doctos.»

Poco después Jacques Le Vasseur, en una obra de carácter local publicada en 1633, ya acude al mito del año 1000 para explicar el ímpetu constructivo que, a su parecer, se inicia con el inicio del siglo XI. Y la presunción se mantendrá durante muchos años. Así, en 1769, le servirá al ilustrado William Robertson para explicar el origen de las cruzadas...

Pero el relato de los omnímodos terrores del año mil alcanzará su estado definitivo a principios del siglo XIX, por la yuxtaposición de liberalismo y romanticismo, aliñado con un patente anticlericalismo. Y el mito alcanza su paroxismo. En 1822 Simonde de Sismondi, en su Historia de la caída del Imperio Romano, describe patéticamente la supuesta parálisis absoluta en la que se sumió Europa: «todo trabajo corporal o espiritual perdió su sentido.» Y Jules Michelet presenta la supuesta psicosis colectiva del año 1000 como un hecho probado en su pletórica Historia de Francia (1833).

Pero también desde el ámbito católico se acepta la leyenda, como hace en 1846 la influyente, extensa y muy traducida Historia Universal de César Cantú. Sin embargo, también se plantean ciertas críticas: por ejemplo poniendo de manifiesto el enorme número de programas constructivos y fundaciones diversas que se llevan a cabo en la segunda mitad del siglo X, cuando supuestamente el mundo se ha paralizado.

Pues bien, el benedictino François Plaine puso punto final en el ámbito académico (en la cultura popular es otra cuestión) a este mito en 1873, por medio de un artículo con el que pretende «averiguar de buena fe qué ocurre con esta consternación general, con este pánico universal que se atribuye a la generación de la segunda mitad del siglo X. ¿Fueron los hombres de esta época, sí o no, sus víctimas? En otras palabras, ¿la opinión sobre los terrores supersticiosos del año 1000 tiene alguna base sólida que se apoye en los testimonios de autores de esa época? ¿Se basa en algún documento digno de ser tenido en cuenta, o este sentimiento sólo habría quedado acreditado en una fecha muy posterior al hecho mismo, por ejemplo, alrededor del siglo XVI? ¿No tendrá por base únicamente conjeturas engañosas e hipótesis sin demostrar?»

Y resuelve la cuestión por el simple método de confrontar las fuentes en que dicen apoyarse Sismonde y Michelet, con lo que realmente dicen dichas fuentes. Y observa que ningún autor aludió a un terror generalizado por un supuesto y próximo fin del mundo, antes de que lo manifestara así Baronio. Y tampoco demuestra nada el hecho de que el final del siglo X esté repleto de acontecimientos variados, guerras, destronamientos, triunfos y derrotas; o de que se produzcan hambrunas, terremotos y otras catástrofes naturales; todo esto es, en resumidas cuentas, lo mismo que ocurre en cualquier otra época, la nuestra por ejemplo.

El benedictino François Plaine (1833-1900) fue un prolífico medievalista que se ocupó especialmente de la Bretaña francesa. Le interesaron las hagiografías alto medievales, la llamada guerra de sucesión (inmersa en la de los Cien Años), el duque Carlos de Blois, la colonización de la vieja Armórica por los bretones… Residió en los monasterios de Solesmes y de Ligugé, hasta que en 1881, exclaustrado por los decretos anticlericales de la tercera República, se estableció en España, en el monasterio de Santo Domingo de Silos.

Presentamos la traducción de Les prétendues terreurs de l’an mille, acompañada de una selección de textos diversos de los autores que sostuvieron el mito, y de aquellos en los que éstos quisieron fundamentarse. Para saber más se puede acudir al artículo del profesor Eloy Benito Ruano, titulado El mito histórico del año mil (1999)

Códice de Fernando I y Dña. Sancha (1047)

lunes, 14 de agosto de 2023

Alphonse Daudet, Tartarín de Tarascón

André Gill, en L'Eclipse (1876)

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Hace unas semanas revisitamos a Don Quijote, y vamos a aprovechar el asueto veraniego para acercarnos a una de las más exitosas secuelas, réplicas, homenajes e imitaciones de la genial obra de Cervantes. Alphonse Daudet (1840-1897) hizo una primera aproximación en este sentido con su Chapatin le tueur de lions, que publicó en Le Figaro en 1863, que completó en 1870, en el mismo diario, aunque con el nombre de su protagonista distinto: ahora es Barbarín de Tarascón; la publicación en un volumen ya con su título definitivo habrá de esperar hasta 1872. El momento histórico en que se forja pudo ser determinante: el declive del segundo imperio francés, la catástrofe de la derrota ante los prusianos y el conflictivo arranque de la tercera república francesa.

Resulta tentador constatar los mimbres de la época en una novela que tiene mucho de mero divertimento, apropiado para olvidar el complicado presente: los característicos burgueses aburguesados que marcan el tono en la sociedad tarasconiana, el arraigado localismo que no hace sombra al nacionalismo francés, la percepción de la Argelia colonial como una prolongación de la propia Francia, en la que el color oriental que busca el protagonista parece destinado a asimilarse a algo semejante al localismo provenzal de Tarascón; los ambiciosos proyectos que basta con enunciarlos y autoconvencerse de que ya se han cumplido…

Jesús Cantera Ortiz de Urbina publicó en 1993 un interesante artículo en el que estudia los paralelos y las diferencias entre Don Quijote y Tartarín. Estas son sus conclusiones:

«Al crear Daudet la figura de Tartarín pretende hacer de este personaje una simbiosis de Don Quijote y Sancho Panza. Su intención es unir en un solo personaje el idealismo caballeresco de Don Quijote y el apego a la vida tranquila que caracteriza a Sancho Panza. En los primeros años del siglo XVII el genio de Cervantes había acertado con la creación de sus dos personajes, símbolo cada uno de una manera muy distinta, si no opuesta, de concebir la vida, dos personajes que, a pesar de su antagonismo, aciertan a convivir en sana y buena armonía. Dos siglos y medio más tarde, en la segunda mitad del siglo XIX el escritor provenzal afincado en París Alfonso Daudet, entusiasmado con el legado de nuestro escritor hispano y pensando en su Provenza (y de manera especial en la ciudad de Tarascón) pretende recrear las figuras de Don Quijote y Sancho, pero fundiéndolas en un solo personaje que además, en lugar de ser manchego, ha de ser provenzal. Así nace Tartarín, simbiosis pretendida de Don Quijote y Sancho.

»En este simpático y curioso personaje pretende aunar Daudet dos concepciones de la vida muy distintas, por no decir antagónicas. En lugar de dos personajes en cierto modo antagónicos, el uno idealista en grado sumo y el otro realista y práctico hasta la médula, un solo y único personaje en el que repetidas veces se entablará una lucha interior entre unas inclinaciones a hacer concesiones a la fantasía y a la vanagloria y unas ganas muy grandes de llevar una vida cómoda y tranquila sin mayores preocupaciones ni problemas.

»Pretende Daudet que en Tartarín coexistan a un tiempo Don Quijote y Sancho Panza. Pero lo cierto es que en Tartarín, que apenas coincide con Sancho, hay muy poco, por no decir nada de Don Quijote. Entre el espíritu idealista y caballeresco de Don Quijote y la fantasía fanfarrona de Tartarín hay un abismo. Tartarín no actúa por idealismo y menos aún por altruismo, sino por vanagloria y empujado por sus conciudadanos. Su fantasía, que dista mucho del idealismo, parece debida en buena medida a una especie de espejismo producido por el sol ardiente de Provenza, espejismo no exclusivo de Tartarín, sino de todo un pueblo. Tartarín no es Don Quijote, ni tampoco es Sancho Panza. Ni siquiera, a nuestro entender, es una simbiosis de esos dos personajes cervantinos. Tartarín es simplemente Tartarín. Una creación muy lograda de Daudet. Pretendiendo unir en una sola persona las dos creaciones de Cervantes, consiguió un éxito que seguramente no pretendía: crear su propio personaje: Tartarín.»

Años después, Daudet volverá a ocuparse de su personaje con Tartarín en los Alpes (1885) y Port-Tarascón (1890). También nos acercan gratamente a las preocupaciones de la época. En la primera Tartarín deberá enfrentarse a una peligrosa organización nihilista, y en la segunda pretenderá establecer una modélica colonia en los mares del Sur.

lunes, 27 de febrero de 2023

G. Lenotre, Historias íntimas de la revolución francesa

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Escribe el autor (cuyo verdadero nombre es Théodore Gosselin, 1855-1935): «Los novelistas pueden darse por muy dichosos, pues con sólo contemplar la vida o dar rienda suelta a su imaginación, componen trescientas páginas que premian las Academias e imprimen los editores, en número de cien mil ejemplares. Comparad esta envidiable suerte con la de un pobre historiador que, antes de escribir una sola línea, tiene que pasarse meses y años hojeando legajos de archivos y leyendo documentos soporíferos y a menudo indescifrables. Cuando, a fuerza de sudores, decepciones, terquedades e indiscreciones, logra al fin poner en claro el relato de un acontecimiento de tiempos pasados, se da cuenta —demasiado tarde— de que esa crónica, articulada al precio de tantos sinsabores, sólo le interesa a él, y con él a algunos pedantes hostiles, que se abalanzarán sobre el libro con afán de revisarlo, expurgarlo, corregirlo y disecarlo, para proclamar al fin, con pruebas en la mano, que se trata de una obra mentirosa, merecedora del desprecio de las personas honradas.»

Pues bien, con esta excusatio non petita, nos propone su remedio: dar a la historia el interés y el estilo formal de la novela. Y es que debemos reconocer el carácter literario de ésta y tantas otras obras históricas suyas, centradas principalmente en la revolución francesa. Y su considerable éxito ―siguen reeditándose con frecuencia― justifica el gran esfuerzo divulgador que realizó en su abundante producción. Es realmente un historiador: utiliza fuentes primarias, rebusca, relee, está al tanto del estado de la cuestión… Pero se centra preferentemente en lo anecdótico, en aspectos o sucesos menudos que, sin embargo, dan color y avivan el interés para la comprensión del personaje, en muchos casos de segunda fila. Es lo que en ocasiones se denomina pequeña historia, en realidad una parte de la prosopografía. En su día comunicamos parte de un libro ejemplar en este sentido, a cargo de los Benassar.

G. Lenotre nos presenta en los treinta y siete capítulos de esta obra una nutrida galería de personajes, destacados o no, pero que nos ayudan a acercarnos a la época. Conoceremos al barón de Frénilly, que conoció, siendo niño, a Voltaire; a Mauchossé, síndico perpetuo (y único habitante) de un pequeño pueblo cerca de París; al auténtico doctor Guillotin, que no fue el inventor de la guillotina (se atribuye a Víctor Hugo: «Hay personas sin suerte. Colón no pudo asociar su nombre a su descubrimiento, y Guillotin no pudo retirar el suyo); a Desmurs, que fue sucesivamente novicio, soldado, fraile y miliciano revolucionario; a Paillet, atareado diputado de la Asamblea legislativa; a Goy, un superviviente de una de las matanzas del Terror; a Chaumette y su breve carrera revolucionaria; a la mujer de Marat; a un prisionero de los vendeanos, y a un vendeano sin importancia que sin embargo fue mitificado durante un tiempo...

Robespierre guillotina al verdugo. Grabado francés del siglo XVIII.

lunes, 20 de febrero de 2023

Pierre Gaxotte, La España de los años treinta. Artículos de «Je suis partout»

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Vamos esta semana con el periodismo político. En 1917 un joven Pierre Gaxotte (1895-1982) se incorpora a Action française, el movimiento de la derecha tradicionalista, nacionalista y monárquica, que naturalmente deriva en radical, autoritaria y antisemita. Será uno de los secretarios de Charles Maurras, su líder indiscutido. En los siguientes años, y en paralelo a su carrera académica como historiador (con obras tan destacadas y polémicas como La revolución francesa (1928), desarrolla una considerable actividad política en diferentes periódicos, especialmente en Candide y más tarde en su vástago, el semanario Je suis partout, centrado en la información internacional. En ambos desempeña cargos de responsabilidad: director, redactor jefe, editorialista. Tanto él como los restantes colaboradores critican duramente a los políticos e instituciones de la tercera república, pero reservan el grueso de sus condenas al comunismo soviético. ¿Y el fascismo italiano? Las opiniones son más ponderadas y variadas: desde los que sienten más atraídos por sus programas y acciones, hasta los que, como el propio Maurras, «subrayaba en ocasiones las diferencias entre la Action Française y el fascismo italiano, criticaba el radicalismo y la demagogia de éste, la importancia que confería a la política moderna de masas en vez de dársela a las élites, el carácter dudoso de su monarquismo, su falta de consistencia doctrinal y su uso indisciplinado de la violencia.» (Stanley G. Payne)

Sin embargo, ante el establecimiento de la segunda república en España, el posicionamiento de Gaxotte y de la revista fue claro: se ha entrado en un plano inclinado que conduce a políticas cada vez más extremistas, a un desorden progresivo, a una violencia desatada y a la amenaza revolucionaria. La insurrección de 1936 se verá como el cumplimiento de las predicciones, y como la sana reacción del pueblo español ante el ominoso frente popular. Además ―la visión del semanario está lógicamente centrada en Francia― la revolución marxista y anarquista que se implantaba en España, amenaza también a Francia, gobernada por su propio frente popular. Naturalmente el tono combativo, dogmático y maniqueo aumenta muchos grados: la información y los datos, la interpretación y la opinión, se han convertido en meros vehículos de propaganda. Se utilizan todas las armas al alcance para poner de relieve los errores y fracasos del contrario, para difamar, ridiculizarlo y anonadar al enemigo.

Pero Pierre Gaxote, a pesar de defender y exigir el reconocimiento de Franco por parte de Francia, ha comenzado su personal distanciamiento de la fascistización progresiva del nacionalismo autoritario francés. Es sobre todo la preocupación ante la amenaza que supone la Alemania nazi, la que le lleva a dar este paso. Así, en marzo 1939 escribe en La Nation Belge: «Entre el bolchevismo y el hitlerismo hay muchas menos diferencias que entre el bolchevismo y la monarquía inglesa. La revolución alemana tuvo lugar en un país que estaba varios siglos por delante de la Rusia de los zares. La experiencia de la socialización tiene lugar a un nivel superior, en un pueblo entrenado desde hace mucho tiempo en una disciplina exacta y que lleva la burocracia en la sangre. No es una socialización menor. Hitler es tan antiburgués y anticapitalista como Stalin.»

El pacto germano-soviético inmediato le reafirmará en su postura, y publicará, ya en 1940, en vísperas de la derrota, Francia frente a Alemania (que más tarde será prohibido por los alemanes). Desde entonces se desvinculará de la política activa, y posteriormente rechazará colaborar con los ocupantes y con el régimen de Vichy. Deberá evitar a la Gestapo y buscar un refugio donde pasar desapercibido, lo que tras la guerra le permitirá evitar el destino de muchos de sus compañeros políticos y periodistas, sometidos a la durísima depuración, primero a cargo de la Resistencia, y luego de las instituciones de la República. En cambio Gaxotte reanudará su carrera académica como historiador, colaborará habitualmente en Le Figaro desde posturas conservadoras, y será elegido como miembro de la Academia Francesa en 1953.

Je suis partout, 23 de abril de 1932

lunes, 9 de enero de 2023

Locke, Montesquieu, Jaucourt, Rousseau, Voltaire, Diderot, Condorcet y Humboldt: Los ilustrados y la esclavitud

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Los humanistas del siglo XVI, los racionalistas y los empiristas del XVII, con sus diferencias, enfrentamientos y contradicciones, fluyen sin pausa hacia la revolución inglesa, la polimórfica Ilustración y la revolución francesa. Los cambios ideológicos, políticos y culturales que traen consigo los philosophes del XVIII, abocan ya a nuestro mundo contemporáneo. Y naturalmente, con sus luces (grandes luces) y sus sombras (enormes sombras). Esta semana vamos a centrarnos de nuevo en la cuestión de la esclavitud. Aunque abundaron las críticas y condenas (y hemos visto algunas muestras en Clásicos de Historia) desde su reintroducción en gran escala con motivo de la colonización de América, fueron los pensadores y publicistas ilustrados los que con su rechazo dieron lugar al movimiento abolicionista del siglo XIX. En su día comunicamos el ejemplo iniciático español que constituye la Disertación sobre el origen de la esclavitud, pronunciada por Isidoro de Antillón en 1802, y hoy agregamos una selección de textos de Locke, Montesquieu, Jaucourt, Rousseau, Voltaire, Diderot, Condorcet y Humboldt: entre ellos, los primeros espadas de la Ilustración.

Ahora bien, señala José Andrés-Gallego en su La esclavitud en la Monarquía hispánica«La verdad es que este primer corpus abolicionista quedaba muy lejos de la envergadura y el rigor intelectual, filosófico y antropológico, del corpus teológico y jurídico de los siglos XVI-XVII (...) Con la excepción del artículo Esclavage de Jaucourt, en las publicaciones que acabo de mencionar el rigor del razonamiento brillaba por su ausencia; lo propiamente antropológico era pobre y escaso, por no decir nulo. Raynal, el mejor de los mencionados ―siempre con la salvedad de Jaucourt―, no pasaba de glosar las brutalidades que, de facto, padecían injustamente los negros ―cosa que ya habían repetido hasta la saciedad aquellos teólogos y juristas―, sin añadir un solo argumento estrictamente doctrinal en contra o a favor de la existencia de la esclavitud en sí misma. Y las Reflexions sur l’esclavage des nègres ―firmadas por un cierto Schwartz, pasteur du Saint Evangile [Condorcet]― no hacían sino insistir en el tono condenatorio y proponer una manera de amortizar la esclavitud.»

Y todavía se muestra más radical Louis Sala-Molins, en un artículo de 1985 (y más tarde en su Les Miseres des Lumieres: Sous la raison, l’outrage, 1992), señalaba las que considera graves carencias de la Ilustración francesa. Cuando ésta comienza a interesarse por el rechazo de la esclavitud, «todo eso, notémoslo, había sido discutido y vuelto a discutir y, al menos jurídicamente, estaba positivamente resuelto desde el siglo XVI por los teólogos y los jurisconsultos españoles. En este aspecto Inglaterra iba por el buen camino. Francia, cuyas Luces debían, por definición, ir infinitamente más allá de la teología hispánica y del pensamiento inglés, se quedaba criminalmente más acá. Voltaire vociferaba contra el esclavismo e insistía, con su conocido talento, en el postulado de la inferioridad racial de los negros y en su animalidad. La Enciclopedia, y Diderot con ella, cantaba la igualdad de todos en un párrafo, y en el otro ―por lo que respecta a la palabra “esclavitud”― no se ocupaba de la suerte de los esclavos... sino bajo los griegos y los romanos, por simple olvido de la continuación, probablemente; por un lado decía que había que parar la trata; y por el otro ponderaba sus buenos resultados y su función salvífica para los negros.

»Raynal se estrangulaba de furor en cuanto a los excesos de la esclavitud, pero consideraba que no se podría esperar de los esclavos negros ninguna maravilla si se les liberaba así como así. Montesquieu ironizaba eficazmente con la idea de esclavitud, y se dejaba sorprender declarando a su vez, que ciertos climas producían un tipo de humanidad al cual la esclavitud convenía muy particularmente. ¿Qué clima? El africano, evidentemente. ¿Qué tipo de hombre? El negro, naturalmente. Bellas Luces, que alumbran sobre todo la inmunda petulancia del blanco-biblismo europeo, y no quieren iluminar el universo de los negros más que con el agua clara del bautismo y las mordidas del látigo y de las tenazas.

»¿Y Rousseau? El bueno de Rousseau. Él fue el más obstinado adversario de la expansión europea. Sin embargo busque en dónde, en qué capítulo o en qué pedazo de frase de su obra inmensa pidió (como algunos lo hicieron), que los franceses abandonaran sus posesiones de ultramar. Tiempo perdido, ni una palabra. Y vaya si sabría de leyes Rousseau. Busque la menor crítica, la menor alusión al Code noir. Nada. ¿Demasiado complicado este código para el autor del Contrato social? ¿Demasiado marginal su zona de jurisdicción? Vaya a saber…

»Pero Francia formó sobre el modelo inglés su Sociedad de amigos de los negros. Uno de ellos es el abate Gregorio, otro Condorcet; y algunos más, y de los mejores. Estamos en la antevíspera de la Revolución cuando esta sociedad arranca. Estos señores critican con violencia la trata... y proponen soluciones para suavizarla un poco: se cazarían allá más mujeres para ir transformando poco a poco los mataderos antillanos en criaderos de negrillones; los hijos legítimos de una negra nacerían libres... a partir del quinto, y claro, se indemnizaría al dueño de la negra. Estos señores escupen sobre el Code noire... que seguirán utilizando en tanto se redacta otro, uno un poco menos inhumano: se enviarían comisarios a verificar las violaciones, a contar los latigazos y a medir la profundidad de las heridas a fin de evitar abusos, puesto que los colonos solían ponerse nerviosos. ¡Demasiado! Eso es poner a la patria en peligro ―gritan enfrente― porque ponen en peligro su azúcar. Los elegidos del pueblo claman contra la traición: “los Amigos de los negros están pagados por Inglaterra”, lo juran. ¡No!, responden los Amigos y agregan: “Ustedes no entenderán nunca, nosotros jamás hemos pensado en pedir la abolición de la esclavitud de los negros. Luchamos por las gentes de color, por los de sangre mezclada, puesto que de su dignidad depende, y nada más que de ella, que no perezcan nuestras colonias. Sólo ellos podrán ayudar a los europeos a contener a los negros en caso de revuelta. Si ellos se rebelan ese será el fin de nuestras colonias, en las cuales nosotros como cada uno de ustedes, tenemos ciudadanos.” Estamos ya no en la víspera sino en las posteridades de la Bastilla (…)

»Teóricamente ellos tienen derecho a la libertad. Después de los teólogos españoles (esto es: hace dos siglos) y de los filántropos ingleses (es decir, hace años), los franceses amigos de los negros lo aceptan. Y Condorcet, el noble espíritu, calcula y resuelve: dada la idiotez de estas bestias de carga y la fealdad de sus espíritus, él prevé un periodo “de al menos setenta años” entre el día en que arda el Code noir y aquel en que los esclavos puedan ser tratados como libres. Setenta años. Generoso Condorcet. Él compromete su palabra para una generación de esclavos que todavía no había nacido dando así la medida de su coraje y, por antífrasis, la prueba definitiva de la cobardía que se ocultaba detrás de tanta temeridad.»

Aunque quizás nos resulte un tanto excesiva su indignación, no dejan de ser ciertas sus afirmaciones.

Grabado francés del siglo XVIII.
Y, naturalmente, la Naturaleza es blanca...

lunes, 11 de julio de 2022

Benjamin Constant, De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos

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Reproducimos el artículo de Antonio R. Rubio Plo publicado en el blog del Real Instituto Elcano, el 20 de febrero de 2019, con el título Las dos libertades de Benjamin Constant.

Hace doscientos años, el 20 de febrero de 1819, se dio a conocer uno de los más apasionados discursos en defensa de la libertad política. Lo pronunció Benjamin Constant de Rebecque en el Ateneo de París con el título De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Corría el reinado de Luis XVIII, y con él habían vuelto los Borbones a Francia tras la caída de Napoleón, aunque a este monarca no se le debería aplicar estrictamente aquella conocida frase de Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord de que los Borbones no habían aprendido nada ni olvidado nada. La Carta otorgada de 1814 representaba una pequeña apertura hacia un sistema representativo, y en aquel 1819 la presidencia del consejo de ministros la ejercía Élie Decazes, promotor de un liberalismo moderado acosado por los enemigos de uno y otro signo, y patrocinador de un eslogan que se revelaría imposible: “Royaliser la nation et nationaliser les royalistes”, pues la Revolución Liberal de 1830 derribó a la vieja monarquía e instauró la de Luis Felipe de Orleáns, el “rey ciudadano”, bien acogido por Decazes y Constant.

Benjamin Constant fue toda su vida un hombre de contradicciones, sobre todo por el hecho de que llegó a apoyar a Napoleón al retorno de la isla de Elba en 1814, pues se mostró sorprendentemente confiado en que el emperador iba a dotar a Francia de un marco institucional en el que se combinarían legalidad y legitimidad. Era el mismo Constant que un año antes había publicado un enérgico alegato contra Bonaparte con el expresivo título de Del espíritu de conquista y usurpación, pero que luego pareció confiar en que el Acta Adicional a las Constituciones del Imperio, redactada por él mismo a petición del emperador, podría abrir el camino hacia un régimen representativo, con un reconocimiento de la libertad de imprenta y de la existencia de dos cámaras.

El discurso pronunciado hace dos siglos pretende llamar la atención sobre el concepto de libertad, una palabra muy utilizada en la arena política desde las revoluciones inglesas del siglo XVII y consagrada definitivamente por la Revolución Francesa, pero como bien expresaría Charles Dickens en una conocida novela, el sentido de la palabra libertad llegó a ser muy diferente en Londres que en París. La libertad de los antiguos conllevaba la mitificación de Esparta, Atenas o la Roma republicana, y había sido el modelo de los revolucionarios franceses. Constant no cita explícitamente a Maximilien Robespierre, pero está pensando en él y en su gobierno, pues además fue un político que no tuvo reparo en proclamar que “Esparta brilla como la luz entre unas inmensas tinieblas”, una frase pronunciada en mayo de 1794, cuando ya había enviado a su antiguo compañero Georges-Jacques Danton a la guillotina. Sobre este particular, Constant añadía: “Yo sé bien que se ha pretendido seguir de alguna manera las huellas de ciertos pueblos de la Antigüedad, como la república de Lacedemonia, por ejemplo, y de nuestros antepasados los galos, pero con muy poca exactitud”. Continúa diciendo que los lacedemonios o espartanos estaban dominados por una “aristocracia monacal”, la de los éforos que limitaban la autoridad de los reyes y que irían progresivamente acaparando los poderes ejecutivo y legislativo. Subraya que estos magistrados nunca fueron una barrera contra la tiranía, sino otra forma de la misma. Constant pensaba, sin duda, en el Comité Central de Salvación Pública, presidido por Robespierre, e integrado por hombres que se atribuían a sí mismos el más alto de grado de las virtudes cívicas, al tiempo que se arrogaban el derecho de vida y muerte. Se trata de un régimen opuesto al sistema representativo, preconizado por Constant, y que como han hecho otros regímenes posteriores, solía justificar sus actuaciones en base a lo extraordinario del momento. Una vez sometidos o eliminados los enemigos, podría proclamarse la llegada de una edad de oro con el reinado definitivo de la libertad y la justicia. La revolución jacobina ha sido, al igual que otras más próximas en el tiempo, teocrática y guerrera. Es el espejo de quienes viven la contradicción de elevar a la razón a la categoría de diosa, aunque practican métodos de irracionalidad en nombre de una ideología elevada al estatus de nueva y absoluta religión. Suele surgir así un nuevo modelo de tiranía, mucho más temible que las anteriores, si hacemos caso a la visión anticipadora de Denis Diderot al afirmar que el peor de los tiranos es el tirano virtuoso. Pese a las mitificaciones interesadas en las que prevalecen las ideologías sobre los hechos, en los sistemas políticos de la Antigüedad existe una falta de noción de los derechos individuales.

Junto a la libertad de los antiguos, hay que hablar de la libertad de los modernos, que Benjamin Constant define en términos magistrales: “Es el derecho de no estar sometido sino a las leyes, no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos: es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla, y de disponer de su propiedad, y aún de abusar si se quiere, de ir y venir a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de sus motivos o sus pasos: es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y caprichos: es, en fin, para todos el derecho de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticiones o por consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración”.

Podemos observar en este texto que nuestro autor no identifica la libertad de los modernos con la casi exclusiva dedicación de los individuos a sus asuntos privados. Esto sería el triunfo de una mentalidad individualista e insolidaria, la de los happy few, difundida por Stendhal, aquel gran admirador de William Shakespeare. Por el contrario, Constant se anticipa a Alexis de Tocqueville con esta advertencia: “El peligro de la libertad moderna puede consistir en que, absorbiéndonos demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar nuestros intereses particulares, no renunciemos con mucha facilidad al derecho de tomar parte en el gobierno político”. La mala comprensión de la libertad de los modernos desemboca en el debilitamiento de la sociedad civil, cuya existencia es la piedra angular de la verdadera democracia.

Benjamin Constant no era hegeliano. No pretendió hacer una síntesis de la libertad antigua y moderna, pues los derechos individuales pasan también por la participación en los asuntos públicos. Las dos libertades deben ir juntas. Pero, además, en el discurso de 1819 previene contra las promesas halagadoras de felicidad difundidas desde el poder. Lo importante es que el poder practique la justicia, pues ya se encargarán los propios ciudadanos de ser felices. El papel del Estado debe ir en otra línea: “Respetando sus derechos individuales, manteniendo su independencia, no turbando sus ocupaciones, (el Estado) debe, sin embargo, procurarse que consagren su influencia hacia las cosas públicas; llamarles a que concurran con sus determinaciones y sufragios al ejercicio del poder; garantizarles un derecho de vigilancia por medio de la manifestación de sus opiniones y, formándoles de este modo por la práctica a estas funciones elevadas, darles a un mismo tiempo el deseo y la facultad de poder desempeñarlas.”

La Cámara de los Diputados en París hacia 1820.

lunes, 28 de marzo de 2022

Georges Desdevises du Dézert, Ideas de Napoleón acerca de España

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Los acontecimientos actuales nos animan a trastocar una vez más las entregas programadas en Clásicos de Historia. La guerra de Ucrania nos presenta el recurrente escenario de un país con un líder poderoso que quiere dominar/transformar a otro país vecino, ya sea para situarlo en la órbita propia, ya sea para trocearlo y absorberlo en parte. Lógicamente, todo ello por la fuerza de las armas y con los más especiosos pretextos y justificaciones. Son múltiples los paralelos que podríamos establecer, extraer de ese depósito de calamidades que también es la Historia. Hemos escogido la guerra de Independencia española y este breve trabajo del destacado historiador de múltiples intereses Georges Desdevises du Dézert (1854-1942). Corresponsal con Rafael Altamira, una buena parte de su ingente obra la dedicó a temas españoles, lo que le incluye en el selecto grupo de los grandes hispanistas franceses. De hecho se han reeditado en los últimos años su estudio sobre el Príncipe de Viana, y algunos de los tomos de su exhaustiva La España del Antiguo Régimen.

La obra que presentamos se publicó en la Revista Aragonesa en 1908, con ocasión del primer centenario de los sitios de Zaragoza, conmemorados con una Exposición Hispano-Francesa que quería plasmar la reconciliación y la amistad entre los dos antiguos enemigos. En estas circunstancias, Desdevises se interroga sobre Bonaparte: «¿Cómo un genio tan vasto, un espíritu tan maravillosamente lúcido, pudo dejarse arrastrar por una empresa tan insensata?» Y analiza sus planteamientos, sus cambios de intereses, sus errores de cálculo… Y concluye: «Nosotros creemos que el origen de este error procede de la ignorancia extraordinaria que, sobre las cosas de España, todavía se perpetúa en Francia.» Y constata como finalmente, en 1814, «él mismo reconocía la ruina completa de todos sus designios. La vergüenza de esta gran picardía (dice Desdevises en su castizo castellano) empañará siempre la gloria del emperador, y la resistencia opuesta por España a Napoleón servirá siempre de ejemplo a las naciones ávidas de vivir y celosas de su honor.»

Lo que ignoraba entonces nuestro autor es que Francia sufriría pocos años después una invasión y una ocupación semejante, en este caso por parte de los alemanes. Durante la Gran Guerra, Desdevises recogerá sus Récits de guerre, testimonios de los múltiples padecimientos sufridos por la población: documentos, su correspondencia con amigos, colegas y alumnos movilizados, múltiples fotografías que recogen destrucciones y víctimas… Es posible que este afán de recopilar y denunciar la crueldad y la barbarie nos recuerde al del autor de Los desastres de la guerra . Con la mención a uno de sus grabados ha iniciado Desdevises la obra que comunicamos: Goya «representa el águila imperial francesa agitando vanamente sus muñones desplumados y perseguida a pedradas y palos por una muchedumbre rebosando odios y rencores. Una de las alas había quedado en Rusia; la otra en España.»

lunes, 21 de febrero de 2022

Fustel de Coulanges, Alsacia alemana o francesa, y otros textos nacionalistas

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En el prefacio a su Monarchie franque (1888), Fustel de Coulanges (1830-1889) insistía en la imparcialidad como requisito imprescindible en la Historia. «Muchos piensan que resulta útil y conveniente para el historiador, el partir de preferencias, de ideas-clave, de concepciones superiores. Esto, se dice, da más vida a su obra y más encanto; es la sal que corrige la insipidez de los hechos. Pensar así supone tergiversar profundamente la naturaleza de la historia. Ésta no es un arte, sino una ciencia pura. No consiste en contar agradablemente ni en discutir con profundidad. Consiste, como toda ciencia, en observar hechos, analizarlos, juntarlos, subrayar sus vínculos.» Por ello, poco más arriba, ha rechazado la historia hecha desde la ideología (el espíritu de partido) o desde el nacionalismo (el amor de su patria y de su raza): «el patriotismo es una virtud, pero la historia es una ciencia; no se los puede confundir.»

Ahora bien este planteamiento puede resultar difícil de llevar a la práctica. En 1870 Francia entra en crisis con la guerra franco-prusiana: la derrota, el hundimiento del Segundo Imperio, la ocupación alemana, la Comuna, la proclamación de la III República… Fustel, desde la historia, desde el positivismo y desde el liberalismo, se siente interpelado tanto por los acontecimientos, como por la toma de postura de un historiador tan prestigioso como es Theodor Mommsen. Su respuesta, en octubre de 1870, se centrará en la defensa del carácter francés de Alsacia, en cuya capital ocupaba una cátedra, rechazando la argumentación del profesor alemán. Y así podemos observar las dos orientaciones aparentemente contrapuestas del nacionalismo: para unos, como Mommsen, la nación viene determinada por la lengua, la cultura, la raza, con su volksgeist o espíritu del pueblo; para otros, como Fustel o Renan, por la simple decisión de serlo, por la comunidad de ideas, intereses, afectos, recuerdos y esperanzas. Ahora bien, ambas posturas son nacionalistas, ambas contienen idéntico germen de voluntarismo, en ambas la propaganda y la imposición es sobreabundante, y en ambas los individuos quedan subordinados al conjunto, a la nación: y resulta indiferente que ésta sea un fenómeno natural o inducido.

En los siguientes meses, Fustel mantendrá este activismo. Así, dedicará un largo artículo a condenar lo que denomina espíritu de conquista e invasión, con el que caracteriza a Bismarck. En atención a la imparcialidad, lo compara y asimila a la política semejante que, en su momento, llevó a cabo el ministro Luvois, y concluye que del mismo modo que fracasó dicha política en la Francia de Luis XIV, así ocurrirá en la Alemania de Guillermo I. Ahora bien, el nacionalismo francés sigue patente en Fustel, y el rechazo de aquel periodo se compensa con un blanqueo general de la restante historia francesa: «Artois y el Rosellón, legítimamente arrebatados a España, parte de Alsacia adquirida con el consentimiento formal de Alemania.» «Llegó la Revolución Francesa; no sólo había anunciado el deseo de paz, sino que había exigido con ingenuidad la supresión de los ejércitos. Para obligar a la república a volverse guerrera, había sido necesario atacarla primero e invadir su suelo. Es cierto que en represalia había invadido a su vez, pero nunca al menos había anexado una provincia sino por deseo formal de la población. El imperio había cedido entonces al exceso de la guerra; la ambición personal del Emperador había sido sobreexcitada por las incesantes y excesivamente hábiles provocaciones de los poderes monárquicos.»

En otro artículo posterior, tras realizar un juicio extremadamente negativo y nada imparcial sobre la historia y los historiadores alemanes, se justifica del siguiente modo: «Seguramente sería preferible que la historia tuviera siempre un aspecto más pacífico, que siguiera siendo una ciencia pura y absolutamente desinteresada. Quisiéramos verla flotar en esa región serena donde no hay pasiones, ni rencores, ni deseos de venganza. Le pedimos esa encantadora imparcialidad perfecta que viene a ser la castidad de la historia. Seguimos proclamando, a pesar de los alemanes, que la erudición no tiene patria. Quisiéramos que no se pudiera sospechar que comparte nuestros tristes resentimientos, y que no se doblegará ni por nuestras legítimas pesadumbres, ni por las ambiciones de los demás. La historia que amamos es esa verdadera ciencia francesa de antaño (...) La historia de entonces no conocía ni el odio de partido ni el odio racial; buscaba sólo lo verdadero, alababa sólo lo bello, odiaba sólo la guerra y la codicia. No sirvió a ninguna causa; no tenía patria; no promovía la invasión, ni promovía la venganza. Pero hoy vivimos en tiempos de guerra. Es casi imposible que la ciencia conserve su antigua serenidad. Todo es lucha a nuestro alrededor y contra nosotros; es inevitable que la erudición misma se arme con escudo y espada. Durante cincuenta años, Francia ha sido atacada y hostigada por una tropa de eruditos. ¿Podemos culparla por sopesar un poco el parar los golpes? Es bastante legítimo que nuestros historiadores finalmente respondan a estos ataques incesantes, confundan las mentiras, detengan las ambiciones, y, si aun hay tiempo contra la avalancha de esta novedosa invasión, defiendan las fronteras de nuestra conciencia nacional y el contorno de nuestro patriotismo.»

El Temple-Neuf de Estrasburgo tras el asedio prusiano.

lunes, 14 de febrero de 2022

Theodor Mommsen, A los italianos (la guerra y la paz)

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Presentamos esta semana una obra muy menor del gran historiador alemán Theodor Mommsen (1817-1903), autor de muy extensa obra, pero entre la que destaca sin duda el Corpus Inscriptionum Latinarum, proyecto que promovió, desde 1847, para recoger de forma exhaustiva la epigrafía romana (actualmente, unas ciento ochenta mil inscripciones). Sin embargo, quizás su obra más difundida, traducida, reeditada, y todavía hoy de lectura placentera (si no imprescindible) es su gran Römische Geschichte, elaborada con un propósito evidente de divulgar la historia romana entre los lectores cultos, pero no especialistas, de su tiempo. Publicó sus tres volúmenes entre 1854 y 1856, abandonando después el proyecto, por lo que sólo se alcanza hasta Julio César. Sólo más tarde añadió un quinto volumen sobre las provincias, que en realidad constituye una obra independiente. Pero Mommsen, a la par de su ingente obra académica, se implicó activamente en la vida política de su época. Joven, participa en los agitados acontecimientos de 1848, lo que motivará la pérdida de su cátedra en Leipzig. Liberal, nacionalista, y partidario del federalismo, formará parte del parlamento prusiano y después del Reichstag.

Antonio Duplá Ansuategui en su contribución al homenaje en el centenario de nuestro autor, lo caracterizaba así: «En realidad, Mommsen es expresión del nacionalismo alemán de la primera mitad del siglo XIX en su vertiente más liberal, que propugna una línea federativa reformista, a partir de la existencia de una comunidad nacional alemana indudable, pero que no necesariamente juega con la perspectiva de un Estado nacional único y centralizado. Pero el fracaso de 1848 reforzó su desconfianza ante la escasa voluntad reformista de los príncipes alemanes y su esperanza en las posibilidades reformadoras de un Estado nacional alemán centralizado y unificado alrededor de Prusia. Partidario de la “pequeña Alemania”, sin la unificación con Austria, participa del entusiasmo nacionalista ante la unidad alemana, entusiasmo que resulta evidente tanto en sus intervenciones públicas durante la guerra franco-prusiana de 1870, como en la celebración de los logros culturales y materiales derivados de la nueva unidad nacional. Sin embargo, la evolución militarista, radicalmente conservadora y agresiva de cara a la homogeneidad interna del Reich (antisemitismo, represión de las minorías nacionales, etc.) del Estado prusiano en el ultimo cuarto de siglo, provocará su alejamiento de la política activa y claros posicionamientos críticos.»

Y el profesor Duplá recalca «su aparente ambivalencia política: liberal y partícipe activo en 1848, nacionalista y admirador de la tarea nacional de Bismarck y César, pero enemigo del Bismarck más agresivo y de los junkers, así como de los localismos y también del federalismo. Su aspiración a un gobierno nacional fuerte, por encima de los antagonismos de clase, explica sus críticas a los socialistas, pero también a la gran burguesía. De hecho, en un artículo de 1902, al final de su vida, denuncia el autoritarismo y absolutismo prusianos, así como la condena sumaria de los partidos obreros, y aboga por una alianza entre liberales y socialdemócratas frente a la amenaza que representa esa deriva autoritaria. Cabe pensar, en particular a la vista del codicilo de su testamento escrito en 1899, que ante el mundo político circundante el sentimiento final de Mommsen es el de un profundo pesimismo.»

Pues bien, comunicamos el breve folleto de propaganda política que publica en italiano en 1870. Cuando estalla la crisis franco-prusiana, nuestro autor aceptará plenamente la argumentación gubernamental de Berlín: Prusia sólo ha reaccionado ante el injusto ataque del imperio francés. Es por lo tanto una guerra defensiva, en la que la razón está de su parte. Y Mommsen intentará evitar la implicación del reino de Italia en el conflicto, como consecuencia de su relativa dependencia de Napoleón III. Publicará dos artículos en este sentido en la prensa italiana, en los que quiere poner de relieve los opuestos intereses nacionales italianos y franceses. Cuando la derrota del imperio francés es ya evidente, Mommsen, en un nuevo texto más extenso, variará tanto el tono como el propósito. La seguridad de la victoria le lleva ahora a centrarse en el diseño de la paz futura. También aquí se observa su sintonía con los planteamientos oficiales. Prusia no conquista: recupera territorios y poblaciones alemanas, Alsacia y Lorena. Las fronteras futuras que se establezcan, perseguirán exclusivamente la seguridad de Alemania. Europa no debe inquietarse; la federación alemana es esencialmente pacífica, y desea conservar el equilibrio europeo.

La Flaca, 1870

He corregido algunos errores manifiestos en el archivo en pdf.

lunes, 7 de febrero de 2022

Fustel de Coulanges, La ciudad antigua. Estudio sobre el culto, el derecho y las instituciones de la Grecia y de Roma

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El joven Numa Denis Fustel de Coulanges (1830-1889) publica en 1864 La ciudad antigua, obra en la que analiza la evolución de las culturas griega y romana en sus aspectos sociales, jurídicos y políticos, y la hace depender (y aquí radicaba su originalidad) de las profundas transformaciones en las ideas religiosas. Para ello, recoge y relee textos históricos y literarios, y los interpreta en el sentido de su tesis. Naturalmente, su monumental propuesta y sus explicaciones son deudoras de su tiempo, con un racialismo de fondo que le lleva a subrayar el componente ario que le permite establecer coincidencias con la civilización india; una tendencia a delimitar las clases al modo decimonónico; la determinación de los cambios sociales como sucesivas revoluciones… Por otra parte, posteriores generaciones de historiadores han avanzado profundamente en la comprensión de los fenómenos que estudia Fustel, por ejemplo sobre el origen de las ciudades.

Y sin embargo la lectura de La ciudad antigua continúa siendo muy atractiva para el lector medio de historia, y también para los grandes historiadores del siglo XX: Marc Bloch, Fernand Braudel, Jacques Le Goff y tantos más, pusieron de relieve el carácter innovador de Fustel, que supo avanzar propuestas que tardarán en afirmarse. Así, con lo que luego se llamará historia de las mentalidades: «La historia no estudia solamente los hechos materiales y las instituciones; el verdadero objeto de su estudio es el alma humana, y debe aspirar por lo mismo a conocer lo que el alma ha creído, pensado y sentido en las diferentes edades de la vida del género humano.» O la preferencia por la longue durée: «Ha habido en la existencia de las sociedades humanas gran número de revoluciones, de las cuales no se conserva el menor documento, no llamando los escritores la atención sobre ellas, porque se verificarían lenta e insensiblemente y sin luchas visibles; revoluciones profundas y ocultas que removerían el fondo de la sociedad humana, sin que apareciese nada en la superficie y que pasarían desapercibidas para las mismas generaciones en que se habían ido elaborando. La historia no pudo apreciarlas sino mucho tiempo después de acabadas, cuando al comparar dos épocas de la vida de un pueblo encontró entre ellas tamañas diferencias, que demostraron evidentemente haberse verificado una gran revolución en el intermedio que las separaba.»

Pero nuestro autor también resultó polémico a causa de cierta apropiación de su obra con intenciones políticas, ya en el siglo XX. En este sentido, otro gran historiador, el hispanista Pierre Chaunu, al reseñar un estudio sobre Fustel [François Hartog, Le XIXe siècle et l’historie. Le cas de Fustel de Coulanges, París, PUF, 1988, 400 pp.], lo titulaba: Un olvido injusto: «Fustel es “un caso”. El autor de La ciudad antigua sigue siendo el más enigmático de los grandes historiadores del siglo XIX: hay que leerlo. No es La ciudad antigua lo que Fustel hubiera deseado sobre su tumba, sino su obra olvidada Histoire des institutions de l’ancienne France, así como su corpus metodológico. Lean Le cas Fustel de Coulanges. François Hartog escribió un hermoso libro, equitativo, informado, inteligente, un modelo para una disciplina que se sigue buscando: la historia de la historia.

»Una vida que la tuberculosis destruyó: una carrera sin tacha. La Escuela Normal, Atenas, la universidad de Estrasburgo (1860-1870), la consagración a los 34 años, con esa joya, La ciudad antigua, la Normal Superior, el sillón de Guizot en la Academia de Ciencias Morales; no alcanzó el Colegio de Francia y renunció a la Academia Francesa que, gustosamente, lo hubiera recibido. Profesor austero, “practicó firmemente la religión laica del trabajo”. Ese liberal convertido por la terrible lección de la Comuna, como Taine y Renan y muchos más, escribió su testamento unos días antes de morir, el 12 de septiembre de 1889: “Deseo un servicio conforme a la usanza de los franceses, es decir, en la iglesia. La verdad, no soy ni practicante ni creyente. El patriotismo exige que, cuando uno no piensa como sus antepasados, por lo menos, respete lo que pensaron.” Todo está dicho en esas líneas.

»Y eso explica un olvido injusto. El mérito de Hartog es grande. Todo Fustel no se encuentra impreso. Hartog buscó y encontró lo que este hombre meticuloso dejó en sus cajas numeradas, gracias a lo cual (y a la inmensa cultura del autor), todo se ilumina. Sí, dos momentos en esa vida. Antes y después de 1870-1872. Moderado, Fustel es liberal. ¿Cómo hubiera hecho carrera de otro modo? Todo el mundo conoce el papel de la familia y de la religión (pagana) en su sistema de La ciudad antigua, cuyo paradigma se encuentra en las antípodas de nuestra ciudad. Eso fue suficiente para que lo marcaran con el hierro candente del clericalismo. Fustel protestó enérgicamente: “no dejo de comer carne en viernes […] deberían aceptar que un libre pensador tenga el sentido histórico necesario para ver el sentimiento religioso en donde existió.”

»Sí, hasta 1870, Fustel, irreprochable, le presenta sus respetos (los acostumbrados) a la revolución de 1789, por más que en su curso de 1866 diga “que la revolución estaba terminada el 1 de enero de 1789.” La mutación ocurre con la Comuna y la tragedia de la derrota frente a Alemania. Fustel, que no habló alemán nunca, le responde a Mommsen: “Alsacia no es de nosotros, Alsacia está con nosotros”. Fustel vuelve a sus amados estudios, le da la espalda al presente y se lanza con todas sus fuerzas a un combate epistemológico: los textos, todos los textos, leer… y, al final, el hecho, una visión que calca el conocimiento del pasado sobre la manipulación del laboratorio de química. Su feroz objetividad lo corta del presente y, paradójicamente, de los otros sistemas sociales, cuando Fustel es el maravilloso comparatista (arrepentido) de La ciudad antigua. Fustel se acalambra en el gesto de quien pule el cristal de los lentes en un mundo cerrado, estrecho, fraccionado.

»Maurras necesitó mucha inteligencia para descubrir, a partir de los textos incandescentes de La Revue de Deux Mondes (1870-1872), la pasión herida que disimulaba esa parca frialdad. A partir de esos fragmentos, la joven Action Française (1905) se apropió de Fustel y lo consagró como base científica del nacionalismo integral y del patriotismo reconciliador de toda la nación a lo largo de los siglos. Bayet, Bloch, Hauser, Julian protestaron que no era cierto, que Fustel era diferente. Ni modo: Fustel quedó anexado por una derecha dura que decidió que era su maestro.

»¡Lástima que no se publiquen in extenso los tesoros que nos dejó entrever Hartog! Sobre la revolución, ¡qué lucidez! A propósito de la Declaración de los Derechos del 26 de agosto de 1789, leo: “Muy hermosa […] pero totalmente hecha de principios racionales y términos abstractos […] excelente para un pueblo que estuviese enteramente compuesto de metafísicos. ¿Qué tenía de nuevo? Casi nada. La novedad era presentar eso como novedad”. Ya ven, hay que leer.»

[Pierre Chaunu: Un olvido injusto, en Istor, nº 19, invierno de 2004, pp. 177-179]