lunes, 18 de marzo de 2024

Guillén de Lampart, Proclama por la liberación de la Nueva España y otros textos (1640-1651)

Retrato ideal en el monumento
a la Independencia (Méjico)

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Entre 1648 y 1664, Gregorio Martín de Guijo recogió en su diario todo tipo de acontecimientos y noticias locales de Ciudad de Méjico. En 1659 se refiere así a la celebración de un auto de fe: «Miércoles 19 de noviembre, a las seis horas de la mañana… y tras ellos empezaron a salir los penitenciados, que fueron en número de 32, y entre ellos negros y negras que habían renegado, y dos mulatas hechiceras… y luego se siguieron ocho hombres con sus capisayos y corozas para ser quemados, y entre ellos don Guillén de Lombardo, que había 17 años que estaba preso, y a todos ellos les acompañaban frailes de todos órdenes, y a don Guillén acompañaba el padre fray Francisco de Armenta, del orden de la Merced, catedrático de prima de teología… habiendo entregado al corregidor o remitido los que habían de ser quemados a las cuatro de la tarde…»

El reo citado era William Lamport, también conocido como Guillén de Lampart o Guillermo Lombardo de Guzmán, modélico ejemplo de hombre barroco desaforado. Ya hemos comunicado anteriormente otras vidas desbocadas de esos tiempos, como las de Jerónimo de Pasamonte, Catalina de Erauso, Alonso de Contreras, Thomas Gage, Alexandre Olivier Exquemelin... Lampart había nacido en Irlanda en 1611, y muy joven (posiblemente todavía niño) se trasladó a España como harán tantos compatriotas suyos a lo largo de varios siglos. Siguió estudios (en Santiago, en El Escorial) que le proporcionaron conocimientos de cierta consideración y un buen dominio de la cultura latina. Quizás los interrumpió para marchar a la guerra, pero en cualquier caso en 1640 se embarca en la flota de las Indias, formando parte del séquito del nuevo virrey de la Nueva España.

Se estableció en Ciudad de Méjico, donde se gana la vida con dificultad durante un par de años. Pero todo se le trastocó repentinamente, como nos cuenta Gonzalo Lizardo: «Aprehendido por el Santo Oficio el 26 de octubre de 1642, Lombardo protagonizó un tormentoso proceso que duró diecisiete años, durante los cuales realizó una fuga espectacular, pero malograda. Finalmente, fue quemado en la hoguera, el 19 de noviembre de 1659, por ser fautor y defensor de herejes, dogmatista inventor de otras nuevas herejías, alumbrado, sectario de Pelagio y Lutero, amén de practicar la astrología, hacer hechizos y pactar con el demonio.» No resulta original esta trayectoria, pero hay dos aspectos que lo hacen destacar sobre otros casos parecidos.

En primer lugar su ingente obra manuscrita, iniciada antes de su encarcelamiento y continuada con impulso grafómano después, que paradójicamente ha sobrevivido gracias a su proceso por parte de la Inquisición. En esta entrega de Clásicos de Historia vamos a incluir su proyecto de independencia de Irlanda (bajo la tutela de España), un informe a Felipe IV sobre los problemas en el virreinato, un nuevo proyecto de independencia, ahora de la Nueva España y otras provincias ultramarinas (bajo su propio gobierno como rey o emperador), un cartel de desafío a los inquisidores cuando brevemente se escapa de la cárcel, y su más extenso Cristiano desagravio y retractaciones. Después se concentrará en la redacción de su obra mayor, el Regio Salterio, compuesto por 918 salmos y 17 himnos, todos ellos en latín. Y aun se conservan «sus pocos poemas en español, sus epístolas, sus proclamas, sus panegíricos en latín, sus criptografías, sus pequeños tratados agrimensores, militares y astrológicos, además de las múltiples páginas que redactó en la cárcel para defender su causa», aún inéditas, según indica Gonzalo Lizardo.

El otro aspecto que hace memorable al personaje es su personalidad fantasiosa, fabuladora y falaz, que le llevan a inventarse a sí mismo con un prodigioso trastoque de su biografía, que ignora sus múltiples contradicciones, y que siempre pretende exaltarse en grado sumo en su linaje y en sus capacidades y acciones intelectuales, militares, políticas y religiosas. Descendiente de reyes y aristócratas, hijo de Felipe III, autor con diez años de una crítica al rey Carlos I de Inglaterra (en realidad reinaba Jacobo VI), lo que le obliga a expatriarse. Es capturado por piratas que le hacen su almirante, cargo que ejerce victoriosamente durante tres años hasta reconciliarlos con el rey de España, a los catorce años de edad… Luego, una exitosa carrera militar, política y diplomática por cuenta de Felipe IV y del conde duque de Olivares, que le conceden todo tipo de títulos, hábitos y recompensas. Después, enviado a las Indias como una especie de egregio super-espía. Y finalmente su plan para coronarse rey de la América citerior (aunque en algún momento posterior se justificará diciendo que era un mero medio para descubrir a los traidores…)

Tras varios siglos de olvido, desde el porfiriato fue recuperado el personaje como precursor de la independencia mejicana, y reinterpretado de múltiples modos; héroe nacional, héroe trágico, antihéroe tragicómico, desequilibrado convencido de sus delirios…

Quizás podamos apreciarlo de otro modo, como un fenómeno no tan sorprendente sino representativo de la crisis que atraviesa la Monarquía Hispánica por esos tiempos. No habían sido excepcionales los hijos naturales que alcanzan un elevado rango (don Juan de Austria), ni los simuladores que se hacían pasar por altos personajes (el Pastelero de Madrigal, relacionado con la hija natural del anterior), Y tampoco las rebeliones y conspiraciones en distintos estados de la monarquía (Cataluña, Portugal, Nápoles, Andalucía, Aragón…) Por otra parte, la situación interna de la Nueva España es compleja y delicada, con la presencia abundante e influyente de mercaderes portugueses (algunos de ellos cristianos nuevos), y el enfrentamiento entre el virrey, duque de Escalona, y el visitador general y obispo de Puebla, Juan de Palafox, y de éste con los jesuitas. El primero resultará sospechoso por sus lazos familiares con el nuevo rey de Portugal, y será sustituido por el segundo.

En estas circunstancias pudo verse implicado Lampart con una participación secundaria magnificada por su megalomanía, que acabó por devorarle y convertirle en víctima. Su afición por la astrología, los sortilegios y la nigromancia hicieron el resto, y le conducirán a las cárceles de la Inquisición. Y su prolongada prisión posiblemente se debió tanto a la competencia entre las distintas autoridades que se entrecruzan y que toman decisiones opuestas (el Rey y la Suprema que reclaman al reo desde Madrid, la Inquisición local...), como a la propia actitud combativa y pleiteadora de Lampart, que arguye con múltiples razones religiosas, históricas y morales; que recusa y acusa a sus jueces; que se retracta y arrepiente, y por ello se considera merecedor de elogios y agradecimientos.

Su escritura durante estos años es ingente e incesante, con frecuencia abstrusa, recargada y falsaria. Cita, comenta y parafrasea todo tipo de autores, desde los pensadores de la Antigüedad hasta las obras de Cervantes, María Zayas y Calderón, del que se identifica con el príncipe Segismundo. Ante esta obra descomunal, Gonzalo Lizardo sostiene que «algunos, finalmente, sospecharán que todo —su conjura, sus desacatos, sus provocaciones, su fuga, su recaptura— fue una estrategia de ese pirata irlandés, humanista español y hereje novohispano, para conseguir que sus escritos sobrevivieran y así me pudiera eternizar en otro siglo que fuera, como Lombardo llegó a sugerir en su proceso.»

En algún momento anterior a su viaje a Méjico, Lampart encargó o realizó este imaginativo escudo, con corona de marqués. En los cuarteles, un águila bicéfala con corona imperial (¿Habsburgo?), un león rampante con una media luna, un arpa coronada (¿Irlanda?), y tres calderos al fuego. Según Fabio Troncarelli, es una reinterpretación de las armas de los Lamport de Ballyhire.

lunes, 4 de marzo de 2024

Carlos Pereyra, La obra de España en América

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«La tendencia del autor es esencialmente crítica. Estima que una admiración indiscreta daña tanto o más que una hostilidad cerrada, sobre todo cuando lo que se busca no es defensa de causas sino descubrimiento de verdades. Convertir leyendas negras en leyendas blancas es tan ilegítimo para la crítica como lo contrario. Y en los tiempos de fineza analítica que alcanzamos, puede ser más temible para los que escriben sobre asuntos históricos verse condenados por una sonrisa que por una franca desaprobación.»

Así manifiesta su propósito Carlos Pereyra; y el lector, también críticamente, valorará hasta qué punto lo alcanza. La obra de España en América se publicó en 1920, y más que un estudio histórico es un combativo ensayo contra la leyenda negra (está reciente la publicación del libro de Julián Juderías), y en un segundo plano, también contra la actuación de los Estados Unidos en la llamada América latina. Predomina, por tanto, lo comparativo: no oculta desmanes ni desmesuras, aunque tiende a pasar a la ligera sobre ellos; y se centra en buena medida en los resultados, valorados positivamente, de la conquista y la colonización, en comparación con las de franceses, ingleses y norteamericanos:

«Se afirma aquí la admiración a España, pero es una admiración que nace del objetivismo, del estudio ecuánime de los hechos, emprendido con espíritu desinteresado… La obra de España fue colosal. Lo fue militarmente. Pero se muestra más grande aún en el orden económico y en el orden moral. Todo ello aparece aquí con el propósito de señalarlo francamente, para despertar sentimientos de admiración. Pero como esos sentimientos no existían en el autor antes de comenzar sus estudios, y como le fueron sugeridos por vía tan indirecta que muchos de ellos nacieron revisando afirmaciones antiespañolas de historiadores a quienes consideraba en posesión de la verdad, tienen toda la desinteresada pureza de su origen intelectual.»

El jurista, diplomático e historiador mejicano Carlos Pereyra (1871-1942) fue uno de los numerosos intelectuales americanos hispanófilos (hoy un tanto difuminados con el auge/moda del indigenismo). En el centenario de su nacimiento Luis Rublúo Islas, historiador, poeta y ensayista mejicano fallecido recientemente, reinterpretaba así las críticas con que se le motejaba: «lo llaman reaccionario, conservador e hispanista; términos, los primeros dos, tan elásticos y caprichosos como oír de algunos, revolucionario y socialista… En cuanto al tercer vocablo, ¡en buena hora existe el hispanismo, como el helenismo y el hebraísmo! Términos que sintetizan el esfuerzo gigante de culturas que no reconocen tiempo ni espacio, el único poder humano perdurable y siempre bien recibido… Pereyra como reaccionario llevó simplemente la acción contraria a la opinión y al hecho que juzgó equivocados, y como conservador guardó los principios para darlos en oportunidad como guía para seguir un camino, el único permitido al hombre para conservar su fe en el futuro; como hispanista, por último, observó nítidamente las raíces de una cultura que nos honra y anticipa ahora de nuestra condición como grupo humano.»

Oswaldo Guayasamín