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jueves, 21 de agosto de 2025

Francis Yeats-Brown, La jungla europea

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AHORA EN INTERNET ARCHIVE 

La primera guerra mundial fue el final de una época; pero también su lógica (aunque no necesaria) consecuencia. La amalgama de liberalismo, capitalismo, imperialismo y positivismo secularizador fraguó y cristalizó en unos nacionalismos exacerbados más o menos racistas y eugenistas. La Gran Guerra fue la culminación, el enfrentamiento aparentemente definitivo en pos de la supremacía, entre unas naciones ricas, orgullosas de sus logros y convencidas todas ellas de su propia superioridad. Las consecuencias fueron atroces; la destrucción humana, material y moral tuvo tales dimensiones, que no hubo en realidad vencedores, sino grados diversos de vencidos.

La misma civilización europea, sin renunciar en absoluto a sus notas características derivadas de la modernidad, se encontró ante la necesidad de transmutarse, dotándose de nuevos paradigmas que proporcionaran nuevas explicaciones totales de la realidad, y que propusieran, como certezas absolutas, proyectos políticos rigurosos para resolver de forma definitiva las lacras y conflictos de las sociedades mediante su movilización permanente. Nacieron así los primeros totalitarismos: el comunismo, el fascismo, el nazismo... Y así al nacionalismo se le unió la ideología como origen de conflictos, lo que los hizo más complejos: la lealtad nacional convivió (muchas veces con dificultad) con la lealtad ideológica.

El periodo de entreguerras fue el caldo de cultivo perfecto en el que se incubó todo lo anterior. El desprestigio total de lo viejo, la persecución de soluciones revolucionarias, la asunción de la violencia como medio necesario para alcanzar ese nuevo mundo perfecto que se propone, trazaron un camino patente, al mismo tiempo temido y deseado, hacia la catástrofe, la reanudación de la guerra interrumpida con el armisticio de 1918. Tras el inicio de la gran depresión, durante los años treinta, la angustia o esperanza por lo que se ve venir crece de manera definitiva. En Clásicos de Historia incluimos en su día a tres españoles que nos transmitieron su personal mirada y reflexión sobre esta conflictiva Europa: el periodista Manuel Chaves Nogales, el catalanista Francisco Cambó, y el comunista Andrés Nin.

A ellos se les une ahora Francis Yeats-Brown (1886-1944), que podemos considerar un acabado ejemplo de las contradicciones de su tiempo: firmemente británico pero cosmopolita (nació en Italia, hijo de un cónsul inglés); militar, periodista y escritor; racista y eugenista (como los tradicionales radicales de izquierda) pero conservador que flirtea con el fascismo y el nazismo, los admira y recomienda... mientras no supongan un perjuicio para Gran Bretaña; deplora el maltrato a los judíos, pero acepta buena parte de la propaganda antijudía; en fin, profundamente atraído por la filosofía y tradiciones orientales, pero acérrimo defensor del Imperio Británico (y no deja de advertir alguna contradicción al respecto: «somos hipócritas en este asunto: excluimos a los indios de nuestros clubes, mientras esperamos que glorifiquen nuestro Imperio.»)

En La jungla europea, publicada en 1939, podremos observar cómo el mundo —y las mismas personas, como el autor— se sumieron en una confusión general en la que los valores, creencias y lealtades se trocaban con gran velocidad. La visión simplista, de buenos y malos perfectamente separados, que ha acabado haciéndose dominante, especialmente en los mass media y entre políticos y profesores, tiene poco que ver con lo que nos transmiten los documentos de la época, incluso cuando obedecían a estrictas intenciones de agit-prop. Es lo que tienen las llamadas memorias histórica o democrática, es decir, la manipulación del pasado para dominar el presente.

* * *

Aunque fue un abundante escritor, la fama de Yeats-Brown se asentó sobre todo en su libro The Lives of a Bengal Lancer (1930), en el que narra su vida, con poco más de veinte años, en el 17.° Regimiento de Lanceros Bengalíes en la Frontera Noroeste de la India Británica, en los años anteriores a la Gran Guerra. El libro fue un auténtico best seller, lo que propició su conversión en una película de aventuras, con el mismo título (En España, Tres lanceros bengalíes), dirigida por Henry Hathaway y protagonizada por Gary Cooper. Aunque fue nominada en 1935 a siete premios Óscar, sólo ganó uno, el de Asistente de dirección. Yeats-Brown siempre deploró las considerables libertades que se habían tomado con su obra.

En una reseña periodística de la biografía que publicó su primo John Evelyn Wrench en 1948, cuatro años después de su muerte, se sintetizaba así la vida de nuestro autor:

«Para el mundo en general, Francis Yeats-Brown es probablemente más recordado como el autor de Bengal Lancer, pero como soldado, aviador, periodista, autor y estudioso de la vida y el pensamiento orientales, fue un hombre de amplios intereses y profundo conocimiento, y un colaborador original en muchos campos. En este estudio sobre él realizado por su primo, Sir Evelyn Wrench, se le ve como cadete en Sandhurst y luego como joven subalterno en la India, sensiblemente consciente de los peculiares problemas que planteaba ese gran país, problemas tanto materiales como espirituales, a cuya consideración aún dedicaba su mente al final de su vida. Tras ser transferido al Real Cuerpo Aéreo en los primeros años de la Primera Guerra Mundial, fue capturado por los turcos y sufrió muchas privaciones antes de regresar finalmente a Inglaterra en 1918.

»Tras un período adicional de servicio en la India, se dedicó a la escritura y al periodismo, convirtiéndose en colaborador habitual del Spectator y, ocasionalmente, de otras publicaciones sobre diversos temas. También comenzó a escribir libros, y Sir Evelyn Wrench, con la ayuda de sus cartas y notas, ofrece un fascinante relato del trabajo que produjo Bengal Lancer, además de describir su amistad con Lawrence de Arabia, Henry Williamson y otras figuras literarias de la época. La agitación internacional de los años treinta lo llevó a centrarse en el problema de asegurar la paz, pero cuando llegó la guerra, regresó a la India para escribir Martial India, un relato de la contribución del Dominio a la lucha. Poco después de regresar a Inglaterra, falleció en 1944, tras una vida cuyo colorido y diversidad no lograron ocultar a sus familiares y amigos la búsqueda fundamental de la realidad que subyacía en todas sus actividades.»

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Emery Kelen (1896-1978) y Alois Derso (1888-1964) fueron dos dibujantes húngaros de origen judío que trabajaron juntos desde 1922. Antes de establecerse en Estados Unidos, colaboraron desde Ginebra con la revista norteamericana Ken, de la que efectuamos en su día una selección de sus ilustraciones, que titulamos Antes de la catástrofe. Caricaturas políticas en la revista Ken. 1938-1939. Los dos ejemplos que reproducimos aquí, publicados en marzo y junio de 1938, pueden servir de óptima ilustración de La jungla europea. Muestran el contraste y la tensión entre una cierta visión idílica y la dura situación real de Europa, que muchas veces aparece en las páginas de Yeats-Brown.

NUEVA LILIPUT.
Halifax dice a Chamberlain:
«No le tengas miedo, lo conozco muy bien… ¡Es vegetariano!»

LA DECADENCIA DE OCCIDENTE
Halifax refiriéndose a Chamberlain:
«No disparen al pianista. Lo hace lo mejor que puede.»

viernes, 1 de noviembre de 2019

Abraham Ortelius, Theatro del orbe de la Tierra

Abraham Ortelius

Los mapas  |  CBZ  |
Primera edición castellana,1588, ejemplar sin colorear  |  PDF  |
Edición castellana de 1612, ejemplar coloreado  |  PDF  |

Presentamos el primer gran Atlas moderno, publicado en 1570, en Amberes y en lengua latina por Abraham Ortelius (1527-1598), con el título Theatrum orbis terrarum. Su éxito fue rápido y constante, lo que multiplicó las ediciones (siempre con la adición de nuevos mapas) y las traducciones a las principales lenguas: holandés (1571), alemán (1572), francés (1572), español (1588), inglés (1606) e italiano (1608). Y también incentivó la confección de otras obras relacionadas, como nuestra conocida Civitates orbis terrarum, de Braun y Hogenberg, que inició su publicación sólo dos años después. La traducción española fue realizada por el franciscano residente en Lovaina Balthazar Vicentius, y fue impresa en Amberes por Cristóbal Plantino, que le añadió la siguiente dedicatoria al futuro Felipe III, con la correspondiente alabanza de autor y obra:

«Al príncipe de España don Felipe de Austria, Cristóbal Plantino, humilde vasallo y criado del rey Católico su padre nuestro señor, salud y prosperidad entera para la gloria de Dios y bien público de la Cristiandad. En esta ciudad vive Abraham Ortelio, varón bastante para comprehender con el ánimo e ingenio toda la redondez del mundo, así lo desierto como lo poblado, con el mar que todo esto abraza y baña, y no menos para andarlo y peregrinarlo él mismo por su persona, si la facultad conformara con su deseo. Este ciudadano nuestro, que yo por sus virtudes y artes buenas tengo en lugar de hermano muy amado, publicó los años pasados un libro intitulado Theatrum orbis, en lengua latina, y lo dedicó al católico rey don Felipe, nuestro señor, padre de vuestra alteza, a quien principalmente convenís la dedicación de semejante obra, como a su propio señor y rey, so cuyo dominio y gobierno Dios ha puesto la mayor parte de todo cuanto se habita en el continente e islas del tierra. El estudio, cuidado y trabajo que el dicho autor puso en componer con buen orden una obra tan grande, tuvo el suceso que merecía su calidad, porque ha dado mucho contento a todos los hombres en todas las naciones de la Cristiandad; en especial a cuantos entendían la lengua latina, en que los razonamientos del tal libro estaban escritos.

»Y al rey nuestro señor, Padre de vuestra alteza, agradó tanto, que conforme a su real ánimo y propósito perpetuo de premiar a todos los bien ejercitados en artes provechosas y buenas disciplinas, le hizo merced del título de Cosmógrafo Real en todos sus estados. Y porque entre todas las gentes que ahora viven en el mundo, ninguna hay que más haya navegado los mares de él, ni costeado y calado la tierra, que los naturales de España, y muchos de ellos pudiendo aprovecharse de este libro tanto a propósito de su inclinación y ocupación, por carecer de lengua latina, no sienten el gusto y provecho que podrían sacar, determiné yo (con voluntad y beneplácito del autor) traducir en castellano lo que los romancistas desearían tener traducido, y comunicarlo con todas las naciones de España, que comúnmente entienden castellano, por la afección que siempre les he tenido y tengo en particular, allende las generales obligaciones de ser hijos de una Iglesia católica romana, y vivir todos nosotros debajo de un dominio y gobierno de un mismo rey y señor propio natural.

»Pues el mismo consejo y propósito que movió a Abraham Ortelio a ofrecer esta obra en su principio latino a la majestad del rey católico, padre de vuestra alteza, es el que también me ha movido y obligado a mí a presentarla ahora ya más crecida, y enseñada a hablar en romance, a vuestra alteza, a quien Dios ha dado la sucesión venidera del gobierno de la tierra que su padre tiene, y deseamos que por muchos años tenga con toda felicidad. Porque entre tanto que la edad de vuestra alteza creciendo se ejercita en aprender la lengua latina, y las demás que para el ministerio de su vocación fueren convenientes, por su recreación y pasatiempo vea a ratos la composición de esta casa común que el Creador aderezó para morada de los hombres mortales, y reconozca las partes de ella que a los señoríos de su padre y suyos, como de participante y sucesor legítimo, pertenecen. Porque los grandes varones y príncipes suelen tener por pasatiempo y recreación lo que los particulares tienen por bastante, grave y perpetuo estudio y oficio. Y esto está bien a su grandeza y al buen expediente de los cargos que de Dios recibieron en la tierra, para ganar después con ellos gloria e inmortalidad en los cielos, y memoria perpetua entre los hombres.

»A vuestra alteza, pues, humildemente suplico, reciba con su gracia de príncipe hijo de tal padre, el pequeño presente y servicio que este pobre criado de ambos con su poca facultad le ofrece con ánimo enteramente devoto y leal. De Amberes, a 11 de mayo de 1578.»

Junto con las ediciones de 1588 y 1612, presentamos una colección de los grabados de ambas con el apéndice de geografía de la Antigüedad de la segunda, en formato cbz. El archivo puede visionarse cómodamente con aplicaciones gratuitas como GonVisor o Mcomix, o simplemente extraer las imágenes.

viernes, 25 de octubre de 2019

Georg Braun y Franz Hogenberg, Civitates orbis terrarum

Joris Hoefnagel

Selección de los grabados  |  CBZ  |
Civitates orbis terrarum,1572  |  PDF  |
De praecipuis, totius universi urbibus, liber secundus, 1575  |  PDF  |
Urbium praecipuarum totius mundi, liber tertius, 1581  |  PDF  |
Urbium praecipuarum totius mundi, liber quartus, 1588  |  PDF  |
Urbium praecipuarum mundi theatrum quintum, 1596  |  PDF  |
Theatri praecipuarum totius mundi urbium liber sextus, 1617  |  PDF  |

Extractamos y traducimos el texto correspondiente del excelente Historic Cities. «El primer volumen de Civitates Orbis Terrarum se publicó en Colonia en 1572. El sexto y último volumen apareció en 1617. Este gran atlas de ciudades, editado por Georg Braun y grabado en gran parte por Franz Hogenberg, llegó a contener 546 panorámicas, vistas de pájaro y mapas de ciudades de todo el mundo. Braun (1541-1622), un clérigo de Colonia, fue el editor principal de la obra, y contó en este proyecto con el apoyo e interés continuo de Abraham Ortelius, cuyo Theatrum Orbis Terrarum de 1570 fue el primer atlas verdadero, una sistemática y completa colección de mapas de estilo uniforme. El Civitates, de hecho, estaba destinado a ser un acompañante del Theatrum, como lo indica la similitud en los títulos y las referencias contemporáneas sobre la naturaleza complementaria de las dos obras. Sin embargo, el Civitates fue diseñado con un enfoque más popular, sin duda porque la novedad de una colección de planos y panorámicas de las ciudades suponía una empresa comercial más arriesgada que un atlas mundial, para el que había un buen número de precedentes exitosos.

»Franz Hogenberg (1535-1590) era hijo de un grabador de Munich que se instaló en Malinas. Grabó la mayoría de las planchas del Theatrum de Ortelius y la mayoría de las del Civitates, y quizás fue el responsable de iniciar el proyecto. Más de un centenar de artistas y cartógrafos diferentes grabaron las placas de cobre de las Civitates a partir de dibujos previos. El más destacado de ellos fue el artista de Amberes Georg (Joris) Hoefnagel (1542-1600), que no sólo contribuyó con la mayor parte del material original para las ciudades españolas e italianas, sino que también reelaboró y modificó el de otros contribuyentes. Tras la muerte de Hoefnagel, su hijo Jakob continuó el trabajo para las Civitates. Se copiaron muchas planos inéditos de ciudades de los Países Bajos de Jacob van Deventer (1505-1575), también conocido como Jacob Roelofszof, al igual que los grabados en madera de Stumpf de la Schweizer Chronik de 1548, y las vistas alemanas de Munster, de las ediciones de 1550 y 1572 de su Cosmographia. Otra fuente importante de mapas fue el cartógrafo danés Heinrich van Rantzau (1526-1599), más conocido bajo su nombre latino Rantzovius, que proporcionó mapas del norte de Europa, especialmente de las ciudades de Dinamarca.

»Braun añadió a los mapas figuras con vestimentas características de la zona. Este recurso ya había sido anticipado en la vista grabada de Nuremberg, obra de Hans Lautensack en 1552, en la que esos grupos de ciudadanos situados en un primer plano, fuera de la ciudad, proporcionan más autenticidad a los detalles topográficos altamente precisos de la que efectivamente era entonces la capital cultural de Alemania. Sin embargo, los motivos de Braun para agregar figuras a las panorámicas fueron más ambiciosos: como indicó en su introducción al libro I, creía, tal vez con optimismo, que sus planos no serían analizados en busca de secretos militares por los turcos, ya que su religión les prohibía mirar representaciones de la forma humana. Las Civitates proporcionaron una visión integral única de la vida urbana a comienzos del siglo XVI. Las estampas, cada una acompañada por el relato impreso de Braun de la historia, la situación y el comercio de la ciudad, forman un completo compendio para los viajeros de sillón. En 1621, en su The Anatomy of Melancholy, el erudito Robert Burton afirmó que examinar esos libros de ciudades, proporcionados por Braun y Hogenberg, no sólo proporcionaría instrucción sino que también elevaría el espíritu.»

Junto con las obras originales, presentamos una selección de unos cuatrocientos grabados, en su mayoría coloreados, en formato cbz. El archivo puede visionarse cómodamente con aplicaciones gratuitas como GonVisor o Mcomix, o simplemente extraer las imágenes.


viernes, 21 de diciembre de 2018

Bartolomé y Lucile Bennassar, Seis renegados ante la Inquisición


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El pasado 8 de noviembre falleció el historiador francés y gran hispanista Bartolomé Bennasar, miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia, y con una extensa y variada obra en su haber. En 2005, al hacerse eco (Revista de Libros) de la publicación de su La Guerre d'Espagne et ses lendemains, otro egregio hispanista, el norteamericano Stanley G. Payne, lo caracterizaba así: «Un nuevo libro de Bennassar constituye siempre un acontecimiento especial, ya que no es sólo el más prolífico de los hispanistas franceses, sino también el de mayor alcance y el más versátil. Es un especialista en la historia de España en la época moderna que ha contribuido, asimismo, con importantes estudios a la historia contemporánea. Entre sus numerosísimas obras, Bennassar es conocido sobre todo, probablemente, por su ingente estudio sobre la región de Valladolid en el siglo XVI (1967), por su historia de la Inquisición (1979) y por su penetrante análisis sociocultural L'homme espagnol: attitudes et mentalités du XVIeau XIXe siècle (1975). Su dedicación a la historia contemporánea es más reciente: su biografía Franco (1995) es un relato equilibrado y objetivo del anterior Jefe del Estado, mientras que su breve Franco: enfance et adolescence (1999) es el mejor tratamiento escrito en ningún idioma sobre las tres primeras décadas de vida de Franco.»

En sentido homenaje, Clásicos de Historia quiere comunicar una pequeña parte de la luminosa obra que Bartolomé Bennassar junto con su esposa Lucile dedicaron en 1989 a Los cristianos de Alá. La fascinante aventura de los renegados, cuya traducción de José Luis Gil Aristu data del mismo año, y que desgraciadamente ya no se cita en la página web de la Editorial Nerea, que la publicó en nuestro país. Confiemos en una próxima reedición y, mientras, recomendamos su lectura en bibliotecas públicas, o su adquisición de segunda mano. In memoriam, reproduciremos solamente las seis historias particulares de renegados de distinto origen (un manchego, un portugués, un languedociano, un ferrarés, un siciliano y un segoviano), reconstruidas a partir de los exuberantes archivos de las distintas Inquisiciones que estudiaron sus casos y magistralmente reconstruidas por los autores. Su origen, su trayectoria vital, y su destino posterior no pudo ser más variado. Pero la obra es mucho más que estas peripecias individuales. En la segunda parte (Historia plural: las series) y en la tercera (Sueño turco y nostalgia cristiana), completa el estudio del fenómeno de los renegados, reconciliados o no, que tuvo una considerable incidencia durante toda la Edad Moderna: los Bennassar añaden en anexo un extenso listado que recoge los nombres y datos básicos de 461 renegados españoles que en algún momento posterior comparecieron ante los tribunales de la Inquisición.


Viñeta de Bob de Moor

jueves, 23 de agosto de 2018

Tratados internacionales del siglo XVII. El fin de la hegemonía hispánica


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En su España en la crisis europea del Seiscientos (1997), Vicente Palacio Atard escribía: «La Cristiandad postrenacentista que pareció perfilarse después del Imperio de Carlos V, y con cuyo proyecto la Monarquía hispánica se identificó, se vio contestada por el proyecto de modernidad que afectaba, entre otras cosas fundamentales, al sistema de relaciones entre potencias y a la libertad o dominio de los mares. La crisis europea del Seiscientos se centra en el antagonismo de las Casas de Habsburgo y de Borbón, pero en ella se involucran la crisis interna del Imperio alemán, que no había logrado soldarse en una firme unidad, y donde los príncipes territoriales estaban muy lejos de hacer causa comúncon el Emperador por motivos confesionales ―Reforma, Contrarreforma― y también por rivalidades políticas de poder. La crisis europea y la crisis del Imperio constituyen un complejo y doble problema, cuyos datos se entrecruzan y alcanzan su momento culminante en los tratados de Westfalia. Pero hay también otros elementos concurrentes: la rebelión de las Provincias Unidas y las revoluciones inglesas que se proyectan sobre aquella Europa.

»En la actitud de España ante Europa en el siglo XVII cabe distinguir dos tiempos. En el primero, hasta Westfalia, España pretendió sostener una política universal de iniciativas múltiples para asegurar el principio hegemónico, porque en su reputación (concepto que en aquellos tiempos equivale a lo que llamamos prestigio) se asienta el reconocimiento de su poder y su voluntad de hacerlo efectivo. En el segundo período, hasta el final del reinado de Carlos II y la crisis sucesoria entonces planteada, España está a la defensiva, intentando sostenerse, con sus maltrechas fuerzas, de los zarpazos de Francia que, bajo la sombra del Rey Sol, trata de imponer una nueva versión del principio hegemónico, aunque las resistencias que provocará esta hegemonía francesa alentarán el tímido avance de la idea del equilibrio sugerido en Westfalia, pero al que se llegaría tras las guerras de Luis XIV en los tratados de Utrecht.»

Presentamos una selección de los principales acuerdos internacionales que dan testimonio de este progresivo retroceso de la Monarquía hispánica. Se constatan los esfuerzos por lograr la tan ansiada paz, pero al mismo tiempo, los resultados de unas paces cada vez más impuestas, con unas condiciones cada vez más leoninas. Incluimos el Tratado de Londres entre España e Inglaterra (1604), la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas (1609), las Paces de Westfalia entre España y las Provincias Unidas, entre el Sacro Imperio y Francia, y entre el Sacro Imperio y Suecia (1648), la Paz de los Pirineos entre España y Francia (1659), el Tratado de Lisboa entre España y Portugal (1668), la Paz de Nimega entre España y Francia (1678), los Tratados de Ryswick entre España y Francia, entre Francia y Gran Bretaña, y entre Francia y el Imperio (1697), y por último los dos Tratados de partición de la monarquía española entre Francia, Gran Bretaña y Provincias Unidas (1698 y 1700).

domingo, 22 de febrero de 2015

John Maynard Keynes, Las consecuencias económicas de la paz

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«Me aparto de esta escena de pesadilla», parece que dijo Keynes al primer ministro Lloyd George tras presentar su dimisión en 1919 como miembro de la delegación británica en la Conferencia de París. Ésta procuraba resolver definitivamente los problemas derivados de la Gran Guerra, con la sola participación de las potencias supuestamente victoriosas. Y a su jefe, el ministro de Hacienda británico Austen Chamberlain, le escribió: «¿Cómo puede pretender que yo continúe presenciando esta farsa trágica, tratando de poner los cimientos, como dijo un francés, d'une guerre juste et durable?» John Maynard Keynes (1883-1946) era entonces un prestigioso economista, profesor en Cambridge, que había ocupado importantes puestos en el Tesoro durante la guerra, aunque todavía no publicado sus obras capitales: Tratado sobre el dinero (1930) y Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero (1936).

Su portazo fue consecuencia del diktat, la paz cartaginesa (en palabras del autor) que se les impuso a las potencias derrotadas: pérdidas territoriales, de población y de recursos; y al mismo tiempo, una exigencia de ingentes reparaciones a las que, privadas de lo anterior, les iba a resultar difícil, cuando no imposible, responder. El trato más duro se reservó a Alemania. El mismo tratado que se le presentó establecía en el artículo 232 lo siguiente: «Los gobiernos aliados y asociados reconocen que los recursos de Alemania no son suficientes, teniendo en cuenta la disminución permanente de tales recursos que resultará de otras disposiciones del presente Tratado, para hacer una reparación completa de todas aquellas pérdidas y daños.» Pero a continuación añadía: «Los gobiernos aliados y asociados exigen, sin embargo, y Alemania se compromete, a que ella recompensará todos los daños causados a la población civil de las Potencias aliadas y asociadas y a su propiedad, durante el período de beligerancia de cada una de ellas, como Potencia aliada o asociada contra Alemania por tal agresión, por tierra, por mar y por aire, y en general todo daño...»

Keynes, de regreso al mundo académico, se apresuró a redactar la obra que presentamos, que fue publicada ese mismo año. Tuvo una repercusión considerable, y fue rápidamente traducido a las principales lenguas. La tesis central era lo absurdo de las condiciones impuestas a Alemania, a las que considera no sólo injustas, sino además altamente perjudiciales para los propios intereses de los países vencedores. «La política de reducir a Alemania a la servidumbre durante una generación, de envilecer la vida de millones de seres humanos y de privar a toda una nación de felicidad, sería odiosa y detestable, aunque fuera posible, aunque nos enriqueciera a nosotros, aunque no sembrara la decadencia de toda la vida civilizada de Europa. Algunos la predican en nombre de la justicia. En los grandes acontecimientos de la historia del hombre, en el desarrollo del destino complejo de las naciones, la justicia no es tan elemental. Y si lo fuera, las naciones no están autorizadas por la religión ni por la moral natural a castigar en los hijos de sus enemigos los crímenes de sus padres o de sus jefes.»

El pesimismo del autor es patente a lo largo de Las consecuencias económicas de la paz. Ante la sorprendente despreocupación (o desconocimiento) de aquellas por parte de los gobiernos europeos, efectúa un estudio económico de la situación de cada país. El resultado es lastimoso, y las amenazas de hambrunas (como ya apunta en Rusia), caída aplastante de la producción, desempleo generalizado..., y sobre todo el «resultado inevitable de la inflación», que «no es meramente un producto de la guerra, del cual pueda ser remedio la paz, sino que es un fenómeno persistente cuyo término no se ve.» Y ante esta situación, ¿cuáles son los remedios? Keynes propone una matizada revisión del Tratado que, entre otros aspectos, limite drásticamente las reparaciones exigidas, cree una Unión librecambista para la recuperación del comercio internacional, cancele las ingentes deudas contraídas entre los aliados a causa de la guerra, y establezca un empréstito internacional para la reconstrucción de Europa (del que, naturalmente, deberá hacerse cargo Estados Unidos).


Los Cuatro Grandes

lunes, 1 de diciembre de 2014

Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma

Retrato por Cornelisz Vermeyen (Londres, National Gallery), con una miniatura de Gattinara

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Se dice que el duque de Borbón arengaba así a sus tropas, a las puertas de Roma: «Yo hallo muy ciertamente, hermanos míos, que ésta es aquella ciudad que en los tiempos pasados pronosticó un sabio astrólogo diciéndome que infaliblemente en la presa de una ciudad el mi fiero ascendente me amenazaba la muerte. Pero yo ningún cuidado tengo de morir, pues que, muriendo el cuerpo, quede de mí perpetua fama por todo el hemisferio.» (citado por Menéndez Pelayo en su Historia de los Heterodoxos). Y se cumplió el pronóstico, y se produjo el decisivo saco de Roma de 1527: el ejército del emperador humilló la Urbe, caput mundi del viejo imperio y del mundo cristiano. Muchas trayectorias variarán en consecuencia, en lo político, en lo religioso y en lo cultural...

Pues bien, Alfonso de Valdés (1490-1532), humanista como su hermano Juan, el autor del Diálogo de la lengua, escribe a su admirado Erasmo: «El día que nos anunciaron que había sido tomada y saqueada Roma por nuestros soldados, cenaron en mi casa varios amigos, de los cuales unos aprobaban el hecho, otros le execraban, y, pidiéndome mi parecer, prometí que le daría in scriptis, por ser cosa harto difícil para resuelta y decidida tan de pronto. Para cumplir esta promesa escribí mi diálogo De capta et diruta Roma en que defiendo al césar de toda culpa, haciéndola recaer en el pontífice, o más bien en sus consejeros, y mezclando muchas cosas que tomé de tus lucubraciones, oh Erasmo. Temeroso de haber ido más allá de lo justo, consulté con Luis Coronel, Sancho Carranza, Virués y otros amigos si había de publicar el libro o dejarle correr tan sólo en manos de los amigos. Ellos se inclinaban a la publicación, pero yo no quise permitirla. Sacáronse muchas copias, y en breve tiempo se extendió por España el Diálogo, con aplauso de muchos» (Ibid.)

Rafael Altamira  nos presenta a nuestro autor así: «Entre los erasmistas (españoles), distinguióse en los primeros años del reinado de Carlos I un escribiente de la cancillería llamado Alfonso de Valdés, que luego ocupó el cargo de secretario del monarca. Merced a esto, pudo favorecer y defender grandemente a Erasmo contra sus perseguidores en España y difundió los escritos del humanista alemán, incluso costeando ediciones de su peculio. El asalto y saqueo de Roma le dieron motivo para escribir un diálogo en que, además de sincerar al rey de la parte de culpa que podía corresponderle en aquel hecho, y de considerar éste como justo y natural castigo de la corrupción de la curia romana, desliza proposiciones evidentemente análogas a otras protestantes, por lo cual le consideran hoy muchos autores como uno de los primeros reformistas españoles, aunque su doctrina no es acentuada ni explícita.» (Historia de España y de la civilización española).

La finalidad de la obra es doble, política y religiosa, y siempre en defensa de objetivos reformistas para mejorar la sociedad, eliminando las lacras que la corrompen. Ahora bien, la solución que se propone es la intervención decisiva del podre temporal, del emperador: «―Vos querríais, según eso, hacer un mundo de nuevo.―Querría dejar en él lo bueno y quitar de él todo lo malo.―Tal sea mi vida. Pero no podréis salir con tan grande empresa.―Vívame a mí el Emperador don Carlos y veréis vos si saldré con ello.» Esta consideración resulta de un modernidad inquietante, signo y anuncio de los derroteros que va a seguir Occidente, y presentes aún en nuestros días...



miércoles, 2 de abril de 2014

Carlos V, Memorias

Cranach, Carlos V
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Es Carlos V el que dicta en 1552:

«Esta historia es la que yo hice en romance, cuando vinimos por el Rin, y la acabé en Augusta; ella no está hecha como yo quería. Y Dios sabe que no la hice con vanidad, y si de ella Él se tuvo por ofendido, mi ofensa fue más por ignorancia que por malicia; por cosas semejantes Él se solía mucho enojar, no querría que por ésta lo hubiese hecho ahora conmigo. Así por ésta como por otras ocasiones no le faltarán causas. Plegue a Él de templar su ira, y sacarme del trabajo en que me veo. Yo estuve por quemarlo todo, mas porque si Dios me da vida confío ponerla de manera que Él no se deservirá de ella, para que por acá no ande en peligro de perderse, os la envío, para que hagáis que allá sea guardada y no abierta hasta...»

Y el destacado historiador Manuel Fernández Álvarez comenta en el exhaustivo estudio que realiza al editar esta obra:

«He aquí, lector, las Memorias de aquel Emperador que se llamó Carlos V. Es posible que, admirado, corras tras ellas, aunque no es ciertamente cosa insólita que un gran personaje de la Historia escriba sobre su vida. Al punto vienen al recuerdo los Comentarios de Julio César, las Memorias de Luis XIV o las escritas en el destierro por Napoleón. Tras la figura histórica late el hombre, y éste, sea el vencedor de las Galias, el creador de Versalles o el que muere en Santa Elena, se deja ganar por la vanagloria de escribir sobre sí mismo; aunque también por algo más que por mera vanidad: por el imperioso afán de dejar oír su propia voz a todos aquellos que han de conocerle. Quiero decir que sienten la ineludible necesidad de encararse con la posteridad. Se presentan, quieren presentarse espontáneamente ante el Tribunal de la Historia.

»Y esto mismo ocurre con Carlos V, aunque no sea cuestión tan conocida. En efecto, puede que no sean muchos los que sepan que también él escribió sus Memorias, si descontamos −claro está− el grupo de los historiadores profesionales (…) Quizá, tampoco se debieran llamar Memorias, sino Comentarios, como sugiere Brandi; pues en verdad Carlos V sólo trata con alguna extensión los acontecimientos bélicos desarrollados entre los años 1544 y 1547. Es cierto que, conforme a su modo de ser, se remonta a la adolescencia, arrancando desde los años de Flandes, los años en que todavía no era más que Duque de Borgoña y Archiduque de Austria.

»Por esa razón, por nacer sobre todo como un diario de campaña, no se encuentran aquí al punto aquellas intimidades que pediría de buena gana nuestra curiosidad: los detalles por los que pudiéramos entrar en el por qué y el cómo de los principales problemas históricos surgidos a lo largo de su vida, o bien el sabor de su reacción ante los sucesos más íntimos.

»Al menos ésa es la impresión que se saca de una lectura precipitada; pues cuando se lee con más sosiego van apareciendo ante los ojos muchos de los rasgos del Emperador: su sentido de la responsabilidad, su acendrada fe religiosa, su amor a las armas... Al pasar las páginas de las Memorias se oye hablar al depositario del triple legado: el borgoñón, el austríaco, el español. Junto al caballero cruzado se ve surgir al político renacentista; al lado del que siente vivos los ideales de la Baja Edad Media se percibe también al que ama la gloria ante la posteridad.

»Todo esto asoma a las páginas de las Memorias de Carlos V. ¿Será preciso añadir algo más para destacar su importancia?»


De las exequias de Carlos V

martes, 25 de marzo de 2014

Jordanes, Origen y gestas de los godos

Noble bizantino del s. VI. San Vital de Rávena

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Estamos a mediados del siglo VI, en tiempos de emperador Justiniano, en la época de apogeo de la ciudad real Constantinopla, cabeza de una Romania aparentemente en trance de recuperar su plenitud gracias a las campañas de Belisario y Narsés en Italia, África e Hispania. Jordanes, de origen godo (según otros alano), funcionario civil (para algunos convertido en obispo de Crotona), con seguridad trilingüe godo-latino-griego,  redacta en latín dos compendios en cada uno de los cuales recoge la historia de una de las dos patrias con las que se identifica, la del pueblo romano y la del pueblo godo.

Él mismo nos da alguna información sobre su progenie, una familia latinizada al servicio de diferentes caudillos godos o alanos: «Los esciros, los sardagarios y algunos alanos, con su jefe llamado Candac, recibieron Escitia Menor y la Mesia Inferior. De este Candac fue notario Paria, el padre de mi progenitor Alanoviamut, o sea, mi abuelo, mientras Candac vivió. También yo, Jordanes, aunque no era muy docto, trabajé como notario antes de mi conversión para Guntigis, hijo de la hermana de Candac, a quien también llamaban Baza y era maestro de la milicia, hijo de Andagis, que era, a su vez, hijo de Ándela y descendiente de la estirpe de los Ámalos.» (L, § 265) La ambivalencia del autor entre lo romano y lo godo es patente, y no parece querer renunciar a ninguna de sus raíces. Es quizás la mejor expresión de que el Imperio Romano ha entrado en una nueva etapa, marcada por una evolución que lo transformará, más adelante, en un imperio griego con considerable impronta eslava y de otras poblaciones.

En el año 551 concluye su Gética u Origen y hazañas de los godos. Jordanes expresa el orgullo por sus orígenes étnicos, y para ello intenta dotarles de una historia comparable a la romana. Especialmente en un momento en el que el reino ostrogodo ha sido incorporado al imperio: «De este modo este reino tan famoso y este valerosísimo pueblo que había sido soberano durante un extenso período de casi dos mil treinta años cayeron en poder del emperador Justiniano, vencedor de diferentes pueblos, gracias a la intervención de su muy leal Belisario.» (LX, § 313) Y para honrar más a su pueblo, no duda en identificar a los godos con los getas y los tracios y los escitas... Esto le permite narrar sus luchas contra los egipcios, contra las amazonas, y contra los persas, y su amistad y alianza con Alejandro Magno.

El resultado es una obra que se mantuvo muy popular a lo largo de los siglos, y que influyó poderosamente en numerosos escritores. Jordanes creó el mito gótico como quintaesencia de lo germánico, su parte más noble, y este mito reverdecerá como fuente de prestigio en rincones europeos tan distantes como España, Austria o Suecia: en todos ellos se querrá remarcar una continuidad entre el viejo y glorioso pueblo godo y estas medievales o modernas monarquías. Y eso que nuestro autor, al concluir su obra, manifiesta: «He referido tan solo lo que he leído y escuchado, y que nadie piense que, puesto que yo procedo también de este pueblo del que he tratado, he añadido nada a favor de él. Ademas, no he recogido en mi exposición todo lo que se ha escrito o narrado de ellos para su propia gloria, sino sobre todo para la de aquel que los venció.» (LX, § 316). Es decir, Justiniano.

Ms. 95, Valenciennes, siglo IX,  f. 326

sábado, 18 de enero de 2014

Eginardo, Vida del emperador Carlomagno


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Eginardo (770-840) fue un alto funcionario de la corte de Carlomagno. De origen germánico, se educa en la abadía de Fulda, desde donde pronto pasa a la denominada escuela palatina de Aquisgrán (que acabará dirigiendo). Es uno de los más destacados intelectuales al servicio del emperador: junto a otros muchos de distintas procedencias (Britania, Hispania, Italia...) darán lugar al denominado renacimiento carolingio, etapa de recuperación cultural.

Era de baja estatura, lo cual, unido a que su nombre en alemán se pronuncia Einhard (ein nard, un nardo) permitió a su ilustre colega Alcuino de York perpetrar este simpático poema en su honor:

    La morada es pequeña, y también pequeño el que la habita.
    Lector, no desprecies el pequeño nardo contenido en ese cuerpo,
    Porque el nardo en su planta espinosa exhala un precioso perfume.
    La abeja lleva para ti en su pequeño cuerpo una miel deliciosa.
    Mira, la pupila de los ojos es bien poca cosa,
    Y a pesar de ello dirige los actos del cuerpo y lo vivifica.
    De este modo el pequeño Nardo dirige toda esta casa.
    Lector que pasas, di: «A ti, pequeñísimo Nardo, ¡salud!»


Hacia 828, cuando comienzan los graves enfrentamientos entre los nietos de Carlomagno que darán lugar a la división del Imperio (e indirectamente al nacimiento de lo que con el tiempo serán Francia y Alemania), Eginardo se retira a la vida privada y entre otras obras redacta esta Vida del emperador Carlomagno. Aunque germano, naturalmente la redacta en latín, y toma como modelo a nuestro conocido Suetonio y sus Vidas de los doce Césares. De este modo asegura la amenidad, pero la época y la intención son otras: desaparece cualquier crítica a su protagonista, y no deja pasar ninguna ocasión de ensalzarlo, hasta convertir la obra en una auténtica hagiografía.

En cualquier caso, es una buena muestra de la pervivencia de la cultura antigua, y de su dominio de ella; sin embargo, de forma convencional, Eginardo considere necesario alardear de todo lo contrario como se observa en este breve pasaje:

Para escribir y explicarla hubiera sido preciso no mi pobre ingenio, que de débil y pobre es casi inexistente, sino la elocuencia ciceroniana. Mas he aquí el libro que contiene la memoria del más ilustre y grande de los hombres, en el que, salvo sus gestas, no hay nada que asombre, salvo, tal vez, el hecho de que un bárbaro muy poco ejercitado en el empleo de la lengua de Roma haya creído poder escribir de manera decente o conveniente en latín y haya llevado su desvergüenza hasta el punto de considerar despreciable lo que Cicerón, al hablar de los escritores latinos en el primer libro de sus Tusculanas, ha expresado: «Que alguien ponga por escrito sus pensamientos, sin poder ordenarlos, embellecerlos ni procurar con ellos algún deleite al lector, es cosa propia de un hombre que abusa desmesuradamente de su ocio y de las letras.» Sin duda, esta opinión del egregio orador podría haberme apartado de la idea de escribir, si no hubiera ya determinado en mi espíritu someterme al juicio de los hombres y poner en peligro la reputación de mi pobre ingenio por escribir este libro antes que pasar por alto el recuerdo de tan gran hombre, sólo para evitarme ese tipo de disgustos.