La obra de José Ferrer de Couto que comunicábamos la pasada semana promovió una considerable polémica en la opinión pública española (es decir, la opinión escrita). Quizás la respuesta crítica más elaborada es la que le dio Fermín Hernández Iglesias (1833-1909) en la breve obra que presentamos. Doctor en derecho y periodista, inició una importante carrera como alto funcionario durante el Sexenio revolucionario, que prolongó con la Restauración, en la que que fue elegido diputado y senador, y ocupó varias direcciones generales; fue académico y magistrado. Mucha de su actividad pública la dirigió a las cuestiones sociales, sobre las que publicó La beneficencia en España (1876) y Beneficencia internacional (1880). El tempranamente malogrado Julián Sánchez Ruano (1840-1871), joven jurista y político republicano unitario, presentaba así la obra en el Prólogo:
«Es cosa fuera de dudas que la religión con sus dogmas, y la moral con sus máximas, y la filosofía con sus principios, y la economía con sus verdades, y la política con sus consejos, conspiran a una en condenar de raíz, en todos los climas y en las latitudes todas de la tierra, la odiosa herencia de la esclavitud, legada en mal hora por el paganismo a las sociedades cristianas, que en esto no lo han sido ciertamente y por desgracia, sino de nombre y apariencia. Sólo a cabezas livianas es lícito negar esto, y a ingenios frívolos debatirlo, y a hombres de sentimientos tomados de extravagancia replicar con argucias baladíes, y prorrumpir en cierto género de exclamaciones hermanas del delirio más donoso, y vecinas de la locura más peregrina de que haya ejemplo en los anales de la historia de las aberraciones, con ser tan extensa y varia.
»Y en realidad de verdad, no conozco pretensión más destituida de sindéresis (de entre las muchas que de ella carecen hoy en día), que aquella en cuya virtud se pretender deducir algo favorable a la servidumbre de los principios todos que forman la cultura humana, después del advenimiento del cristianismo y de su reincorporación en las corrientes civilizadoras del universo entero, cuan ancho y espacioso es. Como si una religión monoteísta fuera recurso hábil para venir desde ella, y con procedimiento racional y lógico al menguado sistema de castas. Como si una moral, que consagra bajo el más alto punto de vista el sacratísimo albedrío personal, se prestara fácilmente a sancionar y admitir como laudable la negación del más excelso atributo del hombre, que es su libertad augusta. Como si la metafísica con sus incontrastables axiomas, y la fisiología con sus experimentos, y la psicología con sus observaciones, y la química con sus enseñanzas, no probasen de lleno la identicidad del humano linaje, así en facultades como en dotes, así en origen como en procedimientos, sea cualquiera la zona del globo en que habitare, y por más que varíe en accidentes la sustancia que le nutre, y el agua que apaga su sed, y el aire que refresca su pulmón; o ya sea que el rayo de sol le hiera perpendicular y le tueste la delgada cutis, o ya que, oblicuo y apartado, le deje expuesto a los rigores del aterido polo. Y, en fin, como si la economía no hubiera puesto al alcance del más rudo los requisitos y condiciones para que el trabajo manual sea fecundo y productivo; y como si la política, para dar ópimos frutos de bienestar y de ventura, no debiese de ir en amigable consorcio y unión estrecha con la moral y la filosofía (…)
»Por dicha, la santa idea de la emancipación de los esclavos no ha menester de ayudas sospechosas y de auxilios raros para triunfar gloriosamente del entendimiento y del corazón de quien, al poner la vista en el asunto, no sea terco hasta lo inverosímil y reacio hasta lo maravilloso. La conciencia grita muy alto, y no es posible que desoiga su voz el que no padezca de extravíos morales. El eco de la razón se levanta poderoso y resuena por so quiera en alas de las cien lenguas de bronce que agita sin cesar la prensa libre, llevando el verbo de redención de Oriente a Occidente y del Septentrión al Sur.»
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