lunes, 24 de abril de 2023

Rosendo Salvado, Memorias históricas sobre la Australia

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El joven benedictino Rosendo Salvado (1814-1900) abandona su Galicia natal como consecuencia de la exclaustración general que siguió a la definitiva implantación del régimen liberal en España. Ingresa en 1838 en el monasterio de la Trinità della Cava, cerca de Nápoles, desde donde partirá en 1845 hacia las lejanas colonias de Australia, cuya ocupación por parte de los británicos se había iniciado apenas medio siglo antes. Junto con un compañero de su orden, también español, tienen el propósito de dedicarse a la conversión y civilización de los aborígenes australianos. Cinco años después, en 1851, y durante una estancia temporal en Roma, publicará en italiano la obra que presentamos, que será traducida con inmediatez al castellano y al francés, alcanzando una considerable difusión. La divide en tres partes: la descripción del continente y la narración del proceso de ocupación y colonización; su peripecia vital en la fundación y desarrollo de la misión de Nueva Nursia; y la exposición de los usos y costumbres de los indígenas. Es decir, una parte geográfica e histórica, otra autobiográfica, y la última de carácter etnográfico.

Estamos en las vísperas del decisivo reparto del mundo que va a caracterizar la segunda mitad del imperialista siglo XIX, que se justifica ―sincera o hipócritamente― en el arduo deber del hombre blanco, obligado a llevar los beneficios de la civilización y del progreso a los pueblos considerados atrasados. Exploradores, comerciantes, intelectuales, soldados y naturalmente políticos, impulsaron y llevaron a cabo este fenómeno globalizador. Pero José Luis Comellas, en su Los grandes imperios coloniales (Madrid 2001), agrega lo siguiente: «Quizá sea el momento de recordar un tipo de hombres que se adentraron en las selvas y desiertos sin intenciones conquistadoras o colonizadoras, y que con gran frecuencia experimentaron vivencias muy parecidas a las de los exploradores… (Aunque) también es cierto que los misioneros se adelantaron muchas veces a los conquistadores y colonizadores, hasta el punto de abrirles camino o prepararles el terreno, en la misma medida que los exploradores de oficio… (En cualquier caso), los misioneros no sólo llegaron antes que los colonizadores , sino que muchas veces se opusieron a ellos; comprendieron mejor que nadie a los indígenas, aprendieron sus lenguas, estudiaron sus costumbres les enseñaron técnicas de cultivo o cultivos nuevos; realizaron una labor educativa mucho antes de que los Estados se ocuparan de ella, crearon escuelas, hospitales y dispensarios.»

Naturalmente, Rosendo Salvado es deudor de los valores e ideas de su época, pero en cualquier caso las Memorias históricas sobre la Australia tienen interés en sí mismas, en buena medida por la curiosidad, perspicacia y capacidad narrativa del autor. Sus descripciones de las prolongadas singladuras oceánicas, de las nacientes ciudades coloniales, de las extensas selvas y desiertos que recorre, y sobre todo de la vida de los aborígenes con los que convive resultan muy atractivas, quizás por la falta de preocupación por el estilo, por el color local. Su naturalidad y llaneza de expresión choca agradablemente con la sobreabundancia de sentimientos y emociones, ya muy desgastados, que todavía predomina en el romanticismo tardío de la época.

Pero destaca además, por el acercamiento desinhibido al aborigen y su cultura, por la empatía e independencia de criterio que muestra. Es interesante su equilibrio, nada común entonces ni ahora, que le permite evitar caer en la Escila del buen salvaje o en la Caribdis del ser inferior. Salvado critica determinadas costumbres y ensalza otras, desde sus propios valores. Pero siempre los percibe, a los indígenas, semejantes, prójimos, personas, y deplora y condena cierta opinión general que detecta: «El carácter físico y moral del australiano ha sido pintado con colores tan falsos, que los más le consideran como el ser más degradado de la especie humana. Se le cree, por lo general, raquítico y mal conformado, y muy parecido a los mismos brutos, llegando algunos a asegurar que no hay la menor diferencia entre un australiano y un orangután. Hasta ha habido, y no uno solo sino muchos, que niegan que el indígena de la Australia esté dotado de un alma racional.» En su contra, afirma radicalmente: «Para nosotros los católicos apostólicos romanos, que creemos firmemente todo cuanto nos enseña la eterna Verdad en los libros sagrados, el género humano se compone de una sola y única especie, la cual fue creada por Dios en el sexto día de la primera semana del mundo, cuando dijo: Faciamus hominem ad imaginem et similitudinem nostram.» Todavía no han publicado sus obras Darwin y Gobineau...

El Museo Universal, 2 de junio de 1861

lunes, 10 de abril de 2023

Juan Fernández de Heredia, Libro de los fechos et conquistas de la Morea

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La obra de esta semana nos muestra la facilidad con la que se puede deteriorar un buen propósito. Jufre de Villardoyn, mariscal del condado de Champaña, promueve una nueva campaña en defensa de los cristianos orientales y por la recuperación de Tierra Santa. Son muchos los intereses que hay que aunar (franceses, alemanes, venecianos, el papado…), y la expedición resultará conflictiva desde su arranque y nunca llegará a Palestina. Trocará sus objetivos idealistas por los más seculares de proporcionarse poder y riqueza en la Romania, el viejo imperio romano de oriente. Tendrán éxito, aunque un éxito trufado de luchas, conflictos y traiciones que devorará a sus protagonistas y sus descendientes durante dos siglos.

La clásica Historia de Imperio Bizantino, de Alexander A. Vasiliev nos sitúa así en el tiempo y lugar: «La cuarta Cruzada es un fenómeno histórico de extrema complejidad, y donde se hallan intereses y sentimientos de variedad máxima. Tales son: un noble impulso religioso, la esperanza de recompensas en la vida futura, el deseo de cumplir proezas morales y la fidelidad a los compromisos contraídos con la Cruzada, todo ello mezclándose a un deseo de aventuras y lucro, a la pasión de los viajes y a la costumbre feudal del combate perpetuo. Pero en la cuarta Cruzada se advierte un rasgo original que, en rigor, ya se había manifestado en las expediciones precedentes: los intereses materiales y los sentimientos profanos tuvieron mucha preponderancia sobre los impulsos religiosos y morales, lo que demostró de manera rotunda la toma de Constantinopla por los cruzados y la fundación del Imperio latino.»

Y más adelante: «La cuarta Cruzada... tuvo como resultado el fraccionamiento del Imperio bizantino y la fundación en su territorio de varios Estados, unos latinos y otros griegos. Los primeros recibieron la organización feudal imperante en el occidente de Europa (…) Todo el siglo XIII transcurrió en continuas lucha de dichos Estados, que efectuaron entre sí las más dispares combinaciones. Ora lucharon los griegos contra los usurpadores francos, turcos y búlgaros; ora unos griegos pelearon con otros griegos, introduciendo nuevos elementos de discordia en la perturbada vida interna bizantina; ora los francos se batieron contra los búlgaros, y así sucesivamente. A estos choques militares seguían alianzas y pactos diversos, en general quebrantados con tanta facilidad como convenidos (...) Un historiador (Neumann) dice: “Todos esos Estados feudales del Occidente, separados unos de otros, no hicieron obra constructiva, sino más bien destructora, y así fueron destruidos ellos mismos. Oriente quedó dueño de la situación en Oriente”.»

Entre las diversas obras a que dio lugar estos conflictivos acontecimientos (el mismo Geoffrey de Villehardouin que hemos citado escribió una crónica de sus hechos), comunicamos en Clásicos de Historia la aragonesa compilada o meramente copiada por Bernardo de Jaca a iniciativa de Johan Ferrandez de Heredia (1310-1396), el gran maestre de la Orden de San Juan de Jerusalén (Hospitalarios o caballeros de Rodas), que jugó un importante papel en la vida política y militar de la Cristiandad del siglo XIV. Y que también contribuyó poderosamente al desarrollo de la cultura occidental con la creación un fecundo scriptorium, en el que se traducen autores clásicos como Plutarco y Tucídides (directamente del griego) y otros latinos, autores modernos como Marco Polo, y se elaboran y compilan otras obras, como la Grant Cronica de Espania y la Crónica de los Conquiridores. Estamos en el siglo XIV, la época en la que entra en su crisis definitiva la Europa medieval, repleta de guerras, epidemias, hambrunas y muerte ―los jinetes del Apocalipsis―, pero en la que entre el desastre general comienzan a germinar las simientes de lo que con el tiempo será el renacimiento.

Un autor anónimo, posiblemente francés helenizado o griego, escribió a principios del siglo XIV una crónica centrada en la historia de los principados latinos de la península de Morea, el antiguo Peloponeso, durante el siglo anterior. Se conservan cuatro versiones diferentes, en griego (es la única versificada), en francés, en italiano, y la que presentamos, redactada en el aragonés literario y cancilleresco de la corte de Aragón, fácilmente comprensible. Esta última es la más extensa ya que mientras que las otras concluyen en 1292 o 1303, ésta prolonga la narración de los acontecimientos hasta 1377, con la cesión temporal de la Morea a la Orden del Hospital, e incluye información sobre las intervenciones de los súbditos de los reyes de Aragón y de Mallorca.

Su lectura nos abruma considerablemente por la reiteración de combates, asedios, reclamaciones y denuncias, rebeldías, envenenamientos, traiciones, y un amplio surtido de tortuosas maniobras para hacerse con el poder y mantenerse en él. Y todo ello relatado fríamente y con sencillez. Sirva como ejemplo el párrafo con el que justifica el abandono de los propósitos de cruzada: «...dixo las nuevas al legado del papa et al capitan de la huest et a los otros caballeros et senyores, como los griegos de Contastinoble habian muerto al emperador et no querian pagar la moneda ni yr en lur conpanya: porque él los pregaba que quisiessen vengar la muerte de los emperadores qui eran estados muertos, et que por la traycion que habian fecho, razonablemente podian tomar el imperio et ferlo lur, pues que los emperadores eran muertos.»

Página de inicio de la obra.

lunes, 3 de abril de 2023

Crónica del rey de Aragón Pedro IV el Ceremonioso

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Jaime Vicens Vives se refería así en 1944 a nuestro protagonista de esta semana: «En la historia del siglo XIV en la Península Hispánica el reinado de Pedro IV de Aragón es equivalente en cuanto a ambiente y en cuanto a propósitos, al de su contemporáneo Pedro I el Cruel de Castilla. Igual afán en ambos para doblegar a la nobleza y afirmar el poder real; igual política integradora y hegemónica; y, para colmo de semejanzas, igualdad de caracteres y de procedimientos. El reinado de Pedro IV fue sumamente borrascoso, y esto no sólo a causa de las circunstancias generales de la época, sino también debido a las peculiares reacciones de su temperamento. Pedro era uno de esos caracteres humanos que subliman todo a lo patético. Astuto, taimado, violento y dramático, se rodeó de un ambiente de tragedia. Para satisfacer su ambición y lograr sus fines, todos los procedimientos le parecieron buenos. Lejos de evitar los conflictos, se complació en envenenarlos y exacerbarlos. Sin embargo, a diferencia de Pedro I ―y esto le salvó de una catástrofe irremediable― tuvo la habilidad suficiente para jugar la carta más fuerte y revestir sus actos de una apariencia legal. Sucesivamente, fue aniquilando a sus enemigos, y al final de su reinado logró ver respetada su autoridad en sus reinos y ampliados sus dominios, que era lo que se proponía. Conocido con el sobrenombre del Ceremonioso, más le corresponde el catalán del Punyalet. Como el puñal fue agudo, implacable, mortífero y felón. No fue amado de sus vasallos ni de la Historia.»

Efectivamente, los historiadores le juzgaron desde antiguo con similar dureza. Así, Jerónimo Zurita: «Fue la condición del rey don Pedro y su naturaleza tan perversa e inclinada al mal, que en ninguna cosa se señaló tanto, ni puso mayor fuerza, como en perseguir su propia sangre. El comienzo de su reinado tuvo principio en desheredar a los infantes don Fernando y don Juan, sus hermanos, y a la reina doña Leonor, su madre, por una causa ni muy legítima ni tampoco honesta, y procuró cuanto pudo destruirlos: y cuando aquello no se pudo acabar por irle a la mano el rey de Castilla, que tomó a su cargo la defensa de la reina su hermana, y de sus sobrinos, y de sus estados, revolvió de tal manera contra el rey de Mallorca, que no paró, con serle tan deudo y su cuñado, hasta que aquel príncipe se perdió; y él incorporó el reino de Mallorca, y los condados de Rosellón y Cerdaña en su corona. Apenas había acabado de echar de Rosellón el rey de Mallorca, y ya trataba como pudiese volver a su antigua contienda de deshacer las donaciones que el rey su padre hizo a sus hermanos: y porque era peligroso negocio intentar lo comenzado contra los infantes don Fernando y don Juan, y era romper de nuevo guerra con el rey de Castilla, determinó de haberlas con el infante don Jaime, su hermano, y contra él se indignó, cuanto yo conjeturo por particular odio que contra él concibió, sospechando que se inclinaba a favorecer al rey de Mallorca: porque es cierto que ninguno creyó, ni aún de los que eran sus enemigos, que el rey usara de tanto rigor en desheredarle de su patrimonio tan inhumanamente; y finalmente, muertos sus hermanos, el uno con veneno y los otros a cuchillo, cuando se vio libre de otras guerras en lo postrero de su reinado, entendió en perseguir al conde de Urgel, su sobrino, al conde de Ampurias, su primo: y acabó la vida persiguiendo y procurando la muerte de su propio hijo, que era el primogénito.»

De igual modo, el imprescindible Juan de Mariana: «La insaciable y rabiosa sed de señorear le cegó y endureció su corazón para que los trabajos y desastres de un rey, su pariente, no le enterneciesen, ni considerase lo mal que parecía un hecho tan feo delante los ojos de Dios y de los hombres.» Jerónimo de Blancas se esfuerza en mejorar su imagen, pero concluye: «A no haberse manchado con la sangre de un hermano, a no haber sido el agente principal de tantas disensiones domésticas, de tantas guerras civiles, podría sin desventaja entrar en parangón con los mejores príncipes. Era ingenioso para excogitar recursos, sagaz en sus proyectos, incansable y resuelto en su ejecución, consumado general, de mucha prudencia, de gran corazón, práctico como el que más en las cosas de la guerra, y el más diestro en valerse de los hombres de su época. Pero tan duro, suspicaz y turbulento, tan singularmente despiadado, tan encarnizado perseguidor de su propia sangre, que aquella superior perspicacia, aquella fogosidad de carácter, parecieron haber producido, a manera de hierbas engañosas, inesperados frutos.» En realidad, es el signo de la época en que vivió, y ya advirtió Baltasar Gracián que «despiértanse unos a otros los reyes, y adormécense también, y, como los coronados pájaros domésticos, se provocan al canto o al silencio. Hasta en la crueldad se compitieron, así como en el nombre se equivocaron los tres Pedros en España.» Naturalmente, los reyes Pedro I de Portugal, Pedro I de Castilla y Pedro IV de Aragón.

En cambio, desde sus valores liberales y románticos, y casi justificando los medios por los fines, Modesto Lafuente escribe: «Don Pedro IV de Aragón es uno de los monarcas a quienes hemos visto llegar por más tortuosos artificios a más provechosos fines. Cuando se piensa en los medios, no se le puede amar; cuando se piensa en los resultados, no puede menos de admirársele. Don Pedro el Ceremonioso fue un rey inmoral que tuvo grandes pensamientos y ejecutó cosas grandemente útiles. Fue una maldad fecunda en bienes, y sin estar dotado de un corazón noble, fue un político admirable y un monarca insigne.» Y ya en el siglo pasado, Andrés Giménez Soler: «Pedro IV enérgico, activísimo y vehemente, reinó durante más de medio siglo y desparramó su actividad sobre toda la Península y sobre las islas adyacentes; fue gran literato, lo mismo en aragonés que en catalán, y mandó componer la historia de su tiempo para dejar recuerdo de él.» «De aquellos cuatro reyes que gobernaron la Corona de Aragón desde 1327 a 1410, el más enérgico y de mayor sentido político fue el segundo, Pedro IV, aunque también, como hombre, el más malo.»

El mismo monarca parece que fue consciente de la mala imagen que arrastró durante su largo reinado, y que quiso contrarrestarla con la Crónica que presentamos, redactada en primera persona, en cuya confección es seguro que intervino personalmente, aunque utilizara a fondo los abundantes secretarios y escritores que siempre tuvo a su disposición, y con los que promovió obras tan destacadas como la Crónica de San Juan de la Peña, que terminaba en el reinado de su padre. Con él comienza la Crónica de su vida, narrando especialmente su expedición a Cerdeña, que parece considerar premonitorias de las que él mismo llevará a cabo en aras a recuperar para la Corona los territorios que considera injustamente perdidos: el reino de Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña, las posesiones italianas… y las cedidas por su padre a distintos parientes. Y del mismo, los privilegios que han arrancado los nobles durante los anteriores reinados, y que dan lugar a duros enfrentamientos con el rey en Aragón y en Valencia, hasta su definitivo sometimiento. El último libro de la obra da la impresión de ser posterior, y se centra en la atroz guerra de los dos Pedros, entre Castilla y Aragón, en la que siempre llevó las de perder, hasta su triunfo final.

Ceremonial de la Coronación de Pedro IV. Versión aragonesa.