viernes, 28 de febrero de 2020

Manuel Azaña, La velada en Benicarló. Diálogo de la guerra en España


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Volvemos a Manuel Azaña y a su ensayo-ficción sobre la guerra civil, La velada en Benicarló, escrito antes de que se cumpliera un año del inicio de la contienda, «la orilla donde ríen los locos», que dijo Ramón J. Sender en su monumental y madura novela sobre la cuestión. Por su parte, el en aquellos desquiciados años su correligionario, Claudio Sánchez Albornoz, le calificaba así en la extensa entrevista que le hizo Carmen Samiento en Buenos Aires en 1976, antes de regresar del exilio: « Era un hombre muy inteligente, un verdadero hombre de Estado. No obstante, estaba prisionero de una tradición de desdenes, de fracasos políticos personales y del clima moral que dominaba en la gran mayoría de los republicanos (…) Azaña era el primer orador del Parlamento, el hombre más capaz; sin embargo, había tenido que esperar la llegada de la República en medio de la hostilidad de gentes de ideas cercanas a las suyas. Había llevado una vida casi marginal, y esa triste espera había agriado su carácter. Le oí referir a él mismo que, una vez, una mujer pública le había mordido y se había asustado por lo amargo de su sangre. Era agrio todo él (...)

»Bueno, no le descubro a usted el Mediterráneo si le digo que Azaña era un burgués liberal; él mismo se definió así en el mitin de Mestalla. Cuando llegábamos a los pueblos y saludábamos desde la ventanilla, nos recibían con el grito de ¡Abajo la burguesía!, hasta que en una de ésas, Azaña se cansó, sacó la cabeza por la ventanilla y contestó: ¡Idiotas, yo soy burgués! Azaña era un intelectual puro, con todas sus virtudes y defectos que ello implica, y sufrió mucho en el ejercicio del poder. Las matanzas de la retaguardia republicana, y especialmente las de la cárcel modelo, le hicieron pronunciar una frase que le honra: No quiero ser presidente de una República de asesinos. Y digo que le honra porque en el campo contrario se cometían idénticos crímenes; pero nadie tuvo un gesto parecido y a todos les parecieron lógicos los asesinatos (...) Recuerdo que en Valencia me dijo: La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban

Más acre es el juicio de Andrés Trapiello, que en su canónico Las armas y letras, retrata así a nuestro personaje: «Fue Azaña el personaje más hondamente tolstoiano de aquellos tres sangrientos años de guerra. Como el Pierre de Guerra y Paz, vemos a Azaña cruzar el campo de batalla, aturdido, alucinado, colérico ante la estupidez del mundo, tanto como conmovido por el dolor de los pobres y la tragedia de los desposeídos. Quizá pensara, cuando ya se había desatado la mayor tempestad de todo el siglo, que él no era sino un involuntario sembrador de vientos. Ahora bien, si lo pensó, nunca lo dijo. Siempre echó la culpa a alguien (…) Entre las confidencias de La velada en Benicarló se encuentran estas otras palabras, que bien podrían representar al propio Azaña: Nada tengo que hacer en la vida pública. No es desengaño. De nada tenía que desengañarme. Me reconozco ajeno a este tiempo. Los hombres como yo hemos venido demasiado pronto o demasiado tarde. A no ser que nuestra inutilidad pertenezca a todos los tiempos, a todas las situaciones


José Gutiérrez Solana, Recogiendo a los muertos, 1937

viernes, 21 de febrero de 2020

François Bernier, Viajes del Gran Mogol y de Cachemira


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Desde los últimos tiempos de la Edad Media, innumerables europeos se han dado a recorrer el mundo, comerciando, predicando, conquistando… y dedicándose a la piratería. Y muchos de ellos dejaron por escrito sus experiencias, en las que se refleja siempre una mayor o menor curiosidad por esas sociedades que se perciben (quizás equivocadamente), tan disímiles de las propias. Pues bien, esta semana será uno de estos viajeros impenitentes y perspicaces, el francés François Bernier, médico y filósofo, el que nos guiará por la India del siglo XVII, donde se había constituido uno de los grandes imperios musulmanes de la época. Pero antes, acudamos a René Pillorget, en su Del absolutismo a las revoluciones, para familiarizarnos con el escenario y la época:

«En la India, la penetración turca se remontaba a 1526, fecha de la victoria de Babur ―descendiente de Tamerlán por su padre y de Gengis-Khan por su madre― sobre el sultán de Delhi. A su muerte, Babur dejó un imperio ―el que los europeos llamaban del Gran Mogol― llamado a conocer dos siglos, por lo menos, de una prodigiosa fortuna, y que era una inmensa construcción armada, como todas sus antecesoras, sobre un fondo indesarraigable de hinduismo. El Islam había ganado por todas partesnuevas posiciones, por las armas, por el comercio y por la emigración. Sin embargo, por importantes que fuesen, como en el Gudjerat, en la cuenca del Ganges o en la región de Hayderabad, aquellos núcleos de islamizaciónseguían siendo poca cosa a escala de la India. Fuera de dos regiones de fuerte implantación ―el valle del Indo y Bengala― el Islam era sobre todo un fenómeno de ambientes sociales elevados: príncipes, soldados, funcionarios, mercaderes. No se insinuó ni profunda, ni masivamente en el pueblo indio, y no pudo sobrevivir más que pactando. Akbar (1556-1605) había basado su política sobre la alianza con estos hinduistas que componían la mayoría de sus súbditos… Pero sus sucesores se revelaron incapaces de continuar su política… El Imperio vivió en un estado de larvada anarquía hasta que llegó al poder un príncipe enérgico, Aurangzeb, en 1658.» Eso sí, mediante una cruenta guerra civil que nos narrará con todo detalle François Bernier, testigo de excepción.

En la Nota biográfica que antecede la edición española de esta obra (1921), se presenta así a nuestro autor: «El filósofo, médico y viajero Francisco Bernier, nació en Joué (Angers, Francia) en 1620 y murió en París en 1688. Recibió con Chapelle, Molière, Hesnault, y acaso con Cyrano de Bergerac, lecciones de filosofía de Gassendi (1642). Visitó Italia, Alemania y Polonia, se recibió de médico en Montpellier, y tras la muerte de su maestro, partió en 1656 para Siria, Egipto y, finalmente, la India. Fue médico de Aureng-Zeb y enseñó a su agah Danech-mend-kan los descubrimientos anatómicos de Harvey y de Pecquet, con las doctrinas filosóficas de Gassendi y Descartes. A su vez estudió las ideas religiosas y filosóficas de los indios, el imperio del Gran Mogol, que sorprendió en el instante de su mayor florecimiento, visitó Cachemira y regresó a Francia en 1669 tras ausencia de trece años. El relato de su viaje, impreso en 1670-71, le valió celebridad perdurable. Pero Bernier no es sólo el viajero observador y reflexivo que acierta a contarnos de modo inimitable la magnificencia del imperio del Gran Mogol, el íntimo encanto del reino de Cachemira, sumido en las más excelsas montañas del mundo; es también el filósofo fino y sutil de su tiempo, pleno del futuro del siglo XVIII francés.

»Amigo de las gentes más ilustres del siglo de Luis XIV, compone con Racine y Boileau el Arrêt burlesque, que deja en ridículo al Parlamento y a la Universidad, y evita la proscripción de la filosofía de Descartes y de Gassendi; inspira a La Fontaine motivos de sus fábulas; a Moliére, Le Malade imaginaire; hace, casi tan popular como el cartesianismo, la filosofía de Gassendi, su maestro siempre amado, de cuyas doctrinas, con todo, duda al final de su vida, rica y varia, siempre en gran señor espiritual. Aparte de sus Voyages, cuya traducción castellana aquí se ofrece, dejó escritas: Abrégé de la philosophie de Gassendi (1674, 7 volúmenes); Doutes sur quelquesuns des principaux chapitres de l’Abrege de la philosophie de Gassendi (1682); Eclaircissement sur le livre de M. Delaville (1684); Traité du libre et du volontaire (1685); Mémoire sur le quietisme des Indes (1688); Extrait de diverses pièces: Introduction a la lecture de Confucius, Description du canal des Deux Mers, Eloge de Chapelle (Journal des Savants, 1688).»


viernes, 14 de febrero de 2020

Antonio Pigafetta, Primer viaje en torno al Globo

Supuesto retrato
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En su Magallanes. El hombre y su gesta (1938), una de sus excelentes aproximaciones literarias a personajes históricos, Stefan Zweig imagina así las reflexiones del descubridor portugués, en vísperas de iniciar su célebre expedición, sobre el papel que va a desempeñar el autor de la obra que hoy comunicamos:

«Aquilatando severamente en su interior cada particularidad, calculando sin tregua, Magallanes intentaba puntualizar quién estaría a su lado y quién estaría contra él en el caso decisivo. Pero, de pronto, desaparece la tensión y sonríe a pesar suyo. ¡Dios mío! ¡Había estado a punto de olvidarse de aquel excelente, de aquel superfluo que le había llovido del cielo a última hora! Tenía que ser una bendita casualidad que el joven italiano, sosegado y modesto, Antonio Pigafetta, miembro de una familia notable de Vicenza, se escurriera en medio de la abigarrada sociedad de aventureros, buscones, rapiñadores y desperados. Llegado a Barcelona con el séquito del protonotario papal en la corte de Carlos V, el caballero, barbilampiño todavía, oyó hablar de la misteriosa expedición que por unas rutas desconocidas ha de cumplir objetivos y llegar a zonas todavía no alcanzadas.

»Tal vez en su nativa Vicenza, Pigafetta había leído ya el libro de Vespucio impreso en 1507 sobre los Paese novamente retrovati, en el cual el autor habla del placer que experimenta en andare a vedere parte del mondo a le sue meraviglie. O quién sabe si contribuyó al entusiasmo del joven italiano el muy leído Itinerario de su compatriota Varthema. Muévele poderosamente la idea de poder contemplar por sus propios ojos las cosas grandiosas y escalofriantes del océano. Carlos V, a quien se dirige para rogarle que le deje tomar parte en la misteriosa expedición, lo recomienda a Magallanes, y, de pronto, comparece entre aquellos lobos de mar, codiciosos aventureros, un idealista de los más singulares, que no se arriesga por amor al dinero, sino por una auténtica pasión de trotamundos; que empeña su vida en la aventura como dilettante, en el sentido más bello de la palabra, o sea por el puro goce de ver, conocer y admirar.

»Pero, en realidad, este excedente, este superfluo, es el que más importa a Magallanes de los que participan en la expedición. Porque, si alguien no lo describe, ¿qué valdrá un hecho? Un hecho histórico no halla su cumplimiento en la ejecución inmediata sino en la circunstancia de ser transmitido al porvenir. Lo que se llama Historia no consiste en la suma de todos los hechos significativos que se han producido en el espacio y en el tiempo; la Historia del mundo sólo abarca el pequeño sector que la expedición poética o sabia logró iluminar. Nada sería Aquiles sin Homero, y toda figura es sombra y los hechos se disuelven como la onda líquida en el mar inmenso si no existe el cronista que los hace permanentes en su descripción o el artista que les da nueva forma. Tampoco de Magallanes y de sus hechos sabríamos gran cosa si no tuviéramos más documentos que la Década de Pedro Mártir, la ceñida carta de Maximiliano Transilvanus y el par de apuntes y las libretas de a bordo de los diversos pilotos. Es este modesto caballero de Rodas, el excedente, el superfluo, quien ha puesto en evidencia para la posteridad la gesta de Magallanes.

»No era, en verdad, nuestro bravo Pigafetta ni un Tácito ni un Livio. Como en el arte de la aventura, tampoco pasó de aficionado en el de la pluma. Simpático él, no se puede decir que sea su fuerte el conocimiento de los hombres. Como si hubiera estado durmiendo en medio de la tensión de ánimo trascendental entre Magallanes y los otros capitanes de la flota. Pero precisamente porque le importan poco esas correspondencias, Pigafetta observa más cuidadosamente las particularidades y las apunta con la vigilante pulcritud del muchacho a quien dan como deber la descripción de su paseo dominical. No siempre podemos fiar en él, porque a veces, en su ingenuidad, los viejos pilotos, que adivinan enseguida en sus trazos al bisoño, le dan gato por liebre; pero de ese poco de fábula y de inexactitud nos compensa de sobra Pigafetta con la curiosidad solícita que le guía en la descripción de cada pormenor; el haber llegado a tomarse la molestia de interrogar, estilo Berlitz, a los patagones, reservó al modesto caballero de Rodas, sin que él mismo lo sospechara, la gloria histórica de haber redactado el primer vocabulario de expresiones americanas. Pero un honor más alto le esperaba: el de que nada menos que Shakespeare echara mano, para su Tempestad, de una escena del libro de viaje de Pigafetta. ¿Que suerte mejor puede caber a un escritor mediocre que la de instar al genio a tomar de su obra efímera un destello para la suya imperecedera, levantando así, en su vuelo de águila, un nombre insignificante a las esferas eternas?»

Un último pero. Zweig capitidisminuye el papel que desempeñó Juan Sebastián Elcano en la expedición. Pero es que Pigafetta ni siquiera lo menciona una sola vez.

Del Río de la Plata al Estrecho Patagónico, por Pigafetta.

viernes, 7 de febrero de 2020

Baronesa d’Aulnoy, Viaje por España en 1679


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Presentamos una amena visión de la España de fines del siglo XVII, firmada por una escritora francesa, famosa sobre todo por sus colecciones de cuentos de hadas. Escribe María Elvira Roca Barea en su reciente Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días. «Un ejemplo muy destacado de la producción hispanófoba en este tiempo es Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, baronesa d’Aulnoy. Todo un personaje. La vida de Marie-Catherine estuvo marcada por su matrimonio con François de la Motte, jugador empedernido e intrigante profesional. En 1669, en un enredo cortesano, el barón fue acusado de traición y tuvo que huir. La madre de Marie-Catherine estuvo implicada en el complot contra su yerno y, probada la inocencia de éste, se vio obligada a abandonar París, y parece que su hija también. Siguen aquí veinte años muy confusos. Según afirmaciones de la baronesa, marchó primero a Inglaterra y luego a España, donde estuvo hasta 1685, año en que fue perdonada por Luis XIV por servicios diversos y confidenciales prestados a la monarquía. El hecho es que durante dos décadas Marie-Catherine desapareció de la vida cortesana de París y nada de cierto se sabe de este periodo de su vida. En 1690 reaparece en la capital y al año siguiente publica el Viaje por España, que se convierte en un éxito espectacular.»

Y más adelante: «De la fiabilidad del relato da idea que algunos estudiosos como Raymond Foulché-Delbosc han puesto en duda que la baronesa estuviera en España alguna vez. Esto viene por muchas razones. Primeramente, no hay constancia documental de la presencia de la baronesa en tierras española. Nadie la menciona y esto resulta raro. Ella nombra a mucha gente importante en aquel tiempo que dice haber conocido en España, pero nadie la nombra a ella. Sin embargo, todavía hoy el relato de D’Aulnoy sigue considerándose un fiel reflejo de la sociedad española de aquel tiempo, aunque va creciendo un más que razonable y sano escepticismo. El hecho es que D’Aulnoy cumplió con creces con su trabajo al servicio de Luis XIV y su propaganda antiespañola, una de las prioridades de la política exterior del Rey Sol, y salió muy beneficiada de ello.» Y añade en nota a pie de página: «¿Cómo es posible que esto se lo haya podido tomar en serio alguien, francés o español, alguna vez?»

Quizás resulte un tanto excesivo el juicio de la profesora Roca. Sí que es cierto que el Viaje por España demuestra lo venerable de la técnica del copy-paste: está elaborado mediante la concatenación de numerosos retales procedentes de fuentes diversas, como han puesto de manifiesto sus estudiosos. En cambio, no me parece tan evidente la intención hispanófoba de la aristócrata francesa. No se puede perder vista que la obra es un típico libro de viajes, género que busca presentar las historias y descripciones que sus potenciales lectores (y naturalmente compradores) esperan encontrar. Los autores se encargan de demostrar estos prejuicios (juicios previos) sin mucha dificultad, porque, entre la múltiple diversidad de cualquier sociedad, no resulta complicado escoger las facetas que satisfacen aquello que se desea hallar. Así, seleccionando sólo una parte veraz de la realidad e ignorando el resto, podemos obtener con facilidad una imagen absolutamente falsa de dicha realidad. Pero este defecto es bastante general: podemos comprobarlo asimismo en la abundante literatura de viajes que se confeccionó en España desde hace siglos. E incluso en cómo todavía perduran hoy en día ciertas visiones tópicas de otros países (fruto de la tradición o de la ideología: prejuicios siempre).