André Gill, en L'Eclipse (1876) |
Hace unas semanas revisitamos a Don Quijote, y vamos a aprovechar el asueto veraniego para acercarnos a una de las más exitosas secuelas, réplicas, homenajes e imitaciones de la genial obra de Cervantes. Alphonse Daudet (1840-1897) hizo una primera aproximación en este sentido con su Chapatin le tueur de lions, que publicó en Le Figaro en 1863, que completó en 1870, en el mismo diario, aunque con el nombre de su protagonista distinto: ahora es Barbarín de Tarascón; la publicación en un volumen ya con su título definitivo habrá de esperar hasta 1872. El momento histórico en que se forja pudo ser determinante: el declive del segundo imperio francés, la catástrofe de la derrota ante los prusianos y el conflictivo arranque de la tercera república francesa.
Resulta tentador constatar los mimbres de la época en una novela que tiene mucho de mero divertimento, apropiado para olvidar el complicado presente: los característicos burgueses aburguesados que marcan el tono en la sociedad tarasconiana, el arraigado localismo que no hace sombra al nacionalismo francés, la percepción de la Argelia colonial como una prolongación de la propia Francia, en la que el color oriental que busca el protagonista parece destinado a asimilarse a algo semejante al localismo provenzal de Tarascón; los ambiciosos proyectos que basta con enunciarlos y autoconvencerse de que ya se han cumplido…
Jesús Cantera Ortiz de Urbina publicó en 1993 un interesante artículo en el que estudia los paralelos y las diferencias entre Don Quijote y Tartarín. Estas son sus conclusiones:
«Al crear Daudet la figura de Tartarín pretende hacer de este personaje una simbiosis de Don Quijote y Sancho Panza. Su intención es unir en un solo personaje el idealismo caballeresco de Don Quijote y el apego a la vida tranquila que caracteriza a Sancho Panza. En los primeros años del siglo XVII el genio de Cervantes había acertado con la creación de sus dos personajes, símbolo cada uno de una manera muy distinta, si no opuesta, de concebir la vida, dos personajes que, a pesar de su antagonismo, aciertan a convivir en sana y buena armonía. Dos siglos y medio más tarde, en la segunda mitad del siglo XIX el escritor provenzal afincado en París Alfonso Daudet, entusiasmado con el legado de nuestro escritor hispano y pensando en su Provenza (y de manera especial en la ciudad de Tarascón) pretende recrear las figuras de Don Quijote y Sancho, pero fundiéndolas en un solo personaje que además, en lugar de ser manchego, ha de ser provenzal. Así nace Tartarín, simbiosis pretendida de Don Quijote y Sancho.
»En este simpático y curioso personaje pretende aunar Daudet dos concepciones de la vida muy distintas, por no decir antagónicas. En lugar de dos personajes en cierto modo antagónicos, el uno idealista en grado sumo y el otro realista y práctico hasta la médula, un solo y único personaje en el que repetidas veces se entablará una lucha interior entre unas inclinaciones a hacer concesiones a la fantasía y a la vanagloria y unas ganas muy grandes de llevar una vida cómoda y tranquila sin mayores preocupaciones ni problemas.
»Pretende Daudet que en Tartarín coexistan a un tiempo Don Quijote y Sancho Panza. Pero lo cierto es que en Tartarín, que apenas coincide con Sancho, hay muy poco, por no decir nada de Don Quijote. Entre el espíritu idealista y caballeresco de Don Quijote y la fantasía fanfarrona de Tartarín hay un abismo. Tartarín no actúa por idealismo y menos aún por altruismo, sino por vanagloria y empujado por sus conciudadanos. Su fantasía, que dista mucho del idealismo, parece debida en buena medida a una especie de espejismo producido por el sol ardiente de Provenza, espejismo no exclusivo de Tartarín, sino de todo un pueblo. Tartarín no es Don Quijote, ni tampoco es Sancho Panza. Ni siquiera, a nuestro entender, es una simbiosis de esos dos personajes cervantinos. Tartarín es simplemente Tartarín. Una creación muy lograda de Daudet. Pretendiendo unir en una sola persona las dos creaciones de Cervantes, consiguió un éxito que seguramente no pretendía: crear su propio personaje: Tartarín.»
Años después, Daudet volverá a ocuparse de su personaje con Tartarín en los Alpes (1885) y Port-Tarascón (1890). También nos acercan gratamente a las preocupaciones de la época. En la primera Tartarín deberá enfrentarse a una peligrosa organización nihilista, y en la segunda pretenderá establecer una modélica colonia en los mares del Sur.
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