lunes, 30 de enero de 2023

Plinio el Joven, Panegírico de Trajano y correspondencia con el emperador

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Aunque Cicerón afirmaba que «no quiero alabar, para no parecer adulador», no parece ser ésta una actitud muy corriente. Los elogios al jefe son una constante en la historia de la humanidad… y en el presente, especialmente en las vísperas electorales. Toman y han tomado múltiples formas, acordes a los gustos y modas de la época, y a los objetivos de la adulación que son básicamente la consecución de beneficios para el adulado (fama que da poder) y para el adulador (cargos que dan influencia). Y caso aparte, nada infrecuente, es el de elogiar a uno para denigrar a otro sin nombrarlo. Hoy presentamos el venerable ejemplo del Panegírico que Plinio el Joven dedicó en el Senado romano al emperador Trajano, con ocasión de su toma de posesión del consulado en el año 100 de nuestra Era. Poco después lo reelaboró y amplió para difundirlo mediante su publicación mediante numerosas copias, y así contribuir a la propia carrera política de nuestro autor. De este modo, con su estilo retórico y un tanto hinchado y pomposo, quedará como ejemplo y modelo de nuevos panegíricos en alabanza de otros emperadores. Acompañamos esta obra con el décimo libro de sus Cartas, en la que recoge las que envía a Trajano, y las respuestas del emperador (o de sus secretarios, en su nombre).

Ernst Bickel en su conocida Historia de la literatura romana, nos presenta así a nuestro autor de la semana: «Plinio el Joven debe su fama literaria a sus cartas; nacido en Como en el año 61 o 62, adoptado por el hermano de su madre, C. Plinio Secundo, autor de la Naturalis Historia, murió hacia el año 114 en el reinado de Trajano, rico y siendo alto funcionario de la administración. El año de su nacimiento queda precisado por su propia noticia de que tenía 18 años cuando la erupción del Vesubio. Los dos polos, alrededor de los cuales giró la existencia de Plinio, fueron la amistad y la fama. Pero la apetencia de gloria de Plinio no era verdadera presunción, ni menos, por supuesto, el deseo de grandes hechos, sino, dado su prurito retórico, la necesidad de una real y elevada estima que sus amigos los contemporáneos y la posteridad tenían que sentir por él, y que él tenía de sí mismo.

»A tal finalidad servía su dedicación a escribir cartas; pero también sus fundaciones en su ciudad natal a orillas del lago Como, una biblioteca con capital para sostenerla, y un establecimiento para la educación de niños del que nos informa él mismo. Pero también inscripciones, que pasaron a la posteridad, nos transmiten su nombre. Sus cartas abordan cuestiones sobre costumbres, historia y arte; nos transmiten sus impresiones sobre el abigarrado conjunto de la vida, pero son también una fuente importante de circunstancias y sucesos contemporáneos. La fuerza emocional es su mayor mérito… El último libro de la extensa colección de cartas, compuesta de diez libros, trae la correspondencia entre el emperador Trajano o su cancillería y Plinio, que se aparta del artificio retórico de los nueve libros restantes y es un libro documental con valor propio. Las cartas 96 y 97 se refieren a los manejos criminales de los cristianos, sobre los cuales Plinio, como gobernador de Bitinia, había consultado al emperador.»

Por su parte, José María Blázquez, en el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia, valora así el Panegírico desde el punto de vista histórico: «Es pieza clave para conocer las ideas políticas del primer emperador hispano, y su programa político. El Panegírico que hoy se lee no es el que Plinio el Joven pronunció en el Senado en el año 100, sino una refundición, ampliada con posterioridad, publicada en el año 101. Probablemente Plinio el Joven elaboró un discurso idóneo y extenso, que se convirtió en el modelo de los panegíricos imperiales. Trató el panegirista sobre la actitud de Trajano antes del tercer consulado; de su generosidad y su buen gobierno; de Trajano en el tercer consulado; de la vida privada del Emperador. Plinio le da las gracias y termina con unas conclusiones. El discurso primitivo debió de ser fundamentalmente la última parte del publicado más algunos trozos sueltos del anterior.»

Y más adelante: «Plinio el Joven expuso los tópicos políticos propios de todos los escritores políticos de la época, cuyo máximo exponente fue el discurso Sobre la monarquía de Dión de Prusa, contemporáneo del panegirista, que dirigió, igualmente, a Trajano como a príncipe modelo. El tópico del buen príncipe insiste en la contraposición entre el buen rey y el tirano, que Plinio el Joven encarna, respectivamente, en las personas de Trajano y de Domiciano. Las virtudes y los defectos explican las diferencias entre los dos modelos. Dión de Prusa había tratado este tema. La imagen del tirano contrario al buen rey cuadraba bien con Domiciano. Dión de Prusa, desterrado, recorrió varias ciudades haciendo propaganda contra el déspota. Al llegar Trajano al poder imperial, el nuevo príncipe fue el modelo del rey de la teoría cínico-estoica, que obtenía el poder como una carga, que era un excelente padre para el pueblo, que era bienhechor para todos los ciudadanos libres, no un amo despótico, amigo de los senadores, valiente y guerrero, amante de la paz y de la caza. Plinio el Joven sigue este programa.»

Juan Pablo Alfaro en su Memoria y proyecto político en el Panegírico de Plinio, caracteriza la ideología de este círculo aristocrático de Plinio con el concepto de civilitas: «Este concepto lleva consigo una ideología que sugiere cómo convenía comportarse a un ciudadano, en este caso el emperador. En términos semánticos, la civilitas implicaría dos tendencias complementarias: moderación en el ejercicio del poder (moderatio) y condescendencia (comitas) para con sus conciudadanos, en particular sus pares estamentales. Por otro lado, estos ideales, definirían una serie de comportamientos en el centro del poder que tendrían por objeto crear un contexto de estabilidad política en el cual quedaran garantizadas la securitas y la dignitas de los miembros de la aristocracia.

»Una de las estrategias por medio de las cuales se intentó afectar la realidad política en dicha dirección fue a partir de la configuración de un discurso... fundamentalmente ético. Pues al no estar claramente delimitadas sus atribuciones jurídicas, el carácter personal del emperador resultaba una cuestión política vital. Esto dio forma a una “ética de la autocracia” que tenía por objeto brindar un marco ético, coincidente con la ideología de la civilitas, dentro del cual el emperador debía desenvolverse... Plinio exalta en este emperador diversos comportamientos que definen una serie de virtudes que dan forma semántica a la noción aristocrática del bono principe. Por oposición, los respectivos antónimos enuncian una serie de vicios que quedarían englobados en una conducta que define el comportamiento típico del mal gobierno: superbia

Y esta propuesta ideológica triunfará: «En tanto amici de Plinio, miembros de su “círculo intelectual” y de la corte de Trajano, Tácito y Suetonio re-proyectan en sus obras historiográficas los recursos retóricos y la ideología subyacente del Panegírico de Trajano. En la medida que este “proyecto político” tuvo éxito en imponer de manera hegemónica esta opinión dentro de la corte imperial, ámbito política y culturalmente rector de la sociedad, aquella memoria resultó en cierta medida “institucionalizada” y, por ende, consolidada.»

lunes, 23 de enero de 2023

Auca de l’Estatut de Cataluña (1932)

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L’Esquella de la Torratxa fue una revista republicana de carácter satírico editada en Barcelona desde 1872, inicialmente como compañera y ocasional sustituta de La Campana de Gràcia, del mismo editor, Inocencio López y su Librería Española. Tuvo un éxito considerable, y durante la Segunda República se convirtió en un órgano de propaganda, oficioso pero patente, de Esquerra Republicana de Catalunya. Manifestaba un fuerte talante nacionalista, anticlerical y de izquierdas (pero enfrentado a los anarquistas y a las izquierdas obreras). Durante la guerra civil, sin embargo, fue colectivizada por la UGT, y su catalanismo se diluyó considerablemente. La prensa de este tipo tuvo una larga vigencia, y en Clásicos de Historia ya hemos comunicado algunos ejemplos: la también republicana La Flaca durante el Sexenio revolucionario, la derechista Gracia y Justicia durante la Segunda república, y La Ametralladora durante la Guerra Civil, en el bando nacional.

La proclamación de la República, la recreación de la Generalitat, y los debates y aprobación del Estatuto de Cataluña en septiembre de 1932, ocuparon ampliamente (si no en exclusiva) a los colaboradores de la publicación, autores de textos y dibujos. A partir del 23 de septiembre, y durante nueve semanas, el Estatuto recibió un peculiar homenaje (más que análisis) de la revista. Tomó la forma de uno de los géneros de impresos populares más difundidos por toda la cultura occidental, especialmente en el siglo XIX y principios del XX: las aleluyas (auca, en catalán), quizás la modalidad de literatura de cordel más característica, junto con los romances de ciego, los gozos y novenas, etc. Consisten en relatos gráficos en los que cada viñeta es acompañada por un modesto pie en verso, con frecuencia simple pareados, dirigidas a las clases populares. Naturalmente en los años treinta las tradicionales aleluyas, distribuidas por pueblos y barriadas en pliegos sueltos, ya se encuentran en trance de desaparición. Sin embargo era un género tan conocido y difundido que se siguió recurriendo a él en revistas, con objetivos, autores y público totalmente diversos del original.

Es el caso que nos ocupa. Aparentemente se trata de resumir el contenido del Estatuto, artículo a artículo. En realidad es tan sólo propaganda del nacionalismo que practica Esquerra, y, sobre todo, del combate con los enemigos políticos del partido, al que se identifica a las claras con la propia Cataluña. El centenar y medio de viñetas y pareados permiten ajustar cuentas a personajes y entidades rivales, desde Alfonso XIII hasta la FAI, pasando por Unamuno y Ortega y Gasset. Monárquicos, católicos, agrarios, republicanos radicales, los mismos nacionalistas catalanes de la Lliga, son simplemente descalificados con todo tipo de insultos gruesos: ladrón, criminal, corrupto, fracasado, burro, idiota, carcamal, cabeza de chorlito, cara de orangután, ignorante, pedante, búho taciturno, violento… Ahora bien, las más gruesas y repetitivas invectivas se reservan a lo que se perciben como los más tenaces opositores al Estatuto, sus auténticas bestias negras: el republicano Miguel Maura y el agrario Royo Villanova. En cambio, las alabanzas son mucho más escasas: se reservan a Francesc Maciá y otros dos miembros de Esquerra Republicana, Ventura Gassol y Joan Lluhí. Y además, a un único no catalán, Manuel Azaña, elogiado hasta el ditirambo.

El tono violento de la revista (por entonces se multiplican los dibujos de horcas que se destinan a todo tipo de rivales) choca con estas loas a Azaña y los genéricos a la República española, que con frecuencia se presenta hermanada con Cataluña. En realidad, domina una concepción nacionalista que lleva a descalificar en bloque a los españoles, y a oponerlos tajantemente a los catalanes. Así, al ocuparse del artículo cuarto, sobre la condición de catalán, se ignora su contenido, y se extienden chuscas condiciones para ser reconocido como tal: rechazar los toros y el flamenco, saber decir “setze” y beber en porrón… Y un paso más: se señalan quiénes no pueden ser catalanes: los vagos, los chulos, los anarquistas, los católicos, los policías murcianos… Es decir, los españoles. Pero se sienten generosos, y dejan un portillo abierto: “Será catalá l’espanyol que aquí es porti com hom vol.”

Pero es que incluso entre los catalanes, Esquerra y la revista niegan la catalanidad de muchos de ellos. En diciembre, L’Esquella de la Torratxa incluye un dibujo sobre la constitución del Parlamento regional. La joven que personifica Cataluña agradece a Macià la tarea realizada, pero le asevera: “No debes ser blando con los no republicanos y con los falsos catalanes.”

lunes, 16 de enero de 2023

Thomas Macaulay, Constructores del imperio británico en la India

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El autor de esta semana, político e historiador, escribía en 1840: «Siempre nos ha parecido extraño que mientras no hay en Europa una persona medianamente ilustrada que ignore la historia de la conquista, población y progresos de los españoles en América, sea tan escaso el interés que despierten las grandes cosas realizadas por los ingleses en Oriente, aun en la misma Inglaterra. Todos saben el nombre de Hernán Cortés y el de Pizarro, y muy pocos, aun entre las personas ilustradas, conocen el del vencedor de Buxar, o el de aquel sobre quien pesa la responsabilidad terrible de la matanza de Patna (…) Pero es lo cierto que ha permanecido este asunto, interesante por demás, como si no lo fuera para la inmensa mayoría de los lectores, siendo para otros muchos hasta desabrido y repugnante.»

La India venía siendo frecuentada por comerciantes europeos desde la llegada de Vasco de Gama a Calicut en 1498. El predominio portugués fue mermando y sustituido desde el siglo XVII por holandeses, franceses e ingleses, aunque se mantuvieron los objetivos de los primeros: su interés radicaba en hacerse con enclaves costeros desde los que establecer beneficiosas relaciones económicas con el interior del subcontinente, sin pretender llevar a cabo una auténtica colonización (como sí se realizaba en América). En el fondo, constituía un mero desarrollo de los antiguos viajes de rescate. Pero en cambio resultó una novedad la creación de Compañías comerciales, privadas, que obtenían el monopolio de estas actividades por parte de sus respectivas autoridades estatales (que las mediatizaban en mayor o menor grado), y que acompañaban con un respetable poder político en los pequeños territorios ultramarinos. Pues bien, a mediados del siglo XVIII, en el marco de la rivalidad franco-británica (guerra de los Siete Años) y de la decadencia del Gran Mogol, las acciones de una serie de empleados de la Compañía inglesa de las Indias Orientales convirtieron su dominio comercial en territorial y político en apenas unos pocos años, aunque manteniendo el peculiar protagonismo de la Compañía durante largos años, hasta la rebelión de 1857 (guerra de los Cipayos).

Thomas Macaulay (1800-1859) compaginó una importante carrera política (fue miembro del Parlamento desde 1830, y miembro del Consejo supremo de la India, en la que residió un tiempo) con su dedicación a la historia. Destaca entre sus obras su extensa Historia de Inglaterra, que en cierto modo tomó el relevo a la de Hume. En esta entrega de Clásicos de Historia he reunido las biografías que dedicó a los dos auténticos responsables, en lo militar y en lo administrativo, de iniciar y consolidar la gran conquista del subcontinente, la construcción del imperio británico de la India: Robert Clive (1725-1774) y Warren Hastings (1732-1818), ya como gobernador general. Los dos pasaron de simples empleados de la Compañía, a disponer de un poder cuasi absoluto aunque temporal sobre la colonia. Mostraron una gran capacidad para aprovechar las circunstancias, y una considerable falta de escrúpulos, y asimismo, los dos fueron procesados a su regreso a Europa por su conducta, aunque finalmente fueron en la práctica exonerados.

El juicio de Macaulay sobre ellos es ambivalente: si por un lado no oculta los trágicos excesos de que fueron responsables, concluye por justificarlos en buena medida. Así respecto del primero: «Que Clive cometió grandes faltas, es innegable; pero si las ponemos en parangón con sus merecimientos, teniendo en cuenta las tentaciones a que se halló expuesto, no podrán ser parte, a nuestro parecer, a privarle del lugar preferente que por sus virtudes merece ocupar en la historia, y que la posteridad debe concederle.» E incluso: «La historia considera los hechos y las acciones de los hombres de una manera más elevada que los tribunales y los jueces, y por lo tanto el mejor tribunal para entender en los grandes procesos políticos sería aquel cuya sentencia se anticipara al fallo de la historia.» Naturalmente, se refiere sólo a «hombres que ocupan un lugar muy por encima de la generalidad.»

Acompaño estos estudios biográficos con dos discursos de Macaulay pronunciados en la Cámara de los Comunes, uno de ellos anterior a su estancia en la India como alto cargo de la Compañía, y el otro posterior; en ambos se ocupa del gobierno colonial, y en el segundo se puede observar el elevado tono de las discusiones parlamentarias de la época. Por último, recojo algunos extractos de las cartas privadas (la mayoría a su familia) que envía desde Calcuta, y tres ejemplos de epitafios que redacta para algunos altos cargos de la administración colonial, como gobernadores o jueces de la Corte Suprema.

Naturalmente, Macaulay constituye un acabado ejemplo de los logros, pero también los defectos de la historia decimonónica: un nacionalismo desatado que ya se transforma en un imperialismo exacerbado; un complejo de superioridad racial que pronto será racismo científico; una llamativa falta de empatía hacia las poblaciones y culturas de la India; una fe ciega en el progreso que proporciona la seguridad de que los benevolentes proyectos para la humanidad justifican las conquistas, el dominio, la imposición a los que se percibe como inferiores o incapaces… hasta llegar en caso necesario al exterminio. Y desde su alto tribunal, la Historia juzga (absuelve, condena) sobre si acontecimientos, instituciones, ideologías, grupos e individuos se adaptan o no a la autodeclarada marcha del Progreso… Ya se perciben asomos de los totalitarismos, y sus largas sombras.

Herbert Butterfield, en 1931, iniciaba así su polémico La interpretación whig de la historia: «Se ha dicho que el historiador es el vengador, y que actuando como juez entre las partes, las rivalidades y las causas de generaciones pasadas, puede levantar a los caídos y derrotar a los orgullosos, y mediante sus denuncias y sus veredictos, su sátira y su indignación moral, puede castigar la injusticia, vengar a los agraviados o premiar a los inocentes. Uno podría ser perdonado por entusiasmarse con cualquier división de la humanidad en buenos y malos, progresistas y reaccionarios, negros y blancos; y no está claro que la indignación moral no sea una dispersión de las propias energías que redunda en la confusión del propio juicio. No puede haber queja contra el historiador que personalmente y en privado tiene sus preferencias y antipatías, y que como ser humano simplemente tiene la fantasía de participar en el juego que está describiendo; es grato verlo ceder a sus prejuicios y asumirlos emocionalmente, para que se llenen de color mientras escribe; con tal de que cuando entre así en la arena reconozca que está entrando en un mundo de juicios parciales y apreciaciones puramente personales y no imagine que está hablando ex cathedra. Pero si el historiador puede erigirse como un dios y juez, o presentarse como el vengador oficial de los crímenes del pasado, entonces se le puede exigir que sea aún más divino y se conciba a sí mismo más como el reconciliador que como el vengador; entendiendo que su fin es lograr la comprensión de los hombres y las partes y las causas del pasado, y que en esta comprensión, si puede ser completa, todas las cosas finalmente se reconcilien.»

Quizás todavía hoy resultan actuales.

Benjamin West (1818): Robert Clive y emperador mogol Shah Alam en 1765.

lunes, 9 de enero de 2023

Locke, Montesquieu, Jaucourt, Rousseau, Voltaire, Diderot, Condorcet y Humboldt: Los ilustrados y la esclavitud

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Los humanistas del siglo XVI, los racionalistas y los empiristas del XVII, con sus diferencias, enfrentamientos y contradicciones, fluyen sin pausa hacia la revolución inglesa, la polimórfica Ilustración y la revolución francesa. Los cambios ideológicos, políticos y culturales que traen consigo los philosophes del XVIII, abocan ya a nuestro mundo contemporáneo. Y naturalmente, con sus luces (grandes luces) y sus sombras (enormes sombras). Esta semana vamos a centrarnos de nuevo en la cuestión de la esclavitud. Aunque abundaron las críticas y condenas (y hemos visto algunas muestras en Clásicos de Historia) desde su reintroducción en gran escala con motivo de la colonización de América, fueron los pensadores y publicistas ilustrados los que con su rechazo dieron lugar al movimiento abolicionista del siglo XIX. En su día comunicamos el ejemplo iniciático español que constituye la Disertación sobre el origen de la esclavitud, pronunciada por Isidoro de Antillón en 1802, y hoy agregamos una selección de textos de Locke, Montesquieu, Jaucourt, Rousseau, Voltaire, Diderot, Condorcet y Humboldt: entre ellos, los primeros espadas de la Ilustración.

Ahora bien, señala José Andrés-Gallego en su La esclavitud en la Monarquía hispánica«La verdad es que este primer corpus abolicionista quedaba muy lejos de la envergadura y el rigor intelectual, filosófico y antropológico, del corpus teológico y jurídico de los siglos XVI-XVII (...) Con la excepción del artículo Esclavage de Jaucourt, en las publicaciones que acabo de mencionar el rigor del razonamiento brillaba por su ausencia; lo propiamente antropológico era pobre y escaso, por no decir nulo. Raynal, el mejor de los mencionados ―siempre con la salvedad de Jaucourt―, no pasaba de glosar las brutalidades que, de facto, padecían injustamente los negros ―cosa que ya habían repetido hasta la saciedad aquellos teólogos y juristas―, sin añadir un solo argumento estrictamente doctrinal en contra o a favor de la existencia de la esclavitud en sí misma. Y las Reflexions sur l’esclavage des nègres ―firmadas por un cierto Schwartz, pasteur du Saint Evangile [Condorcet]― no hacían sino insistir en el tono condenatorio y proponer una manera de amortizar la esclavitud.»

Y todavía se muestra más radical Louis Sala-Molins, en un artículo de 1985 (y más tarde en su Les Miseres des Lumieres: Sous la raison, l’outrage, 1992), señalaba las que considera graves carencias de la Ilustración francesa. Cuando ésta comienza a interesarse por el rechazo de la esclavitud, «todo eso, notémoslo, había sido discutido y vuelto a discutir y, al menos jurídicamente, estaba positivamente resuelto desde el siglo XVI por los teólogos y los jurisconsultos españoles. En este aspecto Inglaterra iba por el buen camino. Francia, cuyas Luces debían, por definición, ir infinitamente más allá de la teología hispánica y del pensamiento inglés, se quedaba criminalmente más acá. Voltaire vociferaba contra el esclavismo e insistía, con su conocido talento, en el postulado de la inferioridad racial de los negros y en su animalidad. La Enciclopedia, y Diderot con ella, cantaba la igualdad de todos en un párrafo, y en el otro ―por lo que respecta a la palabra “esclavitud”― no se ocupaba de la suerte de los esclavos... sino bajo los griegos y los romanos, por simple olvido de la continuación, probablemente; por un lado decía que había que parar la trata; y por el otro ponderaba sus buenos resultados y su función salvífica para los negros.

»Raynal se estrangulaba de furor en cuanto a los excesos de la esclavitud, pero consideraba que no se podría esperar de los esclavos negros ninguna maravilla si se les liberaba así como así. Montesquieu ironizaba eficazmente con la idea de esclavitud, y se dejaba sorprender declarando a su vez, que ciertos climas producían un tipo de humanidad al cual la esclavitud convenía muy particularmente. ¿Qué clima? El africano, evidentemente. ¿Qué tipo de hombre? El negro, naturalmente. Bellas Luces, que alumbran sobre todo la inmunda petulancia del blanco-biblismo europeo, y no quieren iluminar el universo de los negros más que con el agua clara del bautismo y las mordidas del látigo y de las tenazas.

»¿Y Rousseau? El bueno de Rousseau. Él fue el más obstinado adversario de la expansión europea. Sin embargo busque en dónde, en qué capítulo o en qué pedazo de frase de su obra inmensa pidió (como algunos lo hicieron), que los franceses abandonaran sus posesiones de ultramar. Tiempo perdido, ni una palabra. Y vaya si sabría de leyes Rousseau. Busque la menor crítica, la menor alusión al Code noir. Nada. ¿Demasiado complicado este código para el autor del Contrato social? ¿Demasiado marginal su zona de jurisdicción? Vaya a saber…

»Pero Francia formó sobre el modelo inglés su Sociedad de amigos de los negros. Uno de ellos es el abate Gregorio, otro Condorcet; y algunos más, y de los mejores. Estamos en la antevíspera de la Revolución cuando esta sociedad arranca. Estos señores critican con violencia la trata... y proponen soluciones para suavizarla un poco: se cazarían allá más mujeres para ir transformando poco a poco los mataderos antillanos en criaderos de negrillones; los hijos legítimos de una negra nacerían libres... a partir del quinto, y claro, se indemnizaría al dueño de la negra. Estos señores escupen sobre el Code noire... que seguirán utilizando en tanto se redacta otro, uno un poco menos inhumano: se enviarían comisarios a verificar las violaciones, a contar los latigazos y a medir la profundidad de las heridas a fin de evitar abusos, puesto que los colonos solían ponerse nerviosos. ¡Demasiado! Eso es poner a la patria en peligro ―gritan enfrente― porque ponen en peligro su azúcar. Los elegidos del pueblo claman contra la traición: “los Amigos de los negros están pagados por Inglaterra”, lo juran. ¡No!, responden los Amigos y agregan: “Ustedes no entenderán nunca, nosotros jamás hemos pensado en pedir la abolición de la esclavitud de los negros. Luchamos por las gentes de color, por los de sangre mezclada, puesto que de su dignidad depende, y nada más que de ella, que no perezcan nuestras colonias. Sólo ellos podrán ayudar a los europeos a contener a los negros en caso de revuelta. Si ellos se rebelan ese será el fin de nuestras colonias, en las cuales nosotros como cada uno de ustedes, tenemos ciudadanos.” Estamos ya no en la víspera sino en las posteridades de la Bastilla (…)

»Teóricamente ellos tienen derecho a la libertad. Después de los teólogos españoles (esto es: hace dos siglos) y de los filántropos ingleses (es decir, hace años), los franceses amigos de los negros lo aceptan. Y Condorcet, el noble espíritu, calcula y resuelve: dada la idiotez de estas bestias de carga y la fealdad de sus espíritus, él prevé un periodo “de al menos setenta años” entre el día en que arda el Code noir y aquel en que los esclavos puedan ser tratados como libres. Setenta años. Generoso Condorcet. Él compromete su palabra para una generación de esclavos que todavía no había nacido dando así la medida de su coraje y, por antífrasis, la prueba definitiva de la cobardía que se ocultaba detrás de tanta temeridad.»

Aunque quizás nos resulte un tanto excesiva su indignación, no dejan de ser ciertas sus afirmaciones.

Grabado francés del siglo XVIII.
Y, naturalmente, la Naturaleza es blanca...

lunes, 2 de enero de 2023

José Pascasio de Escoriaza, La esclavitud en las Antillas

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La esclavitud se mantuvo en Cuba y Puerto Rico durante buena parte del siglo XIX, persistencia que sólo fue superada por Brasil. Naturalmente, esta circunstancia dio lugar a un encendido debate, del que ya hemos comunicado en Clásicos de Historia la temprana intervención de Isidoro de Antillón y de Fermín Hernández Iglesias, ambos reclamando su abolición, y las de George Dawson Flinter y José Ferrer de Couto defendiendo su mantenimiento. Hoy agregamos el breve discurso que el joven portorriqueño José Pascasio de Escoriaza (1833-1921) pronuncia en Madrid en 1859 con ocasión de su doctorado en derecho. Lleva a cabo un escueto recorrido histórico del origen y evolución de la esclavitud en América, condena la persistencia de la trata, formalmente prohibida, y para solucionar los problemas económicos que pueden provocar a las islas la abolición de la esclavitud, aboga por incentivar la llegada de colonos europeos, nacionales y extranjeros.

Eduardo Neumann Gandía publicó un volumen con el título Benefactores y hombres notables de Puerto Rico (tomo II, Ponce 1899) en el que se refiere así a nuestro autor: «Desciende por línea materna de las familias más antiguas y distinguidas de la isla. Cursó la facultad de Derecho en sus secciones de civil y administrativo entre las universidades de Sevilla y Madrid con brillantes notas; pero poco caso hizo de su profesión: lo que preocupó hondamente su cerebro fueron las luchas políticas, se afilió al partido progresista, y se dio a conspirar contra el gobierno de Isabel II, al lado don Juan Prim, de quien fue amigo íntimo y fautor revolucionario, viéndose muy comprometido en el movimiento del día 22 de junio de 1866. En todo aquel sangriento drama tomó parte muy activa el señor Escoriaza y arriesgó de modo inminente su fortuna, su familia y su vida por haber instalado en su casa la junta que en aquel día llevaba la dirección suprema de la revolución (…) Fue uno de los agentes más activos y constantes de aquel período en que se entronizó verdadera fiebre por derrocar el gobierno infame y tiránico de Narváez. Trabajó mucho y con talento por el triunfo de la coalición hecha por los partidos progresista, republicano y unionista con el fin de derrocar del trono a Isabel II. Triunfante la Revolución de Septiembre fue gobernador civil de las provincias de Almería, de Valladolid y de Barcelona poniendo de manifiesto sus condiciones de buen gobernante. Luego fue elegido diputado por esta isla para las Constituyentes del 69. Si bien no se decidió por el sistema autonómico en Puerto-Rico, pidió reformas y nuevas leyes para su país natal.»

Su trayectoria vital, centrada en la política y la administración (fue director general de Obras Pública y secretario del Consejo de Estado), se interrumpe y toma nuevos derroteros con la caída de la primera República y con la Restauración. Marcha a Francia, donde establece relaciones comerciales que le resultarán fundamentales tras su pronto regreso a España. A partir de su sede en Zaragoza creará un potente grupo de empresas relacionadas ante todo con el sector ferroviario y más tarde con el de transporte urbano, con los novedosos tranvías eléctricos. Nuestro personaje asociará a sus hijos, los hermanos Escoriaza Fabro, dando lugar a una poderosa saga industrial que se prolongó, extendida por todo el territorio nacional y cada vez más diversificada, con la siguiente generación.

La Flaca, 1872. Pero la Libertad sigue siendo blanca...