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jueves, 11 de septiembre de 2025

John L. O'Sullivan, El destino manifiesto (artículos)

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Paul Johnson, el autor del desmitificador Intelectuales, escribe en su historia de los Estados Unidos: «Hacia la década de 1830 la idea de que el destino de Norteamérica era absorber todo el oeste del continente, además de su centro, comenzaba a arraigar. Era un impulso nacionalista e ideológico, pero también religioso: la sensación de que Dios, la república y la democracia exigían de consuno que los norteamericanos se expandieran hacia el oeste, para colonizar y civilizar, para imponer los ideales republicanos y la democracia (...) El asunto fue debatido en el Congreso, sobre todo en la década de los estrepitosos cuarenta, como se los llamaría después, y que lo fueron, sin duda, por el estrépito con que los norteamericanos vociferaban su deseo de conquistar más tierras. Un congresista lo consignó en 1845 con estas palabras: “La Providencia concibió este continente como un vasto teatro en el que habría de poner en escena el gran experimento del Gobierno Republicano bajo los auspicios de la raza anglosajona.”

»El primero que usó la expresión “destino manifiesto” fue John L. O’Sullivan en la Democratic Review, en 1845, en un texto en el que se quejaba de las intervenciones extranjeras y de los intentos de “limitar nuestra grandeza e impedir la realización de nuestro destino manifiesto, que es el de ocupar en su plenitud el continente que la Providencia nos ha concedido para el libre desarrollo de nuestra descendencia, que año tras año se multiplica por millones.” (Y en otro periódico:) “...nosotros, el pueblo norteamericano, somos el pueblo más independiente, inteligente, moral y feliz sobre la faz de la tierra.” Este hecho, y la mayoría de los norteamericanos consideraban que era un hecho, proporcionaba la justificación ética que necesitaba el deseo de expandir la república que promovía semejante felicidad.»

John L. O’Sullivan (1813-1895) fue un influyente periodista y político demócrata, admirador del desaforado presidente Jackson. Fundó en 1837 The United States Magazine and Democratic Review y colaboró en otros muchos periódicos (siempre partidistas) como el Morning News de Nueva York. Acérrimo partidario del imperialismo norteamericano, para el que ideó su lema más difundido, apoyó todos los proyectos de expansión territorial: la anexión de Texas, la guerra con Méjico, la cuestión de Oregón (“¡de todo el Oregón, mal que les pese!”), las expediciones del general Narciso López con el objeto de incorporar Cuba a los estados del Sur... Estas últimas le depararon varios procesos por su violación del Acta de Neutralidad, sin consecuencia alguna. Al contrario, fue nombrado embajador en Portugal, cargo que ocupó entre 1854 y 1858. Durante la guerra civil tomó partido por la Confederación, de la que hizo propaganda activa desde Europa. No regresó a los Estados Unidos hasta 1879.

Presentamos cinco de los editoriales de su revista que, naturalmente, se publicaron sin firma entre 1837 y 1847: El principio democrático, La gran nación del futuro, Anexión, Engrandecimiento territorial, y La Guerra. En ellos encontraremos perfectamente formulados muchos de los fundamentos ideológicos del imperialismo norteamericano: un nacionalismo exacerbado y orgullosos, un radicalismo liberal que rechaza cualquier élite, una desconfianza arraigada respecto a las interferencias de los poderes federales en los distintos Estados, una templada defensa de la esclavitud, bien teñida de acérrimo racismo... Así, confía en que la población negra deje de ser necesaria en un futuro, y pueda ser expulsada hacia las Américas hispanas, ya que éstas son «de sangre mezclada y confusa, y libres de los prejuicios que entre nosotros prohíben rotundamente la mezcla social».

En su defensa del expansionismo, sin embargo, pide prudencia a las voces que tras la anexión de Texas, reclaman la de México y la del Canadá, e incluso la de Irlanda. Aunque sí defiende la incorporación del territorio hasta el Pacífico, es partidario de un dominio “blando” de los restantes países hispanos, basado en la economía y en los intereses comerciales. Tras la derrota de México asevera: «La raza mexicana ve ahora, en el destino de los aborígenes del norte, su inevitable destino. Deben fusionarse y desaparecer ante el vigor superior de la raza anglosajona, o perecer por completo. Podrán posponerlo por un tiempo, pero llegará el momento en que su nacionalidad acabe. Se puede observar que, mientras la raza anglosajona ha invadido la zona norte y la ha purgado de una vigorosa raza indígena, los españoles no han logrado ningún progreso considerable en el sur. La mejor estimación de la población de México es de 7 millones, de los cuales 4 millones y medio son indígenas de pura sangre y sólo 1 millón de europeos blancos y sus descendientes. A partir de estos datos, es evidente que el proceso, que se ha llevado a cabo en el norte, de expulsar a los indígenas o aniquilarlos como raza, aún no se ha llevado a cabo en el sur.»

Fue Julius W. Pratt el que determinó que fue O’Sullivan el acuñador original de la expresión “destino manifiesto”, en los editoriales que aquí presentamos. Lo hizo en 1927, en un artículo titulado The Origin of “Manifest Destiny” publicado en The American Historical Review; lo incluimos también en esta entrega.

 John Gast: American Progress (1872)

lunes, 16 de septiembre de 2024

Benjamín Franklin, Esclavos y razas (Textos 1751-1790)

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Benjamín Franklin (1706-1790) fue uno de los más influyentes ilustrados de las trece colonias británicas de América, y luego de los Estados Unidos. En su día José Luis Comellas lo caracterizó como «científico, revolucionario y patriota norteamericano. Activo miembro de las logias masónicas, recibido triunfalmente en París poco antes de la Revolución, es uno de los símbolos de la llamada Revolución Atlántica, o vinculación existente entre los procesos de transición al Nuevo Régimen en América y Europa. Con su aire pueblerino y sus gustos sencillos, Franklin causó sensación en la Francia de fines del XVIII, y fue considerado como el prototipo del hombre natural roussoniano.»

A diferencia de otros famosos ilustrados, Franklin no se limitó al terreno intelectual: su vida presenta una poderosa vertiente práctica con la que toma parte activa de los acontecimientos, tanto en su faceta de exitoso editor y periodista, como mediante el desempeño de diversos cargos: concejal, juez de paz, miembro de la asamblea de Pensilvania, director de correos, representante de las colonias ante la corte de Londres a lo largo de veinte años, embajador en Francia tras la independencia durante casi diez años, gobernador de Pensilvania… Su fama internacional fue enorme, y se tradujeron a los principales idiomas europeos muchas de sus obras; pero en los Estados Unidos su reconocimiento público adquirió un nivel extraordinario, prácticamente al nivel de George Washington. Su firma aparece tanto en la Declaración de Independencia, en la Paz con Inglaterra y en la definitiva Constitución.

Pero en esta entrega de Clásicos de Historia nos limitaremos a recoger unos pocos pero representativos textos sobre la abolición de la esclavitud. Aunque Franklin fue propietario de esclavos a lo largo de su vida, y sus periódicos publicitaron anuncios de ventas de negros y avisos de fugas de esclavos, su actitud en este aspecto evolucionó progresivamente, y se interesó por iniciativas para la educación de los esclavos y de los negros libres, y por la mejora de sus condiciones. En sus últimos años se posicionó radicalmente en contra de la esclavitud y fue elegido presidente de la Pennsylvania Society for Promoting the Abolition of Slavery and for the Relief of Free Negroes Unlawfully Held in Bondage.

El primer texto que comunicamos es de 1751 y se titula Observaciones sobre el crecimiento de la humanidad y el poblamiento de los países. Tuvo una gran difusión y sus planteamientos influyeron en Adam Smith, en Malthus, y a través de éste en Darwin. Podemos observar la valoración negativa de la esclavitud pero principalmente por considerarla poco rentable, ya que comporta un coste superior al de los trabajadores libres. Y asimismo, se pueden observar en el documento las ideas de Franklin sobre las razas.

Otros textos posteriores hacen referencia a las tareas y manifiestos de la sociedad abolicionista antes mencionada. Resulta interesante el Proyecto para mejorar la condición de los negros libres, con admirables propósitos filantrópicos… pero con un talante que en el mejor de los casos podemos considerar paternalista.

El último artículo que publicó Franklin, a menos de un mes de su muerte resulta especialmente atractivo. Habiéndose presentado una petición en la Cámara de Representantes del Congreso en contra del tráfico de esclavos, intervinieron en los correspondientes debates diversos defensores de la esclavitud y de la trata. Franklin los parodia fingiendo el discurso de un gobernante argelino a favor de la piratería y la esclavitud ejercidas en perjuicio de los europeos, con los mismos argumentos con los que se justificaba en el Congreso la realizada contra la población africana.

Hemos incluido también unas Observaciones sobre los salvajes de la América del Norte, en las que se critica algunas de las condiciones a las que se somete a la población india.

Emblema de la Pennsylvania Society for Promoting the Abolition of Slavery, hacia 1789, con el llamativo lema "Trabaja y sé feliz".

lunes, 7 de agosto de 2023

Gustave de Beaumont, Estados Unidos en 1831: esclavitud, racismo, religión, tribus indias y otros aspectos

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Poco después de la Revolución de Julio, dos jóvenes amigos parten de Francia hacia los Estados Unidos. Ambos son noveles magistrados, y llevan el encargo oficial de estudiar el sistema penitenciario norteamericano, que se considera adelantado en cuanto a la rehabilitación del delincuente. A su regreso publicarán en dos tomos su Du système pénitentiaire aux États-Unis et son application en France, París 1833. Sin embargo Alexis de Tocqueville (1805-1859) y Gustave de Beaumont (1802-1866), los dos viajeros, han tenido unos propósitos mucho más amplios: estudiar una sociedad democrática que no ha requerido de la Convención y la guillotina que caracterizaron la propia de la revolución francesa.

François Furet, en su artículo Toqueville: el descubrimiento de América (1986), lo explica así: «En el origen del viaje americano está pues la separación, operada por Tocqueville, entre la idea de democracia y la idea de revolución: separación que marca su profunda originalidad en la filosofía política liberal de la época, si se piensa por ejemplo que Guizot no llegará jamás a concebirla. La superioridad de Tocqueville es una superioridad de abstracción: consigue disociar el concepto de democracia de su referencia empírica, la Revolución francesa, de manera tal que puede interpretar a través de él una democracia no revolucionaria, América, y una democracia revolucionaria, Francia. El mismo pensamiento que lo libera de la obsesión de la Revolución francesa, característica de toda su generación, le da la idea del viaje a América. Se trata de poder elaborar una teoría de la sociedad democrática con la cual relacionar el caso francés.»

Y ambos jóvenes se apresurarán a comunicar las experiencias que han recabado en Estados Unidos y las conclusiones a las que han llegado. En 1835 Tocqueville publicará el primer tomo de La democracia en América, que resultará ser una obra clave en la evolución del pensamiento político occidental. En ella se referirá así a la obra paralela, aunque con objetivos distintos, de su amigo y compañero de viaje: «En la época en que publiqué la primera edición de esta obra, M. Gustave de Beaumont, mi compañero de viaje por Norteamérica, trabajaba aún en su libro intitulado María, o la esclavitud en los Estados Unidos, que apareció después. El fin principal de M. de Beaumont ha sido poner de relieve y dar a conocer la situación de los negros en medio de la sociedad angloamericana. Su obra arrojará una viva y nueva luz sobre el problema de la esclavitud, de vital importancia para las Repúblicas. No sé si me engaño; pero me parece que el libro de M. de Beaumont, después de haber interesado vivamente a quienes deseen buscar en él emociones y cuadros, debe obtener un éxito más sólido y durable entre los lectores que, ante todo, desean encontrar puntos de vista sinceros y verdades profundas.»

Beaumont le devolverá los elogios en su obra, aunque también subrayará las diferencias: «Mr. de Tocqueville y yo publicamos casi al mismo tiempo, cada uno, un libro sobre asuntos tan diferentes, cuanto pueden serlo el gobierno de un pueblo y sus costumbres. El que lea estas dos obras puede ser que reciba impresiones diferentes sobre la América, y se imagine que no hemos juzgado de un mismo modo el país que hemos recorrido juntos. Ésta, no obstante, no es la causa de la disidencia aparente que se ha de notar; la verdadera razón es ésta: Mr. de Tocqueville ha descrito las instituciones; yo he tratado de bosquejar las costumbres. Ahora, la vida política en los Estados Unidos es más bella y mejor aprovechada que la vida civil: mientras que el hombre encuentra allí pocos goces en el seno de su familia, muy pocos placeres en la sociedad, el ciudadano goza en la esfera política cuantos derechos pudiera apetecer. Examinando la sociedad americana bajo puntos de vista tan diferentes, claro está que no hemos podido, al pintarla, servirnos de los mismos colores.»

El título completo de su obra es María o La esclavitud en los Estados Unidos. Pintura de costumbres en la América del Norte. Y decide darle la forma de novela, pero en la que la ficción se documenta y acompaña con extensos apéndices, en los que analiza, y con frecuencia denuncia, distintos aspectos de la sociedad norteamericana: la condición de los negros esclavos y libres, los variadísimos e influyentes movimientos religiosos, y el estado antiguo y actual de las tribus indias. Y aun añade en múltiples notas breves análisis de otros aspectos: la condición de las mujeres, el ejército, la prensa, la igualdad dominante entre la sociedad blanca… Y concluye con la narración del motín racista que tuvo lugar en Nueva York en 1834. Esta parte ensayística es la que incluimos en esta entrega de Clásicos de Historia.

Finley, Mapa de Estados Unidos, 1827

lunes, 1 de mayo de 2023

Rafael Torres Campos, Esclavitud e imperialismo en el África árabe

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El almeriense Rafael Torres Campos (1853-1904), relacionado con la Institución Libre de Enseñanza, fue un destacado geógrafo que introdujo nuevos métodos y técnicas tanto en esa ciencia como en el modo de enseñarla. Con formación jurídica, uno de los muchos campos que le interesaron fue lo referente a la desatada expansión imperialista de su época, sobre la que publicó abundantes estudios: La cuestión de los ríos africanos y la conferencia de Berlín, El porvenir de España en el Sáhara, Los españoles en Argelia, Portugal e Inglaterra en África austral, La política de expansión colonial, Sáhara occidental. Contra el proyecto de abandono de Río de Oro, Debate sobre el régimen político y administrativo en la Guinea española, así como la conferencia que comunicamos esta semana, La campaña contra la esclavitud y los deberes de España en África, pronunciada en 1889.

Consecuente con su postura ideológica que hoy calificaríamos de progresista, se felicita porque «en la costa occidental (de África), que estuvo en un tiempo asolada por la trata, el establecimiento de las naciones europeas, la abundancia de factorías, el tráfico lícito desenvuelto y la abolición en América, han ahuyentado a los negreros.» En cambio persiste todavía, señala, tanto en el norte del continente como en el África oriental, aunque en algunos países haya sido formalmente abolida. Es un fenómeno enorme: «se cazan y venden en el país de la esclavitud desde el Océano Atlántico hasta el Mar Rojo y el Índico 500.000 esclavos por año», y lo practican aventureros de toda la región islámica, con frecuencia con la protección y el interés de las autoridades locales; luego se distribuirán los esclavos en el mismo continente y en Asia. Los beneficios son enormes, pero el coste humano es incalculable.

Las soluciones que propone son la prohibición del comercio de armas de fuego y de alcohol con los países esclavistas, y por contra contribuir a que los habitantes del África negra puedan defenderse de las expediciones esclavistas. Ahora bien, lo determinante es intensificar el comercio lícito «fundado en la explotación de los recursos naturales, inspirando a las poblaciones negras el amor al trabajo y enseñándoles las ventajas del cultivo.» Las flotas de los países europeos han de dificultar el tráfico de esclavos, y de igual modo con la ocupación de los puertos del Índico y el Rojo. Asimismo ha de protegerse a los misioneros… En resumidas cuentas, es preciso que los países europeos ocupen, colonicen, introduzcan la civilización en África, lo que sólo supondría efectos positivos. La solución es, pues, el imperialismo.

Es lo que el autor admira en Inglaterra: «He aquí la obra emprendida por Inglaterra, la potencia que tiene el arte de dominar e ir transformando con corto número de gentes los más extraños pueblos. No busquemos el romanticismo como ideal de las relaciones internacionales... No es un misterio que Inglaterra aspira, como es natural, a engrandecerse: sigue la política de siempre, sosteniendo los planes de anexión colonial con tenacidad admirable, sin desviarse un punto del objetivo tradicional y de la misión histórica que viene persiguiendo con pasmoso éxito, en acuerdo tácito y perfectísimo de la masa general del país con los gobiernos. Quiere ganar más territorios y conquistar el comercio de nuevas y nuevas regiones, para dar salida a su producción exuberante. Su conveniencia no es contradictoria sistemáticamente con las de los demás países: territorio cubierto por el pabellón británico pronto florece, en interés de todos, que la solidaridad es ley de la vida económica ―como de la actividad humana en todas las esferas―. Y bien seguro es —¿quién que de buena fe consulte la historia contemporánea puede negarlo?― que bajo la influencia de los Gordon, los Baker y los Lumley, halla la esclavitud toda la guerra que las circunstancias, el estado social del país y las fuerzas disponibles consienten.»

Hergé, Coke en stock (1958)

lunes, 2 de enero de 2023

José Pascasio de Escoriaza, La esclavitud en las Antillas

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La esclavitud se mantuvo en Cuba y Puerto Rico durante buena parte del siglo XIX, persistencia que sólo fue superada por Brasil. Naturalmente, esta circunstancia dio lugar a un encendido debate, del que ya hemos comunicado en Clásicos de Historia la temprana intervención de Isidoro de Antillón y de Fermín Hernández Iglesias, ambos reclamando su abolición, y las de George Dawson Flinter y José Ferrer de Couto defendiendo su mantenimiento. Hoy agregamos el breve discurso que el joven portorriqueño José Pascasio de Escoriaza (1833-1921) pronuncia en Madrid en 1859 con ocasión de su doctorado en derecho. Lleva a cabo un escueto recorrido histórico del origen y evolución de la esclavitud en América, condena la persistencia de la trata, formalmente prohibida, y para solucionar los problemas económicos que pueden provocar a las islas la abolición de la esclavitud, aboga por incentivar la llegada de colonos europeos, nacionales y extranjeros.

Eduardo Neumann Gandía publicó un volumen con el título Benefactores y hombres notables de Puerto Rico (tomo II, Ponce 1899) en el que se refiere así a nuestro autor: «Desciende por línea materna de las familias más antiguas y distinguidas de la isla. Cursó la facultad de Derecho en sus secciones de civil y administrativo entre las universidades de Sevilla y Madrid con brillantes notas; pero poco caso hizo de su profesión: lo que preocupó hondamente su cerebro fueron las luchas políticas, se afilió al partido progresista, y se dio a conspirar contra el gobierno de Isabel II, al lado don Juan Prim, de quien fue amigo íntimo y fautor revolucionario, viéndose muy comprometido en el movimiento del día 22 de junio de 1866. En todo aquel sangriento drama tomó parte muy activa el señor Escoriaza y arriesgó de modo inminente su fortuna, su familia y su vida por haber instalado en su casa la junta que en aquel día llevaba la dirección suprema de la revolución (…) Fue uno de los agentes más activos y constantes de aquel período en que se entronizó verdadera fiebre por derrocar el gobierno infame y tiránico de Narváez. Trabajó mucho y con talento por el triunfo de la coalición hecha por los partidos progresista, republicano y unionista con el fin de derrocar del trono a Isabel II. Triunfante la Revolución de Septiembre fue gobernador civil de las provincias de Almería, de Valladolid y de Barcelona poniendo de manifiesto sus condiciones de buen gobernante. Luego fue elegido diputado por esta isla para las Constituyentes del 69. Si bien no se decidió por el sistema autonómico en Puerto-Rico, pidió reformas y nuevas leyes para su país natal.»

Su trayectoria vital, centrada en la política y la administración (fue director general de Obras Pública y secretario del Consejo de Estado), se interrumpe y toma nuevos derroteros con la caída de la primera República y con la Restauración. Marcha a Francia, donde establece relaciones comerciales que le resultarán fundamentales tras su pronto regreso a España. A partir de su sede en Zaragoza creará un potente grupo de empresas relacionadas ante todo con el sector ferroviario y más tarde con el de transporte urbano, con los novedosos tranvías eléctricos. Nuestro personaje asociará a sus hijos, los hermanos Escoriaza Fabro, dando lugar a una poderosa saga industrial que se prolongó, extendida por todo el territorio nacional y cada vez más diversificada, con la siguiente generación.

La Flaca, 1872. Pero la Libertad sigue siendo blanca...

lunes, 19 de diciembre de 2022

Alonso de Sandoval, Mundo negro y esclavitud

José de Ribera, Un jesuita.

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Nacido en Sevilla, Alonso de Sandoval (1576-1652) vivió desde los siete años en la América hispana, sobre todo en Lima y en Cartagena de Indias. Jesuita, trabajó especialmente con los esclavos africanos, como indica en la obra que presentamos: «Si es cierto, como lo es, que nuestra principal vocación en las Indias es el empleo de los indios, tan encomendado por nuestras constituciones, no es menos cierto ser empleo muy propio nuestro en ellas, el de los negros que en estas partes nos sirven, porque es sin duda, que los motivos que los de la Compañía acá tenemos de ayudar a los naturales, esa misma, sin diferencia ninguna, tendremos de ayudar a los negros (…) por ser mucho mayor la necesidad de los negros de que tratamos, y mucho más extrema (como claramente hemos visto) que la que padecen los indios.» Fruto de ello fue su obra De instauranda ætiopum salute. Historia de Etiopía, naturaleza, policía sagrada y profana, costumbres, ritos y catecismo evangélico de todos los etíopes conque se restaura la salud de sus almas, publicada en Sevilla en 1627, y vuelta a imprimir en Madrid en 1647, aunque sólo el primero de los dos tomos previstos; eso sí, considerablemente ampliado.

El profesor Jaime José Lacueva en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia, resume así el contenido de la obra, dividida en cuatro libros: «El primero de ellos es toda una descripción antropológica de los pueblos africanos de los que procedían los esclavos. El segundo detalla la injusta situación de los negros sin llegar a condenar, no obstante, la esclavitud. El tercero recoge la metodología fruto de su propia experiencia y aborda el problema de los “rebautismos”. El cuarto, finalmente, es una apología del apostolado jesuítico con los negros de Nueva Granada.» Para esta entrega de Clásicos de Historia he seleccionado diversos capítulos, agrupados en tres bloques: El primero es una descripción del mundo negro, que rebasa el África subsahariana, y se prolonga por Asia hasta las Filipinas y Nueva Guinea. Es un trabajo elaborado a partir de los libros y noticias que le llegan al autor. El segundo bloque aunque más breve puede resultar el más interesante, al describir las informaciones que ha recogido de diversos interlocutores y por su propia experiencia, sobre la trata de esclavos y las penosas condiciones de vida y trabajo de la población esclava en las Indias. En un tercer bloque recogemos la valoración extremadamente positiva que tiene de los africanos, y que quiere apoyar en un buen número de autoridades y escritores religiosos.

En su día vimos la admirable actitud radicalmente contraria a la esclavización de poblaciones indias y africanas por parte de Vasco de Quiroga (1472-1565), Julián Garcés (1452-1541), Bernardino de Minaya (1485-1565), Tomás de Mercado (1523-75) y Bartolomé de Albornoz (1524-73). Mucho más ambivalente es la postura de Sandoval. Si por un lado no se puede dudar de su auténtica obsesión por denunciar la trata y las condiciones de vida de los esclavos, de su preocupación por su bienestar material y religioso, nos decepciona su aceptación de la institución de la esclavitud, de las causas lícitas de su existencia, revestida con el oropel de una vasta erudición antigua y moderna. En realidad, y de algún modo, se deja llevar por el espíritu de su tiempo, por los valores dominantes de su época, por lo oportuno y lo políticamente correcto de entonces (de igual modo que tantos lo hacen ahora). A pesar de los cuantiosos y aberrantes datos que proporciona en su obra sobre la procedencia, captura y trato de los africanos, no llega a cuestionarse su licitud y moralidad, como sí hicieron los autores antes citados y unos años después, otros como Francisco José de Jaca (1645-1690) y Epifanio de Moirans (1644-1689).

Portada de la segunda edición (1647)

lunes, 24 de enero de 2022

Anténor Firmin, La igualdad de las razas humanas (fragmentos)

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José Luis Comellas en Los grandes imperios coloniales (Madrid 2001) se refería así al racismo de fines del siglo XIX: «La palabra, hoy, resulta en extremo malsonante. Hace ciento veinte años se empleaba con absoluta naturalidad, y, más aun, como resultado de una experiencia científicamente comprobada; y entonces lo que afirmaban los científicos era una verdad de fe. La Europa de 1880 era un continente civilizado, cortés ―mucho más cortés en sus maneras que hoy―, tolerante en las ideas y en las creencias, regido por sistemas democráticos y parlamentarios, en que entre los principios fundamentales contaba el máximo respeto hacia los derechos humanos. Aberraciones como el nazismo hitleriano o la dictadura estalinista eran absolutamente imprevisibles, y todos los europeos, inclusos los alemanes o los rusos, las hubieran rechazado indignados. Y, sin embargo, era una Europa racista. Más, advierte Stromberg, en los países protestantes que en los católicos, porque estos últimos conservaban la concepción universalista y ecuménica de la tradición cristiana, pero el respeto que en muchos podía existir hacia otras razas y otras culturas no podía ocultar este hecho científicamente comprobado: la raza blanca es superior por naturaleza a las demás etnias humanas.»

Y tras referirse a Gobineau y su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1855), a Chamberlain y a Galton, continúa: «En 1880 las teorías racistas estaban en todo su auge. ¿Qué es lo que había cambiado desde los tiempos de Gobineau? Un factor sobre todo parece que hay que tener en cuenta, y es la proliferación del darwinismo, extendido, más que por iniciativa de Darwin, por sus seguidores, entusiastas y dogmáticos, a la manera de Spencer. La teoría de la selección de las especies, de la supervivencia de los más aptos y del progreso ineluctable y necesario por obra del predominio natural de los mejores y más preparados, se convirtió por los años 80 en un verdadero dogma, en un principio que explicaba el avance no sólo necesario, sino conveniente, de la humanidad (…) El racismo, en el sentido de conciencia clara de la superioridad de una estirpe, y con ella de sus derechos y hasta de sus deberes civilizadores, se impuso también como un dogma.» 

Pues bien, en esa sociedad en la que se pretendía apuntalar con los avances científicos el viejo racismo práctico, y en la que el nuevo racismo científico se difunde sobremanera (aceptan el dogma de la desigualdad de las razas hasta muchos anti-esclavistas militantes), y contribuye a justificar el reparto del mundo entre un puñado de potencias coloniales, resultan de especial interés los intelectuales que se sobrepusieron a ese consenso dominante aunque falso, y que realizaron una crítica sostenida a sus fundamentos. Entre ellos destaca el haitiano Anténor Firmin (1850-1911). Fue académico, publicista, y ante todo político: embajador, ministro y, naturalmente, también exiliado. Todavía joven, es recibido en la Sociedad de Antropología de París, y la confrontación con otros miembros es el acicate para la publicación de la obra de la que presentamos una selección de sus apartados más significativos.

En ella Firmin se pregunta: «¿Cómo tantos hombres eminentes, de una claridad indiscutible, estudiosos con teorías originales o filósofos librepensadores han podido asumir esta idea extraña de la inferioridad natural de los negros? ¿Esta idea no es como un dogma cuando, en lugar de basarse en una demostración seria, se limita a afirmarla como si se tratara de una verdad justificada por el sentido común y la creencia universal? En un siglo en el que todas las cuestiones científicas son estudiadas, ya sea por el método experimental o por la observación, ¿el juicio mediante el cual se establece que la raza negra es inferior a todas las demás, no se quedaría sin otra base que la fe de los autores que la sostienen?» Naturalmente, Firmin realiza su crítica del racismo desde el progresismo, y desde los presupuestos científicos de su época, positivismo y darwinismo, que conoce a fondo. Ahora bien, el primero está hoy considerablemente superado, y el otro se transformará poderosamente con el desarrollo de la genética. Pero quizás estas mismas limitaciones son las que despiertan nuestro interés: con los conocimientos y valores de su tiempo y suficiente independencia de criterio, es posible liberarse de avasalladoras imposiciones ideológicas a la moda, y defender valores humanos permanentes.

Esta obra de Anténor Firmin tuvo una limitada repercusión en su tiempo, incluso en la región antillana donde pudo resultar especialmente atractiva. Habrá que esperar a 1930 para disponer de la primera traducción, limitada a las Conclusiones, realizada por otro interesante personaje, Lino D’Ou (1871-1939), y publicada en el conservador Diario de la Marina, de La Habana, donde dirigía una sección denominada Ideales de una raza, de patente carácter anti-racista. La primera traducción completa que conozco fue realizada por Aurora Fibla Madrigal, y publicada también en La Habana por el Instituto Cubano del Libro, en 2013. De ella he extraído los restantes fragmentos seleccionados. También se puede acceder a la edición original francesa, de 1885.

lunes, 17 de enero de 2022

Fermín Hernández Iglesias, La esclavitud y el señor Ferrer de Couto

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La obra de José Ferrer de Couto que comunicábamos la pasada semana promovió una considerable polémica en la opinión pública española (es decir, la opinión escrita). Quizás la respuesta crítica más elaborada es la que le dio Fermín Hernández Iglesias (1833-1909) en la breve obra que presentamos. Doctor en derecho y periodista, inició una importante carrera como alto funcionario durante el Sexenio revolucionario, que prolongó con la Restauración, en la que que fue elegido diputado y senador, y ocupó varias direcciones generales; fue académico y magistrado. Mucha de su actividad pública la dirigió a las cuestiones sociales, sobre las que publicó La beneficencia en España (1876) y Beneficencia internacional (1880). El tempranamente malogrado Julián Sánchez Ruano (1840-1871), joven jurista y político republicano unitario, presentaba así la obra en el Prólogo:

«Es cosa fuera de dudas que la religión con sus dogmas, y la moral con sus máximas, y la filosofía con sus principios, y la economía con sus verdades, y la política con sus consejos, conspiran a una en condenar de raíz, en todos los climas y en las latitudes todas de la tierra, la odiosa herencia de la esclavitud, legada en mal hora por el paganismo a las sociedades cristianas, que en esto no lo han sido ciertamente y por desgracia, sino de nombre y apariencia. Sólo a cabezas livianas es lícito negar esto, y a ingenios frívolos debatirlo, y a hombres de sentimientos tomados de extravagancia replicar con argucias baladíes, y prorrumpir en cierto género de exclamaciones hermanas del delirio más donoso, y vecinas de la locura más peregrina de que haya ejemplo en los anales de la historia de las aberraciones, con ser tan extensa y varia.

»Y en realidad de verdad, no conozco pretensión más destituida de sindéresis (de entre las muchas que de ella carecen hoy en día), que aquella en cuya virtud se pretender deducir algo favorable a la servidumbre de los principios todos que forman la cultura humana, después del advenimiento del cristianismo y de su reincorporación en las corrientes civilizadoras del universo entero, cuan ancho y espacioso es. Como si una religión monoteísta fuera recurso hábil para venir desde ella, y con procedimiento racional y lógico al menguado sistema de castas. Como si una moral, que consagra bajo el más alto punto de vista el sacratísimo albedrío personal, se prestara fácilmente a sancionar y admitir como laudable la negación del más excelso atributo del hombre, que es su libertad augusta. Como si la metafísica con sus incontrastables axiomas, y la fisiología con sus experimentos, y la psicología con sus observaciones, y la química con sus enseñanzas, no probasen de lleno la identicidad del humano linaje, así en facultades como en dotes, así en origen como en procedimientos, sea cualquiera la zona del globo en que habitare, y por más que varíe en accidentes la sustancia que le nutre, y el agua que apaga su sed, y el aire que refresca su pulmón; o ya sea que el rayo de sol le hiera perpendicular y le tueste la delgada cutis, o ya que, oblicuo y apartado, le deje expuesto a los rigores del aterido polo. Y, en fin, como si la economía no hubiera puesto al alcance del más rudo los requisitos y condiciones para que el trabajo manual sea fecundo y productivo; y como si la política, para dar ópimos frutos de bienestar y de ventura, no debiese de ir en amigable consorcio y unión estrecha con la moral y la filosofía (…)

»Por dicha, la santa idea de la emancipación de los esclavos no ha menester de ayudas sospechosas y de auxilios raros para triunfar gloriosamente del entendimiento y del corazón de quien, al poner la vista en el asunto, no sea terco hasta lo inverosímil y reacio hasta lo maravilloso. La conciencia grita muy alto, y no es posible que desoiga su voz el que no padezca de extravíos morales. El eco de la razón se levanta poderoso y resuena por so quiera en alas de las cien lenguas de bronce que agita sin cesar la prensa libre, llevando el verbo de redención de Oriente a Occidente y del Septentrión al Sur.»

lunes, 10 de enero de 2022

José Ferrer de Couto, Los negros en sus diversos estados y condiciones; tales como son, como se supone que son y como deben ser

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Apesadumbra la lectura de este libro; pero al mismo tiempo resulta instructiva. Al embocar el último tercio del siglo XIX, la institución de la esclavitud, recuperada, transformada e impulsada en Occidente desde el descubrimiento de América, se encuentra sometida a descalificaciones y combates que la abocan a una rápida desaparición: prohibida la trata, reconocida en diferentes países la libertad de vientres, y aprobada la emancipación en numerosos lugares. A los abundantes rechazos de los cuatro siglos anteriores, algunos de los cuales hemos presentado ya en Clásicos de Historia, se les unen con fuerza decisiva los profundos cambios ideológicos, económicos, políticos y sociales hijos de la Ilustración. Pero, naturalmente, la esclavitud todavía afecta a múltiples intereses y se resiste a desaparecer; así, comunicamos hoy la defensa sin concesiones que de ella realiza por entonces José Ferrer de Couto (1820-1877).

Este personaje, de agitada vida y de múltiples ocupaciones, fue militar con intermitencias (desde los quince años cuando participó en la primera guerra carlista, en las filas isabelinas), historiador (publicó entre otras obras una Historia de la Marina Real Española y otra Historia del combate naval de Trafalgar), publicista (que con sus artículos y libros promovió diferentes intereses políticos), y ante todo periodista (la última década de su vida dirige La Crónica, luego El Cronista, de Nueva York, donde reside). Fue un escritor abundante y de éxito. En La verdad (1876), alardea de ello: «Era frase favorita del señor Cánovas del Castillo, en el famoso Café del Príncipe de Madrid, llamado vulgarmente El Parnasillo, la de que cuando la literatura española ganase una peseta, a Ferrer de Couto le tocarían tres reales de vellón: quince centavos, o sea las tres cuartas partes del total de las ganancias.» Y, polemista siempre, parece que fue de un genio un tanto atrabiliario: no son escasos los procesos legales en los que estuvo incurso, ya sea como denunciante o como denunciado. Y tampoco faltaron los inevitables duelos de honor (otra institución social), de los que daba cumplida cuenta la prensa de la época.

Pues bien, la obra que presentamos consiste ante todo en una extensa argumentación en defensa de la esclavitud, naturalmente construida a partir de un racismo práctico evidente y desinhibido, que se da por supuesto y por evidente, y que no se siente obligado a demostrar. Los negros ―categoría que tampoco considera necesario precisar, pueden ser de África, América y Asia― son considerados objetivamente inferiores: «la ínfima porción de inteligencia que Dios ha puesto en la naturaleza de los negros, para que siendo de la especie humana no se confundiesen con los brutos...» Con este lamentable punto de partida, quizás el mayor interés de la lectura actual de la obra está en la reflexión sobre el modo y los recursos que emplea, en general bastante capciosos, para defender lo que ya por entonces era indefendible para una gran parte de la opinión pública. Puede sorprender su modernidad y su uso abundante hoy en otras causas deshumanizadoras actuales (por ejemplo, el aborto y la eutanasia).

Argumento terminológico: Cambiar el nombre para que permanezca la cosa. Ferrer de Couto le da gran importancia, y lo reitera una y otra vez: sustituye esclavitud por trabajo organizado, esclavo por rescatado, trata por rescate, traficantes por contratadores, herencia o venta (de esclavos) por cesión o transmisión, cimarrones por prófugos… Es un auténtico y mero lavado de cara de la nomenclatura, pero llega a proponer que se prohíba terminantemente el uso de las denominaciones tradicionales.

Argumento humanitario: Sostiene que la esclavitud supone un beneficio inconmensurable para los sometidos a ella, que así escapan de un atroz destino de salvajismo y muerte (y obtienen un destino atroz de padecimientos, sometimiento y muerte, añadimos). Por ello deben agradecimiento a sus captores y dueños, y aceptación sincera de su subordinación. Afirma además las excelentes condiciones en viven los esclavos de las posesiones españolas, no sólo en comparación con las de otros países, sino respecto a la de los emancipados en Haití, Jamaica, etc., e incluso con la de muchos jornaleros en Europa.

Argumento de la protección de derechos: Afirma que atacar la esclavitud y su tráfico, es atacar los derechos de propiedad de sus dueños, que legalmente se deben respetar, y que son considerados prioritarios. Además, se debe reconocer y proteger otro curioso derecho: «los negros de África, Asia y Oceanía son libres para vender sus esclavos por vía de rescate a los contratadores que quieran adquirirlos.» En sintonía con la época, Ferrer recalca los derechos de vendedores, traficantes, explotadores, gobiernos y población en general; sólo ignora los de los esclavos a los que no parece reconocer ninguno, puesto que las recomendaciones de un trato humanitario no constituyen otra cosa que una concesión a lo que se considera valores propios de su tiempo.

Argumento alarmista: Considera patente «cómo la libertad de los negros ha arruinado grandes comarcas productoras, empeorando en ellas la condición social de dichos individuos; y el trabajo organizado, que impropiamente se llama esclavitud, mantiene en gran prosperidad, donde está vigente, la riqueza material, y en verdadero estado de regular cultura a los negros que lo constituyen.» Respecto a la guerra de secesión norteamericana: «La sangre de la humanidad corre hoy a torrentes en uno de los países más florecientes del mundo, por una causa ambigua, indeterminada, de carácter dudoso y de resultados absolutamente negativos (…) Porque si triunfa la emancipación absoluta de los negros, peor será su libertad después, que su servidumbre ahora, como lo ha sido en todas partes; y si la esclavitud se perpetúa por la fuerza de las armas, es probable que entonces tome esta institución su primitiva forma, para hacerla más represiva.»

Argumento descalificador: «La justicia de los abolicionistas no es tan clara como parece», ya que promueven la emigración de trabajadores chinos en condiciones peores que las de los esclavos. Los abolicionistas son «hombres obcecados e inflexibles en sus principios, de espíritu turbulento, y capaces de cometer cualquier atentado.» Y cita el caso de la supuesta conspiración tramada por el cónsul británico en Cuba, Turnbull, «para sublevar nuestros esclavos, exterminar toda la población blanca, y alzarse después con la isla.» En resumen, estamos ante «el fanatismo inquebrantable de los abolicionistas ingleses, que nada aprende con las lecciones de la historia práctica, o que de ellas se quiere aprovechar para destruir todo lo que hace sombra a sus exclusivos intereses.» Y sugiere la posibilidad de que la protección inglesa del abolicionismo se debe a un deseo de arruinar América para promocionar sus colonias en las Indias Orientales...

Cudjo Lewis, el último superviviente  de la esclavitud en Estados Unidos.

lunes, 6 de diciembre de 2021

Vasco de Quiroga, Información en derecho sobre algunas Provisiones del Real Consejo de Indias

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La semana pasada nos centramos en el gran activismo a que dio lugar (para combatirla) la Provisión real de 1534 que impulsaba y regulaba la esclavización de los indios en la América hispana, y que culminó con la intervención papal de Paulo III. Hoy presentamos el importante documento que uno de los oidores de la llamada segunda Audiencia, máximos gobernantes de México, dirige en 1535 a Carlos I. El texto supone una muy dura crítica, no sólo de la mentada Provisión, sino de la conducta generalizada de los españoles respecto de los indios en la Nueva España, desde los más variados puntos de vista: jurídico (sobre todo), ético, religioso y económico. En toda la información subyace la defensa de los naturales y de buena parte de sus tradiciones respecto a su organización y costumbres legales. Y es que considera que debe aceptarse que «ser éste, como es en la verdad con gran causa y razón y como por divina inspiración, llamado Nuevo Mundo, como en la verdad en todo y por todo lo es, y por tal debe ser tenido para ser bien entendido, gobernado y ordenado, no a la manera y forma del nuestro; porque en la verdad no son forma sino en cuanto justo y posible sea a su arte, manera y condición, convirtiéndoles lo malo en bueno y lo bueno en mejor.»

Vasco de Quiroga (1472-1565) fue uno de tantos destacados funcionarios de la monarquía. Sin embargo, apenas se conoce de su carrera anterior a su desembarco en América a últimos de 1530, nombrado oidor de la Audiencia de la Nueva España. Ésta recibió el encargo de organizar política y administrativamente el territorio, y junto con ello investigar, juzgar y corregir los notorios abusos contra la población indígena cometidos anteriormente. Y en este sentido, Quiroga rebasa con mucho su cometido, iniciando una fecunda labor social que pasa por la creación de los llamados pueblos-hospitales, asentamientos exclusivamente formados por los indios que se autogobiernan al margen de las Encomiendas regidas por los conquistadores: los únicos españoles son los clérigos que aseguran la atención religiosa. La original sociedad que diseña Quiroga se basa en partes equivalentes en las propias tradiciones indígenas, en las españolas de los cabildos, pero sobre todo en la Utopía de Tomás Moro, a la que se refiere en numerosos pasajes de la obra. Las Reglas y ordenanzas para el gobierno de los Hospitales de Santa Fe de México y Michoacán, publicadas incompletas en 1766, detalla la organización y reglas de estas originales fundaciones comunales. Posteriormente fue promovido al obispado de Michoacán, del que tomó posesión en 1538, lo que le permitió impulsar estos proyectos sociales.

Sin embargo, en la obra que nos ocupa el propósito manifiesto es el rechazo patente sobre el proceso de esclavización de los naturales. Para ello realiza un extenso análisis jurídico sobre la institución de la esclavitud en su enorme variedad: en el pasado y en la actualidad, en las sociedades indias y en Europa. Pondera todos los requisitos jurídicos para que ésta sea legal, y concluye la absoluta carencia de ellos en América. Quiroga es ante todo jurista y por ello predominan las referencias a códigos y leyes de todo tiempo y lugar. Pero no faltan las citas teológicas, filosóficas y humanistas. Y tampoco autores de su tiempo, auténticas novedades que le sirven para reforzar algún punto de su argumentación, como La nave de los necios de Sebastian Brand, la reciente traducción latina de las Saturnales de Luciano de Samósata, o su admirado Tomás Moro. Pero el autor no se limita a condenar la esclavitud, sino que, en sintonía con la labor que está llevando a cabo, propone las reformas que considera oportunas para salvaguardar la Nueva España.

En cuanto al estilo, el mismo Quiroga es consciente de su apresuramiento, sus reiteraciones y su desorden: «Querría, si pudiese, excusarme ahora, después del mal recaudo hecho y dicho, que me haya acontecido a mí en esta ensalada de cosas y avisos lo que a los abogados cautelosos en los pleitos y causas, que inculcan y redoblan y repiten las cosas disimuladamente por diversas maneras de decir en las posiciones y artículos que hacen, a fin que si el testigo o la parte o el que examina se descuidasen en mirar y entender y estar atentos en lo uno, que no se puedan escapar y vengan a caer y a dar de rostro en lo otro, que es como aquello, porque la verdad de la causa salga adelante y no se pierda por alguna inadvertencia. Y así yo, como piense en esto traer razón, verdad y justicia, confieso haber caído a sabiendas en este yerro, por usar de esta cautela; pero por ser yerros que se hacen por el amor de esta tierra y de la buena y general conversión y conservación e instrucción de ella y de sus naturales, creo me serán perdonados.»

Mural de Juan O'Gorman en Pátzcuaro (Michoacán) 1942

lunes, 29 de noviembre de 2021

Julián Garcés, Bernardino de Minaya y Paulo III, La condición de los indios (1537)

Paulo III

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Desde su descubrimiento, las Indias dieron lugar a un encendido debate ético, jurídico y religioso sobre la licitud de la propia conquista, ocupación y dominio de los naturales, y sobre qué procedimientos utilizar en todos esos campos. Ya hemos comunicado en Clásicos de Historia algunos documentos en este sentido: la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de Las Casas, el Demócrates segundo de Juan Ginés de Sepúlveda, y la conocida Controversia de Valladolid, en la que intervienen los dos anteriores junto con Domingo de Soto. Desde el terreno universitario fueron decisivas las Relecciones correspondientes de Francisco de Vitoria, así como desde el más pegado a la realidad cotidiana lo fueron las obras de Motolinía y Acosta y la muy posterior de Juan de Palafox… Pues bien, en 1534 y desde Toledo se autoriza mediante una Real Provisión la esclavización de los indios en ciertos casos, lo que desata un movimiento contrario en su favor. Isacio Pérez, en su contribución a la obra colectiva La ética en la conquista de América (Madrid 1984), nos lo cuenta así:

«Al recibirla en México, la Audiencia ―y en particular el oidor Vasco de Quiroga― escriben cartas en las que exponen sus reservas respecto a la ejecución de tal Provisión (…) En 1534 se encontraba Fray Bernardino de Minaya de Paz, O.P., en México (recién llegado del Perú), de cuyo convento era prior. De hecho, en México se atribuía ―parece que equivocadamente― la expedición de la mencionada Provisión al influjo en España del Parecer entregado años antes al Consejo de Indias por Fray Domingo de Betanzos, O.P., en el que presentaba a los indios como bestias humanas, incapaces de recibir la fe y de integrarse en una vida civilizada. Ante esta situación, Minaya, hacia fines de 1534, habla con el oidor Quiroga y, seguramente también… con el obispo Juan de Zumárraga, O.F.M.; y a principios de 1535, emprende (de modo fugitivo) viaje a Veracruz con el propósito de embarcar para España y llegar a Roma. Y al pasar por Tlaxcala, obtiene del obispo Garcés, O.P., la conocida carta latina de súplica al Papa Paulo III a favor de la racionalidad de los indios y de su capacidad para recibir la fe, que también es una carta de presentación de Minaya ante el Papa y que Minaya llevó en mano. En Roma, como es sabido, consigue la famosa bula Sublimis Deus, con la cual se desfonda de un pretendido justificante ético la esclavización de los indios y las guerras de conquista o saqueo conducentes a ella.»

En el mismo sentido, León Lopetegui señala que «La bula Sublimis Deus, del 2 de junio de 1537, término de las gestiones proindias en Roma, fue precedida en algunos días (29 de mayo de 1537) por la carta apostólica de Paulo III al cardenal Juan de Tavera, arzobispo de Toledo, ordenándole prohibir bajo pena de excomunión ipso facto incurrenda, el reducir a los indios a la esclavitud en cualquier forma y por cualquiera. Esta intervención pontificia, un poco a espaldas de la corte y del cardenal Loaysa, dominico y presidente del Consejo de Indias, irritó a Carlos V, que ordenó recoger las bulas y consiguió de Paulo III que derogara el breve concedido al cardenal Tavera, en cuanto lesiva de los derechos patronales del emperador, o también perturbadora de la paz en las Indias. Una curiosa querella entre el Papa y el emperador en aquellos momentos decisivos en que se estudiaba la convocación del famoso concilio que definiera el campo doctrinal católico frente a la seudorreforma protestante. Nótese bien que el Papa anuló sólo el breve al cardenal Tavera por otro breve de 19 de junio de 1538 ―Non indecens videtur―, pero no la bula o las bulas sobre la racionalidad de los indios y diversas disposiciones disciplinares.» (Historia de la Iglesia en la América española, tomo I, Madrid 1965)

Bula Altitudo divini consilii, de Paulo III

lunes, 1 de noviembre de 2021

George Dawson Flinter, Examen del estado actual de los esclavos de la isla de Puerto Rico bajo el gobierno español

Ferdinand Machera, Oficial

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Estamos ante una triste obra. George Dawson Flinter fue un militar irlandés que en 1811 es enviado a las Indias Occidentales. Al servicio de las autoridades británicas se establecerá en Venezuela, donde contraerá matrimonio, se naturalizará, y se convertirá en el acomodado propietario de una hacienda. El triunfo definitivo de los insurgentes le conducirá a las Antillas, donde redactará varias obras, en inglés y castellano, entre ellas la que nos ocupa, publicada en 1832. Ante la progresiva liberación de los esclavos en las colonias francesas e inglesas, Flinter levanta la voz para rechazar rotundamente su abolición en las españolas. Sus argumentos resultan llamativos: los esclavos ya lo eran en África, antes de ser trasladados a América; el excelente trato que se les da en Cuba y Puerto Rico, lo que les hace rechazar su devolución a África; las inferiores condiciones de vida a que se someten a innumerables campesinos europeos, comenzando por los de Irlanda; el inatacable derecho de propiedad que sobre ellos tienen sus amos; su inferioridad indudable que les incapacita para una vida ordenada y laboriosa sin subordinación total; el ejemplo de los Estados Unidos, «única república que existe, o que probablemente puede existir prácticamente sobre la faz de la tierra con instituciones libres»; las calamidades sin cuento que se constatan en la isla de Santo Domingo, en Jamaica, en las provincias españolas ya independientes…

La esclavitud, según Flinter, asegura por tanto el orden, la estabilidad y el bienestar común ¿Y cuáles son las causas de los ataques que sufre esta única forma viable de organización social en la región? No tiene ninguna duda, y en una segunda parte nos las refiere: «Rápido examen de los espantosos efectos de las revoluciones en la felicidad de las naciones. Ilustrado con un bosquejo del estado actual del Mundo Nuevo y Antiguo, corroborado con documentos oficiales, que manifiestan el floreciente estado de la agricultura y comercio, bajo el gobierno de España, y su decadencia desde el establecimiento de las Repúblicas en la América Española.» Han sido los principios revolucionarios los que está provocando este desmoronamiento general: la revolución francesa de 1793, las invasiones napoleónicas, las rebeliones en América, la española de 1820, y otra vez la francesa de 1830… «¿Por qué han de creer ciegamente los hombres en los preceptos de los demagogos o seguirlos, sin primero examinar la sinceridad de su fe y los motivos de su patriotismo? Examínense estos motivos y se encontrará que de las mil plumas y espadas alistadas en la causa de la revolución, las novecientas noventa y nueve son dirigidas por las más innobles pasiones.»

Ahora bien, paradojas de la vida, muy poco después de escribir estos encendidos períodos, nos encontramos al brigadier Jorge Flinter encabezando briosamente ejércitos liberales en contra de los carlistas. Antonio Pirala en su pormenorizada Historia de la Guerra Civil y de los partidos liberal y carlista, nos relaciona su desempeño, especialmente por tierras de Extremadura, La Mancha y Toledo en persecución de las famosas expediciones que recorren toda la península. También recoge proclamas y otros textos de nuestro autor, en alguno de los cuales parece buscar el ya inexistente entendimiento entre los propios liberales. Podemos intuir que este vuelco llamativo de principios y prácticas hubo de suponerle un desgaste anímico considerable. Así, el ilustre historiador, en su última referencia a Flinter nos indica que en 1838 sus operaciones militares «demostraban ya el extravío de su razón, que había de serle a poco tan funesto.» Destituido, se quitará la vida en septiembre de ese año.

Sobre la esclavitud disponemos en Clásicos de Historia de las siguientes obras: Tomás de Mercado y Bartolomé de Albornoz: Sobre el tráfico de esclavos (1571-73); Isidoro de Antillón: Disertación sobre el origen de la esclavitud (1802); y Rafael María de Labra: La emancipación de los esclavos en los Estados Unidos (1873), además de múltiples referencias en otras. Una última observación. Resulta llamativo comparar los falaces y endebles argumentos que Flinter emplea para justificar la esclavitud, con los que en el pasado y en el presente se han usado y se usan para blanquear distintas instituciones sociales, auténticas calamidades, de consecuencias atroces para la humanidad: la guerra, la explotación económica, los tormentos judiciales, la pena de muerte, la discriminación racial, los duelos de honor, la eugenesia, el aborto, la eutanasia...