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lunes, 26 de julio de 2021

Juan Mañé y Flaquer, Cataluña (a mediados del siglo XIX)

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«Es evidente ―¿para qué ocultarlo?― que entre las diferentes provincias que constituyen la monarquía española no existe aquella armonía, aquella afinidad, aquella comunidad de sentimientos y aspiraciones que debieran alentar pueblos hermanos, unidos por el doble lazo de la religión y de la nacionalidad, y es innegable también que esta repulsión se hace más sensible del centro a la circunferencia y de la circunferencia al centro, y principalmente en provincias, que, como Cataluña, han gozado de una autonomía tan poderosa como las más independientes nacionalidades.» Y de aquí arranca el análisis de Juan Mañé y Flaquer (1823-1901) sobre la situación de Cataluña. Lo redacta en 1856, en los últimos momentos del gobierno Espartero, y en el breve paréntesis del gobierno O’Donell, pronto reemplazado, en típica maniobra oriental, por el de Narváez. ¿Y qué aspectos le preocupan? El unitarismo progresista y su autoritarismo, el auge carlista y sus intentonas, la falta de libertades, la crisis industrial y su exceso de producción, las sociedades obreras y su deriva revolucionaria...

Así se refiere a nuestro autor Jordi Bou Ros en el Diccionario biográfico electrónico de la Real Academia de la Historia: «A raíz de la revolución de 1854, dio un giro al (Diario de Barcelona), transformándolo de una simple publicación de avisos a convertirse en la principal tribuna política conservadora y de la burguesía catalana, bajo el lema “conservar progresando”. Durante el bienio, en sus escritos, denunció el movimiento obrero y sus excesos, luchó por la derrota del gobierno progresista, informó sobre la epidemia de cólera –todo y la prohibición gubernamental‒, apoyó las diversas conspiraciones conservadoras y militares, etc. Debido a sus críticas tuvo que exiliarse a Francia, donde publicó el primer texto de carácter catalanista en las páginas del Messanger du Midi y posteriormente en el diario madrileño El Criterio, defendiendo un modelo descentralizado del Estado, la defensa de la cultura catalana y otorgando a Cataluña el estatus de nación.»

Aunque la última afirmación en ningún momento se explicita en la obra que se cita y presentamos: el término Nación se reserva a España y Francia, si se quiere como sinónimo de Estado. Y Mañé mantendrá desde entonces esta postura, como vimos en los artículos con los que intervino en la polémica entre Núñez de Arce y Almirall, a raíz de la presentación a Alfonso XII de la Memoria en defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña.

Vista de Barcelona en 1842

lunes, 19 de julio de 2021

Juan Mañé y Flaquer, El regionalismo

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Una nueva (pero veterana) voz va a intervenir en la polémica sobre el catalanismo entre Núñez de Arce y Almirall. Es Juan Mañé y Flaquer (1823-1901), director del decano de la prensa barcelonesa, el Diario de Barcelona, en el que publica dieciséis artículos que después recogerá en la obra que comunicamos. Contaba con una dilatada aunque poco original evolución ideológica, desde el progresismo radical de su juventud hasta un conservadurismo que le lleva a deplorar lo que califica de parlamentarismo, y proponer un sistema representativo que descubre en numerosos intelectuales europeos: «Para recobrar la dignidad y la libertad perdidas, vuelven la vista al regionalismo y al régimen corporativo, y combaten con fe y perseverancia el cosmopolitismo, el librecambio y el parlamentarismo, que son sus enemigos.»

Su crítica se dirige ante todo contra un ente un tanto difuso, suma de todos los vicios e iniquidades, prepotente y dominador, que sangra todo el estado. Naturalmente, es Madrid, y la solución es la descentralización, la regionalización, el reconocimiento de las esencias diversas de los distintos pueblos de la nación española, y su derecho a mantener características, organización, y leyes propias. Al final de la obra concluye: «Resumamos. El pueblo catalán, al través de borrascosa historia, se constituyó en pueblo independiente, adoptando aquellas instituciones, aquellas costumbres, aquellas prácticas, aquel idioma, aquella manera de ser que mejor se acomodaban a su idiosincrasia especialísima. Su vida legal, su vida moral y hasta su vida estética, no fueron imposición del extranjero, ni obra del capricho, ni de la sorpresa, ni de la omnipotente voluntad de un Solón cualquiera: fueron la labor lenta, pausada, meditada, de cien generaciones, y contrastada en la piedra de toque de la experiencia; fueron la expresión de la conciencia de un pueblo libre, dueño de sus destinos; fueron la voluntad de la soberanía nacional verdadera, de la que emite sus votos consciente y reflexivamente durante siglos, no de la que sale de la taberna comprada y beoda para confiar los destinos de una nación a cualquier aventurero político.»

Y es que Mañé parte de la creencia nacionalista y racialista, tan generalizada en su tiempo, de la diversidad absoluta de los grupos humanos: «¿Quién duda que entre catalanes y castellanos hay diferencias esenciales de temperamento étnico, que se traducen por diversidad de ideas, de sentimientos y de carácter, que exigen diversidad de costumbres, de leyes, de idiomas? Esta verdad fundamental, indiscutible, puesto que la confirman la historia antigua y la moderna de los dos pueblos, así la que comprende los tiempos en que vivieron separados, como la de la poca en que marcharon unidos sus destinos; esta verdad, que pudiéramos llamar palmaria…» Y más adelante: «Compare V. la construcción anatómica de la boca de un andaluz con la de un castellano y la de un catalán, y hallará V. fácilmente explicado por qué cada uno de nosotros pronuncia de distinta manera una misma palabra…»

Ahora bien, en los años siguientes el movimiento catalanista se desarrolla y amplía, y toma derroteros que superan ampliamente lo propuesto por Almirall (que ya rechazaba Mañé con anterioridad), y que se adentran en el campo del odio a España y el secesionismo. En 1900, un año antes de su muerte, añadirá un epílogo a la nueva edición de El regionalismo, en la que reflexionará sobre esta deriva: «Ha sonado ya la hora del apaciguamiento y de la reflexión, la hora de comprender que las fraternales relaciones entre todas las comarcas españolas no han de estar a discreción de cuatro corresponsales sin conciencia, ni la historia de España la ha de dictar el despecho de los que no saben conservar la serenidad en los combates de la vida pública. Fruto de esta reacción son unos elevados y oportunos consejos que el Diari de Catalunya publicaba en sitio preferente, y que pueden resumirse en estos párrafos: “Es necesario que los catalanes nos conozcamos a nosotros mismos, que nos demos cuenta de nuestros defectos, a fin de corregirlos y enmendar nuestra conducta. Sea consecuencia del largo período de decadencia de nuestro pueblo, sea atrofia producida en los órganos políticos de nuestra tierra por no usarlos, sea por todas estás causas juntas y además otras históricas y sociales, es el caso que nuestro individualismo degenera fácilmente en egoísmo incomprensible, que convierte al catalán en un ser apto tan solo para una obra negativa, incapaz de edificar y pronto casi siempre para destruir.” Como se ve, ésta es la crítica del período de fiebre que aquí ha reinado durante mucho tiempo y cuyas consecuencias estamos deplorando. Sí, porque no se borra en un día el daño causado llenándole durante meses a un pueblo la cabeza de errores y el corazón de odios: algo queda aún en los mismos arrepentidos por convicción.»