viernes, 10 de enero de 2020

Manuel Azaña, Sobre el Estatuto de Cataluña


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El llamado problema catalán tiene siglo y medio de existencia (no más), y sobre él hemos comunicado en Clásicos de Historia algunas de las obras canónicas que establecieron y defendieron los principios nacionalistas. Son las de Valentí Almirall, Enric Prat de la Riba, Pompeu Gener, y Antoni Rovira y Virgil. También algunas de las reacciones ante el nacionalismo catalán, especialmente aunque no sólo durante la Segunda República, que oscilan entre un variado grado de rechazo (Antonio Royo Villanova, Miguel de Unamuno) y un esfuerzo de comprensión, cuando no de conllevancia (José Ortega y Gasset).

Agregamos ahora al que fuera ministro, jefe de gobierno y presidente de la República, Manuel Azaña (1880-1940), que puede representar el esfuerzo político más tenaz para resolver el problema catalán mediante el establecimiento de un régimen autonómico que dotara al Principado de un reconocimiento jurídico y de una capacidad limitada pero extensa de autogobierno. Este proyecto derivaba de los compromisos entre republicanos y catalanistas (a los que se sumaron los socialistas) en el Pacto de San Sebastián, que se recogieron plenamente en la nueva Constitución. Ahora bien, cuando llegó el momento de elaborar el Estatuto Catalán, la resistencia de amplios y variados sectores de la clase política (de los socialistas a las derechas) se hizo presente y dificultó su aprobación. La intervención de Azaña, resumida en su largo discurso en el debate a la totalidad del Estatuto en las Cortes, fue decisiva para mantener el apoyo de las distintas fuerzas ―republicanos de izquierdas y socialistas― que sostenían al gobierno. Aunque su aprobación todavía se dilatará, hasta que la situación creada por el fracaso de la insurrección de Sanjurjo agilice definitivamente la culminación de este proyecto.

Presentamos este decisivo y extenso discurso del 27 de mayo de 1932 en las Cortes, parece ser que de unas tres horas de duración, en el que fundamenta lo que considera un auténtico pleito histórico, plantea la solución, y desciende al detalle de sus implicaciones en los distintos campos de la administración, de la Hacienda a la Educación y al Orden Público. Se hace patente su gran capacidad oratoria, al mismo tiempo que su rigor y su característica dureza en el debate. Incluimos también sus intervenciones de los días 2 y 3 de junio, en las que da respuesta a las manifestaciones y críticas que le han sido dirigidas, especialmente por parte de Alejandro Lerroux, Melquíades Álvarez (su jefe político bastantes años atrás) y Ortega y Gasset. Es decir, Azaña se dirige, además de a sus filas y sus aliados, a los republicanos de la oposición, desde los radicales a la derecha. Pretende contrarrestar sus posiciones, y en la medida de lo posible ganarlos para su causa. Ignora, en cambio, a aquellos que aprecia como poco republicanos, por ejemplo los agrarios, o directamente como monárquicos.

Completamos estas intervenciones (que constituyen el grueso de la entrega) con unos textos que pueden contribuir a clarificar la postura y evolución de Azaña. Sus dos discursos de Barcelona: el de 1930 en el marco del viaje de intelectuales de toda España a Cataluña, tiene un carácter casi programático; el de septiembre de 1932, desde el palacio de la Generalitat, muestra el éxito de dicho proyecto. Los restantes textos expresan el desencanto progresivo de Azaña respecto a los nacionalistas catalanes y al modo en que están aplicando el Estatuto: son dos fragmentos de dos obras extensas: Mi rebelión en Barcelona (distanciamiento destacable puesto que la finalidad de la obra, de 1935, es justificarse políticamente y atacar sin miramientos a los gobiernos del centro y la derecha) y La velada de Benicarló (escrita en 1937 en vísperas del estallido interno de mayo, auténtica aunque breve guerra civil en el seno de la guerra civil). Completamos la entrega de esta semana con dos artículos que Azaña escribió en 1939, ya en el exilio, que no llegaron a publicarse. En ellos su desencanto manifiesta una auténtica amargura, fruto de lo que considera una verdadera traición a la República por parte de los nacionalistas catalanes.


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